Listado de la etiqueta: Tercera Edición

Año 2020. Un virus, una pandemia, una cuarentena, las paredes de una casa y muchas emociones.

Anneth Isabel Fernández Aguilar nunca había pasado tanto tiempo en su hogar como ese año. Fueron tantos sentimientos en 365 días que es imposible rememorarlos todos en este texto.

Una mañana del 10 de marzo de 2020 despierta con la noticia de que el primer caso de coronavirus había llegado a Panamá. A la semana siguiente se suspenden las clases en todo el país, pasan dos meses de encierro y no se separa del celular.

Es junio. Comienzan las clases virtuales, transcurren las semanas de lecciones escolares y ya no soporta estar frente al aparato, solo usa la computadora para sus clases, prefiere estar con su familia y compartir el rato.

Es diciembre. En los meses previos solo ha dado clases y convivido con los suyos, en ningún momento ha salido, ya no recuerda cómo era Panamá, se le distorsiona el recuerdo.

Diez de diciembre. Entra y sale del “colegio”. Llega Navidad y solo ve a su familia por un ordenador, siguen los días y hasta los productos del mercado compran a través de una plataforma.

El 31 de diciembre nuevamente se reúne con sus familiares por medio de una pantalla, eso la entristece, pero nada puede hacer, sigue compartiendo con sus padres, como desde hace meses. Cuando el reloj marca la medianoche da gracias a Dios y pide por los enfermos. También agradece por los momentos de unidad que han podido vivir.

Y aunque ha sido una etapa nueva y difícil, le encanta estar junto a sus padres en casa, hacer actividades, compartir juegos de mesa.

A las 12:03 de la madrugada, su mamá recibe una llamada. Ella piensa que es otra felicitación de Año Nuevo, pero cuando ve la cara de su progenitora sabe que algo malo ha ocurrido. Los minutos continúan, la tensión aumenta.  Finalmente, sus padres le piden que se siente y le dan la noticia: su abuela materna, Marta, tiene COVID-19 y está en cama. Se preocupa por la noticia y la llama para hablar con ella, así pasan ocho días de incertidumbre, pero con mucha esperanza y fe. Fueron momentos duros para la familia Aguilar, parecía que actuaban de forma mecánica, como si fueran zombis.

Entonces, Anneth recibe una noticia que le quita una parte de su vida: su abuela ha muerto. Se siente devastada porque para ella esa señora lo era todo. Le duele aún más saber que no puede ir a su entierro porque las normas de bioseguridad solo permiten la asistencia de cuatro personas. Le toca despedirse de manera virtual, se quiebra al observar lo que la pantalla muestra. No le gustan las despedidas porque casi nunca son bonitas, por lo general están teñidas de dolor; pero otra vez le consuela saber que su abuela ya no siente dolor y por fin está en paz.

Han pasado más de dos años y ella intenta dejar atrás ese capítulo que se llevó a muchas personas buenas, incluida su abuela. Sabe que no la volverá a ver y a la vez es consciente de que su vida no puede seguir atada a ese momento. Ha hecho una catarsis interna, le ha tomado tiempo, pero está logrando superar ese pasado cercano y triste; siempre trae a su mente los gratos recuerdos junto a Marta de Aguilar y las enseñanzas que le dejó.

El 22 de febrero de 1954, en La Chorrera, nació la abuela Manuela Ávila. Para entonces, ella vivía en un campo lleno de árboles, montañas y diversión, pero siete años más tarde la familia tuvo que mudarse a un sitio más céntrico con el fin de que la niña pudiera realizar la primaria en el Colegio San Francisco de Paula.

En 1967 entró a la secundaria, específicamente en la Pedro Pablo Sánchez. “Todo se complicó”, dijo, pero se esforzó bastante y no bajó sus calificaciones.

Cinco años después llegó el día que estaba esperando con ansias, su graduación; también, una carta que decía: “Está aceptada en la Universidad Nacional de Panamá”. Manuela estaba muy emocionada, lastimosamente, tuvo que dejar los estudios por unas dificultades que tenía. 

