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Victoria, Teresa, Milagros y Anais. Cuatro historias de mujeres que rompieron las barreras que encontraron en sus caminos.

Victoria Díaz es una señora de 52 años cuya niñez no fue fácil. Sus padres se separaron y su madre no contaba con suficientes recursos, por lo que la entregó a su abuela. Ella relata más detalles de su vida: «Tenía que ayudar a mi abuela en una fonda y logré salir adelante. Estudié primaria en el colegio Amelia Denis de Icaza, el segundo ciclo lo realicé en el Ricardo Miró y me gradué en el I. P. T. de Comercio, Bachiller en Contabilidad con Énfasis en Inglés. Me superé con honores porque quería ser una buena estudiante y así fue. Me desempeñé como suplente de representante de corregimiento, debido a que me apasiona mucho la política y me gusta apoyar al más necesitado, disfruto de ayudar a familias de escasos recursos para que puedan pasar una hermosa Navidad o un bello Año Nuevo».

Teresa Martínez. Mujer trabajadora, alegre, honesta y apegada a sus ideas; muy buena y respetuosa con los que ama. Es mandona, pero dice que por una buena causa. Y es una luchadora que no se rinde a pesar del abandono de dos hombres. Trabaja mucho y aunque a veces no le alcanza para las cuentas, se asegura de que no les falte nada a sus hijos. Es para mí la mejor mujer del mundo y siempre ha estado en los momentos más difíciles y dolorosos de mi vida. Nació como la segunda hija de mi abuela, madre soltera, vivió hasta los catorce con su madrina quien era muy mala con ella; humillaciones y malos tratos eran parte de la vida de mi madre hasta que regresó a vivir con mi abuela de nuevo.

Milagros Yarleque Cardoza tiene cincuenta años. Es peruana, proviene de una familia campesina. A los quince su padre falleció y quedó a cargo de su madre. Supo sobrellevar las situaciones y salió adelante. Hace un tiempo le dio un derrame cerebral, la mitad de su cuerpo quedó paralizado, estuvo hospitalizada diez días. Lleva tres años en terapias y su rehabilitación es muy favorable, ya que puede realizar tareas del hogar con una gran habilidad.

Anais Pérez nació en la provincia de Veraguas, estudió en la escuela República de Venezuela, en la cual se graduó. Su niñez no fue la más sencilla o más feliz, pues en ese tiempo no había mucho para comer. «Mi abuelo era el único que trabajaba, mi madre ayudaba en la casa y se esforzaba para salir adelante y cumplir sus metas, sueños y ambiciones», menciona. Años después consiguió un puesto como encargada de los juicios y comisiones en la Corregiduría de San Miguelito donde laboró hasta su jubilación. Hoy se enfoca y preocupa por sus dos hijos próximos a graduarse en Contabilidad y quienes asisten a las prácticas de graduandos.

Reina Lorenzo, mi mamá, es la hija mayor de seis hermanos y nació el 10 de febrero de 1977, en Todos Santos Cuchumatanes, en el municipio de Huehuetenango. En sus primeros años de vida emigró a la ciudad capital; vive actualmente en San José Pinula.

Mi familia me ha contado cómo era crecer en aquellos años. Su infancia no fue la más fácil, pero tampoco la más complicada. A temprana edad se tuvo que hacer cargo de sus cinco hermanos, debido a que sus padres debían trabajar para poder sacarlos adelante. 

Cuando mi familia recién llegó a San José Pinula, tuvieron a su cargo una finca. Mamá considera que no pudo haber mejor sitio para desarrollarse, ya que los patrones les permitían desplazarse por toda la propiedad. Cuando los jefes de mis abuelos se enteraron de que tenían hijos, los enviaron a la escuela y, de no haber sido por ellos, mi madre no se hubiese formado. Ella entró a los siete años en primero de primaria. 

Luego de terminar la primaria, mis abuelos la enviaron al Instituto Nacional de San José Pinula (era entonces uno de los mejores colegios del país), pero ella no se comprometió al 100 % y perdió primero básico, por lo que la retiraron de ahí y terminó los básicos en otro establecimiento. Debía seguir con el bachillerato, pero por el hecho de ser hija mayor ya era el momento de ver por sí sola y ser independiente para darle la oportunidad de educarse a sus demás hermanos; en consecuencia, se vio en la necesidad de buscar un empleo y estudiar durante los fines de semana. Felizmente se graduó como secretaria comercial. 

