Cuando el sonido del disparo al aire llegaba a sus oídos, ella comenzaba a correr. Sus piernas de tigre bengala aceleraban, su cuerpo con musculatura dura y pura entraba en calor, sus venas y tendones empezaban a marcarse, su rostro se bañaba en gotas gordas de sudor, su mandíbula se apretaba… Y mientras sus labios permanecían abiertos, sus ojos visualizaban fijamente la meta, como si quisiera despojarse de su cuerpo y llegar al final antes que este.

La pista de atletismo era el lugar favorito de Lorraine Dunn. Su padre, un levantador de pesas competitivo y su tía Josephine, una velocista conocida por haber plantado muchos registros, la apoyaban. Ellos veían a la joven correr y correr libremente en sus carreras internas, cortando el aire con su movimiento, recordando las muchas veces que personas o familiares le decían que era tan buena como para ser seleccionada para los Juegos Panamericanos.

Estos pensamientos estaban en la mente de Lorraine, quien ahora, a sus dieciséis años, estaba llegando a la meta, en primer lugar, en los 400 metros lisos de los Juegos Centroamericanos y del Caribe, en el año 1959. Ahí rompió con el estigma de que “las mujeres no pueden correr” y cumplió el pronóstico de sus allegados.

En 1960, y junto a sus compañeras de relevo, Carlota Gooden, Jean Holmes-Mitchell y Silvia Hunte, Lorraine se preparaba para ser una de las primeras atletas femeninas en representar a Panamá en los Juegos Olímpicos de Roma. Establecieron un relevo panameño de 4 x 100 metros, con un tiempo de 46,66 segundos, nunca igualado hasta el 2013.

Poco tiempo después de graduarse, en 1961, el mítico Ed Temple le ofreció entrenarla gracias a su beca deportiva en la Universidad de Tennesee, en Estados Unidos. Esto avivó su alma y le permitió ganar casi todas las competencias en las que participó entre 1963 y 1968. Siempre rápida, como un guepardo en busca de su presa.

La multitud en Tokio, Japón rugió cuando el equipo de Lorraine regresó a la competición olímpica. Y ella, junto a sus compañeros de atletismo, corrió y siguió participando en eventos y ganando medallas.

Su corazón latió velozmente todas las veces que corría, hasta que un día del año 2006 no lo pudo soportar más y se detuvo sin aviso alguno. Pero, aunque su vida acabó a los 61 años, el nombre de Lorraine Dunn se esparció más rápido de lo que ella pudo correr, siendo finalmente recordada como una de las mejores atletas panameñas en la historia del país.