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1, 2, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 (se marca el tiempo cual manecillas de reloj)…

Beatriz Rached se deja ver como un compás. Así es su vida. Se puede decir que va al son del flamenco. En orden y a tiempo nos guía.

Ella siempre está ahí para ayudarnos. Es una manera de saber que vamos con la música y el ritmo, puntual, como ella… como el compás. 

Desde los siete años, Beatriz ha sentido una atracción demasiado grande por el baile español. Su pasión ante este arte es tan grande y tan fuerte como sus zapateos. 

Una de sus pisadas más vigorosas fue en el año 2011, cuando logró abrir su compañía FBR (Flamenco Beatriz Rached). Desde hace más de once años ha ido logrando su misión de llevar su arte a Panamá. Lo ha hecho a través de mucho esfuerzo, amor y dedicación.

1, 2, 1, 2, 3, 4, 5, 6. El compás es más lento y con un respiro. Esa parte de su vida está colmada de sensibilidad, adornos y detalles. Son los momentos que te llenan de inspiración, donde esa coreografía tiene una sutileza y suavidad que hipnotizan al espectador. 

7, 8, 9, 10. Sigue. La fortaleza que te sorprende y el remate que te asusta. Memorias de mi maestra. Recuerdo ver a Beatriz en escena, estando yo en primera fila con mi atención puesta en ella. Sus movimientos eran lentos, delicados, y de repente, remata el baile con todas sus fuerzas. Con tan solo diez años tenía mis ojos llenos de lágrimas por la emoción y mis pelos de punta. Estoy más que segura que el resto del público estaba igual, sin saber ni entender cómo era que en dos minutos ella se había robado nuestro aire. 

El compás vuelve y se repite, ya no sabes qué esperar, pues siempre que piensas que ya lo viste todo, llega algo mejor. Algo con más energía o con más suavidad, o como en muchas ocasiones, es una mezcla de sentimientos que simplemente te hacen quedar pasmado. No quieres parpadear ni un mínimo segundo, no deseas perder ningún detalle. La emoción te recorre, el remate se acaba y sientes que ya puedes volver a respirar.

1, 2, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10. Retomamos la instrucción. “Si te equivocas el día del espectáculo y haces cualquier tipo de mueca, el público se dará cuenta porque tu rostro lo dice todo. En cambio, si sigues sonriendo o con tu cara seria, triste o brava (lo que sea que estés sintiendo mientras bailas), nadie lo notará. Puede que piensen que así es la coreografía, porque en realidad era una confusión mínima que sinceramente no cambiaba en gran cosa el baile. Así que, pase lo que pase, expresen con su cuerpo y cara lo que sienten al bailar, y si se equivocan no hagan muecas locas, niñitas”. Son esos pequeños discursos y frases que me persiguen desde que soy su alumna.

Desde muy chiquita me enseñó que mis ojos tienen superpoderes y que pueden hablar por sí solos. Mientras bailo, mi mirada es la que narra toda la historia y hace llegar todo el cuento al alma de los espectadores. 

Vuelve a escena. Cuando teacher Bea baila palos como la bulería y el tango, el público se enloquece. Te puede sacar lágrimas sin siquiera darte cuenta. Todo por una mirada y unos gestos que te llegan hasta la última fibra de tu ser.

Beatriz se puede conocer como la del compás marcado de una bulería. Todo va rápido, pero preciso. A la vez, como la sutileza y dulzura de las alegrías, esa parte llena de adornos y pequeños detalles que desbordan el alma con su gentileza y calidez humana. 

Nuestra parte favorita: ¡Olé! Después de esa corta palabra el público se pone de pie y aplaude. Ovacionan con todas sus fuerzas. Unos lloran, otros gritan, otros tienen una sonrisa de oreja a oreja por la gran satisfacción que causa ver a Beatriz bailar. Diez segundos de aplausos que, tanto para ella como para cada bailaora parada en ese escenario, valen más de lo que cualquier persona puede imaginar.

1,2,1,2,3,4,5,6,7,8,9,10,1,2 1,2,3,4,5,6,7,8,9,10. Olé.

Los días de enero de 1990 fueron momentos muy importantes para muchos, pero muy dolorosos para otros. ¿Por qué este tiempo marca tanto a Panamá en su historia reciente? La razón es que experimentamos las consecuencias de una dolorosa invasión militar extranjera, donde murieron cientos de civiles istmeños —o quizás miles, según a quién le preguntas—, a manos del ejército estadounidense. Unos defendiendo el honor de su patria y otros huyendo de aquello que los asustaba tanto.