Fue una chica que supo aprovechar su juventud, ya que como mis tíos dicen: “Ella no se estaba quieta”. Lo cual me causa gracia, porque no me deja salir a varios lugares, pero pienso que es por un bien a largo plazo. Cada vez que veo fotografías de mi mamá quedo impactada, debido a que siempre fue una joven coqueta que trataba de estar a la moda. Esto me impulsa a quererme y valorarme; lo que me pongo me tiene que gustar a mí y hacerme sentir cómoda conmigo misma, no con nadie más. 

Uno de los deseos más grandes de mi mamá era casarse de manera formal y tener su propia familia, pero la vida le tenía otros planes: a los 29 años decidió tener una hija, yo, Amanda Avigail Lorenzo. Realmente fue muy valiente al contarle a mis abuelos que estaba embarazada. Cuando empezó a tener sospechas de su preñez, se realizó los exámenes correspondientes y salieron positivos; luego de dos días, no pudo esconder más la noticia y la compartió con ellos. Mi papá no se quiso hacer cargo de mí, lo cual enfureció a mi abuelo por el hecho de que su hija mayor fuera a ser una madre soltera.

Esto fue un factor que desencadenó muchos conflictos, pues para cualquier padre el hecho de que su hija vaya a ser mamá en aquellas difíciles circunstancias nunca está entre sus planes; pero mi madre afirma que el hecho de que seamos ella y yo es más que suficiente.  

Mi mamá se las ha arreglado para darme todo lo necesario y para que no me falte nada. Desde que tengo uso de razón, he visto cómo lucha por sacarme adelante. Siempre trata de ofrecerme lo mejor; propiciar las oportunidades que no tuvo ella para que yo sea exitosa e independiente. Si algo he aprendido de ella, es que no tengo que esperar a que otros hagan las cosas por mí, por lo que no debo depender de la ayuda de alguien y, si quiero un trabajo bien hecho, debo llevarlo a cabo por mis propios medios.

Desde muy pequeña he sido lo más autosuficiente posible, en el sentido de que sé cuáles son mis responsabilidades y obligaciones, y las debo cumplir. Gracias, mamá, por formarme así.

Nadina Iglesias, una mujer nacida el 29 de junio de 1955, desde su niñez hasta hoy ha estado participando en las actividades folclóricas y religiosas de su provincia natal, Darién.

Como toda pequeña amante de las costumbres de su pueblo, empezó a involucrarse en las actividades recreativas de la escuela primaria y secundaria, aparte de convertirse en miembro del coro de la iglesia como solista principal.

Los años pasaron y terminó siendo una maestra dedicada, al servició de escuelas como Nicolle Garay, en Quebrada Ancha de Alcalde Díaz; María del Rosario Salazar, en Cerro Batea; y Estado de Israel, en San Miguelito, donde laboró durante sus últimos años.

En esta última escuela se le confió organizar diferentes actividades artísticas como concursos de declamación y conformar un grupo folclórico basado en bailes del Darién, entre otras. Por estas contribuciones mereció un premio como profesora del año.

La mayoría de sus compañeros educadores estuvo de acuerdo con su reconocimiento, pero para la sorpresa de todos, rechazó el galardón y se lo entregó a la maestra más antigua del plantel, ya que sentía que aquella lo merecía mucho más. Este acto hizo que se ganara varias rondas de aplausos por parte de sus colegas al igual que su cariño, e incluso se le concedió otro reconocimiento por sus años de trabajo.

Ella se considera una mujer alegre, chistosa y de buen carácter, pero sus colegas la describieron de otra manera. Dijeron que era una mujer respetable, que inspira, de bellas metas y grandes sueños, como cuando empezó a ensayar con niños y jóvenes de varias escuelas para los Juegos Florales, un certamen que premia composiciones poéticas. Contaron que las prácticas fueron duras, que hubo dificultades, pero que al final todo ese esfuerzo valió la pena, ya que obtuvieron el primer lugar para el entusiasmo de todos, sobre todo de Nadina, quien vio cómo sus alumnos ganaban y demostraban sus talentos al público.

También hicieron parte del Concurso Manuel F. Zárate, otro certamen estudiantil folclórico orientado a la habilidad de los jóvenes en los cantos de mejoranas, cantos religiosos, salomas, gritos, entre otros.

