Muchas veces es difícil imaginar un sitio sin tanto alboroto fuera de la ciudad, sin embargo, nuestro país cuenta con uno de los lugares turísticos naturales más hermosos y apacibles. Apuesto a que tú ni siquiera lo conoces… 

Te hablo de la comarca Ngäbe-Buglé. Sus aguas cristalinas, vegetación virgen, cascadas inigualables y rica fauna conquistarán tu espíritu aventurero. ¡No te vas a arrepentir!

No necesitas planear con antelación tu fin de semana de aventura. Puedes irte en transporte público o en una camioneta todoterreno desde muy temprano, porque gran parte del día será para el viaje. Mis amigos y yo tomamos un autobús a David, a las 4:00 a. m., en la Gran Terminal Nacional de Transporte de Albrook, que nos costó 19 dólares. Llevamos una mochila con lo necesario. Al llegar a la estación de David, al mediodía, desayunamos y tomamos un bus hacia la comarca, a un costo de 3 dólares. Tardamos aproximadamente dos horas en llegar a nuestro destino.

Era un ambiente distinto al acostumbrado en la ciudad. Un terreno muy montañoso nos rodeaba, suelos con mucha roca y el bosque tropical que dominaba nuestra vista. Ingresamos a la espesa selva de la comunidad en caballos guiados por unos lugareños. En el sitio se hablan dos dialectos natales, aunque algunos dominan el español. Fue interesante escucharlos.

Desde que llegamos recibimos una cálida bienvenida por los locales, quienes, en su mayoría, viven en casas de madera con techo de hojas o de zinc y pisos de tierra. 

Sus vestidos son únicos, hermosos. Las mujeres usan trajes y camisas muy llamativas con cintas bordadas y coloridas conocidas como naguas. No usan calzado, se pasean descalzas.

Estos indígenas tienen bailes típicos, en los cuales participamos. Compartimos sus comidas, como la chicha, una bebida de maíz nacido muy buena. Combinan el banano con especias naturales y otros productos de la naturaleza para obtener una de las mejores sopas tradicionales que he podido probar.

Algo curioso fue saber que liman sus dientes con lima para afilar machetes. Además, sus familias son muy numerosas y la poligamia era común hace unos años atrás.

Alrededor de las 3:00 p. m. partimos a la comunidad costera de Kusapín. Allí encontramos playas de aguas cristalinas y comidas con mariscos.

También recorrimos cascadas como La Tulivieja, un salto ubicado en la comunidad de Soloy. Luego visitamos el salto Qui Qui, mejor conocido como el chorro de la Maestra, donde se dice que murió una maestra muy amada por los locales.

Apenas era la mitad del recorrido y ya estábamos maravillados con la magia del lugar. Al acostarnos escuchamos el sonido relajante de la naturaleza. Es cierto que en la noche había demasiados mosquitos, pero eso perdía importancia con la luz de la luna que nos regalaba una vista grandiosa del cielo.

Al despertar visitamos el salto Romelio, uno de los chorros más altos de todo el país, cuya caudalosa caída mide alrededor de 180 metros. Tiene un particular sonido que nunca antes había escuchado, me imaginaba a un búho debajo del agua.

Fue un gran fin de semana compartiendo con personas grandiosas y humildes de buen corazón, quienes fácilmente compartieron lo que tenían. Antes de partir decidimos comprar sus hermosas artesanías, prendas y túnicas, ya que es su medio de subsistencia. 

Te invito a visitar un lugar tan maravilloso como la comarca, que se encuentra en tu propio país. Es un paraíso que te puede recibir cuando quieras. No pierdas la oportunidad de conocer gente grandiosa y lugares vírgenes de Panamá.

El Canal es más que una vía fluvial artificial que une los océanos Atlántico y Pacífico a través del istmo de Panamá. Su historia data del siglo XIX, cuando los países de este lado del mundo intentaban estructurarse como naciones independientes de los reinos europeos. 

La vía interoceánica —que abarca desde Cristóbal, en la bahía de Limón (un brazo del mar Caribe), hasta Balboa en el golfo de Panamá— tiene unos 80 km de longitud. Su función es estimular el comercio internacional.

