Rompiendo las barreras del sonido

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Aclaro, no quiero escribir los versos más tristes, sino la historia de una pequeña infanta. En la década de los 70 nació Angelina Lázara Pelegrín, en la ciudad de Santiago, provincia de Veraguas. 

Con el correr del tiempo, a la pobrecilla la llevaron a vivir a un pueblo costeño llamado Boca Vieja de Mariato, en donde imperaba la voluntad de pescadores y hombres machistas, entregados a la bebida. Eran por excelencia los jefes de puestos de ventas de este pueblo.

Desde pequeña, Angelina presentó muy buenos sentimientos, con mucho apego a su familia; su abuela siempre la tuvo a raya y no la dejaba compartir con otras niñas del lugar para evitar el bullying por ser sorda. Para esta pequeña, la única alegría era jugar sola en el mar con los tamboriles y asustar a los pelícanos que se acercaban a la costa, justo frente a su casa.

Las vacaciones benditas, eran las que disfrutaba en el campo, en casa de sus abuelos y tíos, rodeada de primos queridos. Adoraba los cañaverales, a pesar de sentir miedo a las iguanas que habitaban allí. Se esforzó tanto para vencer ese miedo que, a partir de su adolescencia, comenzó a estudiarlas. Así fue creciendo y aprendiendo las cosas únicas de la vida. Nadie le advirtió los peligros y designios de esta.

Por encima de su discapacidad auditiva, Angelina aprendió a bailar en la escuela primaria y aunque era la mejor bailarina, no fue seleccionada para la escuela de danza. Su primer golpe de vida. 

Continuó mejorando la técnica hasta participar en un evento nacional. Ella no escuchaba la música, pero sí sentía las vibraciones sobre el escenario con la bocina hacia abajo; sobresalió en el concurso con una cumbia darienita, ganó los aplausos y ovaciones de un gran público.

Más adelante, en la escuela secundaria destacó mucho en el deporte y la danza, sin obviar que fue muy buena estudiante. Sin embargo, al terminar esta etapa experimentó su segundo golpe de vida: no podía ser marinera, su sueño de viajar por el ancho mar le fue vetado. 

Y no se rindió. Todo esto la hizo esforzarse mucho más para lograr ser la doctora que tanto anhelaba. Nuevamente, su esfuerzo fue en vano, le llegó su tercer y último golpe de vida: “Si no escuchas el estetoscopio, no podrás ser médica”, le dijeron. Consternada y muy golpeada, renunció a esa ilusión y continuó su vida por otro rumbo.

Otras oportunidades le vinieron, y mucho mejores, pues Angelina se hizo una profesional de la química. Gracias a su excelente sentido del olfato estudió en el Instituto de Perfumería de Grasse, en Francia, y logró ser una famosa perfumista de alta gama, de marcas de renombre mundial, que colaboró con importantes diseñadores de diversos países. 

Esto es una muestra de la constancia de esta niña que logró romper las barreras de los sonidos para lograr otras metas en la vida, incluso superiores que las que había soñado.