La palabra “impacto” es algo fuerte, ¿no crees? Muchos la asocian con un choque, tal vez con algo que marca a alguien física o emocionalmente, o quizás con un evento grande que cambia vidas por completo. 

Yo recibí un impacto de una persona que tocó mi vida de una forma inesperada y sutil. Con tan solo un pequeño gesto se convirtió en mi mayor ejemplo a seguir.

Débora Faulkner, panameña, nacida el 19 de abril de 1962, es una mujer muy inteligente, astuta y amada por quienes la rodean. Estando en la escuela y en la universidad, tuvo varios profesores muy queridos. Uno de ellos llevaba a Débora y a toda la clase a su casa. Se sentaban debajo de un árbol de mango y daban la lección al aire libre, en un ambiente de cariño y diversión. Otra profesora hacía algo similar. 

Esos ratos que pasó con aquellos docentes han impactado su vida de una linda manera, tanto que ella misma dijo que si alguna vez se convertía en profesora, quería ser como ellos: una familia para sus estudiantes.

La encuesta

Un día, Débora estaba en el aula de clases junto a sus compañeras de carrera. El profesor entró al salón, saludó a todas y dio unas simples instrucciones.

 —Hoy haremos una encuesta. Les daré un papelito y quiero que escriban el nombre de la compañera que, para ustedes, representa valores —dijo el profesor Enrique, mientras repartía aquellas hojitas.

Cada estudiante siguió las instrucciones dadas por el docente. Débora veía a María, una de sus compañeras, como una persona virtuosa y de un buen corazón, así que, sin siquiera dudarlo por un segundo, trazó con su bolígrafo aquel nombre y luego dobló el pedazo de hoja. 

El profesor pasó por cada puesto, una vez todas habían terminado de escribir, y recogió las encuestas. Frente al pizarrón abrió el primer papelito y salió el nombre de Débora. El segundo, Débora; el tercero, Débora, una y otra vez aparecía el mismo nombre, hasta el último jirón que decía “María”. Ella no podía creer que todo el salón la eligiera.

—Eligieron bien —subrayó el docente.

—Pero, profe Enrique, ¿por qué me escogieron a mí? Para mí, María es quien mejor representa los valores, ni siquiera pensé que podría ser elegida —Débora replicó, un tanto desconcertada.

Ese fue un momento que estremeció su vida, tanto que hasta el día de hoy ella lo recuerda a la perfección.

El inicio de una carrera de amor

Mucho tiempo después, Débora se fue a vivir a México, y ahí fue donde en verdad nació su deseo por ser profesora. 

Se le presentó la oportunidad por primera vez cuando una escuela contactó a su esposo para que diera clases de Inglés, pero como él no tenía tiempo recomendó a Débora. Y así nació la profesora Debbie, una que, a pesar de ser estricta, es amorosa, una madre para sus estudiantes. 

Puedo decir firmemente que la profesora Debbie es amada por todos. Yo la conocí cuando entré a secundaria por primera vez. No recuerdo exactamente el momento, pero sí sé que desde allí ella impactó mi vida.

Siempre que me tocaba clases con ella, la recibía con un abrazo y la despedía de la misma forma, excepto un día en que ella se sentía mal, la vi decaída y no me acerqué para no molestarla; pero cuando el sonido del timbre resonó por toda la escuela, anunciando el recreo, fui al escritorio donde ella estaba sentada e intenté estrecharla. Para mi sorpresa, me negó ese abrazo; francamente, eso me deprimió un poco. 

Pasó el día y llegaron las últimas dos horas de clase. Alguien tocó la puerta del salón, era la profesora Debbie quien me estaba llamando para hablar a solas conmigo. Salí, cerré la puerta, tragué en seco y la miré esperando a que alguna de las dos dijera algo. Estuve a punto de preguntarle si había hecho algo malo, pero ella se adelantó y lo primero que mencionó fue “perdón”. 

Débora marcó mi vida y la de muchos estudiantes con su forma de ser, siempre dulce y atenta. Es alguien con quien puedes reír, llorar y confiar. Imagínate la cantidad de personas que logras tocar con una sonrisa, un pequeño gesto o un par de palabras, como lo hizo la profesora Debbie. Y tú, ¿qué impacto quieres tener?

