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Pasada las 10:30 a.m. del jueves 30 de mayo de 2019, mi tío y padrino Alejandro, tomó un vuelo hacia la capital desde el aeropuerto Rubén Cantú, en Santiago, provincia de Veraguas; el avión aterrizó a las 11:10 a.m. en el aeropuerto Marcos Gelabert, en donde lo recibí. Después de recorrer pocos kilómetros hasta llegar al condominio, subimos por el ascensor, al apartamento 8-B.

Mi padrino se encontraba en el sitio al que tanto deseaba visitar, allí vivo con mis hermanos, se asombró que estaba muy organizado, moderno y despedía un aroma de café acabado de preparar. Se sentía mucha tranquilidad, pese a tener al perico Lorenzo como nuevo integrante de la familia, que estuvo muy inquieto ante la llegada. Luego de una cálida ducha nos preparamos con zapatos cómodos, ropa ligera, gorra y mucho protector solar para aplacar el sofocante calor del día. ¡Estaba listo para recorrer las maravillas de la ciudad de Panamá!

Fuimos a uno de los sitios más lindos que tiene la ciudad de Panamá, el Casco Antiguo, donde caminamos y observamos el área colonial; el lugar resulta increíble para tomar fotos, gracias a sus paisajes que denotan un toque de excentricidad y buen gusto.

Observamos el sitio con lujo de detalles, una mezcla de diferentes estilos arquitectónicos y con influencias del caribe, francés y colonial, que refleja una diversidad cultural e histórica. Los edificios y casas cuentan con muros de cargas, reforzados con techos a dos aguas sostenidos por alfarjes, muchas veces decorados. Las calles relucientes están construidas con adoquines.

Continuamos nuestro recorrido hasta que nos detuvimos para buscar un sitio donde celebrar mi cumpleaños, con un rico almuerzo. Finalmente, me decidí por el habitual restaurante El Rompeolas, localizado en la Cinta Costera, un lugar de visita obligada, belleza admirable y encanto indiscutible. Para llegar hasta allá tomamos un taxi que nos cobró $3.50.

La comida panameña es muy caribeña; no obstante, la diversidad de nacionalidades que han formado parte de la población ha creado una oferta de alimentos variados. En el concurrido sitio optamos por un buen ceviche de corvina, mientras observaba la magnífica vista del entorno, en donde se apreciaban a los pescadores en sus faenas diarias.

En aquel restaurante, característico de la gastronomía panameña, reinaba un ambiente de turistas, transeúntes agobiados y encuentros inesperados. Curiosamente, allí coincidimos con mis vecinos, quienes viven en el apartamento 8-C, del edificio, un matrimonio ejemplar de 30 años, Roberto y Alina, ambos funcionarios del Ministerio de Cultura, junto a ellos todo marchó con mayor encanto y regocijo.

Pudimos sacar muchas fotografías para tenerlas de recuerdo, de pronto, la pareja nos invitó a la presentación de un ballet folclórico, esa misma noche. Aquella noticia fue algo inesperado para nosotros, pues corrimos con la suerte, que en tan poquitos días hasta pudimos disfrutar del Bullerengue, ese baile tradicional de Darién.

El tiempo avanzaba y nos deleitábamos en nuestras conversaciones, sin darnos cuenta, ya era muy tarde y no había más remedio que compartir la cena y de paso nos fuimos juntos para el teatro.

En un abrir y cerrar de ojos ya estábamos en las gradas del Teatro Balboa, totalmente oscuro y al encender las luces irrumpió un ritmo bien marcado de repique de tambores que nos llevó a un pasado netamente africano. Aquellas bellas jóvenes salían al escenario en filas, palmoteando con las manos al frente, a paso corto, moviendo sus estrechas cinturas con pasos similares al de la cumbia y en posición erguida. Todo aquello era impresionante por su contenido rítmico, instrumental y por la forma de su baile.

Los días siguientes la pasamos en familia, hasta que llegó la hora de la partida de mi tío, regresaría a Veraguas, donde lo esperaba su esposa Alicia, allá solo se mantendrían un par de semanas, ya que regresarían a Italia, donde llevan más de 25 años residiendo. 