El proyecto inicial, inaugurado en 1914, contaba con tres esclusas, que aún siguen en uso. Pero en el año 2016 se agregaron otras más anchas, lo que es conocido como la ampliación del Canal de Panamá, que hicieron posible el paso de buques más grandes. Esto permitió que el país se beneficiara más de la demanda de tráfico marítimo.

En el sitio web www.pancanal.com se describe que la idea de crear un paso en Panamá, conectando los dos océanos fue de Vasco Núñez de Balboa, en el siglo XVI. Aunque el verdadero primer intento de esta hazaña fue en 1880 por los franceses, quienes trabajaron durante nueve años, sin embargo, les fue imposible terminarlo. No estudiar el terreno y no preparar a la mano de obra, la mala administración y las enfermedades como la fiebre amarilla, fueron algunas de las razones del fracaso. 

Luego de que los franceses tiraron la toalla, Estados Unidos, gobernado por el presidente Theodore Roosevelt, promovió la idea de un canal en Panamá ante el Congreso de su país, ya que lo consideró esencial para tener control sobre los dos océanos más grandes del mundo. 

Cuando el país norteamericano aterrizó la propuesta, se concretó su respaldo al nacimiento de Panamá como república. Un apoyo que estaba vinculado a sus intereses sobre la construcción de la vía. Es así que en el año 1903 se da la separación de Panamá de Colombia y al siguiente año se inicia la construcción del Canal por manos de Estados Unidos. 

El Canal inició sus operaciones bajo la administración estadounidense, de acuerdo a lo estipulado en el Tratado Hay-Bunau Varilla. Hubo un gran descontento por ese otorgamiento, que muchos consideraban excesivo, así que el pueblo panameño luchó para recuperar la vía interoceánica. 

Luego de los reclamos, manifestaciones, enfrentamientos en las calles, el 7 de septiembre de 1977 fue posible el sueño panameño. El presidente Jimmy Carter y el general Omar Torrijos firmaron un nuevo tratado, el Torrijos-Carter, que reconocía la anhelada soberanía sobre todo el territorio panameño, incluido lo que se conocía como Zona del Canal. Claramente se indicó que Estados Unidos debería entregar el Canal a Panamá el 31 de diciembre de 1999. 

Pese a los logros, hay algunas cláusulas que ponen en duda la absoluta autonomía, como una que indica que, si Panamá pierde el control del Canal, Estados Unidos tendría el derecho de tomar nuevamente las riendas.

Además de su importancia y de los beneficios que otorga mundialmente a los países, el Canal tiene una historia rica e interesante, que lo hace atractivo para visitar y aprender más sobre este orgullo nacional. 

Recuerdo perfectamente cuando inició todo: era la 1:35 p. m. y el sol estaba en todo su apogeo. Así fue como nos recibió el Parque Nacional Volcán Barú, sitio que nos regaló un gran día, gracias a su naturaleza y la biodiversidad del ecosistema del bosque nuboso; sobre todo esa variedad de especies animales y vegetales exclusivas de la cordillera compartida por Panamá y Costa Rica.

Caminamos al duodécimo pico más alto de América Central y el único lugar del mundo donde, en los días más claros, se pueden ver los océanos Atlántico y Pacífico en simultaneidad.

Nuestro guía nos contó que esta área protegida ha recibido la mayor cantidad de visitantes en la provincia de Chiriquí durante los últimos años, con un aproximado de diez mil personas por mes. Ahora somos unos de esos turistas y queremos conocer un parque ecológico de gran reconocimiento.

Recorrimos varios senderos en busca del quetzal y otras especies. Exploramos la naturaleza del bosque, el cual nos pareció diferente a otros, ya que se percibe un aire que nunca antes habíamos sentido. Era como si el cielo pudiera respirar y ese sitio fuera el centro de todo el caudal.

Supimos, pues investigamos un poco al comenzar nuestra travesía, que este volcán cuenta con siete cráteres y varias rutas de senderismo que el visitante puede tomar. También nuestro guía nos informó que algunos caminos son bastante desafiantes, mientras que otros son más cortos y accesibles. Sentíamos que estábamos camino al “pueblo de las nubes”.

