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El Teatro Nacional es un lugar histórico. Presentarse allí representa un objetivo para muchos bailarines, y llegar a pisar tan impotente y hermoso escenario llena de fuertes sentimientos a cualquiera que haya dedicado años a la danza.

Cuando llegó el gran día de su primera presentación en aquel solemne recinto, Diego se debatía entre un sentimiento de realización y grandes nervios, pero sin duda todo esto le producía una inmensa emoción.

Desde su pueblo tomó un bus hacia el teatro, ubicado en el icónico Casco Antiguo de Panamá. Partió a eso de las tres de la tarde para llegar a tiempo. La función estaba programada para las ocho de la noche del 22 de abril.

Llevaba vestuarios, zapatos y demás implementos de un bailarín. Aunque se encontraba inquieto por lo que estaba a punto de suceder, la antesala lo llenaba de emociones que le resultaban difíciles de describir.

Tenía la confianza de haberse preparado por meses para ese momento, así que mientras caminaba hacia la entrada, repasaba mentalmente los pasos y escuchaba la música para calmarse.

Entró al lugar y caminó hacia su gran momento al tiempo que admiraba la majestuosa infraestructura: las grandes columnas doradas, el techo como un gigantesco lienzo lleno de pinturas y las grandes cortinas colgadas del techo del escenario.

Saludó a sus compañeros y empezó a prepararse en su espacio, peinado y vestuario listos, sin dejar ni por un solo momento de chequear la coreografía en su mente.

Llegó la hora, la función estaba por empezar, calentó y estiró. Las puertas del teatro se abrieron y pasaron decenas de personas amantes del arte. Diego se puso detrás de una de las cortinas de los laterales del escenario, observó las butacas doradas y se imaginó realizando cada movimiento a la perfección.

Existe un dicho entre danzadores: “El escenario es mágico”. Por más nerviosos que sientan, al momento que ponen un pie en las tablas y escuchan las melodías de la música, cualquier rastro de temor desaparece y es reemplazado por adrenalina y pasión.

Y así lo sintió Diego cuando llegó su momento. El escenario se convirtió en un lienzo en blanco, los pasos eran la pintura, y él era el artista. Sí, resultó ser realmente mágico, y cualquier rastro de nervios se desvaneció. Se encontraba en el teatro más importante, histórico y majestuoso de Panamá, con una de las estructuras más admiradas de nuestro país. Estaba bailando y sentía cada paso como la única oportunidad de experimentar algo así.

La coreografía terminó, la música se detuvo, Diego realizó la pose final. Se escucharon los aplausos y ovaciones que el artista recibió con gusto, pues sabía que la mayor paga de un intérprete es la gratitud del público.

Luego del saludo final salió del escenario con la emoción característica de un momento como ese, recibió felicitaciones por parte de sus profesores y de sus compañeros bailarines.  Así terminó su noche, feliz, pero no satisfecho, ya que su deseo de superación artística siempre buscará más de lo que ya logró.  Diego salió dando un hasta luego a su primer gran escenario, el imponente Teatro Nacional de Panamá.

—¡Jo! ¡Pero qué calor más bárbaro! Lola, hija, ya puedes ir llevando estos pescados
—exclamaba Chevita estresada, dando indicaciones a sus hijos mientras preparaba los alimentos junto al famoso lago Gatún. 

Eusebia Castillo, mejor conocida como Chevita, vivía en La Arenosa junto con su familia. Pasó gran parte de su vida en los alrededores del lago, el cual le proporcionaba todos los medios para satisfacer sus necesidades. Desde muy pequeña comenzó a ayudar a sus padres con la pesca y la venta de mariscos, pero lo más importante de aquel estanque es que en él ocurrieron muchas vivencias que quedarían para siempre en su mente y corazón. Recuerdos de infancia, como el tiempo tan agradable que pasaba junto a su familia; también memorias de la adolescencia, de sus amistades y su primer amor. El lago era su vida. 

