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Aquel viernes 14 de septiembre de 2015 salí junto a mi mamá, mi abuela, tres primas, varios tíos y dos familiares más rumbo a La Palma, en la provincia de Darién. El objetivo final era llegar a isla San Andrés, en Colombia.

Ese día salí del colegio con toda la emoción del mundo. Llegué a mi casa y almorcé rápido. Luego un automóvil vino a recogernos para llevarnos a la terminal. Me sentía ansioso mientras hacía la fila para abordar ese vehículo. Se supone que saldríamos a las 10:30 p.m., pero el autobús salió media hora después. Me tocó sentarme junto a una de mis tías, la de mayor edad. ¡Jesús!, ella estaba tan asustada por el viaje que me contagió de sus nervios.

Llegamos a eso de la 1:00 a.m. El cambio del frío del aire acondicionado del bus al calor de La Palma fue drástico. A pesar de lo tarde que era, el montón de maletas que llevábamos y la temperatura tan horrible, nos tocó ir caminando hasta el hotel, que queda como a dos cuadras de la terminal. Cuando llegamos nos dieron unos deliciosos emparedados y nos asignaron las habitaciones (por suerte con aire acondicionado), y allí pasamos lo que quedaba de la noche.

Ya en la mañana pudimos trasladarnos hasta la turística isla San Andrés. Justo esa mañana estaba programado un paseo en barco por la bahía, pero por culpa de esa mala costumbre panameña de la impuntualidad, no llegamos a tiempo. Así que aprovechamos para ir a la playa que está justo frente al hotel. El sitio es realmente hermoso, el sol que hizo ese día fue ideal para pasar en el mar hasta tarde. 

El 16 de septiembre tocaba el paseo de las mantarrayas, pero me dio mucho miedo y no fui a verlas. Me quedé en el barco, tomé fotos… pero estuve muy mareado. Aunque el barco estaba anclado y no podía avanzar, sí se tambaleaba tremendamente y me provocó vómitos. Traté de calmarme. Allí nos quedamos como dos horas hasta que volvimos al hotel.

El tercer día de nuestra estadía fuimos a recorrer el lugar, después de pasar toda la mañana en la playa. Cuando estaba almorzando, experimenté una pena muy grande, al momento de la comida buffet. Estaba con mis tres primas en una mesa y quien se levantaba a coger más jugo, le servía al resto. Me paré y no sé por qué rayos saludé al señor que estaba a mi lado, sirviéndose jugo también, pensando que era mi tío. Le dije: ¡Hola!, y él me respondió: “¿Quién eres?”. A lo que le respondí: “pues, Kenny”… él solo se alejó riéndose. La actitud de mi ‘tío’ me pareció muy rara.

El asunto tuvo más sentido cuando me senté y vi a mi tío… allí me percaté de que había saludado a un señor que no conocía. ¡Qué pena! Comí rápido y me fui de allí por la vergüenza. Tanto el señor desconocido, como mis primas y toda mi familia se reían de mí.

Después recorrimos la isla en el bus y pude darme cuenta de que los turistas solo vemos la parte bonita de los sitios, porque si vamos donde viven los isleños, el panorama es totalmente distinto.

El cuarto día fue el mejor. Primero fuimos al parque, rentamos carretas y vimos un montón de pececitos. Visitamos el mar, fuimos a un acuario que queda en la mitad del mar. Por cierto, ¡el mar es hermoso! Las zonas de color azul más oscuro son las más profundas; el azul claro tiene entre dos y tres metros de profundidad; y las zonas azules verdosas eran las menos profundas, tenían ese color por la arena y podíamos encontrar áreas de ese tono por más lejos de la orilla que estuviéramos.

También vimos cangrejos y una mantarraya. Para que los turistas se tomaran fotografías, los señores que tenían la mantarraya decían: ‘’A 5,000 pesos la foto con la mantarraya Lola’’. Era grande y blanca. Me dio miedo tomarme una foto con ella, pero la vi bien de cerca.