La estadía de mi tío en Panamá fue tan maravillosa que no me di cuenta de que viajar es parte de la esencia del ser humano y que no podríamos cambiar nuestro mundo como tal, si no transitamos a otros sitios desconocidos.

“¡Bienvenidos a bordo! Les habla la azafata María Eduarda y quiero desearles a todos un buen viaje”, se oye clara y firme la voz de la auxiliar de vuelo; un saludo en el inconfundible idioma castellano. Aquella mujer etíope indicaba por qué pasillo encontrar el asiento asignado y cada pasajero, incluyéndome, mostraba en sus rostros la preocupación de saber si le tocaría pasillo o ventanilla; afortunadamente me correspondió la ventana, suficiente para no perderme ni un solo paisaje.

Cada asiento disponía de una pantalla multimedia, así era posible calmar el estrés disfrutando de las diferentes películas y series que el menú ofrecía, solo había que elegir el idioma nativo, para disfrutar de los contenidos. También se podía ver algunos juegos. 

El viaje de nuestra familia, que radicaba por motivos de trabajo en Addis Abeba (Etiopía), era hasta la ciudad de Panamá, haciendo escala en la capital de Turquía y luego de cinco días de turismo, continuamos nuestro recorrido hasta el destino final. En total eran 14 horas de vuelo, cuatro horas en el primer tramo y luego 10 horas más, lo que duraba el viaje en avión.

De pronto, a través del parlante se escuchaba el anuncio de la salida, lo que generaba una mezcla de nervios con adrenalina. Poco a poco el avión comenzaba a tomar velocidad y emprender el vuelo; ahora los edificios más significativos, las casas, los ríos, los autos pasaban a ser diminutos desde el cielo, hasta perderse de nuestra vista totalmente.

Transcurrieron algunas horas hasta que llegó el almuerzo y luego una merienda. Las azafatas dicen: “Vamos a tener una siestita”, así que el avión se oscurece y el brillo de la pantalla resalta, pero no pegué los ojos, para así disfrutar de la trayectoria.

Constantemente abría la ventana y me mantenía en oscuridad; la luz de las estrellas resaltaba en aquella inmensidad. En pocas horas comenzó a amanecer y, de pronto, se asomaba una larga ciudad, desde las alturas; miré el mapa en la pantalla multimedia y estaba sobrevolando Egipto. ¡Dios mío, qué increíble!

Como un déjà vu, la escena me llevó a recordar aquellos libros de Historia Universal a la vez que disfrutaba desde el aire las perfectas calles a la vista. Y ¡válgame que la noche no me castigó!, pues pude apreciar las dunas del desierto, las soñadas filas de los camellos domados por los beduinos (nómadas que habitan en los desiertos), las pirámides de Guiza y el Delta del Nilo, todos como vestigios legados por los egipcios de la antigüedad; los más portentosos y emblemáticos monumentos de esta civilización que me dejaron impresionada e inmóvil durante los 45 minutos sobrevolando Egipto.

La vida es sabia, aunque no me ha dado la oportunidad de ir a esas tierras de los faraones me regaló una bella vista, de la cual no perdí ni un solo detalle, desde las alturas.

De pronto, me perdí nuevamente con la vista al mar, pensé que así aprovecharía para descansar; pero a los pocos minutos los altoparlantes anunciaban las instrucciones para el aterrizaje. En la medida que el avión perdía altura se observaba la vista superior de la mezquita de Santa Sofía, los puentes y espejos de agua del Bósforo y la espléndida ciudad que brillaba bajo el sol. Todos los pasajeros aplauden y se escucha: “Bienvenidos a Estambul”.

De ahí pasamos a otras tierras, un lugar diferente. En nuestra visita a esa histórica ciudad pudimos disfrutar de una rica gastronomía, de su arquitectura, de zonas verdes, del patrimonio y el conjunto histórico artístico de esa bella ciudad, conocida como “La ciudad de las mil mezquitas”, “de las siete colinas”, y “puente entre Asia y Europa”. En ella quedé atrapada como si estuviera dentro de burbujas de fantasías, tal y como en los cuentos de “Las Mil y Una Noches”, hasta llegar finalmente a Panamá, hermosa tierra en donde reside mi madre, tío y mi hermano gemelo.

