Estoy aquí frente a ti, mi querido amigo. Han pasado muchos años, cincuenta tal vez desde la última vez que te vi. Me he hecho mayor, mi cabello es blanco como la nieve, mis huesos adoloridos y mis fuerzas se apagan con el tiempo. Tú, querido, ¿dónde estás? Ya no te veo, no eres ni la sombra de la hermosura que vieron mis ojos. ¿Qué ha pasado?

Aún recuerdo esos bellos momentos que pasamos, tú a veces calmado, otras embravecido. Tu inmensidad parecía que nunca se iba a terminar, esa infinidad de vida que existía dentro de ti.

No supimos apreciarte, cuidarte, amarte y protegerte. Yo traté de luchar con muchos amigos por ti. Caí preso y me torturaron solo por amarte, pero me dolía ver la indiferencia y la crueldad humana. Nos llamaban locos por pensar en tu extinción. Y aquí estoy, sufriendo tu pérdida.

Con lágrimas en mis ojos te digo: no me arrepiento por mi lucha. No ganamos, pero lo intentamos.

El mundo era perfecto y tú lo envolvías con tu manto lleno de especies que nos daban alimento y tantos recursos. Cómo no recordar el canto de las ballenas, los delfines, la ferocidad y majestuosidad de los tiburones, el colorido de tus arrecifes, el danzar de las tortugas, las focas. Aún escucho el golpear de tus olas.  Tú eras y representabas el 70% de nuestra Tierra.

¡Cómo pudimos llegar a esto! Ya no estás, no es posible devolverte la vida, es muy tarde, querido amigo.

No puedo más con esta pena, y a pesar de que ya no resplandeces, de que no se aprecia ni el verdor de tus aguas por la gran cantidad de residuos y desperdicios que te han tirado, me quedaré contigo hasta mi final, hasta que mi corazón no lata más. Y le enseñaré a los niños que lleguen aquí todos mis recuerdos junto a ti. Serán como fábulas, ciencia ficción. Pero así fue como te conocí, mi querido mar.

Una ciudad convertida en un destino soñado y deseado por muchas personas, un escondite especial para extranjeros que vienen a gozar de sus atracciones. La cultura de los panameños en un solo sitio a tus pies: el Casco Viejo, donde escapas de la rutina diaria. Cada rincón y calle que recorres tiene su propia historia, sentimiento y esencia, que al final le dan un encanto especial a esta zona llena de misticismo.

Desde la ventana del auto ya me cautivaba su arquitectura colonial, con colores llamativos que dan vida a los antiguos edificios y apartamentos, en contraste con los rascacielos que bordean el horizonte de la moderna capital. 

En el Casco Viejo predominan paredes y balcones escondidos detrás de la exuberante vegetación y enredaderas rastreras. Estas maravillas son un pequeño recuerdo para que los visitantes tengan una idea de cómo era en antaño la ciudad de Panamá.

El punto de partida de mi recorrido fue una de las calles principales repleta de restaurantes, tiendas de ropa modernas, puestos de ventas de molas y de joyas hechas por indígenas, con muchos turistas y autos. En el aire se podía oler un aroma “antiguo”, y en todas partes había un relato por contar. 

Mientras caminaba me fijé en las esquinas y calles angostas… Escuché en el fondo conversaciones de individuos hablando en diversos idiomas. Algo que me impactó fueron las paredes llenas de grafitis coloridos de diferentes artistas, con ilustraciones de animales tropicales o frases. Luego de una larga caminata ya era necesario almorzar, así que una de mis principales paradas fue en un restaurante que ofrecía una variedad de platillos con un toque panameño.

