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La fuerte mujer nacida en 1979, de nombre Yulisa Cuñapa, esposa de Bolívar C., es madre de tres hijos: Bolívar, Romario y Rosalía. Hay un refrán que yo mismo me digo y es: “Los que atendían, ahora son atendidos”. ¿Lo entendiste? ¡No! Bueno, te lo explico.

Primero, viajemos en el tiempo. En el 2000 Yulisa tuvo a su primer hijo llamado Bolívar Ají. Por aquellos años, ella tenía un alto consumo de azúcar que no supo manejar en su momento, que le ocasionaría una terrible pesadilla en el futuro.

Sus días transcurrían normales. En el 2005 nací yo, Romario, su segundo hijo. Pero fue el 12 de septiembre de ese año, luego del parto, cuando los médicos le dieron la noticia de que había sido diagnosticada con diabetes.

“Bueno, igual mi vida sigue”, se dijo Yulisa. Pero quien no estuvo nada bien con el anuncio fue su esposo Bolívar, debido a que tenía una idea de lo que podría pasar más adelante.

Ella continuó junto a su familia, buscó trabajo para sustentar a sus hijos y ayudar a su marido. La vida comenzó a ir tan bien que se mudaron a Río Chico, en Pacora, a una casa más grande y cómoda.

Pero, en 2015 la bomba de tiempo explotó. Su consumo de azúcar del pasado ahora le pasaba factura. Presentaba desmayos y desnutrición, entre otros malestares.

A pesar de su enfermedad, el 15 de julio de 2016 nació su última hija: Rosalía. Luego de un mes del parto, por motivos de salud, Yulisa tuvo que quedarse internada en el hospital, donde permaneció por espacio de medio año.

Recuerdo que antes de que la ingresaran, mi hermano y yo la vimos como un roble, corpulenta y con muchas ganas de continuar. Cuando volvió a casa era todo lo contrario. “¿Mamá, mami, por qué estás tan flaca?”, le preguntamos. Ella solo respondió con un beso en la frente y un profundo silencio.

Hoy día mi madre está en cama y ha ido perdiendo el apetito. Quien fuera una mujer vigorosa, ahora cada día está más débil y tiene menos ganas de vivir.

Lo que la mantiene en pie es el amor que nos tiene, así como el temor de morir y no ver triunfar a sus tres hijos.

A pesar de estar frágil, Yulisa se esfuerza por no dejarse vencer. Es una mujer empoderada, ya que es fuerte de espíritu para seguir viviendo, fuerte para que la enfermedad no la derrote y está confiada en que sobrevive por el cariño a su familia.

Mi mamá es una mujer a la que le gusta mucho el campo. Nació y creció en un pueblo llamado Jinotega, situado al norte de Nicaragua, lejos de la capital Managua. Desde que tengo uso de razón ella siempre ha trabajado para educarnos a mi hermana y a mí. 

Cuando yo tenía seis años, mi mamá vino a vivir a Panamá y me dejó a cargo de otros en nuestro país natal. Se alejó de nosotros, su adoración, para que viviéramos mejor con el dinero que nos mandaba, ya que en Nicaragua no se gana muy bien. 

Por un tiempo estuve con mi abuela, hasta que nos mudamos de casa, mientras que mi mamá trabajaba en el Istmo. Así mismo, mi prima nos ayudó en el colegio, y por ese motivo fue a vivir con nosotros para cuidarnos. 

Mi madre nos visitaba cada diciembre para disfrutar Navidad y Año Nuevo en familia. Se quedaba dos meses y luego regresaba a su trabajo.

Recuerdo que la forma de comunicarse con nosotros era por videollamada. Cada vez que lo hacía me ponía feliz. Ella emigró para mantenernos, pero como yo era tan chiquito no lo entendía por completo. La extrañaba tanto en aquellos días.