El país estaba destruido y dividido. Eran inmensas aquellas miradas de tristeza de los habitantes. Por esos días, el Istmo ya no era aquel lugar alegre y musical que solía ser.

Es en este entorno, ya para 1994, aparece el nombre de la grandiosa Eileen Coparropa, quien estaba destinada a animar a su querido terruño, llenándolo de orgullo por sus hazañas. Ella se ganó el respeto y el cariño de los fanáticos nacionales, dejó en alto el nombre de Panamá y nos trajo de vuelta la felicidad.

En sus inicios, Eileen aprendió ballet, pero no se veía muy convencida de participar en este arte, por lo cual empezó a interesarse en la natación. Comenzó en torneos locales donde había aprendido a nadar. Luego compitió en las actividades escolares y finalmente en las nacionales, siendo para ella un honor muy grande formar parte de esta disciplina.

Una anécdota que recuerda con emoción sucedió cuando tenía quince años. Llevó la bandera nacional en la apertura de los Juegos Olímpicos de 1996 realizados en Atlanta, Estados Unidos. Sintió el mundo entero a sus pies mientras sostenía ese pabellón. Estaba muy orgullosa de cómo había logrado llegar tan lejos con su disciplina y esfuerzo.

En el año 2002 se llevaron a cabo, en El Salvador, los Juegos Centroamericanos y del Caribe, una de las competencias más importantes de la región para la carrera de esta joven. Las pruebas eran de 50 y 100 metros libres.

Durante estas justas, Eileen se encontraba enfocada en su objetivo. A través de las noticias, el país seguía sus resultados con muchos nervios. Ella solo pensaba en su querido sueño, que todo el mundo viera su nombre en el primer lugar en tanto sostenía el emblema nacional. 

Nos podemos imaginar el sudor frío bajando por su frente mientras millones de panameños esperaban que su Reina de la Velocidad consiguiera la tan anhelada victoria.

Al realizarse las pruebas, todos estaban a la expectativa de los resultados. Aunque siempre hubo confianza en ella, fue una sorpresa ver que la deportista había logrado en los 50 metros libres un tiempo de 25,68 segundos y en los 100 metros libres, 56,58 segundos. Logró batir su propio récord de 57,60 segundos, conseguido en los juegos de Maracaibo (Venezuela) de 1998.

Todo el país estalló en fiesta al saber que su queridísima Eileen había impuesto una nueva marca. Estaban más que felices, ya la atleta no regresaría a casa con una medalla, sino con dos de oro, cumpliendo el deseo de miles de compatriotas y el suyo de estar arriba del podio con la bandera que tanto amaba, la de nuestro Panamá.

Así fue como esta canalera, apodada también como la Sirenita de Oro, llevó alegría y entusiasmo a nuestra nación en la década de 1990 y se inscribió en nuestra historia.

Las metas y los sueños se pueden cumplir, y de eso sabe Hermisenda Perea Gonzales, una mujer perseverante y triunfadora, que con solo diez años trabajaba como doméstica en una casa y terminó siendo una reconocida líder nacional.

Fue en una acogedora casa, en el barrio Chilibre, durante la noche del 9 de enero de 1959 que nació Hermisenda, con la ayuda de su abuela Francisca Saavedra. Después de tres meses, su madre decidió irse para Jaqué, en la provincia de Darién, donde la niña vivió hasta los seis años. Luego, se mudaron a la capital, al antiguo Hollywood, en unas barracas pequeñas similares a una caja de fósforo, lo que hoy en día es Curundú.

Hermisenda y su familia vivían como sardinas en lata. Los padres decidieron trasladarse a un pueblo llamado Antón, en la provincia de Coclé, pensando que era un mejor lugar para la crianza de los niños.

A la edad de diez regresó a Panamá a trabajar como empleada doméstica, en San Francisco. Sus patrones le dieron la oportunidad de estudiar. Eso fue como un milagro jamás esperado. Ya contaba con doce años cuando retornó a la escuela. Ella era la mayor de doce hermanos y quien llevaba el sustento a su casa.

Trabajar y estudiar al mismo tiempo, y a esa corta edad, debió ser muy agotador. Se me eriza la piel solo de pensarlo. Emmy, como le dicen de cariño sus familiares cercanos y amigos, con tan solo una década ya tenía una mentalidad de guerrera. Es impresionante cómo cada lágrima, sudor y esfuerzo la ayudaron a persistir.