Estaba en camino a Taboga, ¿sabes que es conocida como la isla de las flores? Pero pensar en la dulzura y belleza de una isla tan tranquila, contrasta con lo picado que se puede poner el mar. En camino a este lugar, la lancha se movía de un lado a otro ferozmente. Me sentí muy asustada; para colmo el agua me salpicaba la cara y me empezaba a dar náuseas. Felizmente logramos llegar sanos y salvos.

A lo lejos se podía ver una pequeña isla que, mientras más nos acercábamos, se hacía cada vez más grande. Unos agentes de control de puertos revisaron las maletas para ver si todo estaba en orden, luego nos dejaron pasar.

Miré hacia la playa, las aguas cristalinas y la arena llena de conchas de mar. Era lo que más me emocionaba de estar allá.

Después mi mamá nos llevó a dar un pequeño recorrido por las calles de Taboga, mientras ella nos contaba pequeñas anécdotas que le habían sucedido cuando pasaba los veranos allí. Yo iba viendo las calles y escaneando la esencia de tal lugar, a mí me pareció un sitio muy bonito para ir a relajarse y aislarse un poco de la ciudad.

Luego de un rato, fuimos al restaurante de una de las amigas de mi mamá, entramos y luego de charlar un rato mi madre y mi padrastro pidieron la comida.

— “Cami y Mia, ¿por qué no van al parque que está a una cuadra de acá mientras llega la comida?”, nos sugirió mamá.

— “Ok, vamos Mia”, le hice caso a mi mamá y salimos del restaurante.

Al otro lado de la calle vi a 3 niños con mascarillas negras y le dije a mi hermana que pasáramos rápido por ahí, por si acaso. Cuando llegamos al parque podíamos ver el mar, me di la vuelta para ver si los niños todavía seguían allí. Ellos venían hacia el parque donde estábamos. Me preocupé.

— “Mia, creo que es mejor regresar al restaurante”, le dije nerviosa.

Salimos lo más rápido posible del parque y afortunadamente mi mamá venía a decirnos que ya la comida estaba lista.

Mia y yo les contamos lo que pasó a nuestros padres, pero nos dijeron que no nos preocupáramos, que tal vez ellos solo querían socializar con nosotras. Yo acepté la explicación y empezamos a comer.

Tras la comida, fuimos a la playa. Mi hermana y yo estábamos encantadas en la arena y a la vez comimos unas cosas que había comprado mi padrastro. Pero justo en ese momento de plena recreación nos vinieron a decir que ya nos teníamos que ir al muelle, pues después se acababan las lanchas para volver a tierra firme, a la ciudad de Panamá.

Estábamos en la lancha otra vez, pero ahora con recuerdos de Taboga. Así como mi mamá nos compartió pequeñas anécdotas que ella había tenido en aquella isla, ahora me toca crear recuerdos propios para contar, como lo hizo ella.

Hace cuatro años junto a mi familia hicimos un viaje inolvidable a mi país natal, Nicaragua, para visitar a mis abuelos, tíos y primos paternos, que teníamos mucho tiempo sin ver.  

Al principio disfrutamos bastante, fuimos a parques, ríos, playas. También llegamos donde mis bisabuelos paternos: ella tenía 98 años y él 99… ¡Yo estaba feliz de poder conocerlos! A ambos los cuidaba mi tío. 

Pero en los días que estuvimos por allá, mi bisabuelo murió. Todos estaban muy tristes, y más mi bisabuela, ni siquiera quería comer. Fue tal el impacto de esta noticia para ella, que no volvió a sonreír. Tristemente, seis días después, ella falleció también.

Mi bisabuela tenía dos perros y varias plantas que alguien de la familia siguió cuidando, pero al parecer fue en vano, pues poco tiempo después los animales murieron y las matas se secaron.