Tan pronto como pudo, retomó sus estudios, y fue ahí donde conoció a un joven llamado David Sakata Bejarano, mi abuelo. Ya iban para el sexto mes de novios, cuando el abuelo le propuso matrimonio y ese mismo año, en 1975, específicamente el 21 de junio, se casaron. ¡Qué emoción!

En 1979 Manuela comenzó a trabajar en una aseguradora. Pero luego de dos años de labores sentía que aún faltaba algo en su vida. El 12 de junio de 1982 tuvo a su primera hija, mi madre Manuela. Luego le siguieron los demás retoños, que por cierto, dos nacieron en Panamá y dos en Perú, la tierra del abuelo David. 

En 2004 su sueño se hizo realidad, los abuelos abrieron el restaurante peruano llamado La Jarana; a la abuela le gustaba mucho esa clase de comida y el amor de su vida era del país sudamericano. Además de amistades, el establecimiento traería bienestar al hogar.

Sin embargo, dos años después llegó un dolor profundo a la abuela: quedó viuda, su compañero falleció; no sabía qué hacer con su tristeza, sus ojos reflejaban dolor profundo. Pero siguió adelante, la familia era su único soporte; su trabajo y la venida de sus nuevos nietos (Mia, Emma, Juan y por supuesto yo) la llenaron de felicidad. 

En 2020 La Jarana tuvo que cerrar debido a la pandemia, pero volvió a abrir sus puertas al año siguiente y todos sentir de nuevo los maravillosos olores peruanos. Suelo recordar el apanado, plato delicioso que al salir del horno expandía el olor por todo el restaurante…

Mi abuela Manuela no se rinde y a sus 68 años de edad se emociona al volver a servir sus platos peruanos, herencia del amor del abuelo y para sus mejores clientes en este país que lo recibió con amor.

Al ingresar a la casa de Xenia Maritza Lozano de Alvarado, quedas asombrado por las maravillas que colecciona y guarda. Me saluda con una sonrisa brillante y me da la bienvenida a su fascinante historia. Esta mujer se dedicó por muchos años a la educación, siendo muy apreciada tanto por sus estudiantes como por sus colegas.

Nacida el 10 de abril de 1939, en la provincia de Colón, confiesa que, aunque no obtuvo todo lo que quería de chica, recibió lo necesario para tener una infancia feliz. El idioma inglés fue su lengua materna, a pesar de ser panameña, y se graduó de comercio en el Saint Mary’s Academy, luego emprendió una travesía a la ciudad capital en busca de mejores oportunidades.

Su primer trabajo fue de secretaria en la Zona Libre de Colón. Aprendió a hablar el español fluido al llegar a la Universidad de Panamá y, con mucho orgullo, se graduó de licenciada en Filosofía, Letras, Educación e Inglés. No obstante, aclara que la materia que impartía era el idioma inglés.

Hablándome de su vida personal, cuenta que se casó a los veinticinco años y fue bendecida con sus hijos Xenia, Jeane y José. Sin embargo, su esposo falleció de cáncer trece años después de su unión matrimonial, cuando acababan de mudarse a su nueva casa. Fue algo difícil llevar adelante a tres niños por sí misma. Aunque no estuvo sola, pues su madre la ayudó a seguir adelante en todo momento. Trabajó en el Instituto Panamericano y el Panama Canal College. Llegaba a la casa después de largas jornadas laborales hasta a las 10:00 p.m., de lunes a viernes.

Referente a sus clases, le pregunté si era amena o regañona y me contestó que le encantaba hacer varias dinámicas con sus estudiantes en el aula. Ellos podían cantar, actuar y hasta participar en juegos de mesa en los horarios libres. Destaca que varios se entretenían en sus clases mientras aprendían la materia. Lo que más le gustaba de ser docente era enseñar y divertirse al mismo tiempo.

Además, fue una de las educadoras panameñas que consiguió una beca de la Embajada de Estados Unidos. Visitó lugares emblemáticos de la unión americana como la Casa Blanca (Washington), la Estatua de la Libertad (Nueva York) y el Puente Golden Gate (California). Expresa que “siempre me confundieron con norteamericana porque hablaba en inglés”.