De joven Chevita iba al otro lado del cuerpo de agua a buscar el sustento para su casa, vendía números o pilaba arroz. Así se ganaba el pan. Con el tiempo se convirtió en madre de cinco hijos. Todas las mañanas se sentaba en los alrededores del lago para desayunar café y la tradicional hojaldre. Antes de eso, desde la madrugada, salía junto a otros pescadores de la zona a “montear viejas”, colocaba un grillo en el anzuelo y aprovechaba la calma de las aguas para atrapar a los peces, que luego acomodaba para entregar por la noche. 

Antes del alba, Chevita y su hija Lola partían en un cayuco para entregar los
pedidos a la comunidad que se encontraba del otro lado del lago. En medio de la oscuridad, lo único que podían ver eran las estrellas y los ojos de las babillas que brillaban en las tranquilas aguas. Y a lo lejos, en los árboles, monos aulladores que rompían el silencio con un ruido que les causaba temor en ambas. Lola encendía la radio, como distractor, pues prefería escuchar el famoso «pindín». Chevita cantaba y silbaba para que su hija no tuviera miedo. Hacían lo mismo de regreso. Después seguían con la rutina de preparar nuevos encargos, pescar y pilar el arroz. 

Una mañana Chevita se encontraba remando junto a su nieta, esquivaban algunos troncos que salían del agua. 

—Abuelita, ¿por qué hay troncos por todo el lago? —preguntó la niña.

—Antes de que existiera este enorme estanque había un pueblo —respondió
Chevita—, pero debido a la construcción del Canal, decidieron desalojar para así crear un lago artificial; la zona era perfecta por ser un área de bosque tropical.  Es por esto que aún se observan troncos de casi cien años que sobresalen en el agua. 

—¿Me cuentas un poco más? —insistió la pequeña.

—Este lago forma parte importante del Canal de Panamá y ofrece sus aguas para su funcionamiento. Además, es considerado uno de los más grandes del mundo y es visitado por turistas —explicó Chevita mientras colocaba su mano en el pecho—. ¿Sabes? Crecí con él y adoraba compartir tiempo con mis hermanos mientras trabajaba. Son recuerdos que siempre estarán aquí, anécdotas que más adelante te contaré…

Estoy aquí frente a ti, mi querido amigo. Han pasado muchos años, cincuenta tal vez desde la última vez que te vi. Me he hecho mayor, mi cabello es blanco como la nieve, mis huesos adoloridos y mis fuerzas se apagan con el tiempo. Tú, querido, ¿dónde estás? Ya no te veo, no eres ni la sombra de la hermosura que vieron mis ojos. ¿Qué ha pasado?

Aún recuerdo esos bellos momentos que pasamos, tú a veces calmado, otras embravecido. Tu inmensidad parecía que nunca se iba a terminar, esa infinidad de vida que existía dentro de ti.

No supimos apreciarte, cuidarte, amarte y protegerte. Yo traté de luchar con muchos amigos por ti. Caí preso y me torturaron solo por amarte, pero me dolía ver la indiferencia y la crueldad humana. Nos llamaban locos por pensar en tu extinción. Y aquí estoy, sufriendo tu pérdida.

Con lágrimas en mis ojos te digo: no me arrepiento por mi lucha. No ganamos, pero lo intentamos.

El mundo era perfecto y tú lo envolvías con tu manto lleno de especies que nos daban alimento y tantos recursos. Cómo no recordar el canto de las ballenas, los delfines, la ferocidad y majestuosidad de los tiburones, el colorido de tus arrecifes, el danzar de las tortugas, las focas. Aún escucho el golpear de tus olas.  Tú eras y representabas el 70% de nuestra Tierra.

¡Cómo pudimos llegar a esto! Ya no estás, no es posible devolverte la vida, es muy tarde, querido amigo.

No puedo más con esta pena, y a pesar de que ya no resplandeces, de que no se aprecia ni el verdor de tus aguas por la gran cantidad de residuos y desperdicios que te han tirado, me quedaré contigo hasta mi final, hasta que mi corazón no lata más. Y le enseñaré a los niños que lleguen aquí todos mis recuerdos junto a ti. Serán como fábulas, ciencia ficción. Pero así fue como te conocí, mi querido mar.