Perteneció al Coro Polifónico para representar a Panamá en una gran gira coral, en la que estuvieron más de mil voces, siendo Panamá y Estados Unidos los únicos países representantes de América. Cantaron en el Vaticano y luego en la Organización de las Naciones Unidas, en Estados Unidos, donde fueron felicitados y premiados.

Por último, durante su jubilación en 2008, organizó un pequeño conjunto de bullerengue para la tercera edad en San Miguelito, donde varios adultos disfrutaron la bella experiencia de bailar una de las danzas de la provincia de Darién.

Era un día lluvioso, mi abuela y yo subimos las escaleras hacia mi momento favorito del día: las clases de ballet. Cuando entramos con el paraguas mojado, observé a mis maestras. Las grandes ausentes eran mis compañeras. 

Era miércoles, 3:00 p. m. ¿Por qué no estaban? Pasaban los minutos, no aparecían. Frecuentemente revisaba el reloj.  ¿Se quedaron en casa o en el tranque? Luego, escuché una voz demandante: “Ven Isa, entra al salón”. Era Ana Melissa, la directora de la escuela. Encendimos las luces y ella puso un CD de piano. En ese momento dijo lo que siempre soñé: “Te voy a hacer un solo de ballet”. Me sentí reconocida. ¡La persona a quien todos querían impresionar me eligió a mí! Pirouette, assemblé, pas de bourrée… ¡Todavía recuerdo cada paso! 

Ana me impresionaba con su técnica avanzada. Pasaron los años, pero yo no podía evitar pararme más recta, con los pies en punta y con una gran sonrisa cada vez que ella visitaba el salón. Solo las bailarinas sabemos cómo la danza clásica impacta nuestra vida.

Mis ocho años en el Conservatorio me formaron, no solo como bailarina, sino como persona. Desarrollé áreas importantes como liderazgo, presentación, disciplina, seguridad y trabajo en equipo. Ahora, aplico esos aprendizajes en mi cotidianidad. Por eso, cuando mi profesora de Español preguntó: “¿Qué mujer te inspira?”, mi mente automáticamente fue hacia Ana Melissa Pino de la Guardia. 

El reencuentro con la maestra

Dicho esto, entonces debía coordinar la entrevista a quien había escogido como inspiración. El día de la cita yo estaba nerviosa, tenía muchas preguntas. 

Llegué, nos abrazamos y bajamos a la panadería. Ana se sentía honrada porque escribiría sobre ella. Emocionada compartió su historia. 

La admiración puede nacer de la identificación, el reconocimiento de uno en el otro ser. Al igual que yo, ella comenzó a bailar a los cuatro años. Desde entonces supo que el arte era lo que quería. Iba a la escuela durante el día, danzaba en la noche y estudiaba de madrugada. Siempre prefirió el ballet a las fiestas.  

A los dieciséis años fue elegida por el Royal Ballet en Londres, una academia mundialmente reconocida. Pensando que sus padres no estarían de acuerdo con esa carrera y el costo, llamó a su papá llorando. Pero, él la apoyó y estudió un año allá.

Me impresionó que fundó junto a una compañera su primera academia de danza (Steps) con solo veintitrés años. Tomábamos café, mientras relataba cómo trabajó allí durante veintidós años, hasta que finalmente abrió su propia escuela: el Conservatorio de Danzas de Panamá. 

Desde entonces, ha montado incontables obras musicales y fue galardonada dos años consecutivos como la segunda mejor academia de ballet panameña.  

Yo seguía nerviosa, pero continué con mi entrevista. Me apresuro a preguntar cuál fue su mayor triunfo. Ella miró hacia el techo y respondió: “Ganar el Grand Pre, una competencia global, como mejor coach. Fue un honor increíble”. Nos reímos cuando confesó que la llamaron al escenario, casi sin pararse. ¡No creía que lo hubiese logrado! 

Ella transmitió algo que yo sé: su alegría es guiar a estudiantes sin experiencia en danza. Disfruta enseñarles el balance entre la danza clásica y la vida, formarlas como bailarinas y mujeres victoriosas. 

Para terminar, le pregunté qué más le gusta de la danza. Para mi querida maestra el ballet es “como un escape, salir de problemas personales; es como una medicina con la que siempre puedes contar”. Pienso igual que ella. En la vida todos deberíamos tener algo que nos apasione y nos lleve a otra realidad. 