Camino hacia la cumbre, entre la bella naturaleza, observamos a varios grupos de senderistas de muchas partes del mundo. Nos pareció genial que visiten nuestro país. Todos ellos con sonrisas en su rostro y con evidente ansiedad de comenzar un viaje nuevo.

La subida nos llevó seis horas. Fue una experiencia inolvidable admirar por primera vez lo que significa la madre naturaleza. Allí, con un frío que en mi vida había sentido, descubrí que soy parte de ella. 

¿Saben lo que significa tener el paraíso entre sus manos? Esa fue la sensación que nos llevamos al alcanzar la cima, éramos parte de una obra de arte creada a la imagen y semejanza de Dios. Para internalizar lo que ocurre allá arriba, es necesario vivir la experiencia.

Ya de regreso observamos caudalosos ríos como el Chiriquí Viejo, que atraviesa el paisaje agrícola de Boquete, donde se practica rafting o canotaje. Conocimos lugares como el Paso del Respingo, perfecto para la observación de aves como el tucán o para encontrar hermosas orquídeas y helechos. Después de un día de recorridos pudimos tomarnos un aromático café en Boquete.

Cada uno de los caminos que recorrimos llenos de verdor, que irradian alegría, nos llevaron a disfrutar de la naturaleza en su máxima expresión. Por esa razón, si eres de esas personas aventureras como yo, este sitio ecológico es ideal para ti. Ciertamente, el volcán Barú es uno de los lugares predilectos de los campistas y senderistas. No pierdas la oportunidad de conocer personas grandiosas y zonas vírgenes, pues una vez que conectes con ellas no dudarás en regresar.

No teníamos rumbo fijo cuando vimos un cartel colorido con letras grandes que decía Boquete. Pedí a Theo detenerse un momento porque Laura quería que nos tomáramos fotos ahí, y a mí me gustaba la idea. Apenas bajamos del carro sentimos una brisa lo suficientemente fresca para que a Laura y a mí se nos erizara la piel; me fijé en el celular y estábamos a 19 °C.

Logré ver el reloj sobre la radio del coche, eran las 3:30 p. m. Desde el puesto del copiloto, Adam preguntaba con simpatía a un transeúnte qué actividades se podían hacer en el lugar. El señor respondió que teníamos suerte, ya que esa semana se celebraba la Feria de las Flores y del Café, evento que sucede una vez al año.

“Espero que lleguen antes de que se agoten los boletos, porque este año son limitados debido al covid-19. La feria es hermosísima, hay un desfile protagonizado por cientos de campesinos que durante todo el año cultivan flores en sus fincas y con ellas construyen enormes y coloridas silletas”, dijo el lugareño.

Entusiasmados por la descripción, seguimos las indicaciones para llegar a la celebración. En la taquilla solicitamos cuatro boletos, la vendedora nos dio un recibo en el que se leía el precio de acceso ($6,00), el nombre de Adam, quien costeó los tiquetes; y la fecha, 13 de enero del 2022, día de nuestra aventura.

Adentro nos ubicamos en uno de los senderos de adoquín carmesí en que había varias bancas. Encontramos a alguien que aparentaba ser trabajador del lugar, ya que vestía un overol especial. A regañadientes, tras la insistencia de Laura, me dejé llevar de la mano para preguntarle al hombre sobre las flores.

 —Disculpe la molestia, ¿usted trabaja aquí? —dijo Laura con voz suave.

 —Sí, soy de los agricultores que preparan las flores —mencionó el hombre.

 —¿Será que nos explica algunos nombres de flores que no conocemos? —ahora preguntaba yo.

 —Disculpen señoritas, pero mi función es solo velar que el público no dañe las flores.

—Ah… No se preocupe, lo entendemos.

Al parecer recapacitó sobre su respuesta, y terminó dándonos un pequeño recorrido mientras mencionaba los nombres de las flores y algunos datos sobre estas.

Antes de despedirse, el agricultor nos recomendó un restaurante no muy lejano que, según él, tenía una de las mejores vistas del lugar. Como ya todos teníamos apetito, nos encaminamos al sitio.