Reanimada y satisfecha retomé la ruta al siguiente destino: la Parroquia de San Felipe de Neri, de estructura sobresaliente en su exterior e interior. Una de sus características, que la hace tan excepcional y llamativa, es el inmenso nacimiento con más de tres mil piezas ubicado en el umbral, el cual la familia Sandoval Adames —y posteriormente la familia Varela Sandoval— había adquirido a lo largo del tiempo. En cierto momento hubo un acuerdo para exponer el pesebre durante todo el año, en el Oratorio de San Felipe Neri, para el agrado de todos los visitantes.

El último sitio de mi visita fue el Convento de Santo Domingo. Lo primero que salta a la vista es una pared hermosa de la cual brotan algunas malezas en la parte superior; se podría decir que es la fachada sobreviviente del edificio religioso colonial.  

La iglesia y el monasterio del Siglo XVII fueron quemados dos veces y reconstruidos después de 1756, por lo que poco se conservó a través de los siglos, excepto el frente de la obra y un arco dentro de ella. Fue un gran privilegio observar cómo un simple arco delicado tomó parte en la historia y evolución de un país.

Allí fue donde terminé mi primera travesía por el Casco Viejo. Quedaron muchos sitios más por descubrir, pero me llevo un grato recuerdo y el sentimiento de poder conocer un pedacito del Panamá de ayer, que recobra vida en estas callejuelas tan agradables para andar. Un viaje en el tiempo por la cultura, gastronomía y tradiciones panameñas.

En una mañana, con una taza de café y unas tortillas asadas con salchichas, mi abuela me empezó a contar acerca de mi bisabuelo llamado Eligio Valdez, padre de ella y de cada uno de sus hermanos. El hombre más tenaz del que jamás había escuchado.

Cuando Eligio era joven tuvo que dejar su pueblo para ir a la ciudad a trabajar. Realizó diversas tareas y, a pesar de que no sabía leer ni escribir, pudo laborar para ahorrar dinero y poder tener su casita y su familia. 

Un día conoció a una joven de hermosos ojos que con solo mirarla lo dejó hipnotizado. Fue un flechazo. Quedó enamorado de la bella mujer llamada Francisca. Pasado un tiempo Eligio logró conquistarla y se casaron, junto a su esposa formó una numerosa familia de diez hijos (cinco mujeres y cinco hombres). 

Cada día luchaba contra toda adversidad, ya que era poco el dinero que lograba conseguir, pero nunca se detuvo para darle a sus hijos algo que comer cada día. Eligio siguió adelante con su familia y le demostró a cada uno de sus descendientes que, a pesar de las situaciones difíciles y los obstáculos, siempre había que ser positivo y luchar contra la marea. 

Él se dedicó a la siembra de frutas y verduras, cada cosecha brindaba a su familia alimento. Poco a poco sus hijos fueron creciendo y convirtiéndose en hombres y mujeres trabajadores, cada uno formó su propio hogar.

Después de años de felicidad llegó una terrible noticia: Eligio padecía de una terrible enfermedad, la cual nunca impidió que siguiera siendo fuerte y valiente. Con los años el hombre perseverante fue empeorando, aunque nunca borró la sonrisa de su rostro. 

Eligio partió a un mejor lugar con su última sonrisa y una pequeña lágrima de felicidad, mientras agradecía a Dios por permitirle una hermosa vida y que, pese a las dificultades, disfrutó su vida, seguro de que lo recordarán como aquel hombre ejemplar y fuerte.

Sus últimas palabras fueron: “Para hacer un mundo mejor debemos sembrar buenas semillas, así cosechamos cosas buenas; y para ser grande es necesario tener sueños, los cuales hay que cumplir y construir poco a poco. Tenemos que saber esperar y reconocer que nuestra fortaleza proviene de Dios”.

Esta historia comienza un día a las cinco de la madrugada. Estaba emocionado por el viaje, así que me desperté a esa hora. Mi papá me contó que había trabajado como guardia de seguridad en el sector al que íbamos, y que veía los cocodrilos en las noches desplazándose por las lejanías del hotel Gamboa Rainforest Resort. 

