Año 2020. Un virus, una pandemia, una cuarentena, las paredes de una casa y muchas emociones.
Anneth Isabel Fernández Aguilar nunca había pasado tanto tiempo en su hogar como ese año. Fueron tantos sentimientos en 365 días que es imposible rememorarlos todos en este texto.
Una mañana del 10 de marzo de 2020 despierta con la noticia de que el primer caso de coronavirus había llegado a Panamá. A la semana siguiente se suspenden las clases en todo el país, pasan dos meses de encierro y no se separa del celular.
Es junio. Comienzan las clases virtuales, transcurren las semanas de lecciones escolares y ya no soporta estar frente al aparato, solo usa la computadora para sus clases, prefiere estar con su familia y compartir el rato.
Es diciembre. En los meses previos solo ha dado clases y convivido con los suyos, en ningún momento ha salido, ya no recuerda cómo era Panamá, se le distorsiona el recuerdo.
Diez de diciembre. Entra y sale del “colegio”. Llega Navidad y solo ve a su familia por un ordenador, siguen los días y hasta los productos del mercado compran a través de una plataforma.
El 31 de diciembre nuevamente se reúne con sus familiares por medio de una pantalla, eso la entristece, pero nada puede hacer, sigue compartiendo con sus padres, como desde hace meses. Cuando el reloj marca la medianoche da gracias a Dios y pide por los enfermos. También agradece por los momentos de unidad que han podido vivir.
Y aunque ha sido una etapa nueva y difícil, le encanta estar junto a sus padres en casa, hacer actividades, compartir juegos de mesa.
A las 12:03 de la madrugada, su mamá recibe una llamada. Ella piensa que es otra felicitación de Año Nuevo, pero cuando ve la cara de su progenitora sabe que algo malo ha ocurrido. Los minutos continúan, la tensión aumenta. Finalmente, sus padres le piden que se siente y le dan la noticia: su abuela materna, Marta, tiene COVID-19 y está en cama. Se preocupa por la noticia y la llama para hablar con ella, así pasan ocho días de incertidumbre, pero con mucha esperanza y fe. Fueron momentos duros para la familia Aguilar, parecía que actuaban de forma mecánica, como si fueran zombis.
Entonces, Anneth recibe una noticia que le quita una parte de su vida: su abuela ha muerto. Se siente devastada porque para ella esa señora lo era todo. Le duele aún más saber que no puede ir a su entierro porque las normas de bioseguridad solo permiten la asistencia de cuatro personas. Le toca despedirse de manera virtual, se quiebra al observar lo que la pantalla muestra. No le gustan las despedidas porque casi nunca son bonitas, por lo general están teñidas de dolor; pero otra vez le consuela saber que su abuela ya no siente dolor y por fin está en paz.
Han pasado más de dos años y ella intenta dejar atrás ese capítulo que se llevó a muchas personas buenas, incluida su abuela. Sabe que no la volverá a ver y a la vez es consciente de que su vida no puede seguir atada a ese momento. Ha hecho una catarsis interna, le ha tomado tiempo, pero está logrando superar ese pasado cercano y triste; siempre trae a su mente los gratos recuerdos junto a Marta de Aguilar y las enseñanzas que le dejó.