Petita Escobar Jaramillo. No podemos hablar del folclor de nuestro país sin mencionar este nombre.

Ella fue la pionera de lo que hoy conocemos como el Ballet Folklórico de Panamá y fue una de las artistas que proyectó a nivel internacional nuestras danzas tradicionales. Como educadora, siempre se interesó en el conocimiento, desarrollo y divulgación de la cultura y costumbres istmeñas a través de la expresión artística.

Fue profesora de biología y química, título que obtuvo en la Universidad de Panamá y que desempeñó durante veintinueve años. Pero lo hizo sin abandonar su motivación y manteniendo siempre un interés personal en el folclor, lo que le llevó a prepararse y organizar, en 1949, el primer conjunto típico de Chiriquí en la Escuela de La Concepción. Luego de dos años fundó el conjunto folclórico del Instituto Nacional de Panamá, uno de los que más influencia ha tenido en el país y que aún se mantiene activo.

Exigente en su trabajo y con todo el profesionalismo y la responsabilidad que le caracterizaba al frente del Conjunto Ritmos de Panamá, nació la idea de llevar nuestros bailes tradicionales a grandes escenarios introduciendo técnicas como el ballet y la danza moderna, así como otros estilos musicales. Entonces, cambió el nombre de la agrupación a Ballet Folclórico Ritmos de Panamá, considerado por decreto presidencial como la agrupación folclórica oficial del Estado panameño.

En 1968 se modifica el nombre al de Ballet Folklórico Nacional, y con eso vino una intensa agenda fuera del país. Incluyó bailes como el ritual chamánico, el reto de zapateadores y el gallo y la gallina, siendo este última uno de las más emblemáticos. Las técnicas de danza moderna se hacen presente en bailes como el candombe de los negros cimarrones, el zaracundé y la danza de balsería.

Petita trataba de contar una historia en cada número, y se convirtió probablemente en la primera coreógrafa folclórica inédita del país.

Su intenso trabajo fue mermando y sus apariciones disminuyeron a causa de la diabetes. A pesar de todas las dificultades que enfrentó debido a su enfermedad, mostró hasta el día de su muerte (el 5 de agosto de 1994) amor por lo que hacía. Petita Escobar Jaramillo dejó una huella imborrable en el folclor nacional.

Durante años ha habido discriminación y desigualdad de género. Es un hecho que antes las personas no creían en una mujer líder o en una ocupando y realizando las mismas tareas laborales que históricamente realizaba el hombre. Pero, el domingo 2 de mayo de 1999, una dama ganó las elecciones presidenciales en Panamá. Su nombre: Mireya Moscoso.

Mireya nació el 1 de julio de 1946 en Pedasí, provincia de Los Santos. A los dieciocho años se casó con el médico, diplomático y político panameño Arnulfo Arias Madrid, quien por entonces tenía 63 y llegó a ser tres veces presidente del Istmo (en 1940, 1949 y 1968). Moscoso comenzó su carrera política en 1964, con la campaña de la última presidencia de su esposo.

Después de que Arnulfo Arias falleciera, en Estados Unidos, Mireya fue nombrada su heredera política y así decidió participar en las elecciones presidenciales de 1994, en la que salió victorioso Ernesto Pérez Balladares. Esta derrota significaría el inicio para ella: regresó al campo y agradeció a todos los que la ayudaron en su primer intento. Comenzó su proceso de reorganización y maximizó sus esfuerzos para conseguir la anhelada victoria.  

Y en 1999 lo consiguió. El 42% de los votantes la apoyó. Esta hazaña la convirtió en la primera —y hasta ahora única— presidenta del país.

«Aspiro a que más mujeres se atrevan a correr y que se apoyen las unas a las otras, que no se descalifiquen y que sean sus mejores aliadas, algo que no recibí durante mi inicio en la política», mencionó en una ocasión la expresidenta.

Pero no piensen que todo le fue fácil. Moscoso reconoce regularmente en entrevistas que ganarse el respeto de los ciudadanos fue un trabajo complicado. En comparación con un hombre, las mujeres, incluyéndola, tienen que esforzarse el doble o hasta el triple para prosperar.

