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En el año 1976, en Las Tablas, provincia de Los Santos, nació una niña en el seno de una familia humilde. Cidia fue la primera hija del matrimonio de Francisco Javier Vergara y la maestra Celinda Batista González.

Estando todavía muy pequeña, la familia de la niña emigró hacia la ciudad capital en busca de mejores oportunidades. Vivieron en Calidonia, donde emprendieron un negocio de tienda, y en ese tiempo llegó el segundo hijo de la pareja al que llamaron Delkis.

La niña mayor demostró su interés por ayudar en el negocio familiar. A menudo el papá la llevaba en los hombros al mercado a comprar los productos del establecimiento. De vuelta en la tienda ella ayudaba a ubicar la mercancía en los estantes y a meter las botellas de gaseosas en los congeladores.

La madre era educadora en áreas de difícil acceso, situación por la cual los dos hijos quedaban al cuidado del padre, quien también debía atender el local; así que una joven del área ayudaba con el cuidado de los niños. A la larga esta situación obligó a la mamá a renunciar a su trabajo como docente para dedicarse a los suyos. De esta manera la niña Cidia entendió que la familia es lo más importante.

Sus padres consiguen un nuevo local en Parque Lefevre. Entre trabajo, ahorro y perseverancia después se mudaron a Chilibre Centro, donde alquilaron un local comercial.

Cidia estudió Ingeniería en Sistemas Computacionales, en la Universidad Tecnológica de Panamá, y cursó hasta el tercer año. En esa época se convirtió en madre, entonces puso en pausa su formación, siempre siguiendo el ejemplo de su mamá de hacer todos los sacrificios necesarios para forjar un futuro a sus pequeños.

Una vez que las condiciones estaban más estables realizó la Licenciatura en Administración de Empresas con énfasis en Mercadotecnia, en la Universidad de Panamá. Consiguió un empleo en Empresas Melo, pero seguía rondando en su mente la idea de formarse como educadora. Así hizo un profesorado y después un postgrado.

De repente llega una gran sorpresa. A pesar de que hacía cinco años que estaba operada para no tener más bebés, se entera de que tiene un embarazo gemelar… Le explicaron que el «milagro» se debió a que su operación no se completó, pues una de sus trompas de falopio estaba intacta, y ahora dos cigotos se alojaban allí, aferrándose a la vida.

Estaba confundida y feliz. Sabía que volver a ser madre, y por partida doble, era un regalo de Dios. Hubo serias complicaciones que incluso pusieron en riesgo su vida y la de sus retoños, pero en el 2008, cuando llevaba seis meses y medio de embarazo, nacieron sus pequeñas.

En 2010 renunció a su trabajo y decidió luchar por su sueño, que ya no era solo ser educadora, sino además mejorar la calidad de vida de sus pequeños. Dios puso en su camino a un ángel que conoció gracias a su carisma natural, quien le ayudó a conseguir su primer empleo como maestra en un programa de premedia multigrado, en Bocas del Toro, en una comunidad ubicada por la cuenca del río Changuinola Arriba, en Bajo Culubre.

En el año 2011 fue trasladada a la provincia de Panamá, a la escuela Victoriano Lorenzo, en el Lago Alajuela. En este traslado vio la mano de Dios, porque ahora podía viajar todos los días a su hogar. El trayecto hasta el plantel era de dos horas en carro, 10 minutos en bote y otros 10 caminando.

Llegó el 2012. Obtuvo una plaza en el Colegio Secundario de Gatuncillo, en Colón. En 2013 se encargó de abrir el primer ciclo en la comunidad rural de El Ñajú. Aquí enfrentó un nuevo reto: la condición de retardo mental leve que presentaban sus hijas. Entre los años 2013 y 2015 ejerció en este plantel, gracias a su buen desempeño fue contratada en 2016 como técnico docente del programa de premedia multigrado a nivel nacional.  

Para 2017, la maestra Cidia fue nombrada por primera vez como educadora permanente en el sistema regular educativo de Panamá. Estaba asignada a la comarca Guna Yala, en Usdup, a la escuela Nele Kantule. 

En marzo de ese año su madre enfermó de gravedad. Cidia permaneció la mayor cantidad de tiempo que pudo junto a ella, pero pronto debió regresar a dar clases. El 29 de mayo del 2017 recibió en la isla una trágica noticia: su mamá había fallecido.

Un año después se dio su traslado a un plantel en La Siesta de Tocumen, donde se ganó el respeto y amor de sus compañeros y estudiantes. 

En 2019 a su padre le diagnosticaron cáncer de próstata. Cidia estaba cerca, así que lo cuidó con esmero, aunque él perdió la batalla en enero del siguiente año.  