Realizó sus estudios en diferentes escuelas de la región de Panamá. Culminó el Bachillerato en Comercio con Especialización de Secretaría y Contabilidad. Pero seguía trabajando en casa de familia como mucama. Apenas terminó el bachillerato se dedicó a otras actividades, siempre muy independiente.

Laboró en una escuela de karate, en Obarrio. Ahí llevaba la asistencia, cobraba la membresía y las mensualidades. Después entró de voluntaria en la Dirección General para el Desarrollo de la Comunidad (Digedecom), institución gubernamental donde fue nombrada funcionaria, como coordinadora de la juventud, con un salario de doscientos cincuenta balboas por mes.

Aprovechó el tiempo y siguió aprendiendo, lo que potenció su liderazgo, su confianza y también su empatía para compartir con lo que menos tienen. Para ella la humildad es un don que Dios le dio.

Sin detenerse y con esas ganas de triunfar ingresó a la universidad, aunque no tenía dinero para comprar ni siquiera un libro. Estudiaba con fotocopias y copiaba a mano todo lo que los profesores decían. Allí laboró haciendo matrículas. También fue estilista en salones de belleza para sufragar los gastos universitarios.

Obtuvo el título de licenciada en Administración de Empresas en la Universidad de Panamá. Ambiciosa de superación, continuó un diplomado en Relaciones Internacionales y luego una maestría en Comercio Internacional, en la Universidad Latinoamericana de Comercio Exterior.

Maravillada por las experiencias, ingresó muy animada al Movimiento de la Juventud Panameña, donde ayudó a chicos, como ella, a salir adelante. Se convirtió en una líder en juntas locales, pero nunca olvidó sus raíces.

Después de tanto esfuerzo, lucha y perseverancia, uno de sus más grandes sueños se le hizo realidad: ser representante del corregimiento de Curundú. Ocupó el cargo en dos periodos consecutivos (1994-1999 y 1999-2004), y con esta experiencia logró ser diputada de la República entre 2004 y 2009.

Emmy, esa mujer guerrera que nunca renunció a sus sueños, tiene hoy 63 años. Sigue activa, laborando como subgerente de los Bingos Nacionales y es la suplente del representante del corregimiento de Curundú. Es un honor tenerla como tía y cada vez me doy cuenta de que es una gran persona.

Sigue siendo una dama de fe, tenaz y solidaria. A pesar de que hoy en día está muy bien económicamente, no ha perdido su sencillez, y cuando otras personas necesitan, no duda en socorrerlas. Es un modelo a seguir. Con su ejemplo he aprendido que en la vida siempre habrá obstáculos, pero depende de nuestra actitud poder enfrentarlos.

Emmy nos deja un mensaje de motivación y de seguir luchando por nuestros sueños. Como ella dice: «Siempre que te propongas una meta en tu vida, persevera hasta cumplirla”.

Crecí escuchando a mi mamá declamar poesías, es algo que a ella le gusta mucho desde que era niña. Entre sus poetisas favoritas está Amelia Denis de Icaza, por lo que despertó en mí curiosidad y ganas de saber más sobre ella. Debemos tener muy claro que ya hace años que murió, pero no así su legado ni su obra.

Poetisa romántica panameña y la primera mujer en publicar sus versos en el Istmo, su obra se caracteriza por la sencillez con que expresaba sus sentimientos y su sentido social. Nació un 28 de noviembre, así como el día en que nuestro país se liberó del yugo español, solo que ella vino al mundo en 1836, quince años más tarde de tan gran acontecimiento. Murió a los 75 años, en tierras lejanas.

Ahora entiendo por qué impregnó dolor y rabia en la poesía favorita de mamá, “Al cerro Ancón”, aunque también le escribió a la patria entera, al amor de madre y al caudillo Victoriano Lorenzo.

Al leer el poema noté mucho cariño y nostalgia por su país. Así que quise investigar, descubrí que el sentimiento que le puso a su obra fue, precisamente, porque estuvo lejos de Panamá por mucho tiempo, debido a que desde joven se casó y se mudó a Nicaragua, y al regresar encontró que los norteamericanos tenían el control de una gran zona de su patria.