Una ciudad convertida en un destino soñado y deseado por muchas personas, un escondite especial para extranjeros que vienen a gozar de sus atracciones. La cultura de los panameños en un solo sitio a tus pies: el Casco Viejo, donde escapas de la rutina diaria. Cada rincón y calle que recorres tiene su propia historia, sentimiento y esencia, que al final le dan un encanto especial a esta zona llena de misticismo.

Desde la ventana del auto ya me cautivaba su arquitectura colonial, con colores llamativos que dan vida a los antiguos edificios y apartamentos, en contraste con los rascacielos que bordean el horizonte de la moderna capital. 

En el Casco Viejo predominan paredes y balcones escondidos detrás de la exuberante vegetación y enredaderas rastreras. Estas maravillas son un pequeño recuerdo para que los visitantes tengan una idea de cómo era en antaño la ciudad de Panamá.

El punto de partida de mi recorrido fue una de las calles principales repleta de restaurantes, tiendas de ropa modernas, puestos de ventas de molas y de joyas hechas por indígenas, con muchos turistas y autos. En el aire se podía oler un aroma “antiguo”, y en todas partes había un relato por contar. 

Mientras caminaba me fijé en las esquinas y calles angostas… Escuché en el fondo conversaciones de individuos hablando en diversos idiomas. Algo que me impactó fueron las paredes llenas de grafitis coloridos de diferentes artistas, con ilustraciones de animales tropicales o frases. Luego de una larga caminata ya era necesario almorzar, así que una de mis principales paradas fue en un restaurante que ofrecía una variedad de platillos con un toque panameño.

Reanimada y satisfecha retomé la ruta al siguiente destino: la Parroquia de San Felipe de Neri, de estructura sobresaliente en su exterior e interior. Una de sus características, que la hace tan excepcional y llamativa, es el inmenso nacimiento con más de tres mil piezas ubicado en el umbral, el cual la familia Sandoval Adames —y posteriormente la familia Varela Sandoval— había adquirido a lo largo del tiempo. En cierto momento hubo un acuerdo para exponer el pesebre durante todo el año, en el Oratorio de San Felipe Neri, para el agrado de todos los visitantes.

El último sitio de mi visita fue el Convento de Santo Domingo. Lo primero que salta a la vista es una pared hermosa de la cual brotan algunas malezas en la parte superior; se podría decir que es la fachada sobreviviente del edificio religioso colonial.  

La iglesia y el monasterio del Siglo XVII fueron quemados dos veces y reconstruidos después de 1756, por lo que poco se conservó a través de los siglos, excepto el frente de la obra y un arco dentro de ella. Fue un gran privilegio observar cómo un simple arco delicado tomó parte en la historia y evolución de un país.

Allí fue donde terminé mi primera travesía por el Casco Viejo. Quedaron muchos sitios más por descubrir, pero me llevo un grato recuerdo y el sentimiento de poder conocer un pedacito del Panamá de ayer, que recobra vida en estas callejuelas tan agradables para andar. Un viaje en el tiempo por la cultura, gastronomía y tradiciones panameñas.

En una mañana, con una taza de café y unas tortillas asadas con salchichas, mi abuela me empezó a contar acerca de mi bisabuelo llamado Eligio Valdez, padre de ella y de cada uno de sus hermanos. El hombre más tenaz del que jamás había escuchado.

Cuando Eligio era joven tuvo que dejar su pueblo para ir a la ciudad a trabajar. Realizó diversas tareas y, a pesar de que no sabía leer ni escribir, pudo laborar para ahorrar dinero y poder tener su casita y su familia. 

Un día conoció a una joven de hermosos ojos que con solo mirarla lo dejó hipnotizado. Fue un flechazo. Quedó enamorado de la bella mujer llamada Francisca. Pasado un tiempo Eligio logró conquistarla y se casaron, junto a su esposa formó una numerosa familia de diez hijos (cinco mujeres y cinco hombres). 

Cada día luchaba contra toda adversidad, ya que era poco el dinero que lograba conseguir, pero nunca se detuvo para darle a sus hijos algo que comer cada día. Eligio siguió adelante con su familia y le demostró a cada uno de sus descendientes que, a pesar de las situaciones difíciles y los obstáculos, siempre había que ser positivo y luchar contra la marea. 