Después nos llevaron a la isla de Johnny Cay en lancha. El viaje es adrenalina pura, no hay cinturones de seguridad, así que, si te sales, te sales. Hay que agarrarse de quienes están a tu lado y va tan rápido que el agua te salpica hasta las esperanzas. 

El paseo terminó y volvimos a casa felices con la experiencia. Sin dudas, esas fueron las mejores vacaciones de mi vida.

El despertador sonó a las 5:00 de la mañana del 2 de enero de 2022. La profesora Cidia Vergara Batista, madre de las mellizas Karol y Karen, de 14 años, las despertó porque era el día que iban a emprender su camino hacia la tierra ancestral de su familia: Las Tablas, en la provincia de Los Santos.

A pesar del sueño, se levantaron temprano, ya que debían prepararse y tener listas las maletas para llevarlas a casa de su tía Casilda Batista, pues viajarían en dos carros con otros miembros de la familia. Empezaron su camino a las 6:00 a.m. desde su hogar, ubicado en una finca ganadera en el corregimiento de Chilibre, en la comunidad de Villa Unida, a orillas del famoso río Chagres, localizado entre las provincias de Panamá y Colón.

Las hermanas estaban felices por regresar a Quebrada Grande, un pequeño pueblo ubicado en las montañas del distrito de Las Tablas, pues habían pasado más de cinco años desde su última visita.

Luego de un largo trayecto, con algunas paradas estratégicas para comer, saludar a familiares e incluso comprar el famoso pan de La Arena en Chitré, provincia de Herrera, las mellizas vieron con alegría, en especial Karol, el gran letrero verde que decía: “Bienvenidos a Quebrada Grande”, un pueblo especial para la familia, porque allí nació y creció su abuela, a quien llamaban de cariño “Mamá Chela”.

Por fin llegaron a su destino. Pasaron por el cementerio donde están enterrados sus bisabuelos, tatarabuelos y otros seres queridos. Karol miró hacia el horizonte donde vio el Cerro Tebujo, centro de historias infantiles contadas por su abuela. Seguidamente llegaron al puente de la Quebrada Del Paso, lugar de juegos y baños de muchas generaciones. Al subir la loma observaron la iglesia de San Pablo y a la izquierda la casa de sus bisabuelos, un momento emocionante, porque ese sitio está lleno de emociones y remembranzas.

Cansadas pero alegres de haber llegado a su destino, esperaron a su madre y al resto de los viajeros, quienes llegaron dos horas más tarde. Karol miró a su mamá y vio en sus ojos el brillo de la alegría y la nostalgia. Sabe que esa residencia le trae recuerdos imborrables, momentos felices junto a seres queridos que ya han partido.

Llegada la noche, todos sentados en taburetes, conversaban amenamente sobre lindas postales del pasado. Se escuchó el aullido de los coyotes, causando terror a Karol y a los más pequeños de la casa. Más tarde decidieron ir a dormir. Karol sentía la fuerte brisa que recorría la vivienda y cada uno de sus rincones, obviando la necesidad de un abanico, y sí, una buena manta para arroparse.

Amaneció. Eran las 6:00 a.m. del 3 de enero de 2022, cuando el gallo cantaba y Karol sentía el aroma a café recién hecho. Apresuró el paso, salió de la cama y corrió hacia la cocina en donde encontró a su madre con el desayuno ya servido: pan de La Arena, queso blanco hecho en casa y leche recién ordeñada enviada por el tío «Boli», el único hermano de su abuela que reside en el pueblo.

Cidia le dijo que despertara a su hermana Karen y que se bañaran para desayunar, pues debían buscar en el cuarto los materiales comprados para poder ir adonde sus tías, quienes eran las encargadas de enseñarle a las mellizas el legado preciado que representa su identidad.

Ambas se apresuraron a realizar lo solicitado por su madre. Luego fueron a casa de su tía, quien con paciencia y sabiduría, pero sobre todo con mucho amor, colaboró para que Karol y Karen aprendiesen este hermoso legado de confeccionar “mundillo”, una trenza tejida con hilos de diversos colores, que se hace sobre una rueda de tela y que es parte de la pollera, el traje típico panameño.