Al nacer su primer nieto, decide jubilarse luego de veintiséis años de enseñanza, en tiempos en los que estaban llegando nuevas tecnologías al terreno educativo. A pesar de desconocer cómo funcionaban las nuevas herramientas, unas colegas la invitaron a ser asesora del Departamento de Inglés en el Panamerican School. Después de laborar ahí por cinco años, comenzó a disfrutar de verdad su tiempo libre.

Viaja por el mundo, colecciona objetos de antaño, colabora en la iglesia a la que asiste y pinta cuadros sobre nuestro folclor. Sus hijos recuerdan que siempre que alguien necesitaba ayuda en algo, cuando ellos eran estudiantes, respondían lo mismo: “Mi mamá lo hace”. Cooperadora, llevadera y amistosa, así se describe la señora Xenia. Sí que lo es.

La bandera de la República de Panamá es el más conocido, querido e importante símbolo patrio de nuestro país. Y en torno a ella está la historia de una de las figuras emblemáticas de la nacionalidad panameña: me refiero a doña María Ossa de Amador.

Casada con uno de los principales promotores de nuestra patria soberana, Manuel Amador Guerrero, ella también pasó a nuestra historia al protagonizar la confección de la primera bandera que tuvimos una vez acabó nuestra unión a Colombia.

Ya sabemos que la causa separatista culminó el 3 de noviembre de 1903, pero en medio de los acontecimientos previos a esa fecha, María Ossa de Amador aceptó encargarse de la confección del pendón, con todo el riesgo que eso conllevaba.

Claro que tomó las precauciones para no despertar sospechas. La tela escogida para la nueva bandera era lanilla. Ya la imagino a ella y a sus ayudantes coordinarse para comprar los insumos en diferentes almacenes de la ciudad y no levantar ni la más mínima suspicacia de que estaban en la misión secreta de elaborar la insignia, que sería el emblema separatista por excelencia. En la escuela nos enseñaron que los paños se compraron en tres comercios: La Villa, el Bazar Francés y en el almacén La Dalia.

María Ossa de Amador se puso de acuerdo con su cuñada, Angélica B. de Ossa, y con sus dos criadas (no podemos dejar de mencionarlas… dicen que ambas eran chorreranas), y la noche del 2 de noviembre entraron con las telas en una casa abandonada.

Suena misterioso e interesante imaginar a estas mujeres, guiadas por María Ossa de Amador, creando en condiciones casi tenebrosas la primera bandera panameña. Estaba oscuro, así que llevaron lámparas y una máquina de coser portátil.

Entre murmullos, pero seguro con mucho entusiasmo, cosieron los dos primeros pabellones de 2,25 x 1,50 metros. Se esmeraron hasta altas horas, pero su riesgo y esfuerzo dieron buenos frutos, y nuestra patria tuvo así su emblema.

Me pongo a pensar que tal vez María Ossa de Amador jamás imaginó la repercusión a futuro que tendría su hazaña en el devenir de Panamá. Pero ella estaba concentrada en su misión y no tanto en cómo sería recordada, así que al día siguiente, al anochecer del 3 de noviembre, presentó la bandera.

En los libros de texto leí que al ver el pendón, el pueblo la aceptó con entusiasmo y fue paseado por primera vez el 4 de noviembre (antiguo Día de la Bandera, hoy Día de los Símbolos Patrios).

Y así, entre los acontecimientos separatistas, por lo general reservados para hombres civiles y varones militares, destaca un grupo de valientes damas, lideradas por María Ossa de Amador, figura icónica y representativa del aporte femenino a nuestra nacionalidad y al orgullo de ser panameños.

Hay momentos en los que siento que odio a mi propia madre. ¿Por qué? Por mis caprichos. Casi toda mi vida estuve «cabreando» a mi mamá y todavía lo hago. Pero llegan esos instantes en los que pienso: «Debería ponerme en su lugar», y es ahí cuando me digo a mí misma que estoy siendo injusta con ella. Les comparto su historia.

Cai Li nació en febrero de 1974 en Guangzhou, China. Proveniente de una familia humilde, tuvo seis hermanos; ella era la penúltima. Entre todos combatieron la escasez de recursos de su  infancia. Me cuenta que cuando empezó a ir la escuela, a los seis años, debía caminar por 30 minutos para llegar al colegio, ya que su hermana mayor era la que podía utilizar la bicicleta.