Nuestra entrevista culminó con un consejo: “Ten una actitud de sí se puede, Isa, con eso lograrás todo”. Sus palabras calaron en mí, como su trayectoria en la cultura de Panamá a través de la danza.

 

Lunes 7 de marzo de 2022, primer día de clases. Era una mañana linda y soleada, y yo experimentaba un comienzo diferente en una escuela distinta. En el salón nadie hablaba, la mayoría eran nuevos como yo. Pero la monotonía del primer día de nuestra formación la rompió una profesora que nos pidió que cada uno se presentara. Y ahí fue cuando la conocí: su nombre era Victoria Torres y tenía trece años. Alta, pelo negro, de lentes y con una sonrisa irrepetible.

Coincidíamos en muchos aspectos, sobre todo, en lo principal: le gustaba el k-pop (música popular de Corea del Sur), mi género favorito. Así que no tardamos en hacernos uña y mugre. Me encantaban sus abrazos, tenían la vibra más bonita que se puede experimentar.

Pero Victoria tenía algo: siempre estaba enferma. A menudo vomitaba y se retiraba de las clases. Pese a eso hablábamos seguido de nuestras bandas favoritas. Me di cuenta de que era mi alma gemela en versión no romántica.

Un día, hablando con Gael, otro amigo en la escuela, escucho a Victoria llorar. Su llanto era de tristeza y su cara estaba muy roja. Seguía enferma. Pedí a la Dirección que llamaran a alguien de su familia para que la recogiera, aunque no deseaba irse. Veinte minutos después habían ido por ella, así que la acompañé, le llevé la mochila hasta la salida del plantel. Su papá la subió al auto. Ese fue el último día que la vi.

Unos días después la llamé por teléfono para preguntarle cómo estaba, le dije lo sola y excluida que me sentía sin ella en el colegio, y me confesó que a ella le pasaba igual. Me avisó que regresaría a la escuela la próxima semana y que la esperara. Pero pasaron los días y yo no supe nada más. Le pregunté a su hermano y su respuesta fue confusa: “La durmieron”. De un dolor de cabeza pasó a estar en coma. ¡¿Cómo pudo ser eso posible?!, me preguntaba. Meses después, la profesora de la materia de Matemáticas nos avisó que Victoria había despertado, y me llené de felicidad. Pensé que finalmente la iba a ver dentro de poco.

Pero la noche del 4 de julio de 2022, Gael me mandó un chat doloroso por teléfono: “Hey, están diciendo que Victoria falleció”. Le pedí que dejara la broma, y me dijo que era un rumor, así que me dormí esperando que fuera una mentira. A la mañana siguiente, la subdirectora y los profesores entraron al salón, lo que me hizo sospechar lo peor, y solo bastaron unos segundos para escuchar la frase demoledora: “Victoria falleció”, confirmó la subdirectora. Mi mundo se derrumbó.

Me duele, pero estoy segura de que nos toparemos otra vez. No sé dónde ni cuándo, pero sé, Victoria, que nos encontraremos de nuevo en un día soleado, como cuando nos conocimos.

Lunes 25 de julio de 2022, 7:20 de la noche. Salí a caminar un rato y respirar aire fresco. Jorjeth Jordán, una gran amiga, se me cruzó e interrumpió mi plan. La quiero como una hermana, así que qué más da: me quedé con ella hablando de nuestros gustos y preferencias. Pero de pronto esa sencilla conversación cambió de manera drástica.

De un momento a otro empecé a platicar sobre la inseguridad que me había nacido con otra gran amiga por problemas que tuvimos en el pasado. Había dejado de verle la cara a Jorjeth para hundirme en mi memoria, pero al voltear la hallé diferente: sus ojos se habían cristalizado y sus expresiones me hacían sospechar que había sufrido lo mismo que yo. Problemas, discusiones, inseguridades, abusos, manipulaciones y apegos emocionales que no nos trajeron nada bueno. Lo peor es que nadie sabía lo que nos ocurría. Pensamos siempre que esas situaciones eran normales en un vínculo emocional, pero estábamos muy equivocados.

Ninguno de los dos sabía si nuestros amigos eran verdaderos o solo estaban con nosotros por beneficio o pena. No podíamos entender si nos amaban como nosotros a ellos y ellas, o si las promesas de “estaré ahí para ti siempre” eran reales. Percibimos que nadie preguntó por nosotros ni nuestro bienestar. 