Cuando estábamos en el aeropuerto para tomar el vuelo a Panamá, las autoridades del aeropuerto no me dejaron abordar el avión, porque al ser nicaragüense y carecer de residencia en Panamá, necesitaba un tiquete de ida y vuelta; y no lo tenía. Por suerte, mis padres y hermanos son panameños. 

Mi papá había perdido el trabajo y no contaba con dinero en ese momento para comprar el boleto que me hacía falta. Así que mi familia tomó el vuelo hacia Panamá, y yo me quedó allí solo. Antes de irse habían llamado a mi tío para que viniera a socorrerme, pero él vivía lejos del aeropuerto. La espera fue de casi doce horas, me alegré mucho al volver a ver a mi tío y a mis primos, pero aún sentía un poco de tristeza por todo lo ocurrido, y por la separación que se tuvo que dar. 

Estuve un año más sin poder ir a Panamá porque mis padres seguían desempleados, y me contaban que apenas conseguían para la comida. Pero si en Panamá llovía, en Nicaragua no escampaba… la situación económica en casa de mi tío también era bastante precaria. 

No sé cómo, pero finalmente mis padres recolectaron dinero suficiente para que mi madre pudiera ir a  buscarme. Recuerdo que ese día que llegamos a casa, en Panamá, nos encontramos con que no había nada para comer. Pero la verdad es que para mí eso era algo secundario: yo estaba feliz de volverme a reunir con mi familia. 

Ante la difícil situación, mis padres tuvieron la acertada idea de ir a la iglesia. Mientras orábamos en el culto por ayuda, veía a mi madre llorar y eso me causaba mucho dolor. Pero al poco tiempo llegó la bendición de Dios. Mis padres consiguieron empleo, y les pagaban muy bien. Mis abuelos maternos, que estaban más jóvenes y vivían en Costa Rica, vinieron a cuidarnos mientras papá y mamá laboraban.

Gracias a todas las oraciones que hicimos en familia, las condiciones de mis tíos en Nicaragua también mejoraron. Desde entonces no hemos vuelto a pasar una etapa de tanta carestía como aquella. Ahora tenemos todo lo necesario para llevar una vida digna. ¡Y todo eso lo hizo mi Dios!

Partimos a las 5:30 a.m. Nuestro destino era el distrito de Tierras Altas, en la provincia de Chiriquí. El viaje iba a ser largo, de unas siete horas, por eso llevé un libro titulado «Atomics Habits«, que te enseña a crear pequeñas rutinas para conseguir grandes objetivos.

Nuestra primera parada fue en el distrito de David para comer pollo frito que, aunque poco saludable, disfruté demasiado. Retomamos la ruta, el paisaje era rural y muy bonito: observaba vacas, caballos y todo el entorno natural donde habitan estos animales.

Todo iba bien, pero al llegar al distrito de Bugaba, a eso de las 3:00 p. m., el carro tuvo un daño mecánico, y tardó en ser reparado tres horas y media. Superado eso, volvimos a retomar la ruta, pero ahora la vía estaba llena de curvas y precipicios. Al caer la noche, la neblina era tan espesa que impedía la visibilidad al conductor.

Sentí temor. Mo había vivido esta experiencia. Avanzar por tantos kilómetros de neblina era aterrador. Además, muy cerca de nosotros bajaban camiones y mulas de Tierras Altas a gran velocidad. Manejando con precaución llegamos a Cerro Punta, donde la temperatura se sentía muy baja. Alquilamos una cabaña de madera que servía para aislar el frío. Así que, ya calientitos, nos fuimos a descansar.

Al día siguiente, salimos a caminar, observamos lindas montañas cubiertas de sembradíos, y muy pequeñitos, a la distancia, se veían a personas trabajando allí. En un sitio cerca compré un helado de chocolate que disfruté mientras veía todo ese panorama y sentía la fresca brisa que arropa aquellos bellos parajes.