Recuerda que con solo siete años ya le tocaba ayudar en la cocina, prendía fuego con madera porque no contaban con una estufa. Dos años después trabajó en el campo con los adultos utilizando maquinaria peligrosa. Eso era un riesgo para los niños. De hecho, en una ocasión su hermana, mi tía, casi pierde un dedo.

Menciona también que hubo momentos de tanta escasez donde le tocó pelear por el alimento, al extremo de salivar la comida para que nadie más la probara. 

Tuvo que soportar castigos, porque los suyos le exigían que trabajara más, que rindiera a la par de ellos.  Las reprimendas variaban: era golpeada con un palo, la ponían a laborar horas extra o la sacaban de su hogar haciéndola dormir en otra casa. 

En noveno grado, Cai decidió no seguir con sus estudios, no le apasionaba la escuela. Continuó con su vida trabajando en el campo hasta que conoció a su futuro esposo. Se casaron en 1992 y tuvieron un hijo. Sin embargo, años después, él le falló siendo infiel, lo que motivó que apareciera la palabra divorcio.

Esto la dejó devastada. Quedó sola con su pequeño, luchó para sobrevivir y sacarlo adelante. La situación se complicaba, pero ella siempre buscaba la manera de continuar. Decidió trasladarse a Panamá para aliviar su soledad y buscar una mejor situación económica. Con la ayuda de su familia, dejó a su único retoño bajo la supervisión de sus exsuegros y emprendió el largo viaje con miras a un futuro mejor.

Llega al Istmo, comienza a trabajar como empleada del supermercado de su hermana mayor y mantiene contacto frecuente con el hijo que había dejado en China. Frente al negocio había un restaurante, allí conoce al dueño con el que entabla una relación sentimental y tiene otros dos hijos. Con mi papá, once años mayor que ella, formalizan un hogar, es así que llego al mundo. Al tiempo vino mi hermano a Panamá, por insistencia de mi madre. 

Lamentablemente, años después, nuestra familia sufrió una crisis económica, que fue el principal detonante para frecuentes discusiones entre mis padres, y eso era noche tras noche. El ambiente en el hogar ya no era de paz y armonía como antes. Yo optaba por meterme en mi cuarto a llorar y esperaba que se calmaran los ánimos para salir. Sentía que mi casa estaba por derrumbarse.

Vagamente, recuerdo que mi madre, en medio de esa situación, solía ir al casino en busca de un desahogo. Yo veía muy mal esto, debido a la situación financiera que atravesábamos. Pero ahora comprendo que en realidad era su forma de escapar de todo el estrés que la consumía en el hogar.

Cinco años más tarde, por su espíritu luchador, ella busca apoyo en sus hermanos. Le prestan dinero y con eso pudo comprar un negocio en Nuevo Arraiján, en Panamá Oeste, donde vivimos en la actualidad.

Sigue el trabajo diario, pero la paz ha vuelto. Cuando contemplo a mamá veo una mujer persistente, virtuosa, emprendedora… Así es ella, se ha demostrado a sí misma, y al mundo, que se puede salir adelante viniendo de menos a más. 

 

Desde que tengo memoria, todas aquellas tardes de niñez en la Antigua Guatemala las pasaba en la casa de mi tía Rome. A cuadra y media del parque central, a veinte pasos de la platería familiar de mis padres, se encontraba el hogar donde crecí y pasé toda mi infancia. La residencia de la tía Rome siempre estaba bien pintada de amarillo mostaza, con dos ventanas hacia la calle y un portón. Allí albergaba a la familia y era el punto de reunión de todos.

Romelia Jurado Azmitia, la hermana mayor de nueve hermanos, se casó con Julio Salvador Jurado González. En el hogar de esta pareja nunca faltó un regalo para el día de mi cumpleaños o en Navidad, y los presentes los recibía antes de estas fechas porque era muy difícil para ella guardar el secreto.

Sus dos hijas (Bebe y Rinita) y su hijo varón (Julio Roberto) siempre se encontraban en esa vivienda que cuidaba una señora muy amable llamada Dora. Aún recuerdo los días que el Corpus Christi pasaba frente a la casa, ella arreglaba un altar para la ocasión y decoraba el frente con papeles amarillos y blancos, también con muchas flores.