Y ahí estaba, sintiéndome como me sentía: arranqué tantas plumas de mis alas para reparar las alas de los demás, sin preocuparme si yo podría volver a volar.

Y ahí estaba Jorjeth, a quien su expareja le había cortado después de decirle frases hirientes. Recordaba sus palabras mientras miraba al suelo y lloraba. 

Y fue entonces cuando dijimos basta. Nos prometimos ayudarnos. Escucharnos para aliviar nuestro dolor. Pasó tanto tiempo desde que empezamos a hablar que no me di cuenta cuando se hicieron las diez. Hora de irse. La abracé y le repetí el juramento: no estaría sola nunca más. Así yo tenga que atravesar el infierno o el cielo. Es la hermana que nunca tuve y que quiero para siempre. 

 

 

La disciplina de algunas personas es admirable y, cuando se combina con amor, se convierte en un superpoder que no cualquiera sabe controlar bien. Quili descubrió cómo manejar estas dos cualidades con mucha persistencia. Fue esposa de un hombre educado a la antigua, que creció con machete en mano y que no se dejaba quebrar por nada. Ella, una mujer sumisa y obediente a todo lo que él decía, no porque hubiera violencia ni problemas en la casa, sino porque era un matrimonio forjado por el amor y la mentalidad de mediados del siglo XX: la mujer a la cocina y el hombre al potrero. De esa manera André Guardado y Aquilina «Quili» Palma criaron a sus doce hijos.

En casa de Aquilina se respiraba un ambiente de valores. Inculcó rigor y temple a todos sus hijos y, cuando los varones eran lo suficientemente grandes, su padre los aconsejaba de acuerdo con los lineamientos de aquella época. En el caso de las seis mujeres, nunca dejaron de aprender con su madre los oficios domésticos y sabían desempeñarse en el campo. Los principios que les enseñó fueron tan fuertes y valiosos que todas los transmitieron a sus retoños.

Una abuela dulce y tierna, que dio lecciones a sus nietos, los crio con autoridad, pero con humildad y bondad. Mujer que le dejaba el título de patriarca a su esposo, él enseñaba de manera fuerte y severa.

Aquilina legó sus creencias y enseñanzas en cada una de sus hijas; a ellas les tocaba difundirlas a su respectiva descendencia. Tenía nietos, muchos nietos, y su corazón rebosaba de alegría. Ahora somos nosotros sus bisnietos y tataranietos quienes extendemos sus valores, recibidos de nuestros padres y que ellos aprendieron de los suyos, principios de esta gran mujer salvadoreña nacida el 4 de enero de 1924.

Llevar su apellido es un honor. En mi vaga conciencia de diez años recuerdo a mi bisabuela como la mujer que, con 92 años, me enseñó a separar el bien del mal; aprendí algunas mañitas de su cocina, y que en la vida podemos gozar y celebrar juntos, pero nada con exceso. Dedicó su existencia a su familia, nunca se rindió e incluso con el dolor que le daba haber perdido a su compañero de vida tiempo atrás, continuó con alegría y jamás la derrumbó la pena.

Recuerdo ese 10 de enero de 2016, la noticia que alarmó y puso en duelo a la familia: la abuela Quili falleció. Al escuchar la historia de cómo enfermó el día de su cumpleaños 92 y que seis días después descansó en los brazos de una de sus hijas, es triste. Quiero imaginar que su último suspiro llevó un «los amo», porque en verdad nos forjó con valores, con importantes lecciones de vida y con mucho cariño, que heredó y me transmitió la mujer que me trajo al mundo.

Muchas personas se preguntan ¿cuál es el verdadero amor?, ¿qué se experimenta con el cálido y verdadero amor? Hablo de ese sentimiento que puede ir acompañado de muestras de cariño, como besos y abrazos. Bueno, todo esto se puede obtener con el afecto de una madre.

Una madre hace su mayor esfuerzo para que sus hijos salgan adelante, sin importar los retos y dificultades que se le crucen en el camino. También está dispuesta a dar una sonrisa y palabras de ánimo a su prole, aunque esté muy agotada. Una verdadera mamá pone en primer lugar las necesidades de sus retoños, los cuida y aprovecha cada oportunidad para expresarles su amor, no solo con palabras, sino con hechos.