Ya casi por finalizar el paseo decidimos salir de Tierras Altas y llegar al distrito de Boquete, lugar hermoso que entrelaza naturaleza con aires de una pintoresca ciudad. Hay hospedajes, locales de comida y un ambiente increíble que atrae a turistas nacionales y extranjeros todo el año. Allí visitamos la Feria de Boquete, donde nos deleitamos observando flores de todos los colores, hasta esculturas florales en forma de animales. El clima era templado y agradable. Tuve el deseo de no querer regresar a casa, aunque me pareció frustrante que había aglomeración en varios sitios turísticos.

Luego de cenar en un local a orillas de la carretera, regresamos a la cabaña, a dormir con ese clima sabroso. A las 5:00 a. m., cuando hacía bastante frío, ya era momento de irnos. Pero no sin antes comprar algunas cosas en el camino. Paramos en unos cuantos lugares de legumbres, dulces y suvenires. Después de allí, solo quedaba el regreso, un retorno monótono. Escuchar música fue mi mejor opción de entretenimiento. 

Me encantó la experiencia en Tierras Altas de Chiriquí. A pesar de lo ocurrido con el carro, disfruté estar en varios lugares de hermosos paisajes y agradable clima, que espero volver a visitar muy pronto.

Eran las 4:00 a. m. del jueves 13 de enero. Mi familia y yo nos habíamos despertado muy temprano rumbo a un viaje desconocido. Lo único que teníamos bien definido era que queríamos sumergirnos en una gran aventura.

Un día antes ya teníamos todo empacado y listo. Cuando llegó el momento solo era cuestión de subir el equipaje al carro, que no era tanto, porque se trataba de un paseo de un solo día. El destino escogido era la famosa cascada La Gloria. Quedaba lejos, pero el camino estaba accesible, así que mi papá no tuvo problemas en la carretera. Pero como siempre, en el trayecto mis hermanos y yo nos dormimos.

Después de dos horas desperté y me di cuenta de que estábamos perdidos. Mi papá preguntaba a algunas personas dónde quedaba la caída de agua, pero nadie sabía. El recorrido continuó a tientas.

Tras haber manejado por casi una hora, mi papá se dio cuenta, por las señalizaciones, de que habíamos recorrido toda la carretera Bejuco-Sorá. Llegamos a Altos del María, un sitio escondido entre las montañas de Panamá Oeste, con clima agradable e impresionantes vistas. Mis hermanos y yo quedamos sorprendidos de la altura de los pinos y el frío que se sentía en esa área desbordante de naturaleza. Pero todavía no encontrábamos la cascada. 

Mi papá decidió preguntar nuevamente, y ahora sí encontramos a alguien que nos detalló una dirección que llevaba a una calle rocosa, donde había un pequeño charco. Tomamos esa ruta, al seguir vimos un letrero que señalaba hacia un río, así que decidimos ir, pero ahora caminando porque adelante era más rocoso.

Fueron veinte minutos de caminata por un sendero muy empinado y resbaladizo. Encontramos una cascada con forma de gancho muy hermosa, pero no era la cascada La Gloria, sino El Manglarito. Nos acomodamos y desayunamos. Mi hermano y yo comenzamos a investigar cómo estaba el río, ya que no había nadie en esa zona y teníamos miedo de que se nos apareciera algo en el agua.

Mi papá, mi mamá y mis hermanitas tampoco querían bañarse en las frías aguas, no tanto por la temperatura, sino por miedo a encontrarse con algo. Así que nunca entramos al río. Mi hermano divisó una cueva alta, abajo estaban unas piedras grandes. Como somos curiosos, decidimos subir a la roca y fue impresionante. Nos siguieron mi papá y mi hermana, Eliana, pero mi hermanita Lucía y mi mamá prefirieron quedarse a tomar una siesta. 

Pasó alrededor de una hora y media cuando decidimos irnos, entonces recogimos y nos desviamos a otro lugar muy famoso: Los Cajones. Se trata de una formación rocosa de unos 8 metros de altura, que bordea el río Chame. Allí pudimos disfrutar de las vistas, el sonido del río al chocar con las piedras y las hermosas piscinas naturales que se forman en el sitio. Ahí terminamos de pasar un día genial. 