También les enseñaron a hacer los tembleques, que son parte del tocado de la empollerada panameña, estos suelen ser hechos de perlas o en orfebrería, incluso se trabajan flores como mosquetas o mostacillas. Sabiamente, la madre de las adolescentes creó una rutina que combinaba las enseñanzas culturales y tradicionales de su clan con las actividades de recreación.

Por lo que las mellizas también disfrutaron de paseos a la playa, al río, excursiones por el campo, entre otras vivencias en la provincia santeña y, sobre todo, aprendieron que no importa lo lejos que vayan, siempre y cuando el camino de regreso permanezca en sus memorias y corazones, para que sus raíces perduren reforzando su identidad y florezcan a lo largo de sus vidas.

Hoy, Karol y Karen son capaces de crear folclor con sus manos, gracias al amor y la perseverancia de su familia.

Brillantes como el marfil, fuertes como el acero, a veces azul como el mar o negras como la oscuridad, pero siempre amantes del sol. Son redondas como una perla, sencillas y muy bellas. Parecen pequeñas estrellas.

La aventura que estoy por contar está hecha de tierra, sol y sudor.

Meses atrás conocí unas hermosas semillas que utilizaban nuestros antepasados para hacer collares y pulseras y que ahora se usan para adornar trajes típicos como las polleras congo. 

Pocos saben de la existencia de esta peculiar semilla. Los católicos consideran casi un tesoro. Cuentan que representa el arrepentimiento de San Pedro tras negar que era discípulo de Cristo. Cambia de colores dependiendo del tiempo que pasen en los tallos. Por eso es común encontrarlas grises cuando ya están maduras. Con un tamaño similar a un frijol tienen un agujero natural en el centro. Son dadas a crecer en lugares secretos como pantanos y son muy difíciles de encontrar. Las llaman Lágrimas de la Virgen.

Comencé su búsqueda en Oria Arriba de Bayano, acompañada por mi mamá y dos guías. Las primeras horas transcurrieron en una muy larga caminata por senderos y montañas, rodeados por muchos árboles de diferentes tamaños. En ellos vivían los monos aulladores, que tienen los ojos muy grandes y son muy curiosos. También avistamos grandes rocas distribuidas a lo largo del camino, hermosas flores como las Peregrinas, que atraían a muchas mariposas, también una cantidad considerable de serpientes no venenosas e incluso una gran cascada donde nace la Quebrada del Bayano. 

En la primera parada encontramos una pequeña cantidad de semillas escondidas en un matorral gigante. El suelo era una combinación entre lodo y pasto, así que tuve que hacer un gran esfuerzo para no caerme cuando las recogía. Desafortunadamente solo habían de color gris y blanco. Uno de los guías intentó consolarme al decirme que unos kilómetros más adelante podríamos encontrar una gran variedad de ellas.  

Mi primera reacción fue decir que no quería ir, pero luego de meditarlo por un momento acepté. Retomando nuestro camino notamos en medio del sendero un problema: los árboles que lo rodeaban estaban llenos de avispas furiosas, lo que nos hizo cambiar la trayectoria. Tuvimos que bajar por un potrero muy inclinado, todos agarrados de las manos para no resbalar con la tierra húmeda. Había estiércol por todos lados, la densa vegetación nos tapaba la luz del sol y un enjambre de mosquitos nos acechaba. Por esta razón caminamos lo más rápido posible. 

Minutos después llegamos a una quebrada con muchos peces y camarones. De ahí bebimos agua agarrando una hoja caída y armando un pequeño vaso improvisado. Luego retomamos el sendero, encontramos pipas y mangos que fueron nuestra salvación.

Cuando llegamos a nuestro destino, mi mamá se ofreció a buscar las semillas, pues estaban en un barranco con una paja llamada escobilla y cerca de ella se podían ver las ranas saltando. Mientras la esperaba, me acosté en el suelo mirando al cielo: estaba adornado por unas grandes nubes que parecían carros y otras con forma de peras. En ese instante pasaban bandadas de pájaros que hacían la figura de un triángulo. Al cabo de media hora regresó mi mamá con un tesoro en sus manos: trajo semillas verdes, amarillas, rojas… parecía un arcoíris. 