Después pasó al C. E. B. G. de Salamanca, a solo 45 minutos de casa, donde enseña a sus alumnos que «no importa la adversidad que enfrenten, para todo existe solución cuando hay fe, amor y confianza en Dios». 

Mi héroe es Cidia. Cuando la tristeza o la adversidad tocan a la puerta, ella nos recuerda que «Dios da las batallas más difíciles a sus mejores guerreros, y esta no será ni la primera ni la última en la vida». Te amo mamá, gracias por ser mi guerrera de fe y amor.

Quizás muchos pensaron que una joven del interior del país como Odilca, nunca lograría sobrepasar los obstáculos que la vida le tenía por delante. Dieron por sentado, tal vez, que una mujer con una educación que ellos consideraban mediocre no podía seguir adelante. Probablemente nunca se imaginaron que esa niña algún día se volvería una mujer exitosa.

Odilca siempre fue una joven luchadora. Desde niña estudiaba con dedicación para mantener sus excelentes calificaciones, se graduó con honores al terminar su educación secundaria. 

Todo iba bien para Odilca, tenía buenas notas y un gran sueño por cumplir: iniciar la universidad. Pero ella nunca pensó que su mayor anhelo sería realmente su peor pesadilla y mayor obstáculo. 

La vida universitaria de Odilca no fue nada fácil, y esto no fue solo por las materias o los profesores sino por las horribles experiencias con sus compañeros. Ingeniería en Sistemas era una carrera mayormente masculina, en ella sufrió mucha discriminación debido a que la percibían como alguien débil e inútil, solo por el hecho de ser una mujer. 

Muchos le hacían comentarios inapropiados e hirientes, la empujaban y la excluían. Esto llegó a tal punto que Odilca pensó en retirarse y volver con su familia. Pero no se rindió tan fácilmente e ignoró cualquier comentario o gesto de disgusto hacia ella.

Fue difícil tolerar todas las burlas, casi no lo podía soportar. Su estabilidad emocional tuvo su primer derrumbe cuando una noche su madre llamó llorando para decirle que su padre, su mayor inspiración, había fallecido. 

Los siguientes días de la horrible noticia resultaron complejos para ella, así su salud mental fue derrumbándose poco a poco. Pero todavía tenía la esperanza de que todo iba a mejorar… hasta que llegó aquel día.

Odilca fue al hospital, ya que tenía una tos fuerte, moretones y fiebre alta. Ella se imaginaba que iba a ser diagnosticada con alguna enfermedad leve, pero nunca lo que aquel doctor le dijo ese día. Al escuchar la palabra cáncer su mente quedó en blanco, no lo podía creer.

Muchos pensarían que ahora sí se rendiría Odilca, que volvería con su familia y que abandonaría la carrera. En cambio, ella logró su anhelo más deseado y hasta mucho más. Se graduó y consiguió un buen trabajo, enorgulleciendo a su familia. Ahora vive bien junto a su esposo y sus dos hijas, un sueño ideal hecho realidad.

Odilca es y seguirá siendo una mujer luchadora, que creció en un pueblo pobre y ahora vive de sus grandes logros. Su historia es para no olvidar, es para recordar e inspirar. Esta es Odilca, una fémina empoderada. 

Todo comenzó una tarde en la que, sentada junto a mi mamá, decidí preguntarle acerca de mi tía Guillermina o como le decíamos de cariño, tía Guille.  Mi madre dejó el libro que leía sobre la mesa y volvió a mirarme. Siempre me había intrigado cómo había sido la vida de la hermana mayor en una familia de doce muchachos, que desde chica estaba decidida a seguir una carrera relacionada a la salud.

Mi madre inició calmadamente y dijo: “Siempre mantuvo el rol de hermana mayor. Después de mi mamá, ella era quien se encargaba de aconsejar, guiar, cuidar y, sobre todo, mantener esa unión familiar”.

Ellos, mis tíos, crecieron en una casa en San Pedro, relativamente pequeña para la cantidad de chicos que llenaban las habitaciones. Yo misma había corrido, en múltiples ocasiones, por los pasillos de la llamada “casa de la abuela”.

“Siempre quiso ser enfermera, desde sus años de escuela primaria”, reafirmó mi madre.

“Ella iba a la universidad en la mañana, en las tardes trabajaba en una clínica, y aun así estaba pendiente de sus hermanos menores”, hizo constar mi mamá. ¡Siempre lograba balancear todo!, expresó con admiración y admitió que, en su caso, le cuesta llevar el orden y hacer varias tareas, como lo hacía su hermana Guillermina.