En el 2019 mi madre empezó a hacer la diligencia para traerme con ella a tierras canaleras, no obstante, en el primer intento no pude viajar. Fue hasta marzo de 2020 cuando llegué a Panamá con mi abuelita.

Justo en ese tiempo empezó la pandemia de COVID-19. No pude pasear ni conocer este hermoso país, pero mi mamá seguía laborando. Me sentía feliz de poder darle todos los abrazos que de pequeño no logré brindarle. Ahora comprendo que ella se privó de su propia felicidad para que tuviéramos una buena educación.

En este momento, que por fin está toda la familia reunida en Panamá y luego de ver el amor que tiene mi madre, aprendí a valorarla aún más por sus sacrificios. No cualquiera se alejaría de su hijo pequeño, pero sé que pensó en nuestra situación económica. Ella es capaz de invertir todo su esfuerzo en sus hijos. 

Ahora que estamos juntos me da muchos consejos. Me queda claro que ella desea verme como un profesional en el futuro. Me he trazado la meta de graduarme, seguir mis estudios universitarios y así lograr que ella deje de trabajar, descanse y pueda disfrutar de la vida, sin preocupaciones.

Amo verla feliz, su sonrisa me da alegría. Sé que no es perfecta, pero para mí sí lo es. Por mi madre conocí este lindo país y hemos visitado lugares hermosos. Si ella no se hubiera ido de Nicaragua, sería más difícil cumplir mi sueño educativo, aunque sé que igualmente lo lograría si está detrás apoyándome.

Esa mujer de campo que tuvo la valentía de dejar su tierra es una mamá virtuosa que nos ama. ¡Gracias, Doris Castro por ser como eres!

Mi abuela Leonelda Guerra, a quien a la vez considero mi madre, es una mujer que se llenó de poder en situaciones adversas. Tuvo que soportar la muerte de su hija, pero, aun así, siguió adelante con todo y el dolor de la pérdida porque se quedaba con una parte de ella, el recuerdo más preciado: yo.

Tengo maravillosos recuerdos. Justo hay uno que atesoro y fue ese momento en que, tras varios años, nos mudamos de nuestra primera casa a otra. Ella aguantó muchos malestares, dolores de cabeza, aunque siempre cumplía con todos los quehaceres del hogar. Lo cierto es que con todo y el apoyo que a veces recibía del resto de la familia, apenas podía descansar. 

Particularmente, me gusta que mi abuela se hace respetar por su buen trato hacia los demás. Nunca he notado que se considere superior a nadie. No necesita hacerlo para evidenciar que es una mujer luchadora y empoderada. 

Ella me sacó adelante y sufrió por mí. Afirma que es mejor levantarse que quedarse en el suelo a llorar. Un ejemplo de ese coraje lo dio cuando mi madre, que me trajo al mundo, se fue al cielo. La abuela nos enseñó a ser educados, tolerantes, independientes; pero, sobre todo, nos recordó que la vida es el regalo más importante que hemos recibido y no debemos desperdiciarlo, ya que todos moriremos.

Siempre estaré agradecido con la mujer que ha sido padre y madre para mí. Con ella aprendí valores y modales, como decir buenos días al entrar a algún lugar o buenas noches al ir a la cama. También me mostró cómo rezar.

Mi abuela me ha defendido de todos los males. Estuvo ahí cuando casi nadie más lo estuvo, por eso la respeto y valoro mucho. Ha sido mi guía y mi luz en todo momento y no quisiera perderla, pero sé que es inevitable. Comprendo que debo seguir adelante con todas sus enseñanzas, porque ella es lo que más quiero en esta vida.

Mi madre, Isidora Vargas, hace hasta lo imposible. Mediante gran esfuerzo y sacrificio da todo por sus seres queridos. Muchas veces queremos decirle tantas palabras bonitas a esa mujer que nos dio la vida, quien además es responsable, respetuosa, trabaja para darnos qué comer y nos enseña a respetar a los demás; hoy es un buen día para expresarlo.

