Desde que tengo memoria, todas aquellas tardes de niñez en la Antigua Guatemala las pasaba en la casa de mi tía Rome. A cuadra y media del parque central, a veinte pasos de la platería familiar de mis padres, se encontraba el hogar donde crecí y pasé toda mi infancia. La residencia de la tía Rome siempre estaba bien pintada de amarillo mostaza, con dos ventanas hacia la calle y un portón. Allí albergaba a la familia y era el punto de reunión de todos.

Romelia Jurado Azmitia, la hermana mayor de nueve hermanos, se casó con Julio Salvador Jurado González. En el hogar de esta pareja nunca faltó un regalo para el día de mi cumpleaños o en Navidad, y los presentes los recibía antes de estas fechas porque era muy difícil para ella guardar el secreto.

Sus dos hijas (Bebe y Rinita) y su hijo varón (Julio Roberto) siempre se encontraban en esa vivienda que cuidaba una señora muy amable llamada Dora. Aún recuerdo los días que el Corpus Christi pasaba frente a la casa, ella arreglaba un altar para la ocasión y decoraba el frente con papeles amarillos y blancos, también con muchas flores.

La tía se encargaba de que todos llegáramos a su casa a almorzar pepián, el más delicioso que he probado en mi vida; era espeso y con un toque de picante, que hacía que mis otras tías se quejaran, porque no aguantaban aquel intenso sabor. Y como postre los deliciosos garbanzos en miel, que nos dejaban empalagados a todos.

La casa de la tía Rome, donde en las dos mesas de noche de su cuarto estaban las fotos escolares de sus nietos y sobrinos y ya no había espacio para más imágenes. El lugar donde nunca faltaba, a las 5:00 p. m., el rezo del rosario por la radio y luego el café con pan dulce, comprado en la panadería de la esquina del parque. Donde a la hora del almuerzo me iba a la cocina a tortear con la masa de maíz, donde la cómplice de Dora me dejaba llevar algunas piezas, donde siempre salía con más de algún dulce que encontraba en su ropero.

La tía Rome siempre estaba presentable, bien vestida, peinada y maquillada. Recuerdo su tocador, era el lugar que más curiosidad me provocaba: lleno de cremas, perfumes y joyas a las que una niña no se podía resistir usar. Mi madre siempre me decía: “No toques, tené cuidado”; y llevo tan presente las palabras de la tía Rome cuando le respondía: “No, no, déjala, tiene curiosidad”.

Estaba muy pequeña, pero siempre quise probar su maquillaje; hasta el día de hoy, cada vez que me acicalo, me acuerdo de ella, que decía que se podía salir sin cualquier cosa, menos sin pintalabios, y mejor si era un tono rojo fuerte.

Recuerdo con mucho cariño a la tía Rome, porque siempre me regaló su amor incondicional. Ella es un gran ejemplo a seguir.