Es curioso, nunca encontramos la cascada La Gloria, pero el paseo fue una experiencia maravillosa que nos enseñó que vale la pena recorrer nuestro país, pues es hermoso y tiene muchas áreas turísticas desconocidas, perfectas para disfrutar en familia y vivir un día de aventura.

Todo comenzó un lunes en la mañana con una llamada telefónica que mi mamá respondió. Era el encargado de las operaciones en Estados Unidos. Yo había sido escogido para ser beneficiado con una operación en mis piernas. Estaba súper emocionado y listo para emprender el viaje a Shreveport, Louisiana, con la organización Abou Saad Shriners, una institución de asistencia social centrada en la diversión y la hermandad.

Me dijeron que solo podía ir con uno de mis padres. Me puse triste porque hubiera querido ir con mi familia. Al final viajaría con mi papá, ya que mi mamá estaba a punto de dar a luz a mi nuevo hermanito. Comenzamos a hacer las maletas.

Una vez en el aeropuerto me despedí de mi familia, mis abuelos me dieron un regalo antes de irme, era una ‘tablet‘. Sentí mucha tristeza al ver a mi mamá con lágrimas en los ojos. En el avión nos tocó la ventana, así que pudimos ver toda la ciudad de Panamá. Una vez empezamos a elevarnos se fue la tristeza y me llené de alegría.

Entramos a Estados Unidos, llegamos a la primera parada en el aeropuerto de Atlanta. Era tanto el frío que al respirar y hablar nos salía humo por la boca. Caminamos hasta llegar a la puerta de abordaje, dentro tuvimos que tomar un tren y me sorprendí mucho al verlo. Luego volamos a Louisiana. Fue un trayecto corto.

Ya había caído la noche cuando llegamos, todo el día habíamos pasado viajando, desde las 5:00 a.m. que salimos de casa hasta las 8:00 p.m. que llegamos al hospital. Nos brindaron galletas y leche, después nos enseñaron la habitación, y nos alistamos para dormir rendidos.

Al día siguiente tenía una cita médica y me dijeron que no me quedaría dos semanas como me habían notificado en Panamá, sino cuatro meses y medio… ¡wao, ese fue un cambio inesperado! Mi papá casi se cae para atrás porque no estábamos preparados para eso ni con dinero ni con ropa. Él se preocupó mucho, ya que había pedido permiso en su trabajo solo por dos semanas. Pero logró resolverlo.

Por mi parte, yo me adapté rápido a la nueva estancia, además estaba entretenido con las actividades del hospital, las grandes salas de juegos y el parque en el exterior. Nos visitaban desde deportistas famosos hasta Santa Claus, y como si fuera poco, también venían los perros guías para subirnos el ánimo y llenarnos de amor.

La mañana de Navidad había debajo del árbol una cajeta con regalos, como nunca en mi vida había visto, metí la mano y encontré un dron. Usé todos los juguetes.

Después de un par de días el doctor me operó las piernas, pero en la madrugada una de ellas no respondía. Entonces me pusieron una máquina para que fluyera la sangre. Pasado un rato la pierna empezó a reaccionar y el doctor se alegró, al fin pude descansar. A la mañana siguiente me desperté muy débil, no quería hacer nada.

Tras unos días, logré dar mis primeros pasos y cumplí mi sueño de caminar. No fue como yo quería, pero lo hice. Estuve así por cuatro largos meses y después de completar el tratamiento regresé a casa con mi familia, con la sensación de haber vivido una de las mejores experiencias de mi vida.

Era sábado y estaba listo junto mi padre, mi madre y mi hermano, para ir de viaje hacia El Valle de Antón, un verdadero destino exótico, pues se ubica en el cráter de un volcán extinto, rodeado de montañas y bosques nubosos. Al llegar al pueblo nos recibió su exuberante naturaleza, con coloridas flores y enormes árboles por todas partes.