Isidora es muy atenta con su familia. Desea lo mejor para nosotros. Nos apoya en nuestros estudios, nos aconseja para que nos vaya bien. Siempre nos orienta para que no fracasemos y nos dice que busquemos lo bueno. 

Con seguridad nos habla acerca de cómo enfrentarnos en un mundo donde a veces hay tanta maldad. “No hay mujer más feliz que aquella que se sabe valorar. Lo más lindo en la vida es sentirse orgullosa de quién eres, creer en ti, verte al espejo, amarte y saber que has podido con todo”, suele reflexionar sobre su fortaleza.

Para ella, el amor propio es algo bien importante. “Nunca dejarás que alguien te haga creer que vales menos. Creo en ser fuerte cuando todo parece ir mal, que las mujeres felices son las chicas que lucen más bonitas; que mañana es otro día y creo en los milagros”, tiene como mantra. 

El tiempo y las experiencias le han enseñado mucho, por lo que se valora más en la actualidad: “No permito que la palabra de otra persona me afecte, no lloro por lo que no vale la pena, descarto la falsedad y no corro detrás de alguien que no quiere estar conmigo. Soy única y extraordinaria”.

Y exhorta: “Puedes lograr todo lo que te propongas, no permitas que nadie lo arruine. Siempre apunta alto, trabaja duro y preocúpate profundamente por lo que crees. Cuando tropieces mantén la fe y cuando te derriben vuelve a levantarte; nunca escuches a quien te diga que no puedes o no debes continuar”.

Suele advertir que el talento nunca es suficiente y que, por lo general, los mejores jugadores son los que más trabajan, por eso hay que esforzarse, recalca.

“No hay límite para nosotras. Como mujeres podemos lograr lo que nos propongamos”, repite en diversas ocasiones. Así me aconseja mi madre Isidora, quien con su optimismo me hace más fuerte. Sé que la experiencia de los años es la que habla. Cada noche, cuando me acuesto, analizo y pienso que es una mujer luchadora. Me contagia para ser una buena persona, positiva, alegre y sonreír cuando hay problemas, pues solo tenemos una vida, entonces debemos disfrutarla.

Además, he aprendido con ella que debemos trazarnos metas, pensar que nada es imposible, aunque parezca difícil lograrlo. En nuestro interior debe haber una fuerza poderosa que nos impulse para llegar a donde hemos soñado.

Aquella noche la luna brillaba en su máximo esplendor, se podía escuchar el llanto de una bebé, Itzel Durango, quien nació el 4 de octubre de 1953, en el Hospital Santo Tomás. Su madre, quien vivía en la provincia de Darién, tuvo complicaciones en el parto, por lo que fue llevada apresuradamente a la capital para que su criatura naciera sana.

Su padre era profesor y director de una escuela, mientras que su madre fue ama de casa, pero llena de conocimientos sobre remedios caseros que les ayudaban en diversas formas.

Años después, Itzel estudió para profesora de educación para el hogar, ya que su pasión y habilidad por enseñar, cocinar y hacer manualidades la hacían candidata perfecta en esta hermosa labor. Se casó con Adolfo Rodríguez, un policía con el que formó una relación muy bonita y tuvo tres hijas. Quedó viuda, lo que la llevó a sentirse triste y desesperada, ya que su sustento siempre fue su esposo, pero esto no le impidió salir adelante.

Lamentablemente, Itzel nunca pudo trabajar de lo que estudió, ya que el día de su entrevista de trabajo no pudo llegar debido a un accidente que le cambió la vida: sufrió una caída tratando de proteger a su sobrino, quedó con una pierna fracturada y no caminó por largo tiempo.

Siguió adquiriendo conocimientos que más adelante le ayudarían, como confeccionar tembleques, polleras, gorritos, sábanas, modistería, repostería, etc. Estas y más son las habilidades extraordinarias que posee mi querida abuela.