El guardia de la casetilla nos permitió la entrada a una enorme hacienda con restaurantes y otras facilidades. Siguiendo la calle empinada, empezamos a ver casas estilo rústico, con fachadas de piedra y amplias puertas; algunas eran de dos pisos. 

Al final de la vía estaba el restaurante. Entramos a una recepción agradable con el mismo estilo de las casas. Hacienda Los Molinos era el nombre del atractivo lugar. Decidimos sentarnos en la terraza para apreciar el atardecer. 

Al finalizar la comida, mientras llegaban los postres, nos ubicamos detrás de una baranda desde donde se apreciaba una vista que nos dejó sin palabras: a nuestro lado derecho había un hermoso cañón; en frente, hacia el horizonte, estaba la costa, donde la línea del mar se encontraba con el firmamento pintado con tonalidades anaranjadas y rosa. Nadie decía nada, el momento nos dejó a todos con el sabor de una grata sorpresa, casi surrealista. Sin duda, esa fue una de nuestras más memorables andanzas.

Soy una venezolana que vive desde los tres años en el Istmo. Tengo más de una década aquí, parece mucho e incluso algunas personas me consideran panameña. En todo este tiempo no he visitado tantos lugares como se creería, es más, ¡pudiera contarlos con los dedos de una mano! Sin embargo, tengo un sitio al que disfruto ir, que se ha convertido en uno de mis lugares “seguros”, es El Valle de Antón.

Mi primer viaje a este lugar fue en 2012. Desde allí lo considero uno de mis favoritos. No sé si es su clima fresco, la tranquilidad que transmite o el millón de colores que hay alrededor, o que me recuerda a mi ciudad natal. Lo cierto es que resulta un sitio muy placentero para visitar.

A pesar de ser popular, es por sus ríos y paisajes que recomiendo visitarlo. Además, aunque es concurrido en vacaciones o fines de semana, nunca hay una multitud escandalosa; de hecho, es muy tranquilo y por sus pequeñas calles transitan personas en bicicletas. Amo sentarme en algún lugar para ver pasar a la gente mientras la suave brisa acaricia mi rostro, es una sensación que esfuma cualquier preocupación.

Panamá es un país hermoso para visitar y El Valle de Antón tiene muchos atractivos. Hay restaurantes en cada esquina que ofrecen platillos típicos u otros sencillos como nachos o pizzas, para disfrutar durante una noche tranquila. También existen numerosas opciones de alojamiento, algunas pintorescas y otras muy cómodas.

De igual forma, es posible encontrar senderos para emprender nuevas aventuras, como el camino hacia la India Dormida, una montaña en forma de mujer acostada, que da origen a una popular leyenda; o la Piedra Pintada, una roca enorme donde hay petroglifos, algunos dicen que son mapas, otros indican que símbolos religiosos y otros un calendario para la cosecha en épocas pasadas de nuestra historia.

El Valle posee sitios escondidos y peculiares con años de historia.  Es un escape perfecto y la excusa para conectar con la naturaleza y detenerse a admirar el verde de sus paisajes o los colores vibrantes de las flores, que fácilmente pueden inspirar una pintura con sus destellos violetas, rojizos, naranjas y amarillos. Ni hablar de la fuerza arrolladora de sus ríos, como el chorro Los Enamorados, nombre que desde chica me causaba curiosidad y siempre mantuve la imagen de unos jóvenes enamorados junto a este paisaje. Esta idea creada por mi imaginación es una muestra de cómo nació mi pasión por romantizar un sitio específico para hacerlo más mío.

El Valle de Antón es un rincón de ensueño que vale la pena visitar. Tal vez podría convertirse en uno de tus lugares seguros y acogedores y lo puedas considerar tuyo, así tendremos en común el gran cariño por este sitio tan fascinantemente especial.

“¡Te destruyeron por purita envidia sabiendo que la más hermosa y rica tierra eras tú!”. (Robert Goodrich V.)

Es emocionante saber que en Panamá había tantas riquezas que incluso eran codiciadas por los piratas. No podía creer que todas esas ruinas fueron alguna vez una ciudad. A mi hermana y a mí nos encantaba trepar en los escombros y tratar de imaginar cómo hubiera sido estar en el momento en que todo pasó. 