Lo primero que hicimos fue visitar el mercado, que es el centro de la actividad comercial. Apreciamos variedad de artesanías, sombreros típicos, ventas de frutas y verduras frescas, al igual que los dulces que son muy buscados. Compramos comida y nos dirigimos con un guía hacia el sendero de «La india dormida». Allí, en lo alto de la cima, pude ver junto a mi familia el hermoso paisaje, donde la vista abarcaba todo el pintoresco pueblo.

Al bajar, caminamos hacia el increíble «Zoológico El Níspero», famoso pro su exhibición de ranas. De hecho, en la entrada nos recibía la imagen de una peculiar rana dorada estampada en un cartel. Un guía nos confirmó que es una especie en peligro de extinción, entre otros datos curiosos. Al entrar al jardín botánico quedé asombrada de ver tantas flores y animales en cada rincón… desde capuchinos y monos araña, ocelotes, tucanes, jaguares, guacamayos, perezosos, entre otros.

A mi madre siempre le ha gustado la naturaleza, sobre todo las plantas, y a mi padre le encantan los animales, así que el sitio era ideal para ambos gustos. Habían unas bancas debajo de un árbol, donde nos sentamos a descansar un rato mientras nos refrescaba la fresca y fría brisa. Seguimos explorando hasta llegar al final del sendero. Es un recorrido extenuante, pues el sitio tiene unas siete hectáreas.

Luego mi padre nos llevó a visitar un serpentario, fue fascinante ver tantas misteriosas y largas serpientes de distintos colores; pero mi madre estaba un poco asustada porque no le agradan esos reptiles. Mi papá se sentía increíble al ver a tantas especies distintas, entre ellas una muy grande en una jaula: era amarilla con manchas blancas y ojos negros. El guía mencionó que se trataba de la culebra más grande del lugar y se le conocía como Titanoboa, nombre que llamó mucho nuestra atención.

Luego fuimos al centro de El Valle y disfrutamos de la rica comida que habíamos comprado en el mercado más temprano. Me sentí muy bien por haber viajado hasta allí, pasar un día rodeada de naturaleza y, sobre todo, por compartido gratos momentos junto a mi familia, que es lo más importante para mí.

Era la 1:00 de la madrugada, no podía dormir por las ganas de encontrarme con muchos miembros de mi familia que hacía tiempo no veía. Quería conocer, por ejemplo, a mi primo Jorge, de dos años. Con él mis abuelos no se sienten tan solos, y eso me alivia. Ya quería que terminara de amanecer para partir.

Llegó la hora de irnos. Rumbo al aeropuerto disfruté la vista del camino, un paisaje hermoso con lindas flores de verano. Ya en la terminal aérea, mis hermanas y yo fuimos a una tienda donde vendían artesanías de varios países, mientras que mis padres formaban una fila muy larga en otro lugar. 

Luego me dirigí a un puesto de folletos. Estando ahí, una niña se acercó y empezó a leer conmigo. Se llamaba Ámbar, tenía un acento muy bonito, iba de regreso a su país, Argentina, para ver a su madre. Luego de un rato, se fue.

Mis padres nos llamaron para ir a una sala de espera, había un televisor que mostraba los vuelos y paisajes. Cuando cargaba el celular de mi papá, una señora me pidió el favor de conectar el suyo por un momento, y me dijo que se llamaba Liduvina. Ella era abogada. Me comentó que desde pequeña odió las injusticias y por eso decidió estudiar Derecho para defender lo justo. También me dijo que al principio no estaba segura, pero poco a poco fue amando su profesión. Incluso mencionó que ella y su familia eran pobres, entonces, para estudiar debía buscar libros en las bibliotecas, pues no tenía recursos para ir a un café internet en esos tiempos. Me pareció muy curioso lo de las bibliotecas, pocas veces he podido ir a alguna. En ese momento mi papá me llamó y me despedí de la señora.

En el avión, una azafata me sentó junto a mi hermana Dayana. Todo el viaje estuve dormida, el cansancio no me dejó disfrutar las alturas, y al aterrizar mi hermana me despertó. Fuimos a una sala para recoger las maletas. ¡Al fin estábamos en nuestro destino! La ciudad de Barranquilla, Colombia, nos daba una calurosa bienvenida.