Él se dedicó a la siembra de frutas y verduras, cada cosecha brindaba a su familia alimento. Poco a poco sus hijos fueron creciendo y convirtiéndose en hombres y mujeres trabajadores, cada uno formó su propio hogar.

Después de años de felicidad llegó una terrible noticia: Eligio padecía de una terrible enfermedad, la cual nunca impidió que siguiera siendo fuerte y valiente. Con los años el hombre perseverante fue empeorando, aunque nunca borró la sonrisa de su rostro. 

Eligio partió a un mejor lugar con su última sonrisa y una pequeña lágrima de felicidad, mientras agradecía a Dios por permitirle una hermosa vida y que, pese a las dificultades, disfrutó su vida, seguro de que lo recordarán como aquel hombre ejemplar y fuerte.

Sus últimas palabras fueron: “Para hacer un mundo mejor debemos sembrar buenas semillas, así cosechamos cosas buenas; y para ser grande es necesario tener sueños, los cuales hay que cumplir y construir poco a poco. Tenemos que saber esperar y reconocer que nuestra fortaleza proviene de Dios”.

Esta historia comienza un día a las cinco de la madrugada. Estaba emocionado por el viaje, así que me desperté a esa hora. Mi papá me contó que había trabajado como guardia de seguridad en el sector al que íbamos, y que veía los cocodrilos en las noches desplazándose por las lejanías del hotel Gamboa Rainforest Resort. 

Emprendimos la travesía, mi hermano mayor también iba con nosotros. El viaje tardó un poco, pero al final llegamos y fuimos al área de pesca, donde hice un amigo, con quien me puse a hablar mientras disfrutaba la vista del inmenso lago Gatún.

En medio del viaje, justo en esa parte del lago se habían perdido unos excursionistas, así que mi papá y su grupo de amigos decidieron ayudar en la búsqueda, y sorprendentemente los encontraron por un poblado indígena que habita una isla que hay en ese lugar.

Superada esa etapa, cuando llegamos a Gamboa nos recibió un excompañero de mi papá y nos acompañó a desayunar en el hotel. Después fuimos a ver a los animales en unos recintos altos donde se encontraban especies como perezosos, caimanes e iguanas.

Entonces fue el momento de ir al mariposario. Yo no quería acercarme porque me daba miedo, pero al final tuve que hacerlo. Después de esa tragedia para mí, nos subimos a un teleférico y obtuvimos panorámicas interesantes, sobre todo la hermosa vista del lago desde la cima del cerro donde estábamos.

Luego caminamos hacia un puesto de guardabosque donde vimos un cartel que advertía de una oruga venenosa peluda. Y casualmente la encontramos mientras subíamos. Al inicio la reacción de las personas fue de mucha sorpresa, pero al poco tiempo perdieron el interés mientras el guía explicaba los efectos del ataque de aquel insecto. Decía que, si te picaba, te dolería la cabeza y provocaría salpullido y problemas para respirar, entre otros.

Al bajar encontramos un puesto de artesanías indígenas, un señor en taparrabo, de la etnia emberá, ofrecía a todo el grupo sus laboriosas creaciones. Compré un collar en forma de garra, con un grabado del águila harpía; se suponía que daba poderes, pero no funcionó. Supongo que le faltaba algo, pero igual me lo puse.

En ese momento comenzó a llover y decidimos regresar a casa. Atrás dejamos el paraíso boscoso de encantos naturales donde vivimos una experiencia emocionante.

Era el 5 de septiembre de 2019. El cumpleaños de mi papá se acercaba. Ese día mi padre nos dijo a mis hermanos y a mí que iríamos a la playa y que empacáramos suficiente ropa. Nos quedamos con la intriga de por qué hizo esa solicitud y, aunque le preguntamos, insistió en que era una sorpresa. 

Como era de noche nos fuimos a descansar. Bueno, no sé los demás, pero yo no podía porque anhelaba saber cuál era el misterio. Al final el sueño me venció.