Recuerdo que la primera vez que fuimos nos hicieron un recorrido por los vestigios, y a medida que avanzábamos los guías nos contaban la historia de Panamá Viejo. Mi parte favorita fue cuando subimos los 115 escalones, divididos en tres niveles, que llevan al campanario de la torre de la Catedral. Al final de cada piso había una reseña de un acontecimiento histórico ocurrido allí. Lo más hermoso al llegar a la cima fue ver toda la ciudad que antes era Panamá, en contraste con la metrópoli moderna de hoy.

Fue una experiencia increíble que me dio la oportunidad y las ganas de conocer más acerca de mi país y su historia. De hecho, alguna vez creí que los piratas eran una fantasía, hasta que escuché que quienes atacaron Panamá eran reales.

Esta antigua ciudad se fundó el 15 de agosto de 1519 como Nuestra Señora de la Asunción, que es el verdadero nombre de Panamá Viejo. En ese momento, hace más de 500 años, el lugar se convirtió en un punto estratégico militar y en una ruta importante de paso, desde los tiempos de la Colonia hasta ahora. Además, estaba llena de riquezas y tesoros de los cuales sacaban provecho los españoles.

Cuenta la leyenda que durante el ataque de Henry Morgan se estaba levantando en las afueras de la ciudad una iglesia que, aún sin haber sido culminada, ya mostraba su mayor tesoro, su joya dorada: un altar de oro, el cual fue cubierto con una mezcla de óxido de plata para oscurecerlo y así evitar que fuera robado.

El fuego y la crueldad de los hombres destruyó la ciudad y la dejó en ruinas, pero no el corazón de los panameños para salir adelante, unidos y fortalecidos. Luego del incendio y del terrible ataque causado por el pirata Morgan y sus secuaces, la ciudad fue trasladada al Sitio del Ancón, donde ahora se encuentra el Casco Antiguo, y es ahí, en la Iglesia de San José, donde hoy se encuentra aquel altar dorado.

En 1995 se creó el Patronato de Panamá Viejo, fundación que por años ha venido trabajando en la restauración y acondicionamiento del lugar y que se centra en su conservación, protección, investigación, promoción, desarrollo y puesta en valor.

La Unesco declaró las ruinas de Panamá Viejo como Patrimonio Histórico de la Humanidad en el año 2003. Es un excelente destino turístico para apreciar la historia de la primera ciudad de Panamá. Cada año más de ochenta mil personas visitan este atractivo, donde además se realizan investigaciones arqueológicas que lo hacen aún más popular.

Los invito a conocer Panamá, tierra bendecida y favorecida, cuyo nombre significa “abundancia de peces y mariposas”. País que, aunque pequeñito, es “puente del mundo y corazón del universo”.

En una de mis noches de insomnio, encerrada en la habitación, observo las gotas de agua deslizarse por la ventana y rememoro aquel intrépido viaje al volcán Barú.

“El Parque Nacional Volcán Barú tiene una extensión de 14 325 hectáreas. Dentro de este pulmón natural se encuentra el volcán, el punto más alto del país y la formación geológica de este tipo más prominente del sur de América Central, que se eleva a 3475 metros sobre el nivel del mar”, así nos adentraba en aquella aventura la guía de la montaña, a quien de pronto dejé de escuchar absorta en mis pensamientos y deslumbrada por la belleza que los senderos alrededor ofrecían.

Ante mis ojos estaba aquella estructura geológica que surgió hace millones de años, mucho antes de que el istmo de Panamá se formara, y que hoy día es uno de los lugares que no ha tenido intervención del hombre, a pesar del paso de los años. El parque, ubicado en la provincia de Chiriquí, está conformado por tres distritos: Boquerón, Boquete y Tierras Altas. Mi hermano menor señalaba a nuestra madre todo lo que observaba con asombro.