Amelia Denis de Icaza creció en el barrio de Santa Ana, por lo que podía ver desde su ventana a su tan amado cerro. Se educó a pesar de que este tema estaba destinado principalmente para los varones.

Esto me hace pensar que soy afortunada por haber nacido en esta época. Entiendo por qué dice mi mamá que estudiar es un privilegio que debemos valorar, sobre todo las niñas, ya que una mujer preparada tiene muchas ventajas y puede vivir libre de pensamientos e ideas, libre de reunirse con quien quiera, libre de decidir a quién quiere, libre de amar, ser amada y respetada. Como toda concesión conlleva responsabilidades, estamos obligadas a defender nuestros derechos y la mejor forma de hacerlo es estudiando, respetando y siendo mujeres de bien.

Pues bien, volviendo a nuestra heroína de las letras, Amelia Denis de Icaza, que estoy conociendo gracias a mamá, me doy cuenta de lo difícil que fue la vida para ella aun contando con privilegios por ser hija de un hombre ilustre, preparado con influencias. El escenario para ella fue limitado debido a la falta de apertura para las mujeres en la cultura. No quiero pensar qué sería de mí y de mi hermana gemela si viviéramos en esa época.

Tengo claro lo que dice mi mamá: «Las oportunidades se toman cuando se presentan y te llegan, porque luego es difícil que vuelvan». Como niñas y mujeres panameñas debemos agradecer a Dios por nacer en estos tiempos y en este bello país.

Lamentablemente, Amelia murió lejos de su tierra natal, el 16 de julio de 1911, en Managua, Nicaragua; pero gracias a sus poemas quedó inmortalizada en las letras panameñas.

Cuando Carla Nayleth Martínez sale de su casa hacia su trabajo se despide de su hija Abigail del Carmen con un beso y agradece a Dios por el éxito logrado en su desempeño profesional. No fue fácil, tuvo que vencer varios obstáculos, pero nunca se rindió.

Nació en 1990, en el seno de una generación de policías. Desde su llegada a este mundo su padre había pronosticado que ella sería otro miembro más del cuerpo de seguridad del país; sin embargo, el sueño de esta chica era ser abogada. Esta decisión no le agradó a su progenitor y esto trajo consigo desavenencias en el hogar, por lo que optó por independizarse al cumplir la mayoría de edad.

Continuó con sus estudios y trabajó para lograr su meta, aunque sin el apoyo de sus padres era más difícil. Sin embargo, su perseverancia, esfuerzo y dedicación no iban a flaquear.

Pasado un tiempo, recibió una llamada telefónica para informarle que su papá había tenido un accidente. Inmediatamente se dirigió al lugar donde estaba recluido, pero no llegó a tiempo, pues había fallecido. Ese trágico giro de la vida la afectó tanto que tuvo deseos de suicidarse. Se sentía culpable por lo ocurrido. Su madre le buscó la ayuda de un psicológo. Esa intervención fue muy valiosa para ella porque mejoró su salud mental y superó el cargo de conciencia.

Carla Nayleth, viviendo nuevamente en la casa de sus padres, siguió adelante y se enfocó en establecer una relación sentimental confiando en que podía ser feliz. Tuvo un novio, que no era aceptado por su familia, por lo que al decirle a su madre que iba a casarse con él, no contó con su aprobación. Por segunda vez  se sintió decepcionada de los suyos y decidió irse a vivir con su pareja.

Aún no se recuperaba de su tristeza cuando recibió la noticia de que estaba embarazada. Se animó al saber que en su vientre se estaba formando una nueva vida; mas lo que para ella era una alegría, no significaba lo mismo para su pareja.  Él se enojó ante la situación y argumentó que no estaba preparado para ser padre. La abandonó con tres meses de gestación.

No podía sufragar los gastos de vivir por su cuenta, menos con un embarazo a cuestas; por consiguiente, no le quedó más remedio que volver otra vez a casa de los suyos.

Un nuevo rol tenía que enfrentar: ser una madre soltera y continuar trabajando y estudiando; no obstante, no se iba a rendir ante la adversidad, no sería ni la primera ni la última mujer que iba a sacar adelante a un hijo. Ahora tenía que secar sus lágrimas, dejar el orgullo de lado y perseverar para terminar sus estudios universitarios y ser la abogada que soñó.