Cuando un hijo se queda sin padres se le llama huérfano, pero cuando un padre queda sin hijos es algo tan trágico que no tiene nombre. El 4 de octubre del 2001 ocurrió una desgracia, el mismo día del cumpleaños de Itzel falleció su segunda hija, su compañera de aventuras; eso la dejó en depresión, ella sentía que no lograría superarlo, pero con el apoyo de su madre y de sus otras hijas, pudo combatir poco a poco esa tristeza interna.

En el 2005 el nacimiento de su primera nieta hizo que todo cambiara significativamente en su vida, pues le trajo emoción. Itzel confeccionó trajes, sábanas y todo lo necesario para la bebé de su primera hija.

El 27 de agosto de 2008 ocurrió un incendio en el edificio Juan Ramón Poll, ubicado en el corregimiento de Calidonia y mi abuela fue parte de las personas que estuvieron en el lugar cuando todo se dio. Ella relató que se encontraba con su primera nieta, de tres años. A pesar de su dificultad para correr debido a su pierna lisiada, hizo lo imposible para protegerla del pánico colectivo de quienes allí estaban. 

Estaban en el restaurante, era la hora del almuerzo y justo en la cocina inició el incendio. Itzel y su nieta estuvieron a punto de morir por la desesperación de la gente y entre el forcejeo lograron salir.

Al ver a mi abuela me siento orgullosa, pues a pesar de las dificultades ha sabido armarse de valor y no dejarse vencer. Dicen que después de la lluvia, sale el arcoíris; pero yo afirmo que después del arcoíris sale Itzel, esa mujer que transformó su dolor en amor y valentía.

La más bella vivencia se remonta en la pupila de mi infancia, cuando mi abuela Otilia pasaba el año buscando tiempo para hacer a cada nieto muñecas de trapos, un camioncito y otros juguetes rústicos, convencida de que era el único modo de que los niños y las niñas de la familia tuviéramos un modesto regalo del Día de los Reyes Magos.

Como es evidente, los pobres son más dadivosos que los ricos, comparten la mitad de un pan para varias personas que están en un mismo sitio, además de ser más cariñosos y solidarios. Recuerdo que éramos un sinfín de nietos que la obligó a que nunca pudiera costearse una alimentación adecuada, y cuando lo conseguía era porque había renunciado a todo lo demás: pagar la luz, la hipoteca, la pastilla para su presión…

Cuando hay pobreza a veces no se come, se come poco, se come mal o simplemente se come lo mismo todos los días. Nadie es capaz de explicar cómo la abuela Otilia hacía “magia”, tal cual la parábola de la multiplicación de los panes y peces, para alimentar a muchos niños… y lo más hermoso es que quedábamos encantados con las delicias de su sazón.

Recuerdo la vez cuando fuimos llevados a la playa que, después de un largo baño y tremendo día soleado, ya ella nos tenía preparado un delicioso manjar blanco; renuncié a comer a mi llegada, por mi fineza, unido a mi gran cansancio. Todos se deleitaron, menos yo, y pasado un rato, cuando fui a buscar mi taza con tanto deseo, no quedaba absolutamente nada y grité: “Ay, ¡cómo me comieron el dulce!”. De pronto, se escuchó un estruendo de risas acompañado de complicidad; mis primos, atrevidamente, se acabaron el manjar.

Las personas estamos hechas de recuerdos, nuestra mente se escapa de manera constante a ese baúl en el que se contienen tantas historias y, aun teniendo más edad, recordamos esas graciosas anécdotas que nos hacen regresar a la bella infancia.

Una niñez feliz es un colchón donde saltan los sueños, es ahí donde los miedos duermen y no molestan, haciendo que nuestro potencial siga creciendo con optimismo y fortaleza.