Un par de horas después, ya desde la hamaca de mi casa con la bolsa de semillas conmigo, pensé: “Fue una total locura. Lo que viviste no tiene precio”. Se consiguió el objetivo: tenía las Lágrimas de la Virgen.

Mirando las fotos que he sacado a cada uno de los rincones donde he estado en Panamá descubrí que durante todos estos años he conocido 84 sitios turísticos del país. Pero en el carrete de mi teléfono uno me deslumbró más que todos los demás: el Fuerte Sherman. 

Este es, literalmente, un paraíso abandonado. 

Está ubicado en la provincia de Colón, aproximadamente a 1 hora con 20 minutos de la ciudad de Panamá. Es la entrada y salida de los barcos hacia el océano Atlántico, por eso está muy ligado al desarrollo del Canal de Panamá.

Fue construido por los Estados Unidos en 1911. Era una base militar y tenía varias funciones, entre ellas, la protección de la vía interoceánica, el entrenamiento de militares norteamericanos y la construcción de casas para que estos soldados pudieran residir.

El área era básicamente una selva, por lo que los estadounidenses se encargaron de derribar los árboles para que se pudiera construir el fuerte, una de las tantas bases militares que instalaron en el istmo. 

En el proceso de edificación, sectores no conformes con esto intentaron defender el lugar. Esto produjo que cuando se terminó, en 1912, aproximadamente diez mil soldados de la Fuerza Armada de los Estados Unidos protegieron este lugar para evitar más disturbios en el futuro. 

Sherman se mantuvo casi como si fuera un secreto hasta la entrega del Canal a los panameños el 31 de diciembre de 1999. Panamá tenía ideas vagas sobre las construcciones que se estaban generando por esos terrenos, ya que el lugar estaba dentro de la llamada zona canalera, de la que Estados Unidos tuvo absoluto control durante casi un siglo.

Desde la entrega del Fuerte Sherman no ha existido prácticamente ningún cambio positivo en el área. Todas las casas están agrietadas, hay restos de balas, sobras de otro tipo de armamento militar y además se encuentra mucha basura por todos lados. Varios inversionistas han querido intervenir en el lugar, pero ven que no es accesible puesto que la zona se ubica a una hora de la ciudad más cercana y la carretera está deteriorada.

En lo personal, siento que el sitio ha sido muy desaprovechado, considerando que podría ser una zona turística muy atractiva porque cuenta con hermosas costas de agua cristalina y una marea tranquila, algo poco común en las playas cercanas a la capital del país. Tiene un hotel, algunos restaurantes y una marina para naves de diversos calados.

Una de las muchas ideas para aprovechar la zona sería construir alojamientos para los turistas y locales que en sus vacaciones decidan alquilar, o quizás hasta comprar una casa de playa y ver los barcos ingresar al Canal de Panamá, lo que sería una experiencia única en la vida.

Un ejemplo de aprovechamiento de los recursos puede ser lo que se ha hecho con el Fuerte Amador (otra antigua base militar estadounidense), que actualmente es uno de los lugares turísticos más bonitos que tiene la ciudad de Panamá, ya que cuenta con zonas de pesca, restaurantes, zonas para ubicar yates, así como hoteles, entre otros atractivos. Lo realmente importante de sitios como estos son los increíbles momentos que pueden brindar al visitante nacional o extranjero.

—Desde que encuentres señales de dominio y sientas que algo no está bien, debes salir de la relación—, le dije una vez a varios amigos y amigas.

No es un consejo en vano, y menos para las mujeres. En Panamá, los ataques sexuales contra el género femenino crecieron en los últimos tiempos en un 40% y más de 250 murieron por la violencia solo en el 2021. 

Andrea pudo haber sido una de ellas. Hace veinticinco años se enamoró de un hombre que se mostraba atento. El indicado, solía pensar. 

Esa percepción duró poco, hasta el momento en el que empezaron a vivir juntos. Tras unos meses conviviendo, la relación comenzó a desmoronarse: él se enojaba si llegaba a la casa y no estaba lista la comida. Esto era claramente violencia emocional. 