Cuando el sonido del disparo al aire llegaba a sus oídos, ella comenzaba a correr. Sus piernas de tigre bengala aceleraban, su cuerpo con musculatura dura y pura entraba en calor, sus venas y tendones empezaban a marcarse, su rostro se bañaba en gotas gordas de sudor, su mandíbula se apretaba… Y mientras sus labios permanecían abiertos, sus ojos visualizaban fijamente la meta, como si quisiera despojarse de su cuerpo y llegar al final antes que este.

La pista de atletismo era el lugar favorito de Lorraine Dunn. Su padre, un levantador de pesas competitivo y su tía Josephine, una velocista conocida por haber plantado muchos registros, la apoyaban. Ellos veían a la joven correr y correr libremente en sus carreras internas, cortando el aire con su movimiento, recordando las muchas veces que personas o familiares le decían que era tan buena como para ser seleccionada para los Juegos Panamericanos.

Estos pensamientos estaban en la mente de Lorraine, quien ahora, a sus dieciséis años, estaba llegando a la meta, en primer lugar, en los 400 metros lisos de los Juegos Centroamericanos y del Caribe, en el año 1959. Ahí rompió con el estigma de que “las mujeres no pueden correr” y cumplió el pronóstico de sus allegados.

En 1960, y junto a sus compañeras de relevo, Carlota Gooden, Jean Holmes-Mitchell y Silvia Hunte, Lorraine se preparaba para ser una de las primeras atletas femeninas en representar a Panamá en los Juegos Olímpicos de Roma. Establecieron un relevo panameño de 4 x 100 metros, con un tiempo de 46,66 segundos, nunca igualado hasta el 2013.

Poco tiempo después de graduarse, en 1961, el mítico Ed Temple le ofreció entrenarla gracias a su beca deportiva en la Universidad de Tennesee, en Estados Unidos. Esto avivó su alma y le permitió ganar casi todas las competencias en las que participó entre 1963 y 1968. Siempre rápida, como un guepardo en busca de su presa.

La multitud en Tokio, Japón rugió cuando el equipo de Lorraine regresó a la competición olímpica. Y ella, junto a sus compañeros de atletismo, corrió y siguió participando en eventos y ganando medallas.

Su corazón latió velozmente todas las veces que corría, hasta que un día del año 2006 no lo pudo soportar más y se detuvo sin aviso alguno. Pero, aunque su vida acabó a los 61 años, el nombre de Lorraine Dunn se esparció más rápido de lo que ella pudo correr, siendo finalmente recordada como una de las mejores atletas panameñas en la historia del país.

Estoy aquí frente a ti, mi querido amigo. Han pasado muchos años, cincuenta tal vez desde la última vez que te vi. Me he hecho mayor, mi cabello es blanco como la nieve, mis huesos adoloridos y mis fuerzas se apagan con el tiempo. Tú, querido, ¿dónde estás? Ya no te veo, no eres ni la sombra de la hermosura que vieron mis ojos. ¿Qué ha pasado?

Aún recuerdo esos bellos momentos que pasamos, tú a veces calmado, otras embravecido. Tu inmensidad parecía que nunca se iba a terminar, esa infinidad de vida que existía dentro de ti.

No supimos apreciarte, cuidarte, amarte y protegerte. Yo traté de luchar con muchos amigos por ti. Caí preso y me torturaron solo por amarte, pero me dolía ver la indiferencia y la crueldad humana. Nos llamaban locos por pensar en tu extinción. Y aquí estoy, sufriendo tu pérdida.

Con lágrimas en mis ojos te digo: no me arrepiento por mi lucha. No ganamos, pero lo intentamos.

El mundo era perfecto y tú lo envolvías con tu manto lleno de especies que nos daban alimento y tantos recursos. Cómo no recordar el canto de las ballenas, los delfines, la ferocidad y majestuosidad de los tiburones, el colorido de tus arrecifes, el danzar de las tortugas, las focas. Aún escucho el golpear de tus olas.  Tú eras y representabas el 70% de nuestra Tierra.

¡Cómo pudimos llegar a esto! Ya no estás, no es posible devolverte la vida, es muy tarde, querido amigo.

