Diana Spencer nunca imaginó que llegaría a ser uno de los íconos más importantes de Inglaterra. Tenía una energía y un espíritu que la llevó a ayudar a los más desfavorecidos de su país y del mundo. Demostró cómo, a pesar de la oscuridad de nuestra humanidad, existía, al menos en su alma, algo de bondad. El hecho de ser princesa le abrió las puertas de la élite global y de los pueblos, pero poco a poco descubrió que hay sentimientos que ni la monarquía puede comprar. 

Todo comenzó cuando, en julio de 1981, Diana se unió a la realeza inglesa mediante el enlace matrimonial con el príncipe Carlos III, el heredero de la Corona británica.  En su momento, fue un tema controversial. Era difícil entender cómo un príncipe de sangre real se había casado con una joven que ciertamente no pertenecía a su clase. No obstante, solo fue cuestión de tiempo para que el público se enamorara de la nobleza de la joven y todos la conocían como Lady Di. Todo fue alegría cuando en 1982 la princesa dio a luz a su primogénito Guillermo de Gales, siguiéndole Enrique duque de Sussex, en 1984. 

Aunque la pareja no había mostrado su verdadera realidad ante el público. A partir de 1986, la prensa sensacionalista británica comenzó a divulgar los indicios de una posible crisis matrimonial. Había rumores sobre dramas e infidelidades entre la pareja. Después de todo, ser princesa no era tan sencillo.

En diciembre de 1992, se confirmó el divorcio entre Diana Spencer y Carlos III. Para firmar los papeles usó un famoso vestido, bautizado como «el de la venganza». Un hermoso traje de encaje, corto y negro, el cual generó bastante polémica entre el sector más conservador, que lo juzgó como inapropiado para una ocasión tan sensible como la aprobación de un documento que daba por acabado un matrimonio.

Este cambio marcó el comienzo de una nueva vida para Diana, un reflejo de esa nueva libertad era que ya no estaba obligada a seguir ciertas normas y costumbres de la monarquía, aunque quedaban distintos problemas personales que la Corona le había ocasionado.

Nacida el 1 de julio de 1961, a sus 36 años la hermosa princesa escapó de su prisión de oro. No obstante, su vida hallaría un final insospechado en un accidente automovilístico, ocurrido en París (Francia), mientras intentaba escapar de las cámaras de los paparazzis junto a su amante, Dodi Al-Fayed, donde ambos perdieron la vida.

Fue una desgracia que impactó dentro y fuera de su país, pues su dulce personalidad le había ganado un puesto en los corazones de muchos. Su muerte para algunos sigue siendo una incógnita, exponiendo a los habitantes de la casa real como posibles responsables de dicho accidente en el que, por casualidad, todos dentro del auto murieron, menos su guardaespaldas.

La princesa Diana fue ejemplar, por su transparencia y humanidad. No tuvo un final feliz como en cualquier cuento de hadas, esos de castillos y princesas. El caso de Lady Di muestra la rigidez y la complejidad del sistema monárquico. Ella nos enseñó cómo una mujer con una personalidad bien definida, puede ser relevante para el planeta entero, dejando una huella de gran valor en la historia.

En octubre del 2012, mi abuela Irma estuvo muchos días enferma de una gripe que parecía ser de las normales e inofensivas.

Eran las 10:00 p. m. cuando empezó a sentirse muy mal. Tuvieron que llevarla de emergencia al hospital. Al principio la atendieron por el resfriado, pero, conforme fueron pasando los días, veían que no había una mejoría; no sabían a ciencia cierta qué tenía, así que decidieron informar a su esposo que no podían tratar esa enfermedad, era necesario trasladarla a un hospital de la ciudad capital. El gran problema era que no contaban con los recursos económicos suficientes para internarla en ese nuevo centro médico. Sin embargo, sin saber cuánto dinero necesitarían, decidieron mover a la abuela para que recibiera el mejor cuidado posible. 

El 27 de octubre se encontraba en el hospital capitalino, ahí los doctores tampoco estaban claros de qué padecía mi abuela y toda nuestra familia la veía cada vez más y más deteriorada. Los días seguían su curso hasta que mandaron a Irma al área de Cuidados Intensivos porque le estaba costando respirar. Esto significaba aún más gastos. Pasó ocho días en coma, con un tubo por la boca que mandaba oxígeno hasta sus pulmones. 

Los doctores nos decían que ella ya no iba a salir de esta enfermedad, que iba a morir, porque rara vez alguien sobrevivía a ese tipo de cuadro clínico. No podíamos creer que fuera a fallecer y nunca perdimos la fe; depositamos todo en las manos de Dios para que Él hiciera su milagro, ¡y así pasó! 

Días después nos dijeron que debían practicarle una traqueotomía, porque ella mordía el tubo por el que la alimentaban y por donde pasaba el oxígeno. Le hicieron una abertura del tamaño de una moneda, en el centro del cuello. Para entonces ya había transcurrido un mes desde que mi abuela se encontraba en ese lugar; mi abuelo estaba preocupado debido a que no sabía si su esposa iba a salir bien de ahí. A la semana siguiente el médico le informó que mi abuela ya estaba lista para salir de aquella sala, no obstante, debía permanecer internada por unos días en otra área de menos riesgo. Alegre por la noticia, nos contó lo que le había dicho el galeno. 