«Las barreras nunca me detuvieron, me atreví a correr a un puesto político y sabía que tendría que lidiar con muchos aspectos negativos, así como ataques injustos y machistas. Creo que lo más importante es nunca ver una barrera al frente, sino superarla y enfocarse», indicó una vez.

En su gobierno, Mireya Moscoso construyó un museo para niños en la ciudad capital, reconstruyó y equipó el Hospital Santo Tomás, que hoy en día es uno de los principales centros de salud pública del país, así como el Hospital José Domingo de Obaldía, moderno nosocomio ubicado en la provincia de Chiriquí.

Sin duda, Mireya Moscoso es una inspiración para nuestra sociedad y es digno ejemplo de todo lo que puede llegar a ser una mujer.

 

Esta es la historia de la panameña más influyente de todo el siglo XX: Reina Torrez de Araúz, la antropóloga que creó la mayor parte de los museos que existen en Panamá y que defendió hasta el último de sus días nuestro derecho a ver y entender nuestro pasado.

Comenzó su vida laboral con solo veintidós años, al regresar de Argentina con una licenciatura en Antropología, profesorado en Historia y un certificado de Técnico en Museos por la Universidad de Buenos Aires, en 1955. Su primer trabajo como antropóloga fue en el Instituto Indigenista Americano, en 1957. Se concentró en el estudio de las características de los pueblos indígenas panameños en su propio ambiente, mediante visitas de campo a selvas y serranías de Panamá. Este trabajo teórico y de investigación documental le ayudó a realizar un registro fotográfico y detallado de la cultura de estos grupos.

“América indígena”, su primer ensayo sobre los indígenas chocoes del Darién, fue publicado en 1958 y le abrió el camino a su primera participación en foros científicos internacionales durante el XXXIII Congreso de Americanistas, en Costa Rica.

La meta era “estudiar con detenimiento a los gunas continentales, observar la dispersión de los chocoes y calibrar el empuje de los colonos chiricanos y azuerenses ante la pasividad del grupo afro de histórica estirpe”, dijo al momento de organizar una expedición al Tapón del Darién junto a investigadores de la National Geographic, cuando en aquel entonces se demostraría que era posible atravesar la selva en un vehículo a motor. Reina llevó a cabo la gira junto a su esposo, el profesor Amado Araúz, con quien tuvo tres hijos.

Tras la travesía fundó el Centro de Investigación Antropológicas de la Universidad de Panamá, con el propósito de realizar estudios en todos los campos posibles de la ciencia humana. Para 1965 creó dos cátedras en la casa de estudios superiores, Prehistoria de Panamá y Etnografía de Panamá, pues la pionera quería que los estudiantes conocieran la diversidad étnica del Istmo.

Cinco años más tarde es nombrada directora del Museo Nacional de Panamá y encargada de la Dirección de Patrimonio Histórico del entonces Instituto Nacional de Cultura. Por su trayectoria como docente, en 1974 se convirtió en la primera mujer panameña en ser formalmente miembro de número de la Academia Panameña de Historia.

Reina Torres fundó el Museo del Hombre Panameño, que años más tarde sería reubicado en la Plaza 5 de Mayo y renombrado Museo Antropológico Reina Torres de Araúz, en su honor. Además, impulsó la creación de espacios culturales como el Museo del Parque Arqueológico El Caño, el Museo de la Nacionalidad, el Museo de Arte Religioso Colonial, el Museo Afroantillano de Panamá, el Museo de Ciencias Naturales y el Museo de Historia de Panamá.

También luchó por preservar y rescatar las piezas históricas panameñas. Así, cuando en 1979 (tras dos años de la firma de los Tratados Torrijos-Carter) el gobernador de la Zona del Canal de Panamá, Harold Parfitt, retiró la locomotora 299 del primer ferrocarril transcontinental para enviarla a un museo industrial en Nueva Jersey (Estados Unidos), Torres estuvo en desacuerdo, pues esta había sido incluida previamente dentro del patrimonio histórico nacional. Indignada, describió la acción como «una negación efectiva a las declaraciones conjuntas de ratificación de la soberanía total panameña».

