Mi tía Diana Marmolejo no tenía donde vivir. Pasó por la experiencia más dura de su existencia, estaba dividida en dos: antes y después de conocer la ciudad de Panamá, pues era muy joven y dejaba por primera vez su casa por una experiencia laboral donde había mucho estrés, ya que los  estándares de trabajo eran abismales, en comparación a nuestro pueblo chiricano.

El hotel donde trabajaría en la ciudad capital había cerrado, entonces investigó, hizo entrevistas y la aceptaron en otro hotel. Tía Diana tenía la espinita clavada en la cocina y le puso ganas al trabajo desde el inicio; se preparó y no dejó de aprender, porque se dio cuenta que a sus veinte años le faltaba mucho por saber.

Llegó a conocer tan bien la cocina que incluso sabía qué puerta rechinaba. Su estufa, sus planchas para los asados, le agarró cariño a todo, más porque estaba sola. Ella se sentía feliz de ser cocinera en aquel lugar sencillo y con las personas que la rodeaban, pues nunca había deseado trabajar en cocinas como las que se veían en las películas, con los ingredientes más caros del mundo y un ambiente aristócrata que la asfixiaba.

Mientras trabajaba, desde la ventana de su cocina disfrutaba la vista de la bella zona de El Cangrejo y escuchaba los cantos de los pericos. Preparaba sancocho, gallina de patio dura y otras ricuras, pero su plato favorito, la pata de gallina, era el más demandado. Aprendió el oficio de forma innata, pues su casa había sido una gran escuela, donde se hacían desde sopas y salsas hasta la carne exótica más preciada.

Pero en su trabajo Diana tuvo que empezar desde la base, le enseñaron a pelar y picar papas en todas las presentaciones: tornados, cubos, julianas, purés; muchas veces hasta lloraba diciéndole a mi abuelo lo cansada que estaba y lo sola que se sentía, pues la demanda era mucha y necesitaba la mano de otras personas para que todo encajara con el tiempo, hasta que después se adaptó al ritmo.

Un buen día, el hijo del dueño del hotel entró directamente a la cocina para conocer de qué manos salían las encantadoras “patas de gallinas”, que su padre en una ocasión le llevó a casa. Al final, no solo quedó encantado con su sazón, sino también con la belleza física y el buen corazón de la plebeya. Luego de un tiempo se hicieron novios y después esposos. Él hizo todo lo posible para que mi tía tuviera un merecido descanso, después de haber batallado tanto en la vida.

Diana le propuso abrir un restaurante de lujo, donde también le dieran de comer a quienes estaban desamparados. Así lo hicieron. Tiempo después, el esfuerzo y arduo trabajo de Diana y su esposo les hicieron merecedores de una estrella Michelin en su establecimiento Tentaciones, uno de los más apetecidos de Panamá, logro que pocos han obtenido en el país.