Me siento dichoso, privilegiado, al igual que quienes también tuvieron la oportunidad de ir junto a ella hasta el lado de las olas. La abuela se sentía feliz viéndonos entre aros de gimnasia, juegos de soldaditos, carritos y pelotas. Ella atendió nuestros miedos, nos hizo sentir seguros y valiosos.

Todos los que la conocieron coinciden en la bondad de su carácter, hablan de su sencillez, de su determinación y su disciplina, que ha sido el legado que nos ha dejado para continuar siendo hombres y mujeres de bien y llevarlo de generación en generación.

Hay ciertas cosas que, de una u otra manera, se hacen difíciles de olvidar y este es el homenaje que hago a esa dama que ha roto los estereotipos de la sociedad actual. La abuela Otilia fue la mejor madre y abuela que la vida nos pudo dar y, sin dudas, también forma parte de esas grandes mujeres profesionales de la salud, las ciencias y las artes que merecen grandes reconocimientos.

Sandra López Vergès en ningún momento pensó que por ser mujer no iba a poder cumplir sus sueños.

Desde temprana edad le interesó mucho la biología. En aquel tiempo no se encontraba a muchas mujeres trabajando en esa rama, pero no fue impedimento; en cambio, hubo muchas personas quienes fueron un ejemplo a seguir para ella.

La bióloga, científica e investigadora es linda, alta, inteligente, con cabello castaño, sobresaliente, aficionada a la naturaleza y a los animales y, sobre todo, es una mujer que siempre busca realizar sus metas sin que las opiniones de los demás le afecten.

Estudió en la Universidad de París VII Denis Diderot y actualmente trabaja en el Instituto Conmemorativo Gorgas. Ha realizado diversos estudios en biología y la salud, relacionados a enfermedades como el dengue, la chicunguña y el zika y, en el tiempo de pandemia, sobre el COVID-19.

Es de esas personas que cuando la ves por primera vez puedes llegar a pensar que es arisca, pero realmente es muy amable. También es empática y colaboradora. Si en medio de una investigación alguien se equivoca o hace algo mal, en vez de enojarse, le da consejos para mejorar y evitar volver cometer los mismos errores. 

Gracias a los aportes de sus investigaciones recibió el Premio CILAC en el II Foro de Ciencias para América Latina y el Caribe. Reconocimiento a la excelencia en la investigación, 2018. Y en medio del nuevo coronavirus trabajó incansablemente en la respuesta a la pandemia.

La doctora siempre habla de reconocer el liderazgo de las mujeres en la ciencia para que la sociedad comprenda que las féminas merecen tener las mismas oportunidades que los hombres para acceder a posiciones de mando y así lograr la igualdad de género.

También señala que las mujeres, científicas y no científicas, en vez de frenarse entre sí, deben apoyarse para lograr sus proyectos y seguir dejando huellas.

Muchos hemos considerado a nuestros maestros y maestras como segundos padres y madres en nuestra preparación educativa.

En la ciudad de Panamá, corregimiento de Santa Ana, existe aún la pequeña y hermosa escuela Juan Demóstenes Arosemena que, a pesar de ser golpeada por los años, sigue en pie. Allí trabajaron dos hermanas maestras, a quienes llamábamos las Castillo, por su apellido; ellas fueron inicialmente auxiliares de limpieza y laboraban en trabajos administrativos en los almacenes de insumos y materiales de ese centro educativo. 

Ambas eran mujeres que, a pesar de su humildad, siempre lucían muy pulcras y bien arregladas, adornadas con sus collares “de bolas” con las que siempre se han identificado.

Por su destacada entrega, les concedieron estudios en la categoría de trabajadoras. Olga y Arelis egresaron de la Facultad de Educación de la Universidad de Panamá y empezaron a ejercer su profesión de maestras. Se enamoraron tanto de su trabajo, que dedicaron la mayor parte de su vida a la docencia.