A principios de la década de 1980 su vida dio un giro drástico. Su primogénito Oscar, de veintitrés años, fue operado de apendicitis aguda y más tarde le diagnosticaron un cáncer en estado avanzado. Días después a ella le descubrieron cáncer de seno. Su hijo falleció mientras ella estaba bajo los efectos de la primera dosis de quimioterapia.

A pesar de todo, Reina continuó escribiendo su noveno libro, “La colonia escocesa en Darién”, y siguió con las gestiones por regresar a Panamá algunos bienes patrimoniales que se encontraban en el extranjero.

El 26 de febrero de 1982, a la edad de 49 años, la doctora Reina Cristina Torres de Araúz dejó este mundo. Ahora su cuerpo descansa en paz en el Museo del Hombre Panameño. La revista National Geographic la agregó como “una de las 20 mujeres más importantes”. Por eso, y otras razones, ella es una de las féminas que cambiaron la historia.

Colón, la Tacita de Oro, 1932. En la ciudad de una fuerte presencia estadounidense, Irma Matilde Villalobos juega con sus amigas después de las clases. Al cabo de un rato, vuelve a su casa, la número 25 de la calle Quinta, para encontrarse con una de las tragedias que marcaría su vida: su mamá murió de un derrame cerebral. Eso resume su infancia: unos días alegres y otros no tanto. 

Irma es mi abuela. Ojos azules, piel blanca, cabello corto, dorado como el oro. Lee el diario La Prensa todas las mañanas y me llama siempre. “¡Ani, Ani!”, vocifera y constantemente tiene una historia que contar. “La ciudad se sentía como una familia, un club, todos se conocían”, me dice mi abuela sobre el orgullo de ser colonense. Ella, toda su vida extremadamente sociable, salía con sus amigas a jugar tenis y nadar en la piscina en el Hotel Washington. 

Antón, provincia de Coclé. Se conocen dos personas en una procesión del Cristo Negro de Esquipulas, encuentro que cambiará sus vidas por completo. “¡Nos echó macuá!”, dice mi abuela. Se ríe: En otras palabras, la hechizaron, recuerda. ¿Quién? Mi abuelo. Ella ya le había puesto el ojo a este caballero muy elegante gracias a su hermano, Jorge, pues los dos eran compañeros de baloncesto. Tras enamorarse, en 1956 se casaron y tuvieron tres hijos, Ricky, Julio y Ana Matilde. 

Mi abuela también tuvo muchos logros profesionales por su perfecto inglés, que aprendió en el Colegio Saint Mary. “Me preparó de punta a punta”, destaca sobre su escuela. Pudo trabajar en el Canal de Panamá apenas salió de la secundaria. 

Más adelante en su carrera, fue una de las primeras mujeres en el puesto de supervisora de las esclusas. “Hacía turno nocturno con los obreros. ¡Ufff! Hasta trabajaba catorce horas seguidas como si nada, feliz”, comenta. En su empleo hizo muchas amistades y mantenía muy buenas relaciones con todos los compañeros. Gracias a su talento, se ganó una beca para estudiar en Chicago, Estados Unidos, y pudo capacitarse aún más en su área. 

Cuando se jubiló, tuvo que ser recontratada por sus capacidades y conocimientos, porque no podían encontrar a una persona con el nivel de experiencia de ella. También fue integrante de diversos clubes sociales de ayuda social, que hasta el día de hoy se mantienen en contacto, como el Club de Jardinería de Las Cumbres, La Medalla Milagrosa y La Asociación de Esposas de Ingenieros del Canal. “Algunas veces hacíamos bazares con el fin de recolectar ropa, íbamos a iglesias en El Chorrillo para donar recursos a las monjas que cuidaban de los niños, también organizábamos bingos y desfiles de sombreros para recaudar fondos”, comparte. 

