Lunes 25 de julio de 2022, 7:20 de la noche. Salí a caminar un rato y respirar aire fresco. Jorjeth Jordán, una gran amiga, se me cruzó e interrumpió mi plan. La quiero como una hermana, así que qué más da: me quedé con ella hablando de nuestros gustos y preferencias. Pero de pronto esa sencilla conversación cambió de manera drástica.
De un momento a otro empecé a platicar sobre la inseguridad que me había nacido con otra gran amiga por problemas que tuvimos en el pasado. Había dejado de verle la cara a Jorjeth para hundirme en mi memoria, pero al voltear la hallé diferente: sus ojos se habían cristalizado y sus expresiones me hacían sospechar que había sufrido lo mismo que yo. Problemas, discusiones, inseguridades, abusos, manipulaciones y apegos emocionales que no nos trajeron nada bueno. Lo peor es que nadie sabía lo que nos ocurría. Pensamos siempre que esas situaciones eran normales en un vínculo emocional, pero estábamos muy equivocados.
Ninguno de los dos sabía si nuestros amigos eran verdaderos o solo estaban con nosotros por beneficio o pena. No podíamos entender si nos amaban como nosotros a ellos y ellas, o si las promesas de “estaré ahí para ti siempre” eran reales. Percibimos que nadie preguntó por nosotros ni nuestro bienestar.
Y ahí estaba, sintiéndome como me sentía: arranqué tantas plumas de mis alas para reparar las alas de los demás, sin preocuparme si yo podría volver a volar.
Y ahí estaba Jorjeth, a quien su expareja le había cortado después de decirle frases hirientes. Recordaba sus palabras mientras miraba al suelo y lloraba.
Y fue entonces cuando dijimos basta. Nos prometimos ayudarnos. Escucharnos para aliviar nuestro dolor. Pasó tanto tiempo desde que empezamos a hablar que no me di cuenta cuando se hicieron las diez. Hora de irse. La abracé y le repetí el juramento: no estaría sola nunca más. Así yo tenga que atravesar el infierno o el cielo. Es la hermana que nunca tuve y que quiero para siempre.