Andrea trataba de complacer a su pareja siempre, aunque algunas veces, tras volver borracho al hogar, él llegó a pegarle. Poco después dejó de dar dinero para la comida porque lo gastaba en alcohol y ella pasó páramos para poder alimentarse. Como consecuencia del maltrato físico, perdió a su primer hijo; sin embargo, logró salir de allí. 

El machismo ha estado vigente durante décadas en nuestros países, ha incluido maltrato físico, y hasta hace pocos lustros la mujer no podía entablar lucha alguna que le diera el derecho sobre su cuerpo y sus decisiones, porque era considerada rebelde por la sociedad patriarcal. Las mujeres como Andrea debían callar y someterse a la voluntad de sus violentos esposos.

En Panamá domina el machismo, a la mujer se le inculca que solo ella debe cocinar y hacer los oficios del hogar, y a pesar de que la situación parece estar cambiando de a poco con las nuevas generaciones, siguen vigentes ideas como “no puedes hacerlo porque eres mujer” o “esas cosas son de hombres”, que han limitado la vida de las féminas. Hay que educar para que esto cambie. Que los niños vean que todos tenemos los mismos derechos y deberes, para que casos como los de Andrea, y las miles de mujeres que sufren por la violencia machista, no se vuelva a repetir.

La historia que contaré es la de un pueblo originario de Panamá que se levantó para luchar por sus derechos, que derramó sangre en esa acción y no se rindió hasta lograr poner en alto su cultura e identidad casi un siglo atrás. 

Son los gunas. 

Esta es una de las etnias más antiguas y relevantes de Panamá, probablemente son el pueblo minoritario más característico del país. A pesar de esto, hemos visto cómo la rápida supuesta modernización ha provocado el desplazamiento de su cultura, y la ha vuelto menos relevante, teniendo a los gunas como personas mayormente juzgadas por sus vestimentas y menospreciadas por el hecho de conservar sus tradiciones e idioma, ante un Estado que los invisibiliza.

Nos remontamos a febrero de 1925 con la Revolución Guna, un acontecimiento causado por la ignorancia del Estado panameño, que buscaba la “modernización” de los pueblos ancestrales, arrebatándoles sus derechos e identidad mediante la violencia, lo que solo demostró el desprecio que se les tenía.

Aquella revolución empezó cuando los gunas decidieron iniciar un proceso de independización, ya que estaban cansados de los constantes abusos que recibían por parte del gobierno panameño, al punto de llegar a sentirse ajenos en su propia tierra. Debían soportar las continuas profanaciones de tumbas porque en ellas había oro y otros objetos valiosos. Otro motivo de ofensa eran las forzadas reglas por parte del Estado que les exigían cambiar sus costumbres y sus tradiciones, la prohibición de sus congregaciones y las reiteradas restricciones sobre su idioma. 

Todo esto incentivó a este pueblo a reclutar a sus mejores cazadores, médicos y guerreros en todas las islas de la comarca con el fin de prepararse para una batalla.

Entre esas islas figuran Uggubseni y Dubbile, que resaltan por ser puntos de congregación en donde los revolucionarios planearon ataques a las fuerzas policiales de Panamá, provocando que la lucha entre estos dos bandos sólo siguiera en aumento. 

De forma sigilosa y siempre alerta, los gunas fueron rodeando las distintas islas esperando el momento idóneo para atacar y retomar su territorio. Y lo lograron, aunque en el camino hubo caídos y heridos que con su sangre demostraron hasta dónde podía llegar un pueblo para defenderse. 

La revolución guna obligó al gobierno panameño a cambiar y demostró cómo aquel pueblo y el resto de las comunidades indígenas tienen los mismos derechos y la misma importancia que cualquier otro ciudadano de este país.

Era 8 de abril del 2007. Mis padres, María y Andrés, estuvieron ansiosos durante las cinco horas del vuelo. Mi mamá, con apenas veintiséis años, estaba nerviosa porque era su primer viaje largo embarazada de mí. Partieron desde Holanda y tan pronto salieron del aeropuerto sintieron la frescura de las madrugadas de Egipto. 

