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Mi padre es un asiduo para comprar todos los días el periódico “Mi Diario”, después que termina de leerlos, se ocupa de hacer los crucigramas. Él se levanta temprano, a eso de las 4.45 a.m., se baña, desayuna y luego va por su diario a la tienda del chinito Juan, que está a la vuelta de la casa, aunque a mí, por no tener clases los sábados y domingos, me corresponde buscarlos.

Cuando los tiene, se sienta a la mesa a leerlos, como trabaja en Smithsonian, en el departamento de informática y entra a las 10:30 a.m., no se va con mi hermana y conmigo, aunque su trabajo esté próximo al Instituto Nacional.

La semana pasada, mi profesor de español me pidió en Comunicación Oral y Escrita, traer dos noticias, resumirlas y comentarlas. Me incliné por una de las noticias que comentó mi papá ayer: “Enemigo demográfico silencioso”. 

En los periódicos se han centrado en la publicación sobre los estudios de la obtención de nuevas vacunas y los resultados esperados de ellas, también del aumento significativo de casos de enfermedades como la viruela del simio, etc., pero en menor atención a un tema de relevada importancia como lo es la situación demográfica en el mundo de hoy. En mi opinión, tenemos que volver a ocuparnos del problema de la población.

En diferentes fuentes de información instan a que los gobiernos nacionales, la Organización Mundial de la Salud (OMS), las organizaciones no gubernamentales y otros copartícipes, deban tomar a tiempo las medidas necesarias para evitar el peligro que esto representa. Lo más preocupante es que la tasa de crecimiento demográfico está realmente bajando.

En los de países desarrollados no solo está aumentando el porcentaje de personas de edad adulta, los nacimientos no son suficientes para mantener el tamaño de la población total, esto traería graves consecuencias, ya que sería menor el número de personas a trabajar para apoyar a un número mayor de jubilados. Mientras que, en algunos países en desarrollo, existe un número elevado de jóvenes que carecen de empleo, hay falta de oportunidades, escasez de recursos, pobreza, desigualdad y deterioro ambiental.

Según cálculos estimados por la OMS, el año 2050 será testigo de un sorprendente hecho que marcará la historia de la humanidad. Para esa fecha, el número de personas mayores de 60 años superará, al de los menores de 15 años: la tasa de natalidad descenderá, por lo que la pirámide generacional humana, compuesta por una base de floreciente juventud y una cúspide estrecha de longevos, se transformará en un hongo demográfico que caerá sobre su propio peso y la humanidad será vencida por su propia inercia, más amenazadora que un hongo atómico.

De todo lo anterior, resumo que la única solución es educar a las futuras generaciones en un comportamiento del buen vivir, inculcándose el disfrute de cada minuto de vida productiva, para que al llegar a la edad improductiva opten por la libertad imperiosa del buen morir.

Aquel 6 de marzo del 2017, escuchaba el llamado de mi madre desde muy temprano, exactamente a las tres y media de la mañana. Me levanto con mucha energía por el comienzo de otro año escolar, pero esta vez la experiencia será distinta, ya que viajaré un poco lejos de mi hogar.

Llena de emociones y sueños, ese año vestía un uniforme nuevo, de alto prestigio, con la insignia de un colegio emblemático y con la expectativa de conocer a mis nuevos compañeros. Al ser mi primer día, mis padres decidieron llevarme en el carro, así que aproveché para contemplar el paisaje; afuera el cielo estaba aún oscuro y había estudiantes uniformados esperando un transporte que los llevara a su destino. 

El viaje desde Arraiján hasta la avenida Estudiante se me hizo largo, pero aproveché para imaginarme cómo sería mi primer día en el Instituto Nacional de Panamá, lugar en el que se formaron los mártires del 9 de enero de 1964, una de las principales gestas patrióticas de nuestro país.

A medida que avanzábamos entre el congestionamiento el camino se hacía más interesante. Recorrimos la vía Interamericana, con árboles y una densa neblina por la humedad de la mañana. Los primeros rayos del sol me saludaron a través del Puente de las Américas que atraviesa el Canal de Panamá.

Esa fue mi travesía diaria por los siguientes tres años y muchas veces implicaba cansancio por levantarme muy temprano y luchar para tomar el “diablo rojo” que me llevaría al colegio. Lo bueno es que significaba una aventura nueva cada día.

Llegado el 2020, con expectativas por mi primer año escolar de Bachillerato en Ciencias, tuve que quedarme encerrada en casa por la pandemia del covid-19.

Lo que antes me parecía cotidiano y muchas veces monótono, ahora lo extrañaba; el roce con las personas en los buses, escuchar cada mañana las salsas de Maelo Ruiz con su clásico ‘Te va a doler’ y ver la flora del camino. Pero el temor nos invadía a todos por igual y se dieron muchos cambios, incluso en la forma de estudiar. Fueron dos años de clases no presenciales con plataformas educativas virtuales, pero las ganas de regresar a la escuela eran grandes. En aquel nuevo escenario hacían falta el calor del aula de clases y la presencia de mis compañeros.

Tras dos años en cuarentena y con el cierre de las escuelas en todo el país, este 2022 regresamos a las clases presenciales, en medio de un gran reto para todos. Es mi último año en el colegio y retomé el maravilloso viaje al prestigioso “Nido de Águilas”; no obstante, el trayecto presenta nuevos desafíos, debido a la construcción de la línea 3 del Metro en Panamá y la urbanización que toma más terreno cada día.

El miércoles 15 de junio tomé un autobús en Albrook. Mi reloj marcaba las 9:00 a.m., me dirigía a visitar a unos amigos en Arraiján. Ya en el camino, el tráfico era muy pesado, tanto que nuestro vehículo se detuvo por 25 minutos en Burunga. Mientras estuvimos allí, vi pasar a algunos camiones recolectores de desechos que se dirigían al vertedero de Cerro Patacón.

Sentí gran deseo de saber sobre esa empresa y, curiosamente, una señora elegante, quien viajaba a bordo del bus, quiso lucirse con todos sus conocimientos para esclarecer mis dudas. Dijo pertenecer al Ministerio de Ambiente y comentó sobre el mal manejo sanitario y ambiental que, junto con las elevadas precipitaciones del lugar generaba un caos, dado que allí se arrojan diariamente miles de toneladas de basura procedentes de la capital y sus inmediaciones. 

No obstante, se hacen esfuerzos para mejorar esta situación, tal como indicó la mujer, pues la nueva administración usa innovadores métodos para mejorar el vertedero; además, busca unir esfuerzos para que las empresas y las comunidades adquieran una actitud consciente y responsable sobre el medioambiente.

Mi curiosidad me llevó a seguir investigando y pude descubrir que algunas empresas vieron como amenazas las nuevas estrategias implementadas por los administradores del vertedero; otras, como oportunidades, y esa fue la empresa Panamá Recycling, que utilizó como punto de partida un centro integral de reciclaje, que logró recoger hasta un 40%, de la cantidad de residuos reciclados procedentes del vertedero por medio del uso de tecnologías de última generación. Su personal recolecta, gestiona y reutiliza de forma sostenible los residuos de numerosas empresas, “lo que conllevaría al ahorro por concepto de importaciones para el país y empresas beneficiadas”, según informes de la Recicladora Nacional de Panamá.

En la dicha recicladora se separan los materiales reciclables procedentes de la recolección selectiva de envases (plásticos, metales y otros) y se recuperan como materias primas para posteriores procesos de producción. En dicha selección se combinan sistemas electrónicos, mecánicos y manuales.

La labor que conlleva hacer todo eso no es fácil para los recicladores, a quienes no se les reconocía su trabajo anteriormente, por lo que los responsables del cambio se dieron a la tarea de ayudarlos desde un enfoque socioeconómico y con mejores condiciones de trabajo, dotándolos de herramientas para mejorar la capacidad productiva y así incrementar el volumen de materiales reciclados, extraídos en menor tiempo, con menos esfuerzo.

Con la nueva dinámica laboral, más eficiente y humana, se ha logrado ir más allá de lo que se esperaba. Uno de los logros es el tratamiento y exportación de más desechos urbanos del sector privado, lo que ha contribuido en la construcción de un país limpio y más sostenible.

Todo comenzó en el año 2019. Desde esa fecha hasta hoy ¡cómo ha llovido! La pandemia del coronavirus se desató en diciembre de ese año, y ha sido una de las más devastadoras de este siglo; al extremo de que ha provocado millones de muertes de personas de todas las edades, en todo el mundo. Recuerdo cómo al inicio se tomaron medidas drásticas, que inclusive conllevaron a la contaminación del medio ambiente y que con el tiempo se fueron flexibilizando.

Una de las medidas establecidas por las autoridades de los distintos países para prevenir los contagios y que aún se mantiene es la desinfección frecuente de las manos. La protección mediante el uso de la mascarilla fue otra regla impuesta, la cual provocó el incremento de los desechos hospitalarios. Esto se convirtió en una problemática, pues en muchos lugares, los tapabocas e insumos son descartados sin respeto al planeta, y van a dar a las playas y otros ecosistemas.

Los efectos económicos y sociales de la pandemia de covid-19 y las medidas asociadas para hacerle frente, están derivando en consecuencias negativas a largo plazo. La contaminación del planeta Tierra se intensifica y aunque hay algunas sustancias que se han prohibido, la producción, el uso y el desecho de productos químicos peligrosos, en general, siguen aumentando cada día más.

Paradójicamente, no todo ha sido negativo con la pandemia. Los ambientalistas y grandes organizaciones mundiales registraron un descenso significativo de la contaminación, mostrándose que el confinamiento y la falta de intervención del hombre, además de la paralización de las actividades de un sinnúmero de industrias, ha permitido reducir la emisión de gases contaminantes, lo que se traduce en la recuperación de los colores de los bosques. De hecho, a muchos lagos y lagunas en sitios icónicos como Venecia, han regresado los cisnes y se ha reportado también mayor transparencia de las aguas, así como un mayor avistamiento de peces y delfines.

En el caso de Panamá, se notó los mares limpios, verdes o azules, los animales se paseaban por la ciudad, se les escuchaba cantar a los pájaros, los perezosos no tenían temor de salir a las calles, ya que no existía mucho flujo de autos; fue muy satisfactorio mirar la felicidad de todos los animales en plena pandemia.

El aire se respiraba puro, yo salía a la terraza de mi casa y no sentía ese olor a humo o quema, al contrario, se respiraba el olor de las hojas verdes de los árboles, la brisa que soplaba era más fresca; mi familia y yo disfrutábamos compartir en la terraza, respirando ese aire puro, sin contaminantes.

Jamás la humanidad había experimentado cambios a esa escala, con millones de personas confinadas en sus casas, lejos de su trabajo, estudios y espacio de vida; no obstante, la pandemia resultó ser una gran experiencia que nos ha servido para darnos cuenta de que tenemos que seguir cuidando a la naturaleza.

Camino a mi querido Instituto Nacional me percaté de la gran cantidad de contaminación que hay en nuestra ciudad. No solo se trata de la basura, sino de otro tipo de daño causado a nuestro planeta y salud emocional, y al cual no le prestamos la atención necesaria.

Es demasiada la destrucción del medioambiente del país, siento que hay pocos espacios donde podemos disfrutar del aire puro, del sonido de la naturaleza o el cielo despejado sin que algún cable eléctrico interfiera con la vista.

Resulta triste que algunas personas que viajan en las famosas ‘chivas’, vean afectada su audición porque a los conductores les gusta tener la música a un volumen tan exagerado, que no se escucha ni su propia voz; ellos mismos se perjudican y cuando un pasajero les llama la atención por el ruido que ocasionan, se molestan, los ignoran o les gritan: “Si tanto le molesta, entonces bájese”.

En las calles podemos escuchar también a los secretarios de buses, más conocidos como los ‘pavos’, gritar para atraer más clientes. Lo ideal sería emplear otras maneras para decir hacia dónde se dirigen, sin necesidad de hacer tanto escándalo. Estamos tan acostumbrados a este tipo de situaciones, que no les damos importancia, en lugar de buscar una solución, sin perjudicar a nadie.

Para las personas vivir cerca de corredores, autopistas o calles con congestionamiento vehicular puede significar una molestia diaria, ya que a toda hora escuchan todo tipo de bullicio, ocasionado por los autos, pero el problema no solo son los autos, sino camiones que generan contaminación sonora ensordecedora y que no dejan descansar apropiadamente a los que allí residen, ocasionando también insomnio.

Investigando un poco, quise averiguar ¿qué repercusiones tiene la contaminación sonora en la salud de cada ciudadano? Descubrí que hay personas de cuarenta años que llegan a tener una disminución en la audición y pueden compararse con una de sesenta. Además, estudios recientes han demostrado que muchas enfermedades que afectan al corazón como hipertensión, anginas de pecho, entre otras, están asociadas al exceso de ruido que altera las condiciones normales del ambiente.

Un factor perjudicial con el que lidiamos todos los días es que los conductores de camiones, tractores y de los buses llamados ‘diablos rojos’ hacen “espectáculos” con sus vehículos utilizando sus particulares y ruidosos frenos tipo ‘Jake Brake’. Abusan del uso de este freno, cuando solo lo deben emplear en momentos específicos.

Durante una reunión del proyecto #500Historias, la periodista Karen Bernal me comentó que en algún momento los pasajeros del diablo rojo reclamaban de forma jocosa: “¡Hey, chof, dale valor a mi cuara!”, para que le subiera más a la música durante el trayecto, pero ahora los tiempos han cambiado y es mejor decir: “Señor conductor, dele valor a mi audición”.

Hace un año visité junto con mis padres y amigos un pintoresco lugar conocido como el “santuario de la naturaleza”, donde es posible escapar de la vida cotidiana para disfrutar de momentos inolvidables.

Llevamos comida para hacer un picnic, y también a Honter, la mascota de la familia. Lo primero que hicimos fue explorar y visitar algunos de sus senderos, después buscamos un lugar para instalarnos. Observé los árboles y las ardillas que subían y bajaban por las ramas.  Para mi sorpresa, ¡había personas arrojando desperdicios al suelo, teniendo al lado un basurero!

Es sorprendente que la gente deje latas de refrescos, restos de comidas, envoltorios de dulces y envases de bebidas desechables en medio de la naturaleza sin prever un accidente, a pesar de que se brinda orientación constante sobre el cuidado del medioambiente, así como de las opciones para desechar correctamente y de manera clasificada la basura.

Es insólito tener que soportar tantos descuidos, aún con acceso a cestos de basura con solo cruzar la acera. Queda claro que, durante el verano, los fines de semana y vacaciones, el nivel de visitantes en el Parque Metropolitano aumenta, pero la responsabilidad sobre el buen manejo de los desechos no debe ser atribuida solo a los trabajadores del sitio. Debemos poner de nuestra parte. Además, sería ideal que se coloque un tinaco para que los consumidores depositen allí los sobrantes.

Por otra parte, es necesario profundizar en las aulas de clases sobre el respeto hacia nuestro ambiente, para estar conscientes de la importancia del comportamiento individual y colectivo, así como de la responsabilidad de no empañar el paisaje urbano en los lugares de recreación y diversión. Además, hay que reflexionar sobre el hecho de que la contaminación es la causa de muchas enfermedades a nivel mundial.

Luego de ver este panorama gris nos fuimos a jugar con Honter. A punto de partir, vi a un joven arrojando basura al césped, así que la recogí y con mucha amabilidad le dije: “Disculpe, no debería arrojar desperdicios en este lugar, ya que aumenta más la contaminación y le hace daño a los animales y plantas”. Al parecer, el chico creó conciencia, porque agarró la basura de mi mano y la depositó en el tinaco.

Este parque es un lugar público muy concurrido, con paisajes inspiradores y fascinantes, donde es posible aprender sobre los distintos seres vivos que en él habitan.  Procuremos con trabajo mejorar la educación y protección de nuestros espacios.

Mi sábado 28 de mayo inició tranquilo, la suave fricción de las sábanas y el viento a través de la ventana amenizaron mi mañana. Estaba en la semana previa a los exámenes, así que tenía un objetivo claro para el día: estudiar. Sin embargo, en la esquina de la cama, mi celular sonó notificando un mensaje de mi amigo Anel: “Vamos pal West”, que es la forma coloquial de llamar a la provincia de Panamá Oeste. Allí vive él, específicamente en la comunidad de Nuevo Chorrillo.

La propuesta se trataba de pasar el día en su casa; decidí consultarle a Érick, mi compañero de viajes, quien aceptó ir de travesía al “West”. Aún con el cambio de planes, mis deberes siempre estuvieron primero, así que, dispuesto a cumplir con todo, en mi mochila dejé mi cuaderno de español y agregué la ropa necesaria, además de mi cepillo de dientes.

En la tarde llegó Érick y nos encaminamos hacia la parada a esperar el transporte. Al llegar el bus nos subimos situándonos casi al final. Desde la ventana pude observar el trayecto que inició en la Avenida de los Mártires, detrás del glorioso “Nido de Águilas”; pasamos el Puente de las Américas mientras el sol se iba hacia el Atlántico y se veía el horizonte amarillo. Seguido, la oscuridad de la noche envolvió el bus y las luces neones se reflejaron en los vidrios de este. Entonces, el secretario del bus gritó: “¡Nuevo Chorrillo!”, y bajamos rápidamente.

Anel llegó en su camioneta a buscarnos en la parada y con risas y música cruzamos el camino pedregoso, casi intransitable porque estaba lleno de lodo rojo, hasta llegar a su casa. Nos sentamos a hablar en la terraza. La mamá de Anel nos contó sobre su día, de la forma como se había involucrado en la construcción de una escuela en la comunidad y cómo había quedado atrapada por la lluvia mientras regresaba a casa. Sus relatos eran muy divertidos y a la vez cálidos, así que nos alargamos hasta la madrugada. Érick se durmió sobre mi hombro y los primeros truenos sonaron en el fondo de aquella escena.

Durante el domingo persistía la lluvia y golpeaba estruendosamente el techo, al asomarme por la ventana vi preocupado cómo el agua ocultaba el camino que debíamos tomar para regresar a la ciudad. La nueva laguna roja, resultado de la lluvia, impedía nuestro regreso y tomaría horas ver el camino de nuevo. Para no perder tiempo valioso, saqué mi cuaderno y al ruido de la lluvia empecé a estudiar.

Casi al anochecer el camino reapareció. Muy atrasados subimos a la camioneta e hicimos el viaje de regreso. Anel se despidió agradecido y nos dejó donde todo había iniciado. En el vehículo de regreso, fui yo quien esta vez se recostó sobre el hombro de Érick y desperté al final del trayecto, ya con las luces de la ciudad sobre nosotros. 

Al llegar a mi casa organicé todo para ir al colegio al día siguiente con todo mi tema estudiado y las historias del “West” para contar.

Una explosión de emociones invade mi cuerpo a minutos de iniciar el histórico desfile del 10 de noviembre, en La Villa de los Santos. Las calles se inundan de personas, se vive un ambiente patriótico bajo el ardiente sol que los mayores llaman “de lluvia” y que seca la ropa en minutos.

Con esa misma alegría, entro en la formación de la fila, lista para iniciar, pero el caos es mayor y atrasa nuestra salida. Pasan los minutos y aún no hemos podido avanzar; el desfile está en pausa, la lluvia se aproxima cada vez más y al mismo tiempo un hambre invade mi cuerpo, miro a mi alrededor y me puedo percatar que no soy la única con esta sensación.

Nuestro director se da cuenta de la angustiante situación colectiva y se dispone a llevarnos a un puesto de chorizos asados. Como fieras hambrientas atacamos el lugar de los asados, sacaban de la parrilla un chorizo tras otro, tratando de calmar nuestro apetito; en ocasiones, los chorizos quedaban crudos, a mí correspondió uno de esos, pero no importaba ya que con apetencia todo sabe delicioso. Con esos dos chorizos asados en mi estómago tuve las fuerzas para volver a la formación, ya nos habían asignado un lugar y con los redobles del tambor inició la tan anhelada presentación.

Las personas nos aplaudieron y gritaron con alegría: “¡Qué viva el Instituto Nacional!”. Las lágrimas salieron de mis ojos, me sentía orgullosa; de los tambores, las trompetas, liras y demás instrumentos brotaban las notas musicales llenas de patriotismo. Al escuchar la canción “Patria”, de Rubén Blades, pasaron las batuteras y nuestros cuerpos bailaron al son de las tonadas; el público gozaba y movía sus cuerpos con nuestra presentación.

En un punto del desfile, bombas de humo tricolor invadieron las calles, el cielo se tornó de azul, blanco y rojo mientras tocábamos “Colonia americana… ¡No!”. Se respiraba alegría y amor por la patria, pero como todo en este mundo, el desfile acabó.

Terminamos cansados, pero felices y llenos de orgullo. Los encargados de la delegación nos anunciaron que retornaríamos a la ciudad de Panamá. En el preciso momento de terminar sentí necesidad de ir a un baño en una pequeña tienda, pero ¡vaya sorpresa! Cuando salí, el autobús me había dejado, toda la felicidad que sentí hacía un momento se había convertido en preocupación y desesperación.

¿¡Qué iba a hacer sola en La Villa de los Santos, si mi reloj marcaba las 7:00 p. m., con 25 centavos en el bolsillo y con el celular descargado!? Sin pensarlo mucho, le pregunté a una señora: ¿Usted vio el bus que estaba ahí? y me respondió: “Sí, se fue hace como dos minutos”. Saqué fuerzas, corrí tan rápido como pude, me metí entre la gran cantidad de carros, salté cubetas y esquivé huecos solo para encontrar el vehículo.

Por suerte, pude encontrarlo antes que acelerara la marcha, toqué la puerta con desesperación. Abordo todos me recibieron con rostro de intranquilidad y asombro. Ya cuando me bajó la adrenalina pude sentir el cansancio en mis pies, aunque sentía felicidad de haber llegado a salvo… Así culminó aquella experiencia allá en La Villa de Los Santos.

La imaginación nos permite volar. Un día quise buscar inspiración para escribir sobre un “viaje”. Después de dar vueltas en mis pensamientos noté que viajar es más allá de ir lejos y conocer lugares nuevos, es también revivir lo ya visto a través de libros y ser capaz de ilusionarte con eso, hasta disfrutarlo en la realidad.

Me levanté un viernes 20 de enero a las 8:00 a.m., como es costumbre en mis vacaciones escolares. Luego de desayunar, salí al patio de mi casa, en El Tecal, Panamá Oeste, desde donde pude apreciar una escena como salida de la gran pantalla, un épico paisaje sacado de una historia de fantasía.

Se me elevaron los sentidos con el calor infernal del planeta Mustafar, un mundo volcánico ardiente donde la lava es extraída como un recurso natural precioso. También me figuré un paisaje sacado de Tatooine, de StarWars; un amplio campo que daba la sensación de estar en una historia de J.R.R. Tolkien y unos bosques tenebrosos de una película de terror.

Todas esas sensaciones llegaron a mí estando tan cerca de casa, con lo cual pensé que quizás solo tenía que ampliar más mi visión, cambiar mi manera de ver las cosas; puesto que, con solo estar en el portal, pude recrear mis historias, los cuentos que me inspiraron tanto, los escenarios que me sacaron de este mundo y me hicieron fantasear con vivir en ellos.

Luego, para no verme inmerso y atado a esas terroríficas escenas, decidí viajar con mi mente a un lugar totalmente diferente. No busqué más, me trasladé a la comunidad de Farallón, en la provincia de Coclé; ahí pude ver las palmeras y la arena blanca sobre el cristalino océano Pacífico, aquel paisaje luminoso e inmenso generó en mí gran tranquilidad.