Finalmente, llegó el 6 de septiembre. Me levanté, agarré mi teléfono para mirar la hora y vi que eran las 8:15 a. m. Fui a felicitar a papá. Él me pidió que me bañara y me vistiera porque pronto nos marcharíamos. Mis hermanos ya se habían levantado y solo faltaba yo. Entonces me alisté y desayuné rico: jugo de naranja con croissant de chocolate. Reposamos un rato y emprendimos el viaje.

Al llegar a la playa la noticia era que nos quedaríamos durmiendo en un apartamento de un hotel, cerca al mar. ¡Yo no cabía de la emoción! Decidimos irnos al lugar donde nos hospedaríamos para cambiarnos la ropa.

Luego llegamos a la playa, donde nos bañamos y nos tomamos fotos. Dibujamos en la arena e hicimos castillos para divertirnos. En la tarde, antes de que se ocultara el sol, mis hermanos, mi abuela y yo regresamos al departamento a descansar. Mientras tanto, mi papá y mi mamá se fueron a comprar un pastel para la celebración en la noche. 

Pasadas las nueve de la noche me levanté, había sido un día agotador, pero maravilloso. Mis hermanos y mi abuela estaban despiertos. Cantamos el Cumpleaños Feliz junto a mis padres y, como si se tratara de una foto, guardé ese momento inolvidable para siempre en mis recuerdos.

La noche que Estados Unidos invadió Panamá, mi abuela había recogido a mi mamá, que en ese momento tenía dos años, con mucha ilusión porque llevaba consigo las cosas para celebrar la Navidad. 

Por esos años vivían en la calle 26 de El Chorrillo, en un apartamento con un balcón desde el que se veía a las personas caminar de arriba abajo todo el tiempo, como si el día no se acabara nunca. 

Llegó a casa, bañó a mi mamá, revisó las compras y fregó. Mi abuela no se dio cuenta cuando quedó dormida en el sillón. Parecía un día cualquiera, hasta que sonó el ¡buuum!

Mi abuela entró en pánico por el estruendo, corrió al balcón y al ver que la calma del barrio más popular de la ciudad se convirtió en llamas, entendió que su único refugio sería la Parroquia Nuestra Señora de Fátima. Metió ropa en fundas de almohadas y agarró a mi mamá en brazos. Todo el mundo corría desesperadamente y ella no entendía por qué hasta que un guardia le dio la noticia de que Estados Unidos estaba invadiendo. 

Fue ahí cuando lo entendió: a su casa jamás regresaría. Su barrio cambió para siempre. 

Mi abuela caminó rápido, lo más rápido que pudo apenas vio que atrás los soldados estadounidenses causaban terror. En el refugio, las personas lloraban por la destrucción, se quedaron sin casa y no sabían nada de sus seres queridos. 

Del albergue pasaron a Balboa, y dos meses después a los hangares de Albrook, donde permanecieron dos años y medio, hasta que logró mudarse a Tocumen, sitio en el que vivió con mi mamá hasta 2019.  

Esta es una herida abierta para muchos chorrilleros, como mi abuela, y lo más triste es que no ha habido ningún tipo de reparación ni memoria para las víctimas y el país por las pérdidas humanas y daños físicos. 

Aunque la gente de El Chorrillo ha sabido salir adelante y surgir de las cenizas, la Invasión fue un hecho traumático que dejó huellas. Ojalá que siempre se recuerde y nunca más se repita.

Era 10 de junio y estaba ansioso por las vacaciones. Tiempo atrás habíamos planeado para esta fecha visitar un lugar llamado Ibiza, y me emocionaba la idea no solo porque iríamos allí, sino también porque estaría en compañía de mi familia y amigos. En ese viaje me acompañaba mi hermana, mi cuñado, mi mejor amigo y mi mejor amiga. 

La partida sería desde la escuela. Tomamos un bus de la ruta Panamá-Santiago, y el sábado, 11 de junio, a las siete y media de la mañana salimos hacia Río Hato, con destino a Ibiza.  

Al llegar lo primero que vimos fueron unas largas piscinas que se ajustaban al diseño de las villas. Cuando terminamos de bajar las maletas del auto nos preparamos para disfrutar en el agua. Estuvimos todo el día allí jugando, divirtiéndonos y comiendo. 