La tía se encargaba de que todos llegáramos a su casa a almorzar pepián, el más delicioso que he probado en mi vida; era espeso y con un toque de picante, que hacía que mis otras tías se quejaran, porque no aguantaban aquel intenso sabor. Y como postre los deliciosos garbanzos en miel, que nos dejaban empalagados a todos.

La casa de la tía Rome, donde en las dos mesas de noche de su cuarto estaban las fotos escolares de sus nietos y sobrinos y ya no había espacio para más imágenes. El lugar donde nunca faltaba, a las 5:00 p. m., el rezo del rosario por la radio y luego el café con pan dulce, comprado en la panadería de la esquina del parque. Donde a la hora del almuerzo me iba a la cocina a tortear con la masa de maíz, donde la cómplice de Dora me dejaba llevar algunas piezas, donde siempre salía con más de algún dulce que encontraba en su ropero.

La tía Rome siempre estaba presentable, bien vestida, peinada y maquillada. Recuerdo su tocador, era el lugar que más curiosidad me provocaba: lleno de cremas, perfumes y joyas a las que una niña no se podía resistir usar. Mi madre siempre me decía: “No toques, tené cuidado”; y llevo tan presente las palabras de la tía Rome cuando le respondía: “No, no, déjala, tiene curiosidad”.

Estaba muy pequeña, pero siempre quise probar su maquillaje; hasta el día de hoy, cada vez que me acicalo, me acuerdo de ella, que decía que se podía salir sin cualquier cosa, menos sin pintalabios, y mejor si era un tono rojo fuerte.

Recuerdo con mucho cariño a la tía Rome, porque siempre me regaló su amor incondicional. Ella es un gran ejemplo a seguir.

Nota del editor
El siguiente es un texto reflexivo,
donde la autora se inspiró en situaciones cotidianas de diversas mujeres a su alrededor.

Cuando eres niña sueñas con cómo será tu vida de adulta, sueñas con el amor épico que vivirás, la profesión y carrera que tomarás, la casa que tendrás, los hijos que amarás, un esposo que te adorará tanto como tú a él, en fin, sueñas con una vida plena y feliz.

Pero a medida que creces te das cuenta de que la realidad puede ser muy distinta a lo que imaginaste, y que no siempre podrás tener todo lo que deseas.

No pudiste entrar a la carrera que anhelabas porque donde vivías no había  dónde estudiarla. Tampoco pudiste ir a una universidad en otra parte del país, pues era una opción muy costosa. Por lo tanto, tuviste que estudiar algo que nunca te llamó la atención y que ni siquiera te apasiona.

Con el tiempo confirmas que la vida laboral, incluso haciendo lo que amas, es complicada.  Pero si no te gusta tu trabajo, la situación se torna todavía más complicada, especialmente cuando debes dividir tu tiempo en dos empleos.

Te levantas a las 3:00 a. m. para dejar la comida lista. Sales, te enfrentas al tranque diario en la carretera,  que puede durar entre dos y cuatro horas, e incluso con todo ese esfuerzo llegas tarde al trabajo. Regresas a tu casa, no a descansar, que va, sino a ocuparte de los quehaceres del hogar. Lo mismo ocurre el fin de semana, solo que esta vez tienes que viajar a otra provincia y regresar el domingo en la madrugada, con sueño, cansada, pero no puedes relajarte, debes realizar las labores domésticas. Te preguntas: ¿Será que existe un momento para descansar en paz? «Cuando me muera sucederá», te respondes a ti misma.

El amor, tan difícil de encontrar, algún día llegará. No tenías que preguntar más, encontraste a un hombre… ¡Y vaya hombre! Pisaba el suelo por el que caminabas, te amaba con todo su ser, era completamente tuyo. Se enamoraron tanto que decidieron casarse y tuvieron dos hijas.

Pero ¿qué pasa si los años van apagando la llama y todo se va deteriorando? El amor parece destinado a morir. Hay desconfianza. Ahora él ha decidido hacer caso a los rumores que han inventado de ti. Pero a pesar de todo, todavía lo amas. Quieres pensar que algún día volverá a ser el hombre del que te enamoraste, el que tanto amaste y que sigues amando.