No puedo dejar aparte su pasión por las artes escénicas, un amor que transmitió a su familia. Con mi abuelo y otras personas fundó el Teatro en Círculo, que hasta el día de hoy está en pie en la ciudad capital. En esta sala tengo hermosos recuerdos de ver obras con mi familia, asistir a ensayos de los montajes e ir a ver la acción tras los bastidores. Después de las funciones, felicitar a los actores y conocerlos.

Este perfil no resume ni una mitad de todas las anécdotas que mi abuela tiene para contar. Pero les pude dar una introducción de su noble, inspiradora y valiente historia. 

Para Pita.

De parte de tu nieta, Ana Lucía.

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Hace mucho tiempo existía un famoso juego infantil llamado “cocinaíto”, un entretenimiento típico panameño que era la adoración de todas las niñas. Podías jugarlo todos los días sin importar si era de mañana o de noche. Era la diversión perfecta para sacar la creatividad culinaria desde temprana edad. Y así fue para Cuquita Arias de Calvo, quien a través del mismo recordaba toda la alegría que sentía en su hogar cada vez que la madre cocinaba para la familia.

Su mamá preparaba los platillos con la nana, convertía la cocina en una fiesta y siempre se gozaba en ella. Todos los días había manjares variados y exquisitos, una satisfacción para el paladar. Alimentos al estilo panameño, pero con un toque especial cubano, pues la madre era originaria de la isla caribeña. Todo lo que vivió Cuquita de niña le ayudó a crecer en ese amor incondicional que tiene por la gastronomía. 

Pasó la secundaria en Nueva York (Estados Unidos), y en París (Francia) estuvo en un finishing school, donde las jóvenes aprendían las gracias sociales y se preparaban para su entrada en la sociedad. 

Volvió a Panamá decidida a que por un tiempo trabajaría dando clases de cocina para niños. Cuquita no había estudiado para este oficio, pero la vida le había enseñado todo lo que necesitaba saber para hacer lo que disfrutaba. Y así fue mostrando a otros el arte culinario y la manera en la cual se puede ser muy creativo con ella. 

En un punto de su vida tuvo la idea de emprender con una amiga. Empezaron con algo pequeño, vendían mermeladas y otros productos y terminaron con un restaurante catering llamado Golosinas. Aunque ese establecimiento tuvo sus pros y contras, Cuquita siempre lo disfrutó.

Con los frutos de su negocio, hizo un paréntesis y fue una de las responsables de Nutre Hogar, fundación que brinda alimento a niños desnutridos de bajos recursos económicos alrededor del país. Un proyecto que la enorgullece, ya que ayudar a otros es algo que le encanta y es mucho mejor cuando es a través de lo que más le gusta hacer. 

Con el paso de los años, Cuquita empezó a ser un icono muy popular en Panamá. Su pasión, cariño y creatividad atraía a muchos extranjeros a probar nuestra gastronomía. Además, con las invitaciones que recibía para trabajar en proyectos fuera del país, contribuía a que la cultura panameña se expandiera a través del mundo. 

Vivió unos años en Nueva York con su familia, donde era reconocida de una manera singular. Cada vez que en el piso de su apartamento olía a comida, era porque Cuquita había llegado. Sus vecinos le preguntaban lo mismo de siempre: «¿Cuándo iba a ser el momento en el que les enseñaría a cocinar?». Eso fue algo que la inspiró a escribir su primer libro de cocina: Panamá en su salsa.

Tras ese título salieron varios más, donde uno de ellos fue Panamá Chombo Style, obra que ganó el premio al mejor libro de cocina africana publicado fuera del continente africano, en los International Gourmand Cookbook Awards. 

Cuando Cuquita pensaba que no le podría ir mejor en su vida de chef, mientras trabajaba en el Hotel Bristol, alguien le propuso cocinar para el papa Francisco durante su visita a Panamá, en el 2019. La mujer se había emocionado mucho con este ofrecimiento; a pesar de haber preparado sus platillos a príncipes y presidentes, siempre había deseado hacerlo para el sumo pontífice. Al lograrlo, sintió que había cumplido un anhelo. “Tengo dos sueños: uno cocinarle a usted, el otro, darle un abrazo”, palabras que dijo al santo padre al conocerlo. Para ella fue una experiencia totalmente maravillosa e irrepetible que guardará con cariño en su corazón, según ha expresado.