«Luego de un tiempo, nació Xenia, la única hija de mi tía Guille y quien se convirtió en su inseparable compañera de toda la vida, comenté yo logrando aportar a los recuerdos amorosos de mamá». Mis palabras activaron otra ronda de memorias.: “Y con sus turnos en el hospital, los demás nos rotábamos para ir a cuidarla mientras Guille estaba en el trabajo”, siguió contando. 

“Era curioso”, reflexionó mi madre. “Cuando ella tenía turno, Xenia estaba despierta; cuando regresaba a su apartamento a descansar, Xenia también dormía. Sus horarios iban en sincronía”, detalló.

Se avivó la nostalgia. Mamá dejó escapar una sonrisa, como rebuscando más recuerdos de la Xenia de cuatro o cinco años. Quizá comparándola con la doctora en la que se convirtió Xenia hoy en día.

Suspiré lentamente y decidí continuar con mis preguntas. “¿Cómo, cómo lidió con el cáncer, mamá?”, exclamé con dolor. Vi los ojos de mi madre brillar con el asomo de unas cuantas lágrimas. Tomó un respiro y habló. “Tu tía una vez dijo: ‘El amor familiar vence todos los obstáculos’, y así fue… Las oraciones de la familia, ese amor, ese cariño, esa ayuda, esa comprensión, esas ventajas de clan numeroso fueron el empuje de su logro, de salir adelante en su lucha contra el cáncer”.

En ese momento entró mi padre a la sala, intrigado por nuestra conversación y se sentó junto a mi madre. Había escuchado esta historia una y otra vez, pero decidí dejar que mi progenitora la contara una vez más. Se trataba de cómo mi padre la invitó a una cita. Ella, aprovechándose del parecido que tenía con su hermana mayor, le pidió que fuera en su lugar. No eran gemelas, pero llevaban cierto parecido. “¡Pero yo no era tan tonto!”, exclamó mi papá. “¡Me di cuenta inmediatamente!”, rio. Posó su brazo alrededor de los hombros de mi mamá, mientras ella ponía sus ojos en blanco. “Y Guille me convenció de darle una oportunidad, y terminamos juntos», reveló. 

“Es la mejor cuñada que hay, la mejor enfermera, una guía para toda la familia, una mujer humilde, cariñosa”. Mi papá nombraba sus cualidades con delicadeza, haciendo claro el significado de cada una. 

Mi madre con mucho cariño en su mirada me dijo: “Es la mejor hermana del mundo que Dios me dio”.

La palabra “impacto” es algo fuerte, ¿no crees? Muchos la asocian con un choque, tal vez con algo que marca a alguien física o emocionalmente, o quizás con un evento grande que cambia vidas por completo. 

Yo recibí un impacto de una persona que tocó mi vida de una forma inesperada y sutil. Con tan solo un pequeño gesto se convirtió en mi mayor ejemplo a seguir.

Débora Faulkner, panameña, nacida el 19 de abril de 1962, es una mujer muy inteligente, astuta y amada por quienes la rodean. Estando en la escuela y en la universidad, tuvo varios profesores muy queridos. Uno de ellos llevaba a Débora y a toda la clase a su casa. Se sentaban debajo de un árbol de mango y daban la lección al aire libre, en un ambiente de cariño y diversión. Otra profesora hacía algo similar. 

Esos ratos que pasó con aquellos docentes han impactado su vida de una linda manera, tanto que ella misma dijo que si alguna vez se convertía en profesora, quería ser como ellos: una familia para sus estudiantes.

La encuesta

Un día, Débora estaba en el aula de clases junto a sus compañeras de carrera. El profesor entró al salón, saludó a todas y dio unas simples instrucciones.

 —Hoy haremos una encuesta. Les daré un papelito y quiero que escriban el nombre de la compañera que, para ustedes, representa valores —dijo el profesor Enrique, mientras repartía aquellas hojitas.

Cada estudiante siguió las instrucciones dadas por el docente. Débora veía a María, una de sus compañeras, como una persona virtuosa y de un buen corazón, así que, sin siquiera dudarlo por un segundo, trazó con su bolígrafo aquel nombre y luego dobló el pedazo de hoja. 

El profesor pasó por cada puesto, una vez todas habían terminado de escribir, y recogió las encuestas. Frente al pizarrón abrió el primer papelito y salió el nombre de Débora. El segundo, Débora; el tercero, Débora, una y otra vez aparecía el mismo nombre, hasta el último jirón que decía “María”. Ella no podía creer que todo el salón la eligiera.

—Eligieron bien —subrayó el docente.