Tu cuerpo no es igual al que tenías con veinte años, ahora tienes estrías, los senos y las nalgas ya no están tan firmes, tu piel va envejeciendo, el cabello se te está cayendo, y todo te duele. Ya no te sientes bonita, querida, o poderosa, especialmente si la persona a tu lado te lo confirma, probablemente no de boca, pero notas las señales, sabiendo que él ya no te desea ni te encuentra atractiva.

Tú miras a otras mujeres envidiando su apariencia actual, su juventud, a veces incluso criticándolas mientras añoras sentirte especial y querida por alguien. Entonces surgen esas preguntas matizadas de reclamos… ¿Si doy todo de mí, por qué no puedo ser el todo de alguien? ¿Por qué solo me amas por mi cuerpo? ¿Por qué me desechas como una bolsa de basura apenas ves mi celulitis? ¿Por qué si me esfuerzo por arreglarme solo recibo críticas, como… ‘llevas mucho maquillaje’?

Bueno, por lo menos tienes dos hijas, que son la luz de tu vida, los pilares de tu alma. Por ellas estás dispuesta a hacer cualquier sacrificio, incluido querer darles una familia funcional a costa de tu felicidad, o eso es lo que tú crees. Tal vez eso es lo mejor para ti, creer que de alguna manera todo se arreglará de forma mágica y volverán a ser como antes, aunque eso pudiera causar más daño del que crees.

Por tus hijas aguantarías todo lo que te venga encima, desde sus comportamientos tiernos, divertidos y abrumadoramente hermosos, hasta los despectivos que van surgiendo con su adolescencia. “Son adolescentes, ya se les pasará”. Pero eso no justifica ninguna de sus acciones, son adolescentes, con la edad suficiente para tener empatía por los demás.

«Relájate mujer», algo que te dice tu esposo con frecuencia.  «Relájate, acuéstate, duerme, descansa, tómate una cerveza, una copa de vino». ¿Relajarme? Hace mucho tiempo que no hago eso, y cómo hacerlo, si nadie me ayuda con nada. Le muestro al mundo la versión más dura y fuerte de mí, haciendo creer que puedo con todo, pero por dentro me estoy desmoronando poco a poco, se desvanece todo lo que queda de mí.

Aún sigo con la duda de si lo que soñamos es parte de momentos que predicen nuestro futuro, o si por el contrario son acontecimientos del pasado, o hasta vivencias de algún ancestro. De todas maneras, sea cual sea la verdad, siempre supe que todo lo que aparece en mis sueños me hace cuestionar mi presente.

Era un 28 de octubre de 2020, a las 12:05 a. m. pensé: «Ha llegado mi cumpleaños». Ese día fue ajetreado. Recibí varias felicitaciones y me costó dormir por todas las emociones. Como si fuera poco, había comido bastante dulce, pero me dispuse a descansar. Apagué todas las luces, puse el aire acondicionado lo más frío posible y rellené mi cama de almohadas para estar cómodo; cerré los ojos…

Pero sentí que casi de inmediato había despertado. La sensación era extraña. Noté que estaba en el suelo, en la esquina de una sala. Inmediatamente vi una escena de abuso doméstico por parte de un padre; la víctima parecía ser su hija.

Observé bien y no tardé ni diez segundos en percatarme de que esa pequeña era mi abuela, Cristobalina Velásquez. Me sorprendí y me di cuenta de que estaba soñando. Traté de salir de la casa de forma sigilosa, pero de todas formas no reparaban en mi presencia, me había convertido en una especie de fantasma. De todas formas abandoné la vivienda y de inmediato estaba en otra escena, en una escuela, donde volví a ver a mi abuela. Esta vez era víctima de bullying, no por un niño, sino por un profesor. Escuché los regaños e incluso la misma correa del pantalón del docente al golpear a mi abuela. Quería saber qué ocurría y por qué soñaba esto, presentí en ese instante las duras circunstancias que había vivido aquella mujer.