Así que recogió sus pertenencias y tocó la puerta de la casa de su madre con sus tres meses de embarazo. Mientras esperaba sentía temor de ser rechazada o que la recibieran con reproches o críticas. La embargaron sentimientos encontrados: tristeza, miedo, alegría… Cuando se abrió la puerta, su mamá la recibió con sonrisas, abrazos y lágrimas de emoción.

Por primera vez sintió que su familia estaba feliz de su regreso. Aunque siempre fue así, pero ella no lo había percibido antes de manera tan clara. Tuvo que pasar por el dolor de estar completamente sola para comprender que los verdaderos padres están ahí para ayudarnos cuando más lo necesitamos.

Carla Nayleth terminó la universidad en el 2017 y obtuvo el título de licenciatura en Derecho y Ciencias Políticas. Hoy es una joven exitosa en el campo profesional y trata de mantener tiempo de calidad con su hija de doce años a la que ama profundamente.

Ella, mi vecina, es un ejemplo de superación para mí y para todos los que la conocemos. Es una mujer decidida, inteligente, valiente, amorosa y una excelente madre.

Pocos en el mundo exterior saben que entre los muros amarillos del Instituto Nacional de Panamá camina estruendosamente un ser casi mitológico, una mujer que lleva dentro de sí la sabiduría y genialidad, forjada con bronce y con enormes alas que enseñan a los aguiluchos cómo volar. Es la profesora Zahira Valencia, quien en 2022 me impartió la materia de Cívica III.

Su primera presencia ante mí fue en la primera semana de noveno grado. Entró como una luz que conoce su dirección antes de encenderse, su peinado de cola de caballo no dejaba ningún cabello por fuera, usaba unos lentes que hacían que sus ojos se vieran enormes y sus uñas delataban las garras con las que nos enfrentaríamos posteriormente. Ese año conocí a la profesora, viví su clase y desde entonces dejé de ser un estudiante común.

En mi última temporada escolar, luego de regresar de las clases virtuales, tuve el privilegio de dar clases de nuevo con ella; fueron más motivadoras que nunca y no porque fuera la más amable o comprensiva, sino por los retos y cuestionamientos lógicos a los que nos enfrentamos en cada lección y por las enseñanzas que nos deja con su autenticidad.

Un día de la primera semana de octubre, saliendo del colegio, vi cómo se acercaba a mí cual águila agarra su presa y me preguntó: “David, ¿quieres representarme el Día del Estudiante?”. Al principio me sorprendió, pero confiado le respondí que sí.

Las siguientes clases dejé de ser solo un alumno. La profesora Zahira no había tenido un estudiante que la representara en el Día del Estudiante desde el 2014, así que me convertí en uno que debía corroborar su capacidad. Las preguntas en el aula ahora iban directas hacia mí; en ocasiones pude responder, sin embargo, en muchas erré y como respuesta me dio tres lecciones que nunca olvidaré.

Por escuchar comentarios de otras personas antes que los míos, me enseñó la primera:

1. “¡Siempre tienes que ir a ti!”: mi ser es lo único que me pertenece, mis creencias y verdades deben ir primero que las del mundo.

Al fallar en mis respuestas, me dio la segunda:

2. “¡Acepta tus errores!”: si cometo un desacierto, con dignidad lo acepto y aprendo de ello.

Ante varios fallos y antes de que yo comprendiera dichas enseñanzas me dijo: “Si crees que yo molesto mucho, dime que no me representarás, aún estás a tiempo». Pero confiado de mí le afirmé que la representaría aquel día.

Y así lo hice el 27 de octubre, le di clases a tres de sus grupos. Mientras que todo el mundo me decía que debía parecerme a ella, actuar como ella y dar clases como ella, aprendí la tercera enseñanza que me dio luego:

3. “Jamás serás Zahira Valencia”: no seré nunca ella, porque ella ya es. Lo que tengo, lo que soy y lo que represento siempre seré yo, mi esencia.

Al final del día pude apreciar más todo lo que me enseñó en el mes, cada palabra y pregunta fue por un motivo. Esas y cada una de sus lecciones las llevo conmigo, pues más allá de una historia o de un aprendizaje, la profesora Zahira Valencia nos hizo desarrollar una habilidad, la capacidad de afrontar el mundo y ver más allá siempre.

Ya a punto de graduarme, me entristece la idea de no volver a ser un estudiante del Instituto Nacional de Panamá, no ver las esfinges cada día al entrar, pero me apena sobremanera no tener dos horas a la semana en las que pueda aprender más sobre la vida, a través de ella.