Al salir del aeropuerto una persona empezó a gritar de alegría y saltaba con un cartel, en medio de la confusión la reconocí. ¡Era mi prima Valentina! Corrí a abrazarla, habían pasado muchos años desde la última vez que compartimos. Ambas nos sentíamos felices de reencontrarnos. También estaban mi tía y mi otra prima Salomé. Fue un momento emocionante que nunca olvidaré, un sentimiento real de añoranza. En verdad podía sentir cuánto nos habían extrañado, igual que nosotros a ellos. Después de tantos abrazos y saludos nos fuimos a la casa de mi tía.

Al llegar estaba todo oscuro. Pero cuando se encendieron las luces tuvimos la grata sorpresa de ver al resto de la familia paterna… ¡un verdadero encuentro familiar! Estaban mis abuelos, primos y tías. Todos empezaron a abrazarnos, nos decían: «Pero qué grande están». Fue muy bonito que nos recibieron con tanto cariño, un cálido reencuentro que guardo en mi corazón.

En este viaje íbamos a celebrar el cumpleaños de mi abuela, en una cabaña. Mi madre consideró llevar a los cachorros para no dejarlos solos en casa, y le pidió a mi hermana mayor que llevara los suyos también. No sonaba mal: sería un placentero viaje teniendo la compañía de unas mascotas súper agradables… nadie sospechó que esta historia podía tomar un rumbo inesperado e incómodo.

El día del paseo nos levantamos temprano. Mamá y papá se fueron aparte (buena decisión). Mis hermanos y yo quedamos con los cachorros y teníamos que esperar a mi hermana mayor que traía sus mascotas. La espera se nos hacía eterna y comentábamos: “Seguro papá y mamá ya están allá, deben estar gozando de la piscina”. 

En eso escuchamos un sonido, miramos por la ventana y era el carro de mi hermana. Estábamos felices al subir las maletas, a los cachorros, y ya queríamos comenzar el tranquilo viaje.

Camino hacia la cabaña, el primer imprevisto fue que una de mis mascotas defecó en el carro. No imaginamos que eso podía ocurrir y no íbamos preparados. Igual tuvimos que parar para limpiar. Avanzamos y minutos después ocurrió otro desastre: el perro volvió a ensuciar el carro, pero esta vez vomitó todo el asiento. La mezcal de olores ya era insoportable.

Mi hermana estaba molesta por lo sucedido y tuvo que parar a comprar toallas húmedas para asear nuevamente el interior de auto. El viaje continuó, cuando de repente la cachorra que tenía mi hermano se orinó encima de él… ¡era un auténtico caos!

Los otros perritos estaban muy desesperados, aunque luego de un rato se calmaron. Por si fuera poco, más adelante nos encontramos un tranque que nos retrasó dos horas.

Entre tanta espera e imprevistos, mis hermanos y yo imaginábamos cómo sería la cabaña. Finalmente llegamos al lugar, y de inmediato nos fuimos a disfrutamos de la alberca; en la noche le cantamos el cumpleaños feliz a mi abuela, ella estaba emocionada.

Al día siguiente la pasamos muy bien junto a ella, pero pronto llegó el momento de regresar a casa. En un carro iban mis hermanos con papá y mamá para no ser molestados por los perritos; en el otro mi hermana, mi abuela y yo, junto a los cachorros, que esta vez iban en el asiento trasero. Durante el viaje decidí escuchar música para estar más cómoda, los animales iban con la boca abierta jadeando, pero luego se quedaron dormidos.

En el camino dos carros habían chocado, de pronto mi hermana tomó una curva cerrada y los cachorros se asustaron. Nos pusimos muy nerviosas de imaginar que se podría repetir la historia de caos con las mascotas alteradas, pero no fue así.

Después de unas horas llegamos a casa donde ya estaban mamá y papá con mis hermanos. Me alegré de haber regresado y de saber que el sufrimiento del viaje de ida había valido la pena, pues mi abuela estaba feliz con la celebración, y eso le dio sentido a todo.