De repente desperté, encendí mi celular y eran apenas las 3:30 a. m. Aún me acordaba de lo que había soñado en detalle. Esto era nuevo y me emocionaba contárselo a ella. Volví a cerrar los ojos, ahora estaba en una casa en la ciudad de Panamá. Fui a la cocina y encontré a mi abuela otra vez. Estaba junto a un hombre, mi abuelo. Se veían contentos y llevaban muchos materiales de construcción, iban a edificar lo que hoy es la casa donde la mayoría de mi familia materna se crio. Ella sonreía, parecía feliz con este proyecto.

Desperté, ya eran las 9:00 a. m. Vi el celular y noté que tenía varias llamadas perdidas, justamente de mi abuela. La llamé enseguida. Le conté todo lo que soñé, y ella por su parte dijo que la noche anterior era la primera vez en años que no soñaba. Me sorprendió su comentario, ya que pensé que esas teorías de sueños compartidos eran falsas, pero aparentemente alterné el ciclo de sueño con mi abuela, donde yo pasé a ser simple espectador de su existencia.

Reconocí y aprecié el valor que tuvo mi abuela para salir adelante, incluso con obstáculos en su contra. Abuso doméstico y acoso escolar fueron algunas de las malas experiencias que ella transformó en motivación para progresar, convertir su vida en algo provechoso y demostrar, tanto a aquellos que la perturbaron como a otros que la amaron (como mi abuelo), que no hay ningún motivo para no levantarse al caer.

Ella se acerca al espejo para ver su rostro, pero no se siente real. Sus manos tiemblan y el reflejo se ve cada vez más difuso. Lágrimas corren por sus mejillas y caen en forma de gotas al suelo. Baja la cabeza, pues se han mojado sus pies. Vuelve a asomarse al espejo, sin embargo, ya no observa a la misma mujer, sino a una cansada y desmotivada, alguien en blanco y negro, sin colores.

Los colores son vida para ella, le dan un escape del mundo incoloro en el que vive, aunque matices grises van tapando su perspectiva. Así se sintió así por buena parte de sus mañanas, solo algo le ayudaba a seguir adelante: su pasión por el arte y la esperanza de que todo podía mejorar.

El arte la hizo navegar en el mundo de lo desconocido, y fue una manera de expresar lo que sentía sin juicio previo, sin la mirada que ve cada defecto, sin el dedo acusador de la sociedad.

Con trazos de pintura representaba sus emociones y descubrió que sentía mucha inseguridad, desconfianza, confusión, molestia… Aunque todo avanzaba, ella se percibía en el mismo lugar.

Hablo de una joven llamada Mary, que recién empezaba su escuela secundaria y estaba llena de temores. Siempre había sido una estudiante brillante con notas perfectas, mas inconscientemente tomaba su buen rendimiento como su valor personal, quería cumplir las expectativas de los demás. Era la forma en la que se sentía realizada, cumpliendo eso que todos esperaban de ella.

Poco a poco su rendimiento iba superando el anterior, pero a ese mismo ritmo crecía su miedo a no cumplir las esperanzas fijadas en ella. Finalmente llegó el colapso, era demasiada la exigencia personal y comenzó a darse cuenta de que para su subconsciente todo esfuerzo era insuficiente. La única forma de validación la encontraba en la escuela, por eso se aferraba tanto a ella.

Notó que casi todas las personas tienen creencias que no son reales. Y así vamos por la vida, asumiendo que hay algo malo con nosotros, cuando quizá todo depende de cómo pensamos sobre lo que nos rodea.

El arte fue un vehículo muy útil para su introspección. Ha pintado varias ideas coloridas que luego vende a seres conocidos, pero sin decir el mensaje, pues opina que cada uno debe elegir el significado de la obra, así le dan voz a los colores y no se vuelve algo impuesto.

Ahora ella quiere sacar todos esos sentimientos atascados en las personas, que se vuelven más fáciles de traducir en una pintura. El arte es otra manera de aflorarlos y no reprimirlos, como le ocurrió.

Hoy esa joven tiene dieciocho años, se acerca al espejo para ver su reflejo y ya no lo ve difuso, se puede apreciar a ella claramente. Todo es a color, no hay ningún matiz gris, aunque mira en sus ojos toda su trayectoria hasta el presente. Observa su yo del pasado y se da cuenta de que no hay nada más inspirador que conocerse a sí misma.