En las noches veraniegas de la ciudad de Panamá suelo ir a un centro comercial ubicado en Albrook, ciudad de Panamá. Me acomodo en una mesa al aire libre, ordeno un tamal de olla y una bebida para matizar la espera. En aquellos momentos doy por cierto que hay pocas cosas comparables a una buena comida, mejor si es con amigos y para celebrar. 

En veladas como esas, cuando agradezco que existan personas que cocinen tan rico, recuerdo a la chef Andrea Ponce, nacida en 1984 y quien a la vez es asesora de salud y bienestar.

Andrea no come comida china con palillos y no le gustan las ostras ni el caviar. Desde pequeña ama la cocina tradicional panameña, al ser interiorana le encanta un buen sancocho espesito con picante, un sabroso concolón, así como un rico arroz con pollo que le recuerda a su abuelita. Esos platos fueron una ventana para descubrir su pasión y la cultura culinaria, donde se necesita mucha precisión, pues se juega con los sentidos y los recuerdos. 

Andrea prefiere elaborar sus platos desde cero, respetando cada ingrediente y que se reconozcan, y como pretexto perfecto para mostrar parte de su identidad, gusta llevar su cocina a nuevos horizontes. Siempre espera ver dibujada una sonrisa en sus clientes al probar sus platillos, ya que la decepción de algún comensal es una gran pérdida, cuenta. 

La labor de Andrea como chef no ha sido nada fácil, llega a su casa agotada, luego de largos días de trabajo; pero todo ese cansancio vale la pena, porque en su rostro se puede observar la satisfacción y las ganas que le pone a su arte. Considera que su experiencia debe ser demostrada y su tenacidad debe ser siempre sustentable.

Hablar de Andrea Ponce es hablar de Panamá y su gastronomía. Al ser una persona con pensamientos de unidad, que cree que nadie llega a la cima por sí sola, ha promovido y compartido sus experiencias con otros colegas, y así hace referencia en su cuenta de Twitter: “Tu equipo de cocina es tu familia, son tus soldados, hombres y mujeres, en las mejores batallas, y son las personas que debes impulsar siempre a crecer. Haz de tu cocina algo grande”.

Por ese motivo, comenta, siempre ha querido rodearse solo de gente que aporte valores significativos para ella y los suyos, elige su bienestar y ama su cocina, es una persona solidaria, prefiere estar con buenas personas antes que con malas influencias. 

Andrea es una persona soñadora, quien dijo una vez: “Estamos muy acostumbrados a vivir estancados en el pasado o preocupados en el futuro. Ahora, en estos tiempos, estamos conociendo lo valioso del presente, que puede cambiar el mañana. Ese día a día que nos está formando como verdaderos sobrevivientes”.

Todo lo anterior le ha valido para defenderse a sí misma, sentirse segura y que las personas la valoren y  respeten. «Lo femenino no es un género, es una dimensión», es una de sus frases. Ella es una mujer que ama su cocina y le apasiona lo que hace. 

Sin dudas, Andrea conjuga sus conocimientos en los fogones con los platos que nos trasportan a sabores llenos de pasión y mucha cultura.

Hace 94 años nació una persona que sufrió mucho, pero en medio de todo, ha sido feliz. Esa es María de los Ángeles, una mujer sencilla y modesta.

Sus padres, humildes campesinos, se conocieron en Panamá, ella nació en este país y al poco tiempo se fueron para Colombia.  Siempre le enseñaron valores y cómo aplicarlos en su vida.

Por motivos económicos, la niña no asistió a la escuela, si acaso aprendió a escribir su nombre, pero eso no le impidió salir adelante. Ayudaba con las labores del hogar desde muy pequeña y se casó a los catorce años con Cenón Garcías, un agricultor.

María y Cenón tuvieron dieciséis hijos, de los cuales tres fallecieron. Criaron a cinco niñas y ocho niños, y habitaban en casas alquiladas hasta que después de un tiempo consiguieron dinero suficiente para tener su vivienda propia.

Al empezar su relación tuvieron la oportunidad de que el Gobierno les otorgara una parcela en la cual cultivaron muchas verduras y tenían algún ganado, allí trabajaba la pareja y fue su sustento durante años. Con el tiempo sus hijos fueron creciendo y ayudaban.

Cenón fue músico, tocó en muchas bandas y orquestas, en ese tiempo le mandaban marconigramas para informarle en dónde sería su próximo evento.