Ahora, en el 12.° grado en el Instituto Nacional de Panamá, algunos compañeros revivimos ciertas anécdotas con ellas. El día estaba soleado, nos postramos bajo las sombras de un árbol de mango, el ambiente se tornó muy sano, unos hablábamos de clases y maestros, otros sobre las experiencias y ocurrencias vividas y, de pronto, dimos un salto al pasado.

Les comenté a mis amigos cómo recuerdo mucho, a través de maestras y profesoras con el mismo carisma, a nuestras inolvidables Olga y Arelis Castillo, mujeres llenas de sabiduría y bondad. 

Como maestras nos enseñaron con lujos de detalles tópicos de ciencias sociales, historia y ciencia, crearon en mí interés y cercanía a la historia universal. Ambas se esforzaban día a día para enseñarnos el mundo a través de la escritura; las clases de ortografía y lectura fueron algo genial, era como viajar a través de la enseñanza.

Para mí, para mi hermana y primos cercanos sus lecciones fueron fascinantes. Eran maestras con un conocimiento enorme y las más nobles que hayamos conocido.

Lo notable de ambas fue su amor por la vida y la entrega incesante hacia sus alumnos, pues siempre estaban dispuestas a ayudar a todos los que se les acercaban.

Cada vez que vamos de visita a nuestra querida antigua escuela, las vemos muy ancianas y frágiles, pero tenemos en la memoria el tesón y las enseñanzas de esas maestras inolvidables. Nos acercamos y les hacemos recordar quiénes somos para agradecerles que hayan estado en nuestras vidas, porque debido a sus valiosas enseñanzas hoy somos jóvenes sobresalientes y de bien . 

El tiempo corre muy deprisa, muchas veces quisiéramos que se detuviera, pero es absurdo. Esas apacibles maestras ya se han jubilado, pero nunca podrán retirarse de las memorias y de los corazones de niños y niñas que tuvieron el privilegio de ser sus estudiantes.

Mi tía Diana Marmolejo no tenía donde vivir. Pasó por la experiencia más dura de su existencia, estaba dividida en dos: antes y después de conocer la ciudad de Panamá, pues era muy joven y dejaba por primera vez su casa por una experiencia laboral donde había mucho estrés, ya que los  estándares de trabajo eran abismales, en comparación a nuestro pueblo chiricano.

El hotel donde trabajaría en la ciudad capital había cerrado, entonces investigó, hizo entrevistas y la aceptaron en otro hotel. Tía Diana tenía la espinita clavada en la cocina y le puso ganas al trabajo desde el inicio; se preparó y no dejó de aprender, porque se dio cuenta que a sus veinte años le faltaba mucho por saber.

Llegó a conocer tan bien la cocina que incluso sabía qué puerta rechinaba. Su estufa, sus planchas para los asados, le agarró cariño a todo, más porque estaba sola. Ella se sentía feliz de ser cocinera en aquel lugar sencillo y con las personas que la rodeaban, pues nunca había deseado trabajar en cocinas como las que se veían en las películas, con los ingredientes más caros del mundo y un ambiente aristócrata que la asfixiaba.

Mientras trabajaba, desde la ventana de su cocina disfrutaba la vista de la bella zona de El Cangrejo y escuchaba los cantos de los pericos. Preparaba sancocho, gallina de patio dura y otras ricuras, pero su plato favorito, la pata de gallina, era el más demandado. Aprendió el oficio de forma innata, pues su casa había sido una gran escuela, donde se hacían desde sopas y salsas hasta la carne exótica más preciada.

Pero en su trabajo Diana tuvo que empezar desde la base, le enseñaron a pelar y picar papas en todas las presentaciones: tornados, cubos, julianas, purés; muchas veces hasta lloraba diciéndole a mi abuelo lo cansada que estaba y lo sola que se sentía, pues la demanda era mucha y necesitaba la mano de otras personas para que todo encajara con el tiempo, hasta que después se adaptó al ritmo.