Para el día siguiente hicimos un plan de ir al supermercado a comprar y luego viajar hacia El Valle de Antón. Allá estuvimos en el zoológico y fuimos también a un serpentario. Me sorprendí al ver la cantidad de especies de serpientes y otros reptiles. En ese lugar aprendimos cómo tratar la mordida de una culebra, cuáles son venenosas y cuáles no. También conocimos sobre los alacranes y qué hacer en caso de picaduras.

En el zoológico me gustó recordar que unos años atrás en ese mismo sitio nos habíamos tomado una foto mi mejor amigo, mi hermana y yo. Así que decidimos volver para plasmar un antes y después.

Luego regresamos a Ibiza. Conocimos a unas personas muy amables, convivimos con ellas hasta que nos cayó un fuerte aguacero. Pero ni con la lluvia queríamos salir de la piscina, aunque al final tocó hacerlo porque le tengo miedo a los rayos y no quería estar allí si alguno impactaba.

Mi cuñado se quedó hablando con los otros huéspedes y entró alrededor de las diez de la noche. Más tarde mi mejor amigo y yo decidimos regresar a la piscina, los demás también se animaron a seguirnos, excepto mi hermana. Allí estuvimos hablando hasta la medianoche, porque las piscinas son veinticuatro horas, pero nos venció el cansancio por la larga jornada y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente era lunes, el fin de nuestra estadía. Teníamos hasta las cinco de la tarde para retirarnos, así que seguimos disfrutando de la alberca, al máximo.

Este fue uno de los mejores viajes junto a mi familia. Al salir de Ibiza nos dirigimos a la ciudad de Santiago. Ya en casa, después de reposar un poco, nos pusimos a bajar el equipaje mientras revivía en mi mente uno a uno los recuerdos de esta aventura.

Domingo 10 de abril, cuatro de la tarde. Finalmente iría a mi encuentro con una de las aves más majestuosas que existen: el águila Harpía. 

Para verlo, mis papás, mi hermana más pequeña y yo hicimos un viaje de varios largos kilómetros hasta el parque Summit, una reserva en medio de dos bosques naturales cerca de la ciudad. Nos recibieron con palomitas de maíz, saltarines inflables y juegos divertidos. Había mucha gente y canales de televisión. Justamente, el águila que tanto deseaba ver estaba de fiesta. 

Al caminar entre la vegetación, pudimos apreciar animales que forman parte del zoológico que funciona en el parque: un león, los venados, monos y varios tipos de aves (entre ellos el guacamayo). 

Y en el fondo, en un lugar especial, el águila Harpía. Hermosa, gigante, de casi un metro. 

En uno de esos momentos de caminata nos encontramos una manada de lobos. No pasó nada, solo el susto. Al parecer, estaban domesticados.

Pese a ese pequeño sobresalto, fue un día maravilloso. Compartí con mi familia y celebramos al ave que, desde hace veinte años, producto de la Ley 18 de 10 abril de 2002 se convirtió en el ave nacional de Panamá. Esa misma ave anida en árboles realmente grandes como el cupido, el frijolillo o la ceiba. 

Aquel día el parque Summit estaba más lleno que otras ocasiones que lo he visitado. A mí me gustaba mucho ir a ese lugar para pasear en medio de la naturaleza, jugar en el área de los columpios, deslizarme por el césped o admirar a los animales y plantas que allí se exhiben; también, comer burundangas y comida rápida.

Sin embargo, en la fiesta del Harpía entendí que es mucho más que eso. La antigua Compañía del Canal de Panamá creó el parque hace casi cien años como una granja experimental para probar la adaptación de especies de plantas de diferentes partes del mundo al clima tropical de Panamá.

Hoy, el Summit es un jardín botánico y zoológico de 250 hectáreas que sirve como santuario para el ave nacional, a la que no dejaba de admirar por su gran pico hacia abajo y su plumaje grisáceo.

Ya estaba cayendo la noche y con ella la hora de despedirnos del recinto, pero como la gente no quería irse hubo que sonar las bocinas: ¡Llegó la hora del cierre!

Y como todos los 10 de abril es el cumpleaños del águila Harpía, esperaremos el del 2023 para volver a celebrar.