Leticia Mercedes de la Caridad del Cobre es el nombre completo de esta mujer que hoy en día sigue inspirando a muchos.

“Cuando verdaderamente tienes pasión por lo que haces, nunca te vas a cansar, y esa pasión siempre está viva en ti”, opina Cuquita.

Hay una panameña trabajando en la NASA, y su nombre es Erika Podest. De niña le gustaba explorar el medio ambiente, ahora de grande ayuda a construir satélites para ir al espacio y trabaja en misiones para medir los ecosistemas cambiantes de la Tierra desde allá arriba.

Erika ama su país de origen y trabajó duro para estar donde está. Comenzó sus estudios en el Colegio St. Mary, donde fue surgiendo su encanto por la naturaleza, gracias a que sus padres amaban aventurarse por todo el istmo. “Siempre estábamos en alguna actividad al aire libre, ya fuese ir a Taboga, de pesca al lago Gatún, a acampar, de buceo o a la playa… Cualquier actividad, pero todas estaban relacionadas con el medio ambiente”. Estar tanto tiempo en contacto con el entorno hizo que le tuviera un respeto inmenso y un amor hacia todo lo que le rodeaba.

En sus años universitarios estudió Ingeniería Eléctrica en el Embry-Riddle Aeronautical University, en Prescott (Arizona, Estados Unidos), donde obtuvo una licencia de piloto privado. En uno de sus vuelos solitarios tomó fotografías desde las alturas de la flora de aquel lugar en el que se encontraba, lo cual la llevó a interesarse en el estudio de nuestro planeta. “Después de estudiar ingeniería, sentí que necesitaba enfocarme un poco más y quería hacerlo en tecnología aplicada al medio ambiente. Así es como encontré los programas de maestría y doctorado que tomé”, señaló.

Desde el 2009 la doctora Podest trabaja en la Administración Nacional de Aeronáutica y el Espacio, más conocida como NASA (por sus siglas en inglés, National Aeronautics and Space Administration). Comenzó como pasante de maestría en 2006 hasta el 2008, cuando desarrolló su tesis de doctorado. Esta hazaña académica la llevó a tener varias oportunidades laborales que le permitieron la posibilidad de ser parte del equipo de la agencia gubernamental que gestiona el programa espacial estadounidense.

Sus investigaciones conllevan estudiar las imágenes del planeta Tierra, tomadas por satélites, analizar el estado de sus ecosistemas y ver cómo están siendo afectados por el cambio climático. De igual manera, se encarga de identificar cuáles son los impactos que influyen y cambian el ambiente como el calentamiento global en la vegetación, el descongelamiento de los glaciares y de los suelos congelados en los humedales a nivel global, así como lo relacionado con los recursos hídricos. 

Actualmente trabaja en proyectos como NASA-ISRO SAR Mission, que mide todas las variables de los ecosistemas cambiantes de la Tierra. El programa favorito de nuestra panameña es el Soil Moisture Active Passive, mejor conocido por sus siglas SMAP.

El SMAP llevó un satélite al espacio para medir cuánta agua se estaba acumulando en el suelo del planeta. Para Erika fue interesante ser parte de esta iniciativa, al ver cómo un proyecto pasaba del papel y la teoría a la realidad y a la práctica. Ese proceso fue muy lindo e increíble de presenciar, manifestó.

Como científica pudo medir otros aspectos relacionados con  nuestro planeta. «Fue valioso entender mejor el ciclo del agua y predecir con mayor precisión la producción agropecuaria, el tiempo atmosférico y la identificación de áreas propensas a sequías, inundaciones y derrumbes”, afirmó.  Además, estos estudios ayudan a definir áreas en riesgo de enfermedades transmitidas por mosquitos, como la malaria y la fiebre amarilla.

Mujeres como Erika nos inspiran a nosotras para que logremos las más grandes misiones como trabajar para influir positivamente en nuestro mundo, no tener miedo de salir de lo común y hacer lo que nos gusta, siempre manteniendo nuestra humildad por más exitosas o famosas que seamos, como ha ocurrido con ella.

“Recuerdo mi infancia como una etapa bella, linda y satisfactoria de mi vida”, me manifestó en una ocasión la artista panameña Olga Sinclair. Estábamos sentadas en la terraza de una cafetería, donde me contó cómo fueron sus inicios en el arte y los desafíos que debió enfrentar para alcanzar el triunfo.

Desde el mismo día que llegó al mundo, sus padres sabían que a ella le aguardaba un futuro brillante. Siempre estuvo protegida por su familia, un clan con un linaje caracterizado por lograr sus cometidos y siempre estar comprometidos con aquellas metas que se proponían.

Su afinación e inclinación por la pintura y el arte en general le surgieron temprano, a los dos o tres años. Esa tarde en la que conversábamos compartió que su principal inspiración era y será su padre, el maestro Alfredo Sinclair. Recordaba esos días en los que simplemente se sentaba en el estudio de su papá y contemplaba con admiración el trabajo que él realizaba.

Enseguida recordó una frase que su progenitor le dijo una vez y que la marcó: “Si uno de mis hijos se atreve a ser un artista y vivir de eso, tiene que tener pantalones”. Y Olga los tuvo.

Una tarde compró frutas. Sacó la pera de la bolsa y la acomodó al lado de la ventana que el sol traspasaba como si nada. Contempló aquella escena por unos segundos y un sentimiento surgió en ella, como si un rayo le hubiera impactado. En un instante supo que debía crear nuevos cuadros a partir de la forma de aquella fruta que de esa manera se convirtió en el símbolo del imponente cuerpo femenino que siempre se le venía a la mente. “Dejé todo el trabajo que tenía hecho y comencé a pintar peras hasta un punto donde no podía parar”, confesó Sinclair.

Olga Sinclair ha sido constante en su apoyo a la niñez y la juventud. Se preocupa por ellos y por su futuro. “Los niños son el peso de nuestra sociedad, de nuestra identidad y dignidad como seres humanos. No prestarles la suficiente atención o no invertir en ellos los valores necesarios es como arrojar a la humanidad al basurero”, indica.

Para darles el puesto que merecen los chicos en Panamá, creó la Fundación Olga Sinclair, la cual abrió sus puertas en agosto del 2010, con el objetivo de hacer que los niños y jóvenes manifiesten sus ideas a través de la pintura, fortalezcan los mejores valores y se dejen llevar por su imaginación, el buen criterio y la creatividad.

Como han podido notar, Olga Sinclair es amable, apasionada, cariñosa y, sobre todo, un ejemplo a seguir. Su trabajo le obsequia a la gente momentos especiales de reflexión y de autoconocimiento, algo bastante admirable. La marca que ha dejado, que deja y que dejará en el universo artístico y humano siempre será recordada y contada de boca en boca durante generaciones.

“Solo tenemos noventa años”, solía decir la escritora panameña Rosa María Britton. Era su invitación para vivir al máximo y valorar cada minuto de nuestra existencia como un bien preciado. Fue una de las mujeres más influyentes de Panamá en materia literaria y médica durante el siglo XX. Y aunque ella murió a los 82 años, cumplió al cien por cien su consejo: fue una de las oncólogas más importantes, a la par escribió novelas y cuentos, ganó premios literarios (dentro y fuera de nuestras fronteras) y peleó para que la educación sexual llegara a todos los jóvenes.

Una mujer capaz de mostrarle al mundo que era posible lo imposible. El 28 de julio de 1936 nació en el seno de la familia integrada por Matías Crespo (cubano) y Carmen Justiniani de Crespo (panameña). “Mi padre y mi madre eran muy inteligentes, yo nací en una casa con libros. No te puedes imaginar lo que he leído en mi vida, yo leí libros grandísimos desde los nueve años, y sola. Yo he leído toda mi vida, a pesar de ser médico”, dijo en una ocasión durante una entrevista.

Empezó a escribir su primera obra durante sus tiempos libres, mientras viajaba por diferentes países del continente americano gracias a sus especialidades médicas. Cuando terminaba de redactar se lo compartía todo a su secretaria para que lo pasara en limpio en una máquina eléctrica. Sus amigos la animaron a mandar su obra, El ataúd de uso, a la categoría novela del Premio Nacional de Literatura Ricardo Miró, en 1982, certamen que ganó. Este resultado coincidió con lo que expresó una vez: «Siempre he tenido inclinaciones literarias y tenía esa ambición de escribir una historia familiar».

Además de la literatura, Britton dedicó una parte de su vida en ser médica, en particular en las ramas de la obstetricia y la oncología.

Como obstetra fue entrevistada durante décadas por los medios de comunicación social sobre la importancia de que todos tengan acceso a la educación sexual, ya que para ella era esencial que esa información llegara a los jóvenes.

Rosa María Britton proponía que en todas las escuelas de Panamá, tanto en las públicas como en las privadas, se impartiera la clase de educación sexual, de forma abierta y responsable, para que así los muchachos comprendieran mejor sobre los embarazos precoces y cómo estos podrían traer consecuencias en el presente y el futuro. Aconsejaba que a veces era mejor ir poco a poco en vez de apurarse en decisiones con serias consecuencias.

En oncología, de la mano de los conocimientos y aprendizajes adquiridos por sus estudios, lecturas y viajes a congresos, Britton ayudó a buscar nuevas técnicas para combatir el cáncer.

“Quisiera ser recordada como alguien que trató de hacer lo mejor posible como médico y escritora”, comentó en una ocasión esta panameña que hoy en día inspira a muchas mujeres jóvenes y adultas a ser independientes, a cumplir sus metas y potenciar sus habilidades. Ella demostró que las féminas somos capaces de colaborar al desarrollo del mundo entero.

Desde muy pequeño amé la música, me encantaba oír las canciones del momento. Un día escuché de un interesante proyecto donde resaltaba un nombre: Erika Ender. No sabía de quién se trataba. Recuerdo que le pregunté a mi mamá: «¿ Y quién es ella?». Me respondió: «Es Erika Ender, una cantautora que ha dejado en alto a nuestro país». Desde ese instante capturó por completo mi atención y quise saber más sobre sus logros.

Leyendo sobre Erika Ender, descubrí que desde chica demostró su gran habilidad para el canto. Tenía una hermosa voz, era también una joven bella, y además compositora. Con el tiempo logró escribir canciones para distintos artistas, algunas de sus piezas llegaron a traducirse a varios idiomas. Por su talento terminó destacándose, abriéndose camino y dejando en claro que había nacido para hacer música.

En 2016 sonó una canción que rápidamente se convirtió en un éxito mundial. Para mi sorpresa, entre sus compositores estaba esta talentosa panameña. La titularon «Despacito», y fue escrita por Erika Ender, Luis Fonsi y Daddy Yankee. A mí de por sí ya me gustaba esta canción, pero al saber que había inspiración de la panameña en su letra, me encantó aún más. Es emocionante descubrir que en esta combinación de géneros musicales (reguetón y pop latino) la suave música se entrelazó con una letra adecuada, formando un gran éxito.

Ender también es la creadora del proyecto juvenil Talenpro (Talento con Propósito), que año tras año cambia la vida de cientos de estudiantes panameños, fomentando sus capacidades y ofreciendo como premios becas universitarias (algunas internacionales) a los ganadores. Me maravilló tal causa, y quedé igual de impactado con su Fundación Puertas Abiertas.

A mis trece años, tengo la oportunidad redactar estas líneas sobre la historia de Erika Ender, algo que desde hace un tiempo quise compartir. Me inspira relatar detalles de la vida de esta mujer que ha dejado en alto a mi bello Panamá, y de paso, ha servido de motivación para muchos jóvenes como yo.

La artista que con sus melodías dio a un país razones para estar orgullosos de ella, la persona que con esfuerzo y dedicación ha logrado sus sueños y el reconocimiento mundial. Como adolescente, encuentro en Erika Ender un ejemplo a seguir.

También veo en sus palabras lecciones de vida que me han impactado, como cuando dijo: “Los logros que alcanzo en el camino, no los abrazo desde el ego, sino desde el agradecimiento”.

¿Qué esconden aquellas almas empoderadas que, a pesar de las adversidades, decidieron luchar sin importar el dolor, las lágrimas y el abatimiento para lograr sus sueños?

Esta es la historia de una de esas almas, una mujer de corazón puro y valiente. Una tarde entre tantas de 1997, el cansancio la ceñía por completo, pero allí seguía redactando sus sentimientos en un papel. Años después comprendería cuán importante fue escribir aquellas palabras, que volvía a leer para llenarse de motivación y seguir adelante.

Cada mañana, antes de que irrumpiera el amanecer con su trajín, ella ya se encontraba alistando a sus tres hijos para el colegio. Chicos de un mismo vientre, pero con distintas maneras de ser. Caminar no siempre era de su agrado, pero al hacerlo junto a ellos procuraba que fueran momentos gratos de cercanía, que sus retoños guardaron esos instantes de conexión familiar para siempre en sus mentes.

Buscaba mostrarse ante sus hijos como fuerte de espíritu, que ellos sintieran que era el soporte de sus vidas. Pero algo en ella se desvaneció cuando notó a su hijo mayor tan distinto y con una gran aflicción. Esto duró largo tiempo, años de luchas y de varias citas con el psicólogo. Con la asistencia de especialistas y su apoyo incondicional de madre, le ayudó a encontrar el sendero correcto.

A pesar de la atención especial que en determinados momentos debía dar, amaba y procuraba igual dedicación a todos sus hijos. Todas las mañanas los acompañaba a la escuela y antes del mediodía ya estaba esperándolos en las afueras del plantel, junto a otras madres, cada cual con sus dramas y sus historias.

Algunas veces sus ojos se debilitaban y reflejaban cansancio. Sus finas manos se adormecían por las horas dedicadas a planchar. Y se apoderaba de su semblante un pesar interno. Pero era guerrera. Incluso en momentos cuando parecía toda abatida y su corazón se balanceaba en un mar de sentimientos, como cuando estuvo en el cuarto de urgencias de un hospital esperando que atendieran a alguno de sus hijos, solo con un vaso de té en el estómago, encontraba fuerzas para retomar sus objetivos.

Siempre estaba llena de optimismo. No podía negar el temor que le despertaban las inundaciones vividas en algunos inviernos, sin embargo, en esos tiempos difíciles tuvo el amor de tres hermosas sonrisas inocentes que eran su mayor motivación para mantenerse firme ante la adversidad. Hasta el día de hoy, ellos agradecen a su madre por ser ese manto de confianza y seguridad, por estar en todo momento.

Una vez conoció un amor de esos que se vuelven inolvidables en la adolescencia, que provocan un laberinto de emociones. Pero fue junto a sus hijos que ella experimentó el más profundo y verdadero significado de amar; supo que jamás existiría una palabra tan etérea y que solo su corazón podría describir aquel sentimiento inefable.

Aquella alma es mi madre y su nombre es Pastora. Su entrega me hace entender el inmenso significado de la palabra amor. Hoy en día, verla sonreír es como recorrer un sendero en primavera, áspero pero libre. Es, sin duda, el mejor regalo que podría merecer.

Guardo sus lecciones como un tesoro, y aún sigo aprendiendo de ella. A mis hermanos y a mí nos enseñó a procurar no caernos; pero si lo hacemos, levantarnos y continuar. También, que entre tantas adversidades no hay que esperar un tiempo determinado para decidir tu camino, porque las riendas de tu vida las tomas tú y depende de ti empezar ahora.

Madre, eres luz. Luz preservadora de mi vida. Luz rosal de puro amor.