La cara de mi mamá se ilumina al contarme sobre su viaje inolvidable. Ella dice que siempre recordará lo increíble que fue ver las pirámides e imaginar cómo debieron ser hace miles de años, recién construidas. 

Los primeros cuatro días, mis padres estuvieron en El Cairo. 

 —Nos teníamos que levantar a las 4:00 a. m. para estar en las pirámides a las 5:00 a. m. y comenzar el recorrido por las pirámides —recuerda mi madre—. Al mediodía ya teníamos que regresar, por lo caluroso que es Egipto.

Aunque mi mamá no entró a los monumentos funerarios porque es claustrofóbica, dice que disfrutó mucho caminar afuera del complejo y ver los camellos alrededor.

 —Yo sí me metí a las pirámides, eran muy apretados los túneles y resultaba difícil respirar por el calor y el polvo —interviene mi padre—. Pero todo vale la pena para ver lo asombroso de su construcción y las paredes talladas con jeroglíficos.  

Mis padres coinciden en que su parte favorita del viaje fue el Museo de El Cairo, tan grande e impresionante que tuvieron que recorrerlo en dos días. Mi mamá afirma que su pieza favorita es la máscara de oro de Tutankamón, esta tiene una cobra y un buitre que representan el reino del faraón en el Alto y el Bajo Egipto. 

Un dato curioso que recuerdan mis padres es que un día los agarró una tormenta de arena dentro del taxi. Al parecer, esto es usual allá, por lo que los conductores se estacionan a un lado de la vía y los dependientes de las tiendas tratan de cerrar lo más rápido que pueden; aunque el fenómeno no demora mucho, todo queda cubierto por una fina capa de arena y la gente regresa a la normalidad.

El cuarto día, en la noche, tomaron el tren que los llevaría hacia la ciudad de Luxor. Del quinto al séptimo día fueron a los templos de Luxor y de Karnak, este último es el más grande en Egipto, con ochenta hectáreas e inmensas columnas; también visitaron el Valle de los Reyes. 

En la tarde del día siete hicieron una travesía por el río Nilo, el más largo del mundo. Se suponía que iban a ir en un bote falúa (velero pequeño), pero para evitar que mi mamá embarazada se intoxicara en medio del desierto, decidieron ir en un crucero. Recuerdan que pequeños botes se pegaban a los barcos de turistas para venderles mercancía, lanzaban los productos y desde arriba los compradores tiraban el dinero. 

La visita a una comunidad de beduinos (árabes nómadas del desierto) fue otra experiencia. Las casas no poseen techos por lo poco que llueve, la comida es riquísima e incluye hasta lagartos, comen en el piso y comparten sus tradiciones. Algo curioso es que no creen en los bancos y afirman que el oro no se devalúa como las monedas, por lo que compran joyas de oro que utilizan las mujeres, y cuando estas quieren dinero se quitan una prenda y la venden. ¡Aprendizaje de nuestros amigos beduinos!

En los últimos días del viaje fueron al Templo Mayor de Abu Simbel, subieron a Alejandría donde vieron la histórica biblioteca quemada hace siglos y finalmente volvieron a El Cairo. 

Casi quince años después mis padres me siguen hablando sobre su viaje a Egipto y rememoran qué tan increíble fue que yo los acompañara en la barriga de mi mamá durante esos doce días y por siete meses más. Actualmente están planeando repetir la experiencia, esta vez desde Panamá, en familia y con dos hermanas más, para crear más memorias.

La Negrita es un sector silencioso escondido entre las montañas de la provincia de Coclé, que añora la intensidad de otras épocas. El 21 de febrero de 2021 fui con unos vecinos de esta comunidad, quienes en el recorrido me explicaron el por qué: desde allí, por sus caminos estrechos de piedra, el comandante Victoriano Lorenzo libró algunas de sus batallas durante la Guerra de los Mil Días. El valiente guerrero deseaba justicia, equidad y paz para los pueblos originarios, así como poner fin a la opresión del gobierno centralista de Colombia sobre Panamá. 