Recuerdo que desde que llegamos, dos días antes, ya nos habían hablado de todos los senderos que podíamos encontrar en las tierras bajas del cráter. “Les daremos un momento para que revisen su equipaje y se aseguren de llevar todo lo necesario”, expresó otro guía turístico. Mi familia decidió empezar el recorrido a las 6:20 p. m. para contemplar el amanecer al día siguiente y observar tanto el mar Caribe como el océano Pacífico desde aquella cima, una de las razones por las que los turistas se sienten atraídos.

Soy de esas personas que prefieren quedarse en casa a pesar de todo, por lo que consideraba innecesaria la ida, pero mis padres no me dieron lugar a discusión. “Tienes que despejar la mente, siempre estás encerrada en tu habitación sin ganas de salir con nadie. Este lugar es perfecto para alejar las preocupaciones que nos persiguen día a día en la ciudad”. Visualizo a mi mamá tratando de convencerme, según ella debíamos alejarnos por unos días y conectar con la naturaleza, esa era la razón del viaje.

Ya habíamos recorrido la mitad del camino, eran las 3:30 a. m. En mi mente no había espacio para nada más que la expectación, solo me interesaba saber cómo se vería y cómo se sentiría llegar al punto más alto de Panamá. Trataba de enfocarme en respirar despacio y no agitarme, pero volvía a cuestionar por qué a mi familia se le ocurría subir hasta la cima a pie, y no en un auto 4×4, como otros grupos de turistas. Seguro todos se creen con las agallas de subir, ¡pero no, señores! Hay que vivir en carne propia la experiencia para entender lo que le pasa al cuerpo con cada paso.

Ya faltaba poco para la cumbre y se podía observar cómo los astros que hace unas horas dibujaban el cielo, estaban desapareciendo. “Hemos llegado, y justo a tiempo porque miren…”. En ese instante las estrellas fueron desplazadas por rayos luminosos, que pintaban el escenario de color naranja. No podría transmitir en palabras la paz y la tranquilidad que aquello me hacía sentir.

Me fijé en mi celular para ver la hora, eran exactamente las 6:15 a. m. Sin aliento, me senté en una roca. No sé mi familia y los demás turistas, pero yo sentía que iba a colapsar; sin embargo, al mirar al horizonte, quedaron atrás las doce horas de melodías naturales entre brisa y fauna. 

Si alguien me pregunta qué necesita para ese recorrido, le diría que lleve en la maleta la mentalidad y el esfuerzo físico, porque todos cuentan la parte romántica del recorrido y dejan de lado la cruda realidad.

Pronto, ya con dificultades para respirar, los oídos tapados, mareados y casi deshidratados, sabemos que vamos llegando a la meta. Así, los sonidos van quedando atrás para dar paso a lo que se conoce como el “Pasillo de la gloria”, y una gigantesca nube flotando en el cielo inmenso nos arropa. En cuestión de segundos vemos frente a nosotros el premio por tanto sufrimiento: la cima, la inmensidad, Panamá y su volcán. Creo que exagero, pero además de la paz que nos envolvía lo que más recuerdo es ese “Todos, griten: ‘metoooooooo’”.

Regresando de mis recuerdos vuelvo a observar la ventana. La nostalgia es el primer sentimiento en apoderarse de mi ser. Irónicamente, cuando esos momentos llenan mi memoria solo quiero volver a sentirme viva como aquella vez, teniendo en cuenta que si no me hubieran casi atado de brazos y pies no me habría dado la gana de visitarlo. Mi padre me había dicho una vez: “Las experiencias a lo largo de la vida cambian nuestra forma de ser y de pensar”, y yo podía confirmarlo porque desde entonces solo deseaba una segunda oportunidad de contemplar un nuevo despertar.

Durante una mañana del mes de abril, llegué temprano a la escuela y pude ver a una familia de zarigüeyas: mamá y papá con tres crías corrían a toda prisa sobre los cables del tendido eléctrico que pasa por encima del portón de la entrada.

Estos mamíferos trepadores, de hocico alargado y pelaje gris muchas veces son despreciados por la gente; incluso algunos mueren atropellados en las carreteras.

Yo le puse nombre a la familia de mi escuela. La mamá se llama Lucy, y el papá, Lucio. Lucía, Lucho y Luchito, son los hijos, suponiendo que se trata de dos machos y una hembra.