Cada mañana veía cómo mi abuela se iba recuperando de una manera sobrenatural; eso era gracias al milagro que Dios estaba haciendo en su vida. Los especialistas quedaron impresionados por cómo ella logró combatir y vencer una severa neumonía.

El 12 de diciembre del mismo año a mi abuela la dieron de alta, pero tenía que regresar a la capital cada ocho días para un control; así lo hizo durante tres meses seguidos y de esa manera se dieron cuenta de que ella también había tenido una trombosis en la arteria principal del corazón que nunca había sido diagnosticada. Hasta que finalmente se recuperó.

¡Mi abuela es un milagro!

En mi escuela hacen actividades interesantes, pero nunca esperé que una persona tan luchadora como Ilda de Soriano llegara aquí. En el auditorio donde estaba experimenté una emoción que hace tiempo no sentía, al escuchar su interesante historia. 

A los nueve meses de nacida le diagnosticaron anemia falciforme y talasemia, por lo que debió quedarse en el hospital durante años. Fue hasta los seis que se dio cuenta de los límites que sus enfermedades le causaría, no podía jugar como los otros niños, pero comprendía todo. 

Hasta sus doce estuvo hospitalizada. Entre dolores e inseguridad, pero con mucha fe, plasmó sus anécdotas en cuadernos, así le surgió la idea de escribir un libro para ayudar a otros niños con esta enfermedad a superar cualquier obstáculo y a saber que de cualquier dificultad se puede salir triunfante.

Así comenzó la gran aventura y el reto de relatar su propia experiencia en un mundo incierto, pero con un futuro maravilloso. Fue hasta los veintiocho años que Ilda empezó a cumplir su deseo de publicar su propia obra. Tocó muchas puertas pidiendo ayuda, unas se abrieron y otras no, pero jamás se dio por vencida. Y así adoptó el lema “La señora vergüenza toca las puertas”.

Durante el tiempo que se esforzó para publicar también creó conciencia mediante escritos, revistas, periódicos, conferencias y sitios web sobre la anemia falciforme.

En sus momentos libres pudo, poco a poco, escribir su libro Vidas de cristal y a sus 38 años finalmente logró sacarlo a la luz y montó también su propia empresa Talita Cumi. Todo ha sido con un padre ausente, que por su genética le heredó la enfermedad; no obstante, la situación no impidió que realizara sus metas.

Debido a la talasemia le pusieron varias prótesis y debió usar andaderas que jamás frenaron sus pasos gigantes de superación. Actualmente, Ilda trabaja en una empresa de contadores y tiene una pareja. 

En su intervención, Ilda nos compartió a mis compañeros de escuela y a mí frases motivadoras como: “No hay dolor leve o fuerte que no sea dolor” o “callar por la vergüenza es una elección errada”. Al terminar su historia, todos en el auditorio aplaudieron. Me dejó tan motivado y agradecido que cuando terminó la presentación me quedé para hablar con ella. Me dijo que lo logrado y superado fue por la ayuda de Dios y de su familia y que al completar su libro se sintió satisfecha porque al fin se pudo expresar y contar quién es Ilda de Soriano.

Hoy vengo a contarles una historia de vida y superación de una persona que, a pesar de sus logros, le gusta que le llamen «maestra». Estoy hablando de Dalys Nereyda Castillero.

Todo empezó el 19 de febrero de 1937, cuando vino al mundo, en la provincia de Los Santos; aunque recuerda que sus padres solían discutir su fecha de nacimiento —si había sido el 18 o el 19—, pero ella siempre dice 19, mientras sonríe.

Estudió en la Escuela Normal de Santiago. Con el propósito de ser la mejor docente, llena de expectativas para cumplir todas sus metas y sin importar las dificultades en aquel entonces por las condiciones de pobreza del país, aceptó el reto de educar. «Sí puedo enseñar a los niños a ser felices».

Después de cuatro años de labor promovió en conjunto con los padres de familia un carnaval al estilo santeño, con el fin de recaudar fondos para construir cinco aulas nuevas, porque en la escuela no había suficientes salones de clases.

Con los fondos también organizó el primer comedor escolar para veinticinco niños humildes, con el apoyo de la maestra Evelia de Valdez. Cuenta que fue maravilloso ver cómo niños de familias donde el pan era un lujo, podían ir a la escuela, comer para tener buena salud y estudiar mejor.

Hizo su vida en la provincia de Chiriquí, donde se unió voluntariamente al grupo de las Damas Grises de la Cruz Roja de la ciudad de David, en el que se brindaba apoyo a mujeres para que pudieran salir adelante y ganarse el respeto de la sociedad. 

La maestra Dalys, como le gusta que le llamen, se jubiló en el año 1984; pero su labor no terminó allí, ella siguió con esas energías para brindar sus servicios a la sociedad. 

Laboró como jefa de personal en la oficina regional del Ministerio de Trabajo, fue subdirectora de la Oficina de Regulación de Precios, hoy conocida como Acodeco. Además, fue presidenta de la Cooperativa de Jubilados y Pensionados, donde logró la construcción del local que aún existe en la ciudad de David. Ha ayudado a muchos panameños, jóvenes y adultos en su diario vivir, profesionalmente y con dificultades y necesidades.

También fungió como subdirectora de la Lotería Nacional Regional de Chiriquí y allí tuvo ideas maