Un maravilloso viaje desde las alturas

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“¡Bienvenidos a bordo! Les habla la azafata María Eduarda y quiero desearles a todos un buen viaje”, se oye clara y firme la voz de la auxiliar de vuelo; un saludo en el inconfundible idioma castellano. Aquella mujer etíope indicaba por qué pasillo encontrar el asiento asignado y cada pasajero, incluyéndome, mostraba en sus rostros la preocupación de saber si le tocaría pasillo o ventanilla; afortunadamente me correspondió la ventana, suficiente para no perderme ni un solo paisaje.

Cada asiento disponía de una pantalla multimedia, así era posible calmar el estrés disfrutando de las diferentes películas y series que el menú ofrecía, solo había que elegir el idioma nativo, para disfrutar de los contenidos. También se podía ver algunos juegos. 

El viaje de nuestra familia, que radicaba por motivos de trabajo en Addis Abeba (Etiopía), era hasta la ciudad de Panamá, haciendo escala en la capital de Turquía y luego de cinco días de turismo, continuamos nuestro recorrido hasta el destino final. En total eran 14 horas de vuelo, cuatro horas en el primer tramo y luego 10 horas más, lo que duraba el viaje en avión.

De pronto, a través del parlante se escuchaba el anuncio de la salida, lo que generaba una mezcla de nervios con adrenalina. Poco a poco el avión comenzaba a tomar velocidad y emprender el vuelo; ahora los edificios más significativos, las casas, los ríos, los autos pasaban a ser diminutos desde el cielo, hasta perderse de nuestra vista totalmente.

Transcurrieron algunas horas hasta que llegó el almuerzo y luego una merienda. Las azafatas dicen: “Vamos a tener una siestita”, así que el avión se oscurece y el brillo de la pantalla resalta, pero no pegué los ojos, para así disfrutar de la trayectoria.

Constantemente abría la ventana y me mantenía en oscuridad; la luz de las estrellas resaltaba en aquella inmensidad. En pocas horas comenzó a amanecer y, de pronto, se asomaba una larga ciudad, desde las alturas; miré el mapa en la pantalla multimedia y estaba sobrevolando Egipto. ¡Dios mío, qué increíble!

Como un déjà vu, la escena me llevó a recordar aquellos libros de Historia Universal a la vez que disfrutaba desde el aire las perfectas calles a la vista. Y ¡válgame que la noche no me castigó!, pues pude apreciar las dunas del desierto, las soñadas filas de los camellos domados por los beduinos (nómadas que habitan en los desiertos), las pirámides de Guiza y el Delta del Nilo, todos como vestigios legados por los egipcios de la antigüedad; los más portentosos y emblemáticos monumentos de esta civilización que me dejaron impresionada e inmóvil durante los 45 minutos sobrevolando Egipto.

La vida es sabia, aunque no me ha dado la oportunidad de ir a esas tierras de los faraones me regaló una bella vista, de la cual no perdí ni un solo detalle, desde las alturas.

De pronto, me perdí nuevamente con la vista al mar, pensé que así aprovecharía para descansar; pero a los pocos minutos los altoparlantes anunciaban las instrucciones para el aterrizaje. En la medida que el avión perdía altura se observaba la vista superior de la mezquita de Santa Sofía, los puentes y espejos de agua del Bósforo y la espléndida ciudad que brillaba bajo el sol. Todos los pasajeros aplauden y se escucha: “Bienvenidos a Estambul”.

De ahí pasamos a otras tierras, un lugar diferente. En nuestra visita a esa histórica ciudad pudimos disfrutar de una rica gastronomía, de su arquitectura, de zonas verdes, del patrimonio y el conjunto histórico artístico de esa bella ciudad, conocida como “La ciudad de las mil mezquitas”, “de las siete colinas”, y “puente entre Asia y Europa”. En ella quedé atrapada como si estuviera dentro de burbujas de fantasías, tal y como en los cuentos de “Las Mil y Una Noches”, hasta llegar finalmente a Panamá, hermosa tierra en donde reside mi madre, tío y mi hermano gemelo.