Resulta que quince días después de que yo los descubriera, una de las crías se cayó del árbol. El maestro de VI grado la devolvió agarrándola de la cola. Momentos antes del rescate, la pobre mamá zarigüeya, en su desesperación, iba de árbol en árbol y emitía un sonido desgarrador, buscaba a su cría perdida. Me dio mucho dolor verla tan angustiada.

Las zarigüeyas son animales nocturnos; por lo tanto, es común verlos a las seis de la mañana yendo a su madriguera a dormir. Los de mi escuela parece que tienen sueño profundo o ya se acostumbraron a la bulla que hacemos, mucho más en la hora de recreo.

Me imagino que bajan de noche a cazar bichos y a alimentarse de restos de comida que dejamos en el plantel. Están gordos y hermosos. Mucha gente les tiene miedo por su parecido a las ratas, ya que al igual que ellas, tienen la cola pelada. A mí no me asustan, los veo como animales interesantes que cumplen con su función de controlar los insectos y plagas.

En mi escuela no solo hay una familia de zarigüeyas; también, una de ardillas, loros y pericos que conviven en armonía. No nos perturban. Es agradable verlos por la mañana.

A mediados de junio, a la mamá ardilla también se le cayeron sus tres crías. Estaban recién nacidas, se salieron del nido y no sabíamos cómo devolverlas. Por miedo a que la mamá ardilla las rechazara, una profesora decidió llevárselas para criarlas y en un futuro devolverlas a su hábitat.

A mis compañeros les gusta echarles alimentos a los animalitos. Ellos bajan de los árboles para comer felices. En mi colegio viven tranquilos porque nadie les hace daño. Precisamente, allí hay frondosos árboles de mangos y de otros tipos, los cuales sirven de hogar para muchas especies. Ojalá nunca los corten. 

Mi escuela es un pequeño bosque en plena ciudad, muchos de esos árboles tienen la edad del centro educativo, que en el 2023 cumplirá cincuenta años.

TEXTO CORREGIDO

Majestuoso, inolvidable, una joya con valores distintos, una leyenda, así es el Teatro Nacional de Panamá, considerado una de las obras arquitectónicas más representativas del país.

Desde su inauguración oficial el 1 de octubre de 1908, con la toma de posesión del segundo presidente de Panamá, José Domingo de Obaldía, sus antiguas paredes han sido fieles testigos de momentos invaluables para la cultura e historia del Istmo, pues allí se han realizado innumerables puestas en escena e importantes conciertos, con artistas nacionales y extranjeros.

Mi conocimiento (derivado de documentales, anécdotas y páginas en internet) recrea una hermosa vista de la gran bóveda de la sala de espectáculos que, junto al cielo raso, las paredes del foyer y el escenario, fueron embellecidos con piezas del artista plástico panameño Roberto Lewis. La imponencia y trascendencia del teatro hacen que mi pecho se hinche de orgullo porque soy consciente de que, en mi tierra natal, se erigió una obra de tal magnitud. Sin duda alguna, siento un honrado corazón que late con fervor a causa de aquella victoria.

A pesar de que por mis venas corre sangre panameña, jamás he tenido la oportunidad de visitar el histórico edificio cuya estructura contiene el verdadero sacrificio y talento de quienes dieron todo en el proceso de construcción. En 1673 en este mismo lugar se había construido el Convento de las Monjas de La Concepción que en 1862 sería utilizado como cuartel militar. La estructura fue demolida y, como si se tratara de un Ave Fénix, renació de sus “cenizas” y se convirtió en lo que ahora todo el mundo es testigo: el magistral Teatro Nacional de la República de Panamá. 

El actual edificio fue construido entre 1905 y 1908. Los planos para la elaboración estuvieron a cargo del arquitecto italiano Gennaro M. Ruggieri, quien trabajó junto a Ramón Arias F. y José Gabriel Duque, contratistas de la obra, y Florencio Harmodio Arosemena, ingeniero principal.