—Pero, profe Enrique, ¿por qué me escogieron a mí? Para mí, María es quien mejor representa los valores, ni siquiera pensé que podría ser elegida —Débora replicó, un tanto desconcertada.

Ese fue un momento que estremeció su vida, tanto que hasta el día de hoy ella lo recuerda a la perfección.

El inicio de una carrera de amor

Mucho tiempo después, Débora se fue a vivir a México, y ahí fue donde en verdad nació su deseo por ser profesora. 

Se le presentó la oportunidad por primera vez cuando una escuela contactó a su esposo para que diera clases de Inglés, pero como él no tenía tiempo recomendó a Débora. Y así nació la profesora Debbie, una que, a pesar de ser estricta, es amorosa, una madre para sus estudiantes. 

Puedo decir firmemente que la profesora Debbie es amada por todos. Yo la conocí cuando entré a secundaria por primera vez. No recuerdo exactamente el momento, pero sí sé que desde allí ella impactó mi vida.

Siempre que me tocaba clases con ella, la recibía con un abrazo y la despedía de la misma forma, excepto un día en que ella se sentía mal, la vi decaída y no me acerqué para no molestarla; pero cuando el sonido del timbre resonó por toda la escuela, anunciando el recreo, fui al escritorio donde ella estaba sentada e intenté estrecharla. Para mi sorpresa, me negó ese abrazo; francamente, eso me deprimió un poco. 

Pasó el día y llegaron las últimas dos horas de clase. Alguien tocó la puerta del salón, era la profesora Debbie quien me estaba llamando para hablar a solas conmigo. Salí, cerré la puerta, tragué en seco y la miré esperando a que alguna de las dos dijera algo. Estuve a punto de preguntarle si había hecho algo malo, pero ella se adelantó y lo primero que mencionó fue “perdón”. 

Débora marcó mi vida y la de muchos estudiantes con su forma de ser, siempre dulce y atenta. Es alguien con quien puedes reír, llorar y confiar. Imagínate la cantidad de personas que logras tocar con una sonrisa, un pequeño gesto o un par de palabras, como lo hizo la profesora Debbie. Y tú, ¿qué impacto quieres tener?

Cuando el sonido del disparo al aire llegaba a sus oídos, ella comenzaba a correr. Sus piernas de tigre bengala aceleraban, su cuerpo con musculatura dura y pura entraba en calor, sus venas y tendones empezaban a marcarse, su rostro se bañaba en gotas gordas de sudor, su mandíbula se apretaba… Y mientras sus labios permanecían abiertos, sus ojos visualizaban fijamente la meta, como si quisiera despojarse de su cuerpo y llegar al final antes que este.

La pista de atletismo era el lugar favorito de Lorraine Dunn. Su padre, un levantador de pesas competitivo y su tía Josephine, una velocista conocida por haber plantado muchos registros, la apoyaban. Ellos veían a la joven correr y correr libremente en sus carreras internas, cortando el aire con su movimiento, recordando las muchas veces que personas o familiares le decían que era tan buena como para ser seleccionada para los Juegos Panamericanos.

Estos pensamientos estaban en la mente de Lorraine, quien ahora, a sus dieciséis años, estaba llegando a la meta, en primer lugar, en los 400 metros lisos de los Juegos Centroamericanos y del Caribe, en el año 1959. Ahí rompió con el estigma de que “las mujeres no pueden correr” y cumplió el pronóstico de sus allegados.

En 1960, y junto a sus compañeras de relevo, Carlota Gooden, Jean Holmes-Mitchell y Silvia Hunte, Lorraine se preparaba para ser una de las primeras atletas femeninas en representar a Panamá en los Juegos Olímpicos de Roma. Establecieron un relevo panameño de 4 x 100 metros, con un tiempo de 46,66 segundos, nunca igualado hasta el 2013.

Poco tiempo después de graduarse, en 1961, el mítico Ed Temple le ofreció entrenarla gracias a su beca deportiva en la Universidad de Tennesee, en Estados Unidos. Esto avivó su alma y le permitió ganar casi todas las competencias en las que participó entre 1963 y 1968. Siempre rápida, como un guepardo en busca de su presa.

La multitud en Tokio, Japón rugió cuando el equipo de Lorraine regresó a la competición olímpica. Y ella, junto a sus compañeros de atletismo, corrió y siguió participando en eventos y ganando medallas.

Su corazón latió velozmente todas las veces que corría, hasta que un día del año 2006 no lo pudo soportar más y se detuvo sin aviso alguno. Pero, aunque su vida acabó a los 61 años, el nombre de Lorraine Dunn se esparció más rápido de lo que ella pudo correr, siendo finalmente recordada como una de las mejores atletas panameñas en la historia del país.