Hechos cotidianos, como el rico aroma de la comida favorita, preparada con el ingrediente secreto: el amor. Un día mi madre, Eudora Moreno de Bermúdez, estaba cocinando algo que olía muy delicioso. Tanto despertó mi curiosidad, que me acerqué a la cocina a ver qué era. Me quedé observando, pero sin preguntarle cuál era la receta de aquel platillo. En ese momento me surgieron otras dudas: ¿Cómo mi madre desarrolló el arte culinario? ¿Habrá tomado clases? ¿Se apoyó en algún libro?

Decidida a salir de la intriga le pregunté: «Mamá, ¿cómo aprendiste a cocinar?». Me contó que lo hizo de la misma forma que yo en ese momento: mirando a su madre (mi abuela) al preparar los alimentos, prestando atención a cada uno de sus movimientos.

Luego de haberla escuchado volví a mi interrogante inicial, esa que me había llevado hasta la cocina, tras el rico olor que de allí emanaba.

—¿Y qué estás cocinando, mamá?

—Ropa vieja.

—¡Ropa vieja! Pero eso no se come.

—¡No!, hija, ese es el nombre del tipo de carne de la receta que estoy preparando —aclaró mamá con una sonrisa.

La ropa vieja es un plato tradicional de la gastronomía española, es carne desmenuzada, específicamente de la falda de vaca, que también se consume en muchos países de Latinoamérica, como en Panamá.

Me quedé con mi madre hasta que terminó de preparar la comida. Conversé con ella de muchos temas, aunque fueran asuntos ridículos. Confirmé una vez más que, el simple hecho de compartir un momento ameno con ella, era algo hermoso.

—Mamá, hoy hicimos mermelada de piña en la escuela. La verdad, no me gustó mucho porque estaba un tanto empalagosa, pero sí me pareció interesante realizar todo el procedimiento —le dije un día al volver de clases.

—Ah, sí. ¿Y eso era para nota?

—Sí, mamá —respondí—. Y además nos dieron un poquito a cada uno. Yo traje mi porción para compartir contigo; está en la nevera. Aunque hay que tener cuidado, mi hermano se la puede comer toda, conociendo cómo le gusta el dulce.

—Claro que sí —confirmó con una sonrisa—, él parece una abeja cuando ve dulce.

—Mamá, también te quiero decir que la profesora de Inglés me felicitó por mi pronunciación —agregué—. Estoy orgullosa de cuánto he avanzado.

—¡Qué bien, hija!, yo también estoy orgullosa de ti y te felicito.

Ese sencillo diálogo que terminó con la frase «estoy orgullosa de ti» me hizo sentir muy bien. Y mientras mi madre terminaba de cocinar, hablamos de otros temas: la escuela, mi infancia, lo que ahora me gusta, etc.

Cuando la cena estaba lista me sirvió a mí primero, porque ya estaba allí, y llegó uno de mis momentos favoritos: probar la comida hecha por mamá con amor y dedicación. Estoy convencida de que esos ingredientes mágicos son los que hacen que sus platillos tengan un sabor tan especial.

—Mamá, ¿ya vas a comer? Quiero compartir la mesa contigo.

—Claro, mi amor, voy a servirme y comemos juntas.

Comprendí que las manos de una persona pueden transmitir cariño incluso con la elaboración de un plato de comida, más si es la receta favorita. Y en eso es experta mi madre, ella sabe llevar amor a sus hijos con cada acto cotidiano.

Esa es otra de las razones por la que te amo, mi madre querida.

Amy Enith Ortega fue la primera hija de su madre, una mujer que no había terminado sus estudios, mientras que su padre era un trabajador de avicultura en una empresa agroindustrial. 

Nacida el 29 de diciembre de 1982, al cabo de unos años nace su hermano varón, un bebé sano; pero transcurridos unos meses el pequeño es diagnosticado con síndrome convulsivo y riñones poliquísticos, con lo que desarrolló múltiples afecciones que le impedían caminar o coordinar su sistema psicomotor. Any se vio obligada a pasar días enteros al cuidado del pequeño, ya que sus padres se dedicaban a trabajar y a los oficios del hogar.

Asistía desde temprano a su colegio. Se levantaba a las 3:30 a. m. para salir a sus clases, mientras su hermano quedaba con su abuela. De regreso, Any se encargaba de preparar la comida para ella, el pequeño y su padre, ya que su madre había decidido irse de casa a vivir con una hermana.