No puedo más con esta pena, y a pesar de que ya no resplandeces, de que no se aprecia ni el verdor de tus aguas por la gran cantidad de residuos y desperdicios que te han tirado, me quedaré contigo hasta mi final, hasta que mi corazón no lata más. Y le enseñaré a los niños que lleguen aquí todos mis recuerdos junto a ti. Serán como fábulas, ciencia ficción. Pero así fue como te conocí, mi querido mar.

Una ciudad convertida en un destino soñado y deseado por muchas personas, un escondite especial para extranjeros que vienen a gozar de sus atracciones. La cultura de los panameños en un solo sitio a tus pies: el Casco Viejo, donde escapas de la rutina diaria. Cada rincón y calle que recorres tiene su propia historia, sentimiento y esencia, que al final le dan un encanto especial a esta zona llena de misticismo.

Desde la ventana del auto ya me cautivaba su arquitectura colonial, con colores llamativos que dan vida a los antiguos edificios y apartamentos, en contraste con los rascacielos que bordean el horizonte de la moderna capital. 

En el Casco Viejo predominan paredes y balcones escondidos detrás de la exuberante vegetación y enredaderas rastreras. Estas maravillas son un pequeño recuerdo para que los visitantes tengan una idea de cómo era en antaño la ciudad de Panamá.

El punto de partida de mi recorrido fue una de las calles principales repleta de restaurantes, tiendas de ropa modernas, puestos de ventas de molas y de joyas hechas por indígenas, con muchos turistas y autos. En el aire se podía oler un aroma “antiguo”, y en todas partes había un relato por contar. 

Mientras caminaba me fijé en las esquinas y calles angostas… Escuché en el fondo conversaciones de individuos hablando en diversos idiomas. Algo que me impactó fueron las paredes llenas de grafitis coloridos de diferentes artistas, con ilustraciones de animales tropicales o frases. Luego de una larga caminata ya era necesario almorzar, así que una de mis principales paradas fue en un restaurante que ofrecía una variedad de platillos con un toque panameño.

Reanimada y satisfecha retomé la ruta al siguiente destino: la Parroquia de San Felipe de Neri, de estructura sobresaliente en su exterior e interior. Una de sus características, que la hace tan excepcional y llamativa, es el inmenso nacimiento con más de tres mil piezas ubicado en el umbral, el cual la familia Sandoval Adames —y posteriormente la familia Varela Sandoval— había adquirido a lo largo del tiempo. En cierto momento hubo un acuerdo para exponer el pesebre durante todo el año, en el Oratorio de San Felipe Neri, para el agrado de todos los visitantes.

El último sitio de mi visita fue el Convento de Santo Domingo. Lo primero que salta a la vista es una pared hermosa de la cual brotan algunas malezas en la parte superior; se podría decir que es la fachada sobreviviente del edificio religioso colonial.  

La iglesia y el monasterio del Siglo XVII fueron quemados dos veces y reconstruidos después de 1756, por lo que poco se conservó a través de los siglos, excepto el frente de la obra y un arco dentro de ella. Fue un gran privilegio observar cómo un simple arco delicado tomó parte en la historia y evolución de un país.

Allí fue donde terminé mi primera travesía por el Casco Viejo. Quedaron muchos sitios más por descubrir, pero me llevo un grato recuerdo y el sentimiento de poder conocer un pedacito del Panamá de ayer, que recobra vida en estas callejuelas tan agradables para andar. Un viaje en el tiempo por la cultura, gastronomía y tradiciones panameñas.

En una mañana, con una taza de café y unas tortillas asadas con salchichas, mi abuela me empezó a contar acerca de mi bisabuelo llamado Eligio Valdez, padre de ella y de cada uno de sus hermanos. El hombre más tenaz del que jamás había escuchado.

Cuando Eligio era joven tuvo que dejar su pueblo para ir a la ciudad a trabajar. Realizó diversas tareas y, a pesar de que no sabía leer ni escribir, pudo laborar para ahorrar dinero y poder tener su casita y su familia. 

Un día conoció a una joven de hermosos ojos que con solo mirarla lo dejó hipnotizado. Fue un flechazo. Quedó enamorado de la bella mujer llamada Francisca. Pasado un tiempo Eligio logró conquistarla y se casaron, junto a su esposa formó una numerosa familia de diez hijos (cinco mujeres y cinco hombres). 