En octubre de 1908, desde que abrió sus puertas con el estreno de la ópera Aida, de Verdi, el Teatro Nacional resplandece por su elegancia y arte. Su fachada solemne de estilo neoclásico está conformada por las enormes puertas principales y dos bellas esculturas que representan las musas de las letras y la música. Ingresar al auditorio es como sumergirse en un cuento de hadas, hay butacas de terciopelo color rojo vino igual que el telón que cubre el magnífico escenario. Al levantar la mirada se aprecia una obra maestra del arte panameño, El nacimiento de la República, lienzo invaluable creado por el maestro Lewis y que decora el techo de la sala.

Aquel teatro, que ha pasado por tres procesos de restauración, es un lugar donde las personas se juntan para construir recuerdos que pasan de generación en generación. Unimos tierra con alma, juntos llevamos a cabo una hazaña maestra en el istmo panameño. Aquella bóveda podría considerarse como el santuario de las leyendas panameñas, esas que marcaron el origen del corazón canalero.

Era una mañana de febrero de 1982, los rayos del alba irrumpían el cuarto de Nivia y consiguieron despertarla. Era época de vacaciones y como el resto de los chicos que vivían en El Límite de El Chorrillo, la jovencita anhelaba gozar de su tiempo de ocio, así como de la vasta naturaleza de las faldas del cerro Ancón, próximo al barrio. Para desdicha de muchos, esa imponente naturaleza que les rodeaba pertenecía a la Zona del Canal, lo que la hacía poco accesible.

Aquella época en Panamá había bases militares de Estados Unidos y no se permitía el libre acceso a los nacionales a dicha área, que día y noche estaba acordonada y vigilada por soldados. Solo podían entrar los llamados “gringos” y empleados locales que trabajaban allí. Por ello, coloquialmente la bautizaron como “la zona prohibida”.

Nivia, quien ahora es mi madre, recuerda que ella junto a algunos chicos del barrio y su hermana mayor, Yacky, apreciaban desde sus balcones majestuosos árboles de mangos de todo tipo (huevo de toro, papaya, hilacho, entre otros), ubicados el censurado sector. En ese momento, una gran ventolina hizo acto de aparición y muchos frutos terminaron en el suelo, “nos dolía hasta en lo más profundo de nuestras jóvenes almas que esos “zonians” (estadounidenses que habitaban en la Zona del Canal) no pudieran apreciar semejante manjar tropical”, rememoró.

A pesar de haber aguantado por tanto tiempo, según Nivia, “ya no podíamos resistir al deseo de irrumpir el territorio “gringo” y obtener la fruta prohibida. Decidimos que cruzaríamos El Límite y nos escabulliríamos por la cerca, hasta al primer árbol de mango. Una vez ya adentrados en la zona, tomaríamos tantos frutos como nuestros pequeños brazos pudieran cargar y nos retiraríamos sigilosamente para no ser descubiertos por la patrulla y poder deleitarnos ya en nuestros balcones”.

Sin embargo, a Yacky se le ocurrió que pidieran permiso a los soldados para coger los mangos, porque siempre hay que ser honestos y decir la verdad. El grupo de niños así lo hizo, cruzaron la calle de El Límite y fueron directo a la garita a hablar con los militares para recoger unos cuantos; como era de esperar, les dijeron que no, ya que la zona era de acceso restringido.

A pesar de ello, dijo Nivia, “decidimos tirar al traste la cordialidad y entramos a hurtadillas, llegando así al paraíso de los mangos. Empezamos a echar cuentos y antes de que nos diéramos cuenta estábamos sentados comiendo mangos. Eventualmente, el plan se nos olvidó y nos quedamos disfrutando de semejante festín. Aquellos instantes mágicos quedaron grabados en mi memoria para la mismísima eternidad”.

Lastimosamente, el fin de la aventura ocurrió cuando la patrulla de los militares gringos los descubrió y los devolvieron a la garita. “Esa tarde nos gritaron mucho e incluso nos amenazaron con enviarnos al Tutelar de Menores de El Chorrillo si volvíamos a entrar a la zona”, adujo. 

Aunque la operación terminó fallando, aquella anécdota de la preciada juventud de mi madre le llegará a la nueva generación, así como su amor por la deliciosa fruta prohibida.