Jamás habría pensado que a tanta gente le inquietara lo mismo hasta que fui a la playa de Santa Clara. Allí llegué animada por la idea de escapar de la cueva que significan la casa y la tecnología para una adolescente como yo, porque quería reconectar con el mundo. Mis tíos nos llevaron a mi prima y a mí. 

 —¿Ya has venido?—, le pregunté a medio viaje.

Mi prima asintió con la cabeza y agregó:

 —Lo malo es que la playa está sucia.

“Rayos”, pensé. Viajar tan lejos a ver una playa sucia no es que sea la idea más genial del mundo.

Pero no debía extrañarme. Unos días antes había escuchado que cada año Panamá tira al mar alrededor de 100 mil toneladas de basura. Nos acostumbramos a ver las playas sucias y damos la espalda porque creemos que no es nuestra basura.

Una vez llegamos, bajamos a la playa por un camino lleno de arena y tierra. Las piedras crujían con las llantas del auto. Nos estacionamos en el patio de una casita y nos instalamos en una tremenda sombra bajo un palo de mango, cerca de un par de gallos que caminaban orondos por los alrededores.

Mi prima y yo nos sentamos luego en la orilla. El oleaje llegaba a ratos y se escapaba de nuevo hacia el mar. Pero, en eso, una sandalia a la deriva interrumpió nuestra paz. Levantamos la mirada y no era lo único que flotaba en la playa. Ambas nos miramos con disgusto. 

 —Esto es asqueroso—, decía ella. 

 —¿¡Cómo pueden tirar cosas y no darse cuenta del daño que provocan!?—, reflexioné.

También había botellas rotas, plásticos, latas de refrescos, envases de foam, y se ponía peor… Daba la impresión de que nadie se preocupaba por esta playa. Abandonada a su suerte, parecía más un vertedero. 

Regresé al auto y traje un paquete nuevo de bolsas de basura, la abrí salvajemente con los dientes y saqué una.

Le pregunté a mi prima si me acompañaba a recoger basura. Me miró como quien observa a alguien que se le han aflojado los tornillos. Pero se levantó y tomó otra bolsa. Recogimos los desechos que encontramos sobre la arena caliente y grumosa de la playa. Le comentaba que había visto en las redes sociales estrategias para controlar desastres como este, como la barrera ecológica atrapa sólidos, la educación ambiental y los programas de limpieza voluntaria. Me detuve un momento para pensar en cómo algunas organizaciones intentan ayudar a resolver este problema, quizá en algún momento podría fundar la mía. Todos deberíamos contribuir, incluso desde casa, y se haría una pequeña, pero significativa diferencia.

Las personas que estaban por allí nos observaban con curiosidad. Un niño se me acercó y echó una lata en mi bolsa. Me ponía feliz darme cuenta que en ese ratito creé conciencia. Otras personas hicieron lo mismo. Semanas después, propuse en el colegio recoger la basura acumulada en una playa cercana y fue una idea popular. Conseguimos guantes, bolsas y muchos voluntarios. Y allá nos fuimos, manos a la obra.