Al pasar los años Any se graduó de bachillerato y después de un tiempo nacieron sus tres hijos. Tenía dos trabajos, uno de medio tiempo como recepcionista en una clínica odontológica y otro haciendo arreglos de cumpleaños, los sábados y domingos, todo con el fin de ayudar a su hermano menor.

A la edad de 36 Any pierde a su hermano debido a que su enfermedad genética y sus demás afecciones empeoraron. Abatida, solamente pudo buscar consuelo en sus hijos y su esposo, pues su relación con su madre no era buena; el hecho de que no se hablasen durante años empeoraba cada vez más su relación.

Su padre, también afectado, no podía darle muchas palabras de consuelo a su hija, pero Any supo reponerse en aquel momento para poder ser alguien y ayudar a los suyos en aquel momento.

Después de lo ocurrido y tras muchos años separadas, Any se reconcilió con su mamá. Esto le trajo un poco más de paz y cambios positivos debido a que esa situación la afectaba emocionalmente. Luego supo que la mujer estaba en la etapa final de cáncer de piel. A pesar de haber sido abandonada por su progenitora, logró perdonarla y ayudarla hasta sus últimos momentos. La madre falleció a los dos meses, el cáncer había hecho metástasis y afectó sus órganos internos vitales.

Actualmente Any, mi madre, tiene 39 años y es voluntaria en el organismo de la Cruz Roja Panameña.

Mientras disfrutaba de aquel delicioso desayuno preparado por mamá, no pude evitar preguntarme: «¿Cómo puede ser tan fuerte? ¿Será su amor maternal el que no le permite mostrar ninguna debilidad?». Decidí no quedarme con la duda e interrogarla acerca de cómo lo lograba. Mientras me esforzaba por encontrar la valentía para hacerlo, sin darme cuenta me había quedado callada y sumida en aquellos pensamientos.

Mi madre estaba tranquila preparándose una deliciosa taza de café. De inmediato se dio cuenta de que algo diferente reinaba en el ambiente: había mucho silencio y, cuando volvió a ver a su acompañante de desayuno (a mí), que estaba pensativa, con gracia y un poco de curiosidad por saber qué rondaba por mi mente, tiernamente me llamó por mi nombre y pude regresar de mi trance. Captó mi atención con una simple pregunta.

—¿Qué pasa por tu mente, mi princesa guerrera? 

No pude evitar sonreír cuando escuché aquel sobrenombre tan bello que me ha dicho tantas veces desde que era pequeña. Dice que esa expresión la escuchó en una película sobre una niña que debió salir adelante sola contra el mundo; no me ha revelado el nombre de esta producción, ya que según dice no lo recuerda; mas sí tiene claro que vio el largometraje en el momento cuando supo que estaba embarazada de una hermosa niña (refiriéndose a mí) y le gustó la idea de llamarme de esa manera.

Deseaba que respondiera mi inquietud, respiré profundo y me atreví a romper el silencio con una consulta:

Mami, ¿por qué eres tan fuerte?

Se quedó en silencio por un rato.

Por ti —contestó.

¿Por mí? —pregunté asombrada y volvió a sonreír.

Sí, por ti —señaló con una voz dulce y segura. La confusión en mi rostro le enterneció—. La razón por la que soy fuerte es por ti y tus hermanitos; tú fuiste mi primera hija, aquella pequeña que me hizo salir adelante cada mañana, me inspiró a levantarme todos los días y no me permitió rendirme. Por ti es que continúo en este camino llamado vida, porque siempre has estado a mi lado y mientras lo estés, no me detendré nunca».

La mujer que tenía frente a mí, mi madre, la más poderosa, fuerte y hermosa que he conocido me había dicho todo aquello. Salí del asombro, me levanté de mi asiento, me acerqué a donde se encontraba y decidí abrazarla.

Gracias, muchas gracias —fue lo que alcancé a susurrar a su oído. Cuando me aparté solo se limitó a sonreír de nuevo.

Salimos de nuestro pequeño momento de paz cuando nos dimos cuenta de la hora; si no nos apresurábamos llegaríamos tarde a nuestros destinos. En el colegio bajé del auto y me despedí con un «te quiero», ella me contestó «te amo«, eso bastó para sacarme una sonrisa y tener un día lindo y tranquilo.