Un buen día, el hijo del dueño del hotel entró directamente a la cocina para conocer de qué manos salían las encantadoras “patas de gallinas”, que su padre en una ocasión le llevó a casa. Al final, no solo quedó encantado con su sazón, sino también con la belleza física y el buen corazón de la plebeya. Luego de un tiempo se hicieron novios y después esposos. Él hizo todo lo posible para que mi tía tuviera un merecido descanso, después de haber batallado tanto en la vida.

Diana le propuso abrir un restaurante de lujo, donde también le dieran de comer a quienes estaban desamparados. Así lo hicieron. Tiempo después, el esfuerzo y arduo trabajo de Diana y su esposo les hicieron merecedores de una estrella Michelin en su establecimiento Tentaciones, uno de los más apetecidos de Panamá, logro que pocos han obtenido en el país.

El rítmico corte de un cuchillo, el pelo atado y el calor a temperaturas abrumadoras. El ambiente de una cocina no es para todos. Se necesita mucha experiencia para manejar un aceite caliente, el picor de un ají o conocer hasta el último minuto de cocción de un pollo, pues no a cualquiera le sale igual de rica la comida como a ella. Aun si los brazos le pesan o sus piernas no aguantan, nunca le molestará seguir.

Lucía Sánchez puede ser un nombre y un apellido común en tantas partes del mundo. Pero para mí es un modelo a seguir por su perseverancia ante la vida y el don que tiene dentro y fuera del fogón. 

Desde muy pequeña tuvo que aprender a cocinar viendo cómo su madre lo hacía con los recursos que tenía. Mudarse desde los recónditos lugares de la provincia de Veraguas a la gran capital de Panamá la hizo experimentar nuevos sabores y también experiencias distintas. Ninguna tan dolorosa como la pérdida de una mamá. Aun así, Lucía seguía preparando comidas. Cada taza de arroz, cada sabor le recordaba a su progenitora. Ahí encontraba el amor, ahí se encontraba a ella misma de pequeña cocinando con su madre.

Con el paso del tiempo ha tenido que volverse experta en mil oficios, además de chef familiar indiscutible. Hizo de la gastronomía un trabajo remunerado. Supo levantarse como independiente, como madre, como esposa. 

Muchos dicen que los grandes cambios ocurren primero con pequeños pasos. Lucía ahora sabe preparar platos gourmet. Sabe la medida exacta para un arroz perfecto, cuál es el mejor picante orgánico para unas alitas, cómo lograr un chicharrón en su punto o el secreto para el pescado frito más rico. Ella tiene la respuesta correcta para todo eso y más.

Aunque mi favorito es el arroz con pollo. Esta es mi descripción del espectáculo que supone hacer ese delicioso platillo: empieza con el pollo cocinándose en la salsa de achiote y diferentes verduras. Ese color naranja que desprende la semilla me hace pensar en el atardecer; el olor no es distinguible, sin embargo, el sabor que aporta es inimaginable. Para mí, hace la verdadera diferencia, ya que la cantidad correcta creará una sinfonía. Eso sí, mucho cuidado con el exceso; cabe recordar que su tintura se diluye en aceite.

Por otro lado, las verduras para el pollo no son las mismas que para el arroz, tienen que ser frescas y cortadas con el cuchillo más usado que tengas. Pienso que no queda igual si el cuchillo no ha pasado por las manos de cada persona que ha pisado la cocina. Lo demás no se puede revelar. 

Si algo he aprendido al ver a Lucía cocinar, es que es una experiencia religiosa. Creo que la gastronomía que se desarrolla en lugares domésticos es la mejor. Nos enseña a amar la cocina y pensar fuera de la caja. 

No se necesita un diploma o las mejores notas para sentir esa pasión por el arte culinario. Aprendes a conocer la cantidad perfecta de sal, cuánta agua y tiempo necesita una pasta. En una cocina como la nuestra, se sazona con el corazón, se mide con los sentimientos y se percibe con nostalgia.