Cada día luchaba contra toda adversidad, ya que era poco el dinero que lograba conseguir, pero nunca se detuvo para darle a sus hijos algo que comer cada día. Eligio siguió adelante con su familia y le demostró a cada uno de sus descendientes que, a pesar de las situaciones difíciles y los obstáculos, siempre había que ser positivo y luchar contra la marea. 

Él se dedicó a la siembra de frutas y verduras, cada cosecha brindaba a su familia alimento. Poco a poco sus hijos fueron creciendo y convirtiéndose en hombres y mujeres trabajadores, cada uno formó su propio hogar.

Después de años de felicidad llegó una terrible noticia: Eligio padecía de una terrible enfermedad, la cual nunca impidió que siguiera siendo fuerte y valiente. Con los años el hombre perseverante fue empeorando, aunque nunca borró la sonrisa de su rostro. 

Eligio partió a un mejor lugar con su última sonrisa y una pequeña lágrima de felicidad, mientras agradecía a Dios por permitirle una hermosa vida y que, pese a las dificultades, disfrutó su vida, seguro de que lo recordarán como aquel hombre ejemplar y fuerte.

Sus últimas palabras fueron: “Para hacer un mundo mejor debemos sembrar buenas semillas, así cosechamos cosas buenas; y para ser grande es necesario tener sueños, los cuales hay que cumplir y construir poco a poco. Tenemos que saber esperar y reconocer que nuestra fortaleza proviene de Dios”.

Esta historia comienza un día a las cinco de la madrugada. Estaba emocionado por el viaje, así que me desperté a esa hora. Mi papá me contó que había trabajado como guardia de seguridad en el sector al que íbamos, y que veía los cocodrilos en las noches desplazándose por las lejanías del hotel Gamboa Rainforest Resort. 

Emprendimos la travesía, mi hermano mayor también iba con nosotros. El viaje tardó un poco, pero al final llegamos y fuimos al área de pesca, donde hice un amigo, con quien me puse a hablar mientras disfrutaba la vista del inmenso lago Gatún.

En medio del viaje, justo en esa parte del lago se habían perdido unos excursionistas, así que mi papá y su grupo de amigos decidieron ayudar en la búsqueda, y sorprendentemente los encontraron por un poblado indígena que habita una isla que hay en ese lugar.

Superada esa etapa, cuando llegamos a Gamboa nos recibió un excompañero de mi papá y nos acompañó a desayunar en el hotel. Después fuimos a ver a los animales en unos recintos altos donde se encontraban especies como perezosos, caimanes e iguanas.

Entonces fue el momento de ir al mariposario. Yo no quería acercarme porque me daba miedo, pero al final tuve que hacerlo. Después de esa tragedia para mí, nos subimos a un teleférico y obtuvimos panorámicas interesantes, sobre todo la hermosa vista del lago desde la cima del cerro donde estábamos.

Luego caminamos hacia un puesto de guardabosque donde vimos un cartel que advertía de una oruga venenosa peluda. Y casualmente la encontramos mientras subíamos. Al inicio la reacción de las personas fue de mucha sorpresa, pero al poco tiempo perdieron el interés mientras el guía explicaba los efectos del ataque de aquel insecto. Decía que, si te picaba, te dolería la cabeza y provocaría salpullido y problemas para respirar, entre otros.

Al bajar encontramos un puesto de artesanías indígenas, un señor en taparrabo, de la etnia emberá, ofrecía a todo el grupo sus laboriosas creaciones. Compré un collar en forma de garra, con un grabado del águila harpía; se suponía que daba poderes, pero no funcionó. Supongo que le faltaba algo, pero igual me lo puse.

En ese momento comenzó a llover y decidimos regresar a casa. Atrás dejamos el paraíso boscoso de encantos naturales donde vivimos una experiencia emocionante.

Era el 5 de septiembre de 2019. El cumpleaños de mi papá se acercaba. Ese día mi padre nos dijo a mis hermanos y a mí que iríamos a la playa y que empacáramos suficiente ropa. Nos quedamos con la intriga de por qué hizo esa solicitud y, aunque le preguntamos, insistió en que era una sorpresa. 

Como era de noche nos fuimos a descansar. Bueno, no sé los demás, pero yo no podía porque anhelaba saber cuál era el misterio. Al final el sueño me venció.

