Brillantes como el marfil, fuertes como el acero, a veces azul como el mar o negras como la oscuridad, pero siempre amantes del sol. Son redondas como una perla, sencillas y muy bellas. Parecen pequeñas estrellas.

La aventura que estoy por contar está hecha de tierra, sol y sudor.

Meses atrás conocí unas hermosas semillas que utilizaban nuestros antepasados para hacer collares y pulseras y que ahora se usan para adornar trajes típicos como las polleras congo. 

Pocos saben de la existencia de esta peculiar semilla. Los católicos consideran casi un tesoro. Cuentan que representa el arrepentimiento de San Pedro tras negar que era discípulo de Cristo. Cambia de colores dependiendo del tiempo que pasen en los tallos. Por eso es común encontrarlas grises cuando ya están maduras. Con un tamaño similar a un frijol tienen un agujero natural en el centro. Son dadas a crecer en lugares secretos como pantanos y son muy difíciles de encontrar. Las llaman Lágrimas de la Virgen.

Comencé su búsqueda en Oria Arriba de Bayano, acompañada por mi mamá y dos guías. Las primeras horas transcurrieron en una muy larga caminata por senderos y montañas, rodeados por muchos árboles de diferentes tamaños. En ellos vivían los monos aulladores, que tienen los ojos muy grandes y son muy curiosos. También avistamos grandes rocas distribuidas a lo largo del camino, hermosas flores como las Peregrinas, que atraían a muchas mariposas, también una cantidad considerable de serpientes no venenosas e incluso una gran cascada donde nace la Quebrada del Bayano. 

En la primera parada encontramos una pequeña cantidad de semillas escondidas en un matorral gigante. El suelo era una combinación entre lodo y pasto, así que tuve que hacer un gran esfuerzo para no caerme cuando las recogía. Desafortunadamente solo habían de color gris y blanco. Uno de los guías intentó consolarme al decirme que unos kilómetros más adelante podríamos encontrar una gran variedad de ellas.  

Mi primera reacción fue decir que no quería ir, pero luego de meditarlo por un momento acepté. Retomando nuestro camino notamos en medio del sendero un problema: los árboles que lo rodeaban estaban llenos de avispas furiosas, lo que nos hizo cambiar la trayectoria. Tuvimos que bajar por un potrero muy inclinado, todos agarrados de las manos para no resbalar con la tierra húmeda. Había estiércol por todos lados, la densa vegetación nos tapaba la luz del sol y un enjambre de mosquitos nos acechaba. Por esta razón caminamos lo más rápido posible. 

Minutos después llegamos a una quebrada con muchos peces y camarones. De ahí bebimos agua agarrando una hoja caída y armando un pequeño vaso improvisado. Luego retomamos el sendero, encontramos pipas y mangos que fueron nuestra salvación.

Cuando llegamos a nuestro destino, mi mamá se ofreció a buscar las semillas, pues estaban en un barranco con una paja llamada escobilla y cerca de ella se podían ver las ranas saltando. Mientras la esperaba, me acosté en el suelo mirando al cielo: estaba adornado por unas grandes nubes que parecían carros y otras con forma de peras. En ese instante pasaban bandadas de pájaros que hacían la figura de un triángulo. Al cabo de media hora regresó mi mamá con un tesoro en sus manos: trajo semillas verdes, amarillas, rojas… parecía un arcoíris. 

Un par de horas después, ya desde la hamaca de mi casa con la bolsa de semillas conmigo, pensé: “Fue una total locura. Lo que viviste no tiene precio”. Se consiguió el objetivo: tenía las Lágrimas de la Virgen.