Durante la travesía, el guía contaba que en 1901 el cuartel general de Lorenzo se encontraba en El Pajonal de Penonomé. Mencionó que el comandante le pidió la casa a una vecina de La Negrita, donde se había alojado antes, para establecer el centro de sus operaciones, dada su favorable posición estratégica. Desde allí sus tropas podían ver los movimientos de los conservadores desde el Cerro El Vigía, pues la geografía hacía fácil observar quién se acercaba. En el sitio también habían establecido sus trincheras para defender su posición ante sus adversarios.

Este aguerrido combatiente indígena panameño se mantuvo alzado en armas desde octubre del año 1900 hasta noviembre de 1902. Primero como guardián de armas para los liberales y luego como precursor de la igualdad para su pueblo. 

El diario “The Panamá Star”, en su suplemento “Panamá en el Siglo XX”, del 30 de abril de 1909, se refiere a Lorenzo como “un general revolucionario que además de luchar en la guerra de los Mil Días, se enfrentó a los conservadores que sometían al abandono las comunidades indígenas de la Cordillera Central”. 

Entre las estrategias aplicadas por Victoriano Lorenzo estaba crear caminos a través de su cuartel en La Negrita, que le permitían trasladarse sin ser visto por sus enemigos a las distintas zonas de Coclé e incluso llegar hasta la provincia de Panamá. Hoy, más de cien años después, he caminado con los guías por esas mismas rutas.

La fuerza de Victoriano radicó en que conocía perfectamente las montañas de Coclé y era un líder innato, lo que le permitió armar un ejército formado por desposeídos, a quienes enseñó tácticas guerrilleras con las que dominaron al ejército conservador. Estas estrategias consistían en atacar y huir ante la reacción del oponente. Esta sutileza le hizo ganar el título de primer guerrillero de Latinoamérica.

Los efectos de la lucha de este caudillo fueron tales, que aun después de finalizado el enfrentamiento armado y firmado el acuerdo de paz entre las partes en conflicto, lo fusilaron de manera injusta. “El bravo y valiente panameño fue asesinado el 15 de mayo de 1903, antes de entregar su palabra a los intereses políticos de la época”, retrataron los periódicos el día de la muerte de este caudillo del país, pero sobre todo figura emblemática de La Negrita.

La hermosa y soleada tarde del 30 de mayo de 2016, a eso de las 3:45 p.m., sonó el teléfono. Esa llamada impactaría a la familia Pérez.

Lilibeth, una jovencita de 14 años contestó. La persona al otro lado del teléfono era su tía Eleida, una mujer amable y cariñosa, de 30 años, quien tenía una noticia triste.

Eleida contaba conmovida que Gregorio, bisabuelo de Lilibeth, había tenido un accidente con su motocicleta por el sector de Altos de Trinidad, en Capira, provincia de Panamá Oeste. Había ido donde un amigo a buscar un puerquito. Luego de una extensa charla, Gregorio ya iba de regreso a su casa y cuando estaba subiendo una peligrosa loma, llena de piedras, su moto patinó, provocando que perdiera el control y se cayera junto al puerquito. Lastimosamente las dos ruedas de la moto les cayeron encima.

Un grupo de personas que pasaba por el sitio los auxilió. Al puerquito no le pasó nada, pero el abuelo Gregorio sí quedó bastante golpeado.

Al ver que sus heridas eran graves, Bonifacia, esposa de Gregorio y bisabuela de Lilibeth, decidió que debían llevarlo al hospital y así lo hicieron.

Al conocer sobre el accidente de su bisabuelo, Lilibeth quedó muy preocupada. Ella rogaba a Dios para que no le pasara nada malo. Tres días después del accidente, Gregorio estaba bien y Lilibeth tenía ganas de ir a Capira a verlo, pero en esos días no pudo, pues no había quien la llevara, y Capira estaba lejos de su casa. No obstante, se sintió feliz de que su bisabuelo se había recuperado.

Pasaron algunos años desde aquel accidente, Lilibeth y su familia se habían mudado a Las Mañanitas, lugar que la chica estaba empezando a disfrutar. Otras vez sonó el teléfono con malas noticias, como aquel accidente del bisabuelo con la moto. En esa ocasión contestó la mamá de Lilibeth. 