Emprendimos la travesía, mi hermano mayor también iba con nosotros. El viaje tardó un poco, pero al final llegamos y fuimos al área de pesca, donde hice un amigo, con quien me puse a hablar mientras disfrutaba la vista del inmenso lago Gatún.

En medio del viaje, justo en esa parte del lago se habían perdido unos excursionistas, así que mi papá y su grupo de amigos decidieron ayudar en la búsqueda, y sorprendentemente los encontraron por un poblado indígena que habita una isla que hay en ese lugar.

Superada esa etapa, cuando llegamos a Gamboa nos recibió un excompañero de mi papá y nos acompañó a desayunar en el hotel. Después fuimos a ver a los animales en unos recintos altos donde se encontraban especies como perezosos, caimanes e iguanas.

Entonces fue el momento de ir al mariposario. Yo no quería acercarme porque me daba miedo, pero al final tuve que hacerlo. Después de esa tragedia para mí, nos subimos a un teleférico y obtuvimos panorámicas interesantes, sobre todo la hermosa vista del lago desde la cima del cerro donde estábamos.

Luego caminamos hacia un puesto de guardabosque donde vimos un cartel que advertía de una oruga venenosa peluda. Y casualmente la encontramos mientras subíamos. Al inicio la reacción de las personas fue de mucha sorpresa, pero al poco tiempo perdieron el interés mientras el guía explicaba los efectos del ataque de aquel insecto. Decía que, si te picaba, te dolería la cabeza y provocaría salpullido y problemas para respirar, entre otros.

Al bajar encontramos un puesto de artesanías indígenas, un señor en taparrabo, de la etnia emberá, ofrecía a todo el grupo sus laboriosas creaciones. Compré un collar en forma de garra, con un grabado del águila harpía; se suponía que daba poderes, pero no funcionó. Supongo que le faltaba algo, pero igual me lo puse.

En ese momento comenzó a llover y decidimos regresar a casa. Atrás dejamos el paraíso boscoso de encantos naturales donde vivimos una experiencia emocionante.

Era el 5 de septiembre de 2019. El cumpleaños de mi papá se acercaba. Ese día mi padre nos dijo a mis hermanos y a mí que iríamos a la playa y que empacáramos suficiente ropa. Nos quedamos con la intriga de por qué hizo esa solicitud y, aunque le preguntamos, insistió en que era una sorpresa. 

Como era de noche nos fuimos a descansar. Bueno, no sé los demás, pero yo no podía porque anhelaba saber cuál era el misterio. Al final el sueño me venció.

Finalmente, llegó el 6 de septiembre. Me levanté, agarré mi teléfono para mirar la hora y vi que eran las 8:15 a. m. Fui a felicitar a papá. Él me pidió que me bañara y me vistiera porque pronto nos marcharíamos. Mis hermanos ya se habían levantado y solo faltaba yo. Entonces me alisté y desayuné rico: jugo de naranja con croissant de chocolate. Reposamos un rato y emprendimos el viaje.

Al llegar a la playa la noticia era que nos quedaríamos durmiendo en un apartamento de un hotel, cerca al mar. ¡Yo no cabía de la emoción! Decidimos irnos al lugar donde nos hospedaríamos para cambiarnos la ropa.

Luego llegamos a la playa, donde nos bañamos y nos tomamos fotos. Dibujamos en la arena e hicimos castillos para divertirnos. En la tarde, antes de que se ocultara el sol, mis hermanos, mi abuela y yo regresamos al departamento a descansar. Mientras tanto, mi papá y mi mamá se fueron a comprar un pastel para la celebración en la noche. 

Pasadas las nueve de la noche me levanté, había sido un día agotador, pero maravilloso. Mis hermanos y mi abuela estaban despiertos. Cantamos el Cumpleaños Feliz junto a mis padres y, como si se tratara de una foto, guardé ese momento inolvidable para siempre en mis recuerdos.