Finalmente, llegó el 6 de septiembre. Me levanté, agarré mi teléfono para mirar la hora y vi que eran las 8:15 a. m. Fui a felicitar a papá. Él me pidió que me bañara y me vistiera porque pronto nos marcharíamos. Mis hermanos ya se habían levantado y solo faltaba yo. Entonces me alisté y desayuné rico: jugo de naranja con croissant de chocolate. Reposamos un rato y emprendimos el viaje.

Al llegar a la playa la noticia era que nos quedaríamos durmiendo en un apartamento de un hotel, cerca al mar. ¡Yo no cabía de la emoción! Decidimos irnos al lugar donde nos hospedaríamos para cambiarnos la ropa.

Luego llegamos a la playa, donde nos bañamos y nos tomamos fotos. Dibujamos en la arena e hicimos castillos para divertirnos. En la tarde, antes de que se ocultara el sol, mis hermanos, mi abuela y yo regresamos al departamento a descansar. Mientras tanto, mi papá y mi mamá se fueron a comprar un pastel para la celebración en la noche. 

Pasadas las nueve de la noche me levanté, había sido un día agotador, pero maravilloso. Mis hermanos y mi abuela estaban despiertos. Cantamos el Cumpleaños Feliz junto a mis padres y, como si se tratara de una foto, guardé ese momento inolvidable para siempre en mis recuerdos.

La noche que Estados Unidos invadió Panamá, mi abuela había recogido a mi mamá, que en ese momento tenía dos años, con mucha ilusión porque llevaba consigo las cosas para celebrar la Navidad. 

Por esos años vivían en la calle 26 de El Chorrillo, en un apartamento con un balcón desde el que se veía a las personas caminar de arriba abajo todo el tiempo, como si el día no se acabara nunca. 

Llegó a casa, bañó a mi mamá, revisó las compras y fregó. Mi abuela no se dio cuenta cuando quedó dormida en el sillón. Parecía un día cualquiera, hasta que sonó el ¡buuum!

Mi abuela entró en pánico por el estruendo, corrió al balcón y al ver que la calma del barrio más popular de la ciudad se convirtió en llamas, entendió que su único refugio sería la Parroquia Nuestra Señora de Fátima. Metió ropa en fundas de almohadas y agarró a mi mamá en brazos. Todo el mundo corría desesperadamente y ella no entendía por qué hasta que un guardia le dio la noticia de que Estados Unidos estaba invadiendo. 

Fue ahí cuando lo entendió: a su casa jamás regresaría. Su barrio cambió para siempre. 

Mi abuela caminó rápido, lo más rápido que pudo apenas vio que atrás los soldados estadounidenses causaban terror. En el refugio, las personas lloraban por la destrucción, se quedaron sin casa y no sabían nada de sus seres queridos. 

Del albergue pasaron a Balboa, y dos meses después a los hangares de Albrook, donde permanecieron dos años y medio, hasta que logró mudarse a Tocumen, sitio en el que vivió con mi mamá hasta 2019.  

Esta es una herida abierta para muchos chorrilleros, como mi abuela, y lo más triste es que no ha habido ningún tipo de reparación ni memoria para las víctimas y el país por las pérdidas humanas y daños físicos. 

Aunque la gente de El Chorrillo ha sabido salir adelante y surgir de las cenizas, la Invasión fue un hecho traumático que dejó huellas. Ojalá que siempre se recuerde y nunca más se repita.

Era 10 de junio y estaba ansioso por las vacaciones. Tiempo atrás habíamos planeado para esta fecha visitar un lugar llamado Ibiza, y me emocionaba la idea no solo porque iríamos allí, sino también porque estaría en compañía de mi familia y amigos. En ese viaje me acompañaba mi hermana, mi cuñado, mi mejor amigo y mi mejor amiga. 

La partida sería desde la escuela. Tomamos un bus de la ruta Panamá-Santiago, y el sábado, 11 de junio, a las siete y media de la mañana salimos hacia Río Hato, con destino a Ibiza.  

Al llegar lo primero que vimos fueron unas largas piscinas que se ajustaban al diseño de las villas. Cuando terminamos de bajar las maletas del auto nos preparamos para disfrutar en el agua. Estuvimos todo el día allí jugando, divirtiéndonos y comiendo. 

Para el día siguiente hicimos un plan de ir al supermercado a comprar y luego viajar hacia El Valle de Antón. Allá estuvimos en el zoológico y fuimos también a un serpentario. Me sorprendí al ver la cantidad de especies de serpientes y otros reptiles. En ese lugar aprendimos cómo tratar la mordida de una culebra, cuáles son venenosas y cuáles no. También conocimos sobre los alacranes y qué hacer en caso de picaduras.

En el zoológico me gustó recordar que unos años atrás en ese mismo sitio nos habíamos tomado una foto mi mejor amigo, mi hermana y yo. Así que decidimos volver para plasmar un antes y después.

Luego regresamos a Ibiza. Conocimos a unas personas muy amables, convivimos con ellas hasta que nos cayó un fuerte aguacero. Pero ni con la lluvia queríamos salir de la piscina, aunque al final tocó hacerlo porque le tengo miedo a los rayos y no quería estar allí si alguno impactaba.

Mi cuñado se quedó hablando con los otros huéspedes y entró alrededor de las diez de la noche. Más tarde mi mejor amigo y yo decidimos regresar a la piscina, los demás también se animaron a seguirnos, excepto mi hermana. Allí estuvimos hablando hasta la medianoche, porque las piscinas son veinticuatro horas, pero nos venció el cansancio por la larga jornada y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente era lunes, el fin de nuestra estadía. Teníamos hasta las cinco de la tarde para retirarnos, así que seguimos disfrutando de la alberca, al máximo.

Este fue uno de los mejores viajes junto a mi familia. Al salir de Ibiza nos dirigimos a la ciudad de Santiago. Ya en casa, después de reposar un poco, nos pusimos a bajar el equipaje mientras revivía en mi mente uno a uno los recuerdos de esta aventura.

Domingo 10 de abril, cuatro de la tarde. Finalmente iría a mi encuentro con una de las aves más majestuosas que existen: el águila Harpía. 

Para verlo, mis papás, mi hermana más pequeña y yo hicimos un viaje de varios largos kilómetros hasta el parque Summit, una reserva en medio de dos bosques naturales cerca de la ciudad. Nos recibieron con palomitas de maíz, saltarines inflables y juegos divertidos. Había mucha gente y canales de televisión. Justamente, el águila que tanto deseaba ver estaba de fiesta. 

Al caminar entre la vegetación, pudimos apreciar animales que forman parte del zoológico que funciona en el parque: un león, los venados, monos y varios tipos de aves (entre ellos el guacamayo). 

Y en el fondo, en un lugar especial, el águila Harpía. Hermosa, gigante, de casi un metro. 

En uno de esos momentos de caminata nos encontramos una manada de lobos. No pasó nada, solo el susto. Al parecer, estaban domesticados.

Pese a ese pequeño sobresalto, fue un día maravilloso. Compartí con mi familia y celebramos al ave que, desde hace veinte años, producto de la Ley 18 de 10 abril de 2002 se convirtió en el ave nacional de Panamá. Esa misma ave anida en árboles realmente grandes como el cupido, el frijolillo o la ceiba. 

Aquel día el parque Summit estaba más lleno que otras ocasiones que lo he visitado. A mí me gustaba mucho ir a ese lugar para pasear en medio de la naturaleza, jugar en el área de los columpios, deslizarme por el césped o admirar a los animales y plantas que allí se exhiben; también, comer burundangas y comida rápida.

Sin embargo, en la fiesta del Harpía entendí que es mucho más que eso. La antigua Compañía del Canal de Panamá creó el parque hace casi cien años como una granja experimental para probar la adaptación de especies de plantas de diferentes partes del mundo al clima tropical de Panamá.

Hoy, el Summit es un jardín botánico y zoológico de 250 hectáreas que sirve como santuario para el ave nacional, a la que no dejaba de admirar por su gran pico hacia abajo y su plumaje grisáceo.

Ya estaba cayendo la noche y con ella la hora de despedirnos del recinto, pero como la gente no quería irse hubo que sonar las bocinas: ¡Llegó la hora del cierre!

Y como todos los 10 de abril es el cumpleaños del águila Harpía, esperaremos el del 2023 para volver a celebrar.