A pesar de que fue un hombre laborioso, tenía sus defectos, como todos. Por problemas con el consumo de alcohol, hizo sufrir mucho a su esposa María, quien siempre fue una mujer callada, nunca le reclamó nada y aguantó todo, a lo mejor, por el amor que sentía hacia él, de su boca no salió mala palabra; además, Cenón nunca hizo pasar hambre a su familia.

Después de unos años, María de los Ángeles se fue a trabajar a Venezuela y dejó a sus hijos a cargo del padre y su hija mayor; durante ese año mandaba cajas con comida a sus hijos. Al pasar el tiempo regresó a cuidar de los suyos.

Su matrimonio duró 55 años y aunque se casaron siendo muy jóvenes se quisieron mucho. De hecho, llegaron a festejar una tradición muy especial, las bodas de oro, al cumplir cinco décadas juntos.

Cenón Garcías murió de un cáncer en la boca. A causa del consumo de cigarrillo, sus pulmones se llenaron de aire y falleció. Fue doloroso para ella, pero siguió adelante y cuidó a sus hijos.

María de los Ángeles ha padecido muchas enfermedades, se ha fracturado la cadera, ha estado al borde de la muerte, pero todavía no es tiempo para que nos deje. Esta mujer ha tenido la bendición de Dios de ver nacer a sus nietos, bisnietos y tataranietos. Actualmente, se encuentra en Marialabaja, Colombia, con su familia cuidando de ella.

Aquel 13 de enero de 2021 ocurrió un momento especial en mi vida. Al mudarme a mi nueva casa encontré un retrato que desde entonces observo para alcanzar las fuerzas que a veces me faltan. Me sentí atraído. Después de tanto tiempo pensando de quién se trataba, le pregunté a mi padre. Para mi sorpresa, era mi abuela Ernestina Acendra.

«¿La llegué a conocer?”, cuestioné tras aquella revelación. Él tomó en su mano la imagen y contó diversas anécdotas vividas. En ese momento, cuando supe que mi abuela había fallecido debido al cáncer de mama, pensé en todo lo que mi papá y sus hermanos a una corta edad tuvieron que hacer para estar unidos. Después de varios minutos colgamos el cuadro en la pared con vista a la ventana.

Recuerdos entre familia

La noche del 28 de junio de 2021 hubo una cena familiar. El olor a sopa impregnaba el sitio. Cuando agradecían a Dios por la comida, miré hacia una ventana y cerré mis ojos. Invité a mi abuela fallecida a comer con nosotros. ¿Por qué no invitar a esa presencia que estaba siendo un gran apoyo en mi vida?

Después de cenar y ver a todos conversando supe que era el momento para un interrogante que traía en mente por meses: “¿Extrañan a mi abuela?”. Me miraron confusos e intrigados. Después de un rato uno de mis tíos dijo: «Todos la extrañamos. Sin ella … (y mi papá terminó la idea), no tendríamos lo que tenemos».

El tío Rodrigo recordó el día que contuvo el llanto por la muerte que se avecinaba, un impulso que fue parado por una mirada maternal que solo quería ver una sonrisa en el rostro de su pequeño. En ese momento todos estaban devastados por la noticia.

Contó que mi abuela le hizo prometer lo mismo a cada uno: “Nunca se rindan, sigan adelante, cuídense entre ustedes, hagan sus familias y compartan lo que les he enseñado y, lo más importante, jamás se separen”.

Entre alegría y tristeza, aquella fue una noche en donde, al recordar a esa persona, mi corazón experimentó algo indescriptible: cerré los ojos y sentí que escuchaba su voz.

La conversación que todo nieto necesita

El Año Nuevo de 2021 fue una noche especial. Aunque la soledad se sentía a metros de donde me situaba, no dejaba de percibir que alguien, además de la brisa, acariciaba mi rostro.

Solo faltaba media hora antes de finalizar un año lleno de enseñanzas, retos, victorias y descubrimientos. Me senté en la sala mirando a mi alrededor y agradecí a cada persona por ser un pilar en el giro que dio mi vida. Dejé a la más importante para el final, ya que, gracias a sus enseñanzas, recolectadas a través de los recuerdos de otros, pude lograr metas que no creía posible.

Miré el retrato de mi abuela y tras un leve suspiro empecé a decirle los triunfos personales alcanzados desde que empecé a aplicar sus consejos, como no rendirse por más que todo se viera mal, o pedir ayuda siempre que fuera necesario.