La noche que Estados Unidos invadió Panamá, mi abuela había recogido a mi mamá, que en ese momento tenía dos años, con mucha ilusión porque llevaba consigo las cosas para celebrar la Navidad. 

Por esos años vivían en la calle 26 de El Chorrillo, en un apartamento con un balcón desde el que se veía a las personas caminar de arriba abajo todo el tiempo, como si el día no se acabara nunca. 

Llegó a casa, bañó a mi mamá, revisó las compras y fregó. Mi abuela no se dio cuenta cuando quedó dormida en el sillón. Parecía un día cualquiera, hasta que sonó el ¡buuum!

Mi abuela entró en pánico por el estruendo, corrió al balcón y al ver que la calma del barrio más popular de la ciudad se convirtió en llamas, entendió que su único refugio sería la Parroquia Nuestra Señora de Fátima. Metió ropa en fundas de almohadas y agarró a mi mamá en brazos. Todo el mundo corría desesperadamente y ella no entendía por qué hasta que un guardia le dio la noticia de que Estados Unidos estaba invadiendo. 

Fue ahí cuando lo entendió: a su casa jamás regresaría. Su barrio cambió para siempre. 

Mi abuela caminó rápido, lo más rápido que pudo apenas vio que atrás los soldados estadounidenses causaban terror. En el refugio, las personas lloraban por la destrucción, se quedaron sin casa y no sabían nada de sus seres queridos. 

Del albergue pasaron a Balboa, y dos meses después a los hangares de Albrook, donde permanecieron dos años y medio, hasta que logró mudarse a Tocumen, sitio en el que vivió con mi mamá hasta 2019.  

Esta es una herida abierta para muchos chorrilleros, como mi abuela, y lo más triste es que no ha habido ningún tipo de reparación ni memoria para las víctimas y el país por las pérdidas humanas y daños físicos. 

Aunque la gente de El Chorrillo ha sabido salir adelante y surgir de las cenizas, la Invasión fue un hecho traumático que dejó huellas. Ojalá que siempre se recuerde y nunca más se repita.

Era 10 de junio y estaba ansioso por las vacaciones. Tiempo atrás habíamos planeado para esta fecha visitar un lugar llamado Ibiza, y me emocionaba la idea no solo porque iríamos allí, sino también porque estaría en compañía de mi familia y amigos. En ese viaje me acompañaba mi hermana, mi cuñado, mi mejor amigo y mi mejor amiga. 

La partida sería desde la escuela. Tomamos un bus de la ruta Panamá-Santiago, y el sábado, 11 de junio, a las siete y media de la mañana salimos hacia Río Hato, con destino a Ibiza.  

Al llegar lo primero que vimos fueron unas largas piscinas que se ajustaban al diseño de las villas. Cuando terminamos de bajar las maletas del auto nos preparamos para disfrutar en el agua. Estuvimos todo el día allí jugando, divirtiéndonos y comiendo. 

Para el día siguiente hicimos un plan de ir al supermercado a comprar y luego viajar hacia El Valle de Antón. Allá estuvimos en el zoológico y fuimos también a un serpentario. Me sorprendí al ver la cantidad de especies de serpientes y otros reptiles. En ese lugar aprendimos cómo tratar la mordida de una culebra, cuáles son venenosas y cuáles no. También conocimos sobre los alacranes y qué hacer en caso de picaduras.

En el zoológico me gustó recordar que unos años atrás en ese mismo sitio nos habíamos tomado una foto mi mejor amigo, mi hermana y yo. Así que decidimos volver para plasmar un antes y después.

Luego regresamos a Ibiza. Conocimos a unas personas muy amables, convivimos con ellas hasta que nos cayó un fuerte aguacero. Pero ni con la lluvia queríamos salir de la piscina, aunque al final tocó hacerlo porque le tengo miedo a los rayos y no quería estar allí si alguno impactaba.