Del calor de las playas me trasladé al templado clima de Boquete, en Chiriquí, un sitio sinónimo de aventura, con montañas, ríos, volcanes, cascadas y mucha adrenalina. Es un pueblo pequeño con un relieve ideal para hacer trekking. Así continué mi viaje por la provincia chiricana y me dirigí hasta el volcán Barú, el punto más alto de Panamá, donde tuve impresionantes vistas de los dos océanos que bañan nuestro istmo: el Atlántico y el Pacífico.

En las Tierras Altas, las temperaturas ya no son tan sofocantes como en El Tecal y el resto del país. Con preciosas vistas, desde los senderos hasta las cascadas, pude observar volando a los raros y esquivos quetzales; aquello parecía un arcoíris dibujado sobre el inmenso cielo.

Sin dudas, viajar con mi mente ha sido para mí un paraíso entre lo natural y la aventura. Podrán venir mil pandemias más, y siempre mis pensamientos estarán allí para salvarme.

Crecí en una casa rodeado de muchos libros, ha sido una enorme ventaja para mí como estudiante. Mi amor por la lectura ha representado muchas alegrías, me ha abierto los ojos al mundo; pero también ha representado tristezas y sinsabores.

Cuando la pandemia estaba en su mayor apogeo, tuve la gran oportunidad de pasar el confinamiento leyendo obras gratuitas como la saga de Harry Potter, sobre la cual supe que se usaron más de seis millones de árboles, poniendo en riesgo al planeta Tierra, para imprimir los tomos que al final quedan anclados en las estanterías. Una solución ecológica sería no imprimir libros y hacerlos todos en formato digital; sin embargo, como lector clásico, soy consciente de que los libros electrónicos no pueden olerse ni manipularse como los de papel que, me han llevado a un vínculo emocional diferente.

En 2019, antes de la pandemia, solicitaba libros prestados en la biblioteca pública de calle L Santa Ana, para llevarlos conmigo y disfrutar de la lectura en mi tiempo libre. Recuerdo que, en un viaje a Chiriquí, de visita a unos familiares, dejé olvidado en el autobús el libro El Estado Federal de Panamá, de Justo Arosemena; fue muy dolorosa la pérdida al tratarse de uno de mis títulos favoritos, porque no pude conocer algunos hechos históricos que me interesaban. Al perder esa preciosa joya tuve que recurrir a las redes y ahí me di cuenta de que algunas obras antiguas no se han pasado a formato digital todavía.

Al verme limitado, tomé la decisión de irme de viaje hasta la Biblioteca Eusebio A. Morales, del Instituto Nacional de Panamá, en noviembre de 2019, para reencontrarme con la historia que nunca terminé de saber, pero me enfrenté a otra realidad: la pérdida y robo de nueve mil libros históricos que reposaban en esta. 

El dolor fue doble, pues no se trataba solamente de leer joyas panameñas como El Estado Federal de Panamá,  de Justo Arosemena;  Ensayos, documentos y discursos,  de Eusebio A. Morales, Los sucesos del 9 de enero de 1964, en la  Revista Lotería; Los tratados entre Panamá y Estados Unidos, de Ernesto Castillero; Tradiciones y cantares de Panamá, de Narciso Garay;  Historia de la Instrucción Pública en Panamá, de Octavio Méndez Pereira, entre otros; sino de poder acceder a libros reconocidos mundialmente que estuvieron allí, como El Quijote, La Ilíada, Crimen y castigo, Cien años de soledad, Guerra y paz, y otros títulos de diferentes disciplinas.

Los ejemplares perdidos fueron donados por expresidentes, embajadores y otras personalidades; existía un registro auténtico sobre los conocimientos creados y acumulados por las generaciones pasadas. Eso es algo que no se recuperará nunca más. Además, nos han cerrado las puertas para el acceso a los conocimientos y a la cultura panameña; es un hecho que ha marcado mi vida y también la de otros compañeros y todos los habitantes de nuestro país. 

Soy un asiduo estudiante y lucho por tratar de recuperar las pérdidas del acervo histórico y cultural de nuestro Instituto Nacional, para mantener viva la lectura de nuestra historia y crecer como hombres de bien.