Cada segundo que pasaba, un baúl de recuerdos se abría en mi mente mostrándome momentos en familia. Noté que ella siempre estaba ahí, aunque no física, sino espiritualmente, en mis pensamientos… O fue así que lo sentí.

Otra vez, al cerrar mis ojos y divagar por los recuerdos, escuché aquella voz y me dijo: “Estoy orgullosa”. Mi piel se erizó al estar solo, pero por dentro tenía una felicidad inexplicable. Experimenté tanta seguridad, como si a ese ser lo hubiera conocido desde hace muchos años.

Solo sonreí, rasqué mi cabeza y noté una brisa diferente en ese momento. Busqué a mi padre y le dije, con gran emoción: “Mi abuela está orgullosa de usted y de mí”. Nos abrazamos y ambos pudimos sentir aquella presencia que nos causaba nostalgia por esos momentos que algún día quisimos compartir.

A pesar de no estar entre nosotros, la abuela dejó un legado de valores como el amor y el respeto. Hay muchas anécdotas de ella, pero lo más interesante es que detrás de cada una hay historias de superación y valentía. Me inspiró a salir adelante y a escribir estas reflexiones dedicadas a ella. Una mujer que, sin un abrazo o sin escuchar su voz, renació entre recuerdos para transmitirme confianza y seguridad e influir en mí a través de su memoria.

Aclaro, no quiero escribir los versos más tristes, sino la historia de una pequeña infanta. En la década de los 70 nació Angelina Lázara Pelegrín, en la ciudad de Santiago, provincia de Veraguas. 

Con el correr del tiempo, a la pobrecilla la llevaron a vivir a un pueblo costeño llamado Boca Vieja de Mariato, en donde imperaba la voluntad de pescadores y hombres machistas, entregados a la bebida. Eran por excelencia los jefes de puestos de ventas de este pueblo.

Desde pequeña, Angelina presentó muy buenos sentimientos, con mucho apego a su familia; su abuela siempre la tuvo a raya y no la dejaba compartir con otras niñas del lugar para evitar el bullying por ser sorda. Para esta pequeña, la única alegría era jugar sola en el mar con los tamboriles y asustar a los pelícanos que se acercaban a la costa, justo frente a su casa.

Las vacaciones benditas, eran las que disfrutaba en el campo, en casa de sus abuelos y tíos, rodeada de primos queridos. Adoraba los cañaverales, a pesar de sentir miedo a las iguanas que habitaban allí. Se esforzó tanto para vencer ese miedo que, a partir de su adolescencia, comenzó a estudiarlas. Así fue creciendo y aprendiendo las cosas únicas de la vida. Nadie le advirtió los peligros y designios de esta.

Por encima de su discapacidad auditiva, Angelina aprendió a bailar en la escuela primaria y aunque era la mejor bailarina, no fue seleccionada para la escuela de danza. Su primer golpe de vida. 

Continuó mejorando la técnica hasta participar en un evento nacional. Ella no escuchaba la música, pero sí sentía las vibraciones sobre el escenario con la bocina hacia abajo; sobresalió en el concurso con una cumbia darienita, ganó los aplausos y ovaciones de un gran público.

Más adelante, en la escuela secundaria destacó mucho en el deporte y la danza, sin obviar que fue muy buena estudiante. Sin embargo, al terminar esta etapa experimentó su segundo golpe de vida: no podía ser marinera, su sueño de viajar por el ancho mar le fue vetado. 

Y no se rindió. Todo esto la hizo esforzarse mucho más para lograr ser la doctora que tanto anhelaba. Nuevamente, su esfuerzo fue en vano, le llegó su tercer y último golpe de vida: “Si no escuchas el estetoscopio, no podrás ser médica”, le dijeron. Consternada y muy golpeada, renunció a esa ilusión y continuó su vida por otro rumbo.

Otras oportunidades le vinieron, y mucho mejores, pues Angelina se hizo una profesional de la química. Gracias a su excelente sentido del olfato estudió en el Instituto de Perfumería de Grasse, en Francia, y logró ser una famosa perfumista de alta gama, de marcas de renombre mundial, que colaboró con importantes diseñadores de diversos países. 

Esto es una muestra de la constancia de esta niña que logró romper las barreras de los sonidos para lograr otras metas en la vida, incluso superiores que las que había soñado.