Mi cuñado se quedó hablando con los otros huéspedes y entró alrededor de las diez de la noche. Más tarde mi mejor amigo y yo decidimos regresar a la piscina, los demás también se animaron a seguirnos, excepto mi hermana. Allí estuvimos hablando hasta la medianoche, porque las piscinas son veinticuatro horas, pero nos venció el cansancio por la larga jornada y nos fuimos a dormir.

Al día siguiente era lunes, el fin de nuestra estadía. Teníamos hasta las cinco de la tarde para retirarnos, así que seguimos disfrutando de la alberca, al máximo.

Este fue uno de los mejores viajes junto a mi familia. Al salir de Ibiza nos dirigimos a la ciudad de Santiago. Ya en casa, después de reposar un poco, nos pusimos a bajar el equipaje mientras revivía en mi mente uno a uno los recuerdos de esta aventura.

Domingo 10 de abril, cuatro de la tarde. Finalmente iría a mi encuentro con una de las aves más majestuosas que existen: el águila Harpía. 

Para verlo, mis papás, mi hermana más pequeña y yo hicimos un viaje de varios largos kilómetros hasta el parque Summit, una reserva en medio de dos bosques naturales cerca de la ciudad. Nos recibieron con palomitas de maíz, saltarines inflables y juegos divertidos. Había mucha gente y canales de televisión. Justamente, el águila que tanto deseaba ver estaba de fiesta. 

Al caminar entre la vegetación, pudimos apreciar animales que forman parte del zoológico que funciona en el parque: un león, los venados, monos y varios tipos de aves (entre ellos el guacamayo). 

Y en el fondo, en un lugar especial, el águila Harpía. Hermosa, gigante, de casi un metro. 

En uno de esos momentos de caminata nos encontramos una manada de lobos. No pasó nada, solo el susto. Al parecer, estaban domesticados.

Pese a ese pequeño sobresalto, fue un día maravilloso. Compartí con mi familia y celebramos al ave que, desde hace veinte años, producto de la Ley 18 de 10 abril de 2002 se convirtió en el ave nacional de Panamá. Esa misma ave anida en árboles realmente grandes como el cupido, el frijolillo o la ceiba. 

Aquel día el parque Summit estaba más lleno que otras ocasiones que lo he visitado. A mí me gustaba mucho ir a ese lugar para pasear en medio de la naturaleza, jugar en el área de los columpios, deslizarme por el césped o admirar a los animales y plantas que allí se exhiben; también, comer burundangas y comida rápida.

Sin embargo, en la fiesta del Harpía entendí que es mucho más que eso. La antigua Compañía del Canal de Panamá creó el parque hace casi cien años como una granja experimental para probar la adaptación de especies de plantas de diferentes partes del mundo al clima tropical de Panamá.

Hoy, el Summit es un jardín botánico y zoológico de 250 hectáreas que sirve como santuario para el ave nacional, a la que no dejaba de admirar por su gran pico hacia abajo y su plumaje grisáceo.

Ya estaba cayendo la noche y con ella la hora de despedirnos del recinto, pero como la gente no quería irse hubo que sonar las bocinas: ¡Llegó la hora del cierre!

Y como todos los 10 de abril es el cumpleaños del águila Harpía, esperaremos el del 2023 para volver a celebrar.

Sentía mis oídos tan apretados que pensé que iban a estallar. Apreté mis orejas con las manos y cerré los ojos hasta que todo pasó. Fueron unos segundos muy largos. 

Pero todo valió la pena. Había subido casi mil metros sobre el nivel del mar hasta llegar a uno de los puntos más altos de uno de los cerros más bonitos que he visto: Campana. Desde aquí la bahía de Chame es tan inmensa que parece que nunca acabará, y a la vez es tan pequeña que siento que puedo cubrirla con mis manos. 