¿Camarones? Jerga panameña para referirse al trabajo temporal que hace una persona. Y a María Rodríguez le tocó «camaronear» desde jovencita para abrirse camino en la vida. Ahora tiene 45 años, aunque aparenta 35.

No creerías si te dijera que tiene seis hijos. Los dos primeros estudian en la Universidad de Panamá, le siguen tres y hacen la primaria en un colegio particular en la ciudad capital, su última y única hija está por culminar el preescolar.

No está casada, aunque comparte su vida desde hace trece años con un hombre de Chiriquí. Se conocieron en 2008, en el trabajo. Ella venía de una relación que no funcionó y aquel señor ni siquiera le daba una pensión alimenticia.

¿Cómo llegó a ese punto y tan joven? Se podría decir que todavía era una niña cuando se enteró de que estaba embarazada por primera vez. ¡¿Cómo iba a decirle a sus padres que con catorce años estaba encinta?! Trató de ocultarlo, pero pasaron los meses y cada vez la panza era más notable. Finalmente, ocurrió lo que temía: al darse cuenta, sus padres la echaron de casa.

Desesperada, no sabía dónde ir. Tuvo que regresar al hogar, donde seguían los gritos, reclamos y discusiones. Sus padres querían que abortara, era la única condición para quedarse. Pero se negó decididamente y sin pensarlo se fue; encontró resguardo temporal en casa de su tía, en Tocumen.

El bebé llegó al mundo en una fecha especial: 25 de diciembre. Por eso María decidió llamarlo Jesús. La tía, con mucho amor, siguió ofreciendo su techo a ambos. La joven madre sentía paz porque su tía la trataba bien, incluso esta aceptó cuidar al bebé mientras ella salía a trabajar. Lo protegía como si como si fuese su propio hijo.

Transcurrieron unos dos meses cuando la chica comenzó a notar actitudes extrañas por parte del esposo de su tía. Todo inició con comentarios inapropiados. Luego siguieron las miradas constantes, y más adelante se perdió el respeto. En ese punto ya los acosos eran directos y cada vez más frecuentes.

La joven lo evadía y procuraba no prestarle atención. Esto molestaba a ese hombre, tanto así que mientras ella estaba distraída él la tocaba. Ella lo apartaba, pero él se enfurecía e insistía. Llegó a golpearla… y un día abusó de ella.

María no lograba asimilar lo ocurrido, estaba paralizada, con una mezcla de miedo y enojo. Pero razonó que lo más importante era la seguridad de su hijo, y temía que ese hombre le llegara a hacer daño. Se llenó de valentía y escapó con su niño y un poco de dinero que había podido recoger.

La vida pintaba difícil para la mujer, pero ella demostró coraje e iniciativa. Con el tiempo abrió un puesto de frutas, luego comenzó a vender comida en el barrio de El Chorrillo, donde residía.

Vino una época de bonanza. Conoció a su prometido y trabajó con él en una joyería. Después abrió una pequeña abarrotería. Y la familia comenzó a crecer: en un abrir y cerrar de ojos ya estaba embarazada por cuarta ocasión, lo cual no le generaba demasiada preocupación, porque su vida era estable.

Sin embargo, así como hay tiempo de vacas gordas, también llegan las vacas flacas. La pequeña empresa comenzó a generar menos ingresos y, para colmo, otra vez estaba embarazada. Ahora enfrentaba más gastos. Cuando parecía que se iba a equilibrar económicamente (no habían pasado ni dos años), se entera de que va a tener otro hijo.

Recuerda que esos nueve meses fueron los peores de su vida, pues varias veces la bebé que estaba en su vientre presentó riesgo de morir, incluso le advirtieron que era probable que naciera con alguna afectación. María sufrió de ansiedad, pero al final el parto salió muy bien para ambas.

En el año 2021, en plena crisis del COVID-19, ella quiso invertir en un restaurante frente a la Lotería Nacional, lo llamó Marie’s Restaurant. Siguiendo los protocolos adecuados sabía que todo iría bien, porque en medio de las adversidades siempre había visto la mano de Dios. Cuenta que nunca dejó de tener fe ni en los peores momentos. Y yo le creo, todo irá muy bien…