La llamada fue hecha por Cristina, tía de Lilibeth, quien no tenía buenas nuevas: casi tres meses antes, el 30 de marzo del 2020, Gregorio había muerto de un ataque al corazón. La familia lamentó que no les compartieran la información tan pronto ocurrió el suceso. 

El tiempo siguió su curso. El 15 de mayo de 2022, Lilibeth y su familia por fin pudieron ir a Cerro Trinidad para visitar la tumba del recordado y amado Gregorio Pérez. Cambiaron las flores viejas, limpiaron la tumba y sus alrededores. La tristeza era contagiosa, todos lloraron y lamentaron la partida de Gregorio.

A pesar de extrañarlo, Lilibeth sabe que ahora él descansa. “Te prometo que nadie más tomará tu lugar de padre, de abuelo y de bisabuelo, porque aunque has muerto, seguirás vivo en mi corazón”, se dijo a sí misma conmovida.

Hace unos meses fui con mi mamá, la abuela y los hermanos al Centro de Visitantes de Miraflores del Canal de Panamá. En el camino estaba emocionado porque quería saber más acerca de la construcción de la llamada octava maravilla de la ingeniería mundial, admirar su majestuosidad y tomar fotos. Recuerdo que la vista era increíble, la brisa era tan fuerte que casi se me pierde el panfleto que llevaba en la mano. Podía ver cómo pasaban los barcos y cómo las esclusas los elevaban y bajaban como si fueran juguetes.

Después de admirar el paisaje le pregunté a mi abuela sobre los que construyeron el Canal de Panamá, ya que su madre era una inmigrante proveniente de Barbados, lugar del que salieron miles de personas para trabajar en esta obra.

Me contó que el nombre de mi bisabuela era Miss Rose, quien junto a su familia se las arreglaban para sobrevivir en su lugar de origen, ya que eran muy pobres. En 1904 se les invitó a residentes de las Antillas (Jamaica, Barbados, Martinica, entre otros) a laborar en este proyecto, así que ella decidió venirse para acá. Estando en Panamá conoció a Henry, al que luego sería su esposo.

Ese mismo año arrancaron esta proeza del ingenio humano.

Mi abuela me contó varias anécdotas que no sabía acerca del Canal de Panamá. Por ejemplo, el hecho de que su construcción permitió que nuestro país saliera de una crisis económica y que la primera embarcación que pasó por allí se llamó el SS Ancón. Pero el dato que más llamó mi atención fue de dónde surgió la idea de construir una ruta que pudiera unir al Mar Caribe con el océano Pacífico.

Ella me dijo que todo inició con el descubrimiento del mar del Sur para los europeos a cargo de Vasco Núñez de Balboa, hecho ocurrido en 1513. Allí surgieron ideas para unir los mares. Esto llegó a oídos de la Corona Española que, sin dudarlo, ordenó a todos sus exploradores buscar rutas que facilitaran esa vía de transporte.

Muchos años más tarde, con esos mismos fines, en 1880, el francés Ferdinand de Lesseps fue enviado por la Sociedad Geográfica de París a explorar rutas centroamericanas y fue cuando decidió que Panamá era el lugar perfecto para construir una vía interoceánica. Luego comenzó la creación del Canal francés.

Todo iba relativamente bien, hasta que los problemas se hicieron evidentes: el terreno en el que trabajaban era muy propenso a derrumbes y a las inundaciones, surgieron enfermedades como la malaria y la fiebre amarilla que acabaron con la vida de más de veintisiete mil trabajadores, entre otras adversidades. Todos estos inconvenientes ocasionaron que los franceses abandonaran el proyecto, y que posteriormente las riendas las tomara Estados Unidos, que fue cuando mi bisabuela desembarcó aquí, la tierra que hoy llamo “mi país”.

Gracias a que inmigrantes de muchas latitudes colaboraron primero en la construcción del ferrocarril transístmico y luego en el Canal de Panamá convirtieron a este istmo en verdadero crisol de razas. Y mi bisabuela Rose es parte de eso.