Cuando mi papá me propuso que viniéramos no pensaba que esto fuera así. Y bueno, me di la tarea de investigar y descubrí que el Parque Nacional Altos de Campana, donde se encuentra el cerro Campana, fue el primer parque nacional creado en la República de Panamá, en 1966. No lo dudé: le dije a mi papá que se veía muy interesante y sí estaba animado, quería ir. 

El viaje al mirador del parque fue largo, pero hacía buen tiempo. 

Subiendo solo tuvimos oportunidad de ver la bahía, porque en cuestión de minutos empezó a llover y debimos volver. No pude llegar a la cima, donde está la cruz, el emblema de este sitio. Había escuchado que para llegar solo había que bordear la roca del lado izquierdo y evitar acercarse mucho a la punta porque hay muchas piedras sueltas. 

Me alegró que al bajar usé un sendero por donde está la calle, muy bonito y rodeado de árboles, tanto que parecía túnel. 

Este viaje fugaz fue una experiencia muy bonita. Recomiendo mucho Loma Campana para pasar momentos en familia o con amigos. Es un hermoso lugar para despejar la mente del trabajo, la ciudad, descansar del día a día y hacer algo diferente. 

Para mí, además, fue importante porque no paso mucho tiempo con mi papá, así que ese momento nunca lo olvidaré.

El domingo 4 de marzo de 2018 salí de mi casa en Nuevo Emperador, Arraiján, a las
7:00 a. m. para llegar al Biomuseo, en la ciudad de Panamá. La razón para viajar tan temprano era que, para ese tiempo, el primer domingo de cada mes, desde las 10:00 a. m., la entrada era gratis; solo necesitaba presentar la cédula y estar acompañado por un adulto responsable.

Al llegar a la Calzada de Amador nos sorprendió que el lugar estaba lleno. Sin mentir, para llegar al registro tuvimos que esperar alrededor de media hora, pero después de cuarenta y cinco minutos de estar allí por fin pudimos entrar al museo. La espera valió la pena porque es un sitio maravilloso.

Por todas partes había historia de nuestro país y del mundo. Durante nuestro recorrido nos mostraron los antepasados de algunos animales y su evolución. Vimos la diferencia de tamaño en el cuerpo, las garras y los colmillos entre los pumas de hoy y los de hace más de diez mil años. También observamos la comparación entre un tiburón actual y un megalodón del pasado. 

Nos hablaron sobre la serpiente más grande que existía en el continente, la Titanoboa. También nos explicaron su método de caza, el mismo que usan las serpientes en la actualidad: contraen sus huesos y músculos para que la presa deje de respirar, así el oxígeno no llega a su cerebro y corazón. 

Además, vimos un filme de las maravillas de la biodiversidad en Panamá, desde sus anfibios como la rana punta de flecha dorada, pasando por mamíferos pequeños como los famosos ñeques, hasta el majestuoso águila harpía. En la cinta también se aprecia cómo es la alimentación de estas especies, la forma en que se defiende la rana punta de flecha y la técnica del águila harpía para cazar desde el aire.

Una de las exhibiciones detalla cómo fue el surgimiento del istmo hace más de setenta millones de años, cuando poco a poco salía del océano gracias a los terremotos marinos y las erupciones volcánicas submarinas lo cual desencadenó grandes transformaciones en el resto del mundo, como el paso de animales de Sudamérica a Norteamérica, y viceversa; además del cambio que hubo en algunas especies marinas que tendrían que alterar su curso por la aparición de una franja de tierra en medio de su camino. 

Durante esta exposición también apreciamos restos de civilizaciones antiguas que habitaban el istmo. Vimos referencias de objetos de barro como vasijas, platos, cuencas, entre otros, que usaban en sus labores diarias; también, herramientas de agricultura, que utilizaban para todo tipo de plantaciones, y armas para cazar perezosos gigantes y mastodontes.

Como siempre, estos actos llevaron a estas especies a su extinción o su evolución para poder sobrevivir, y de esta forma fue que los humanos cambiaron por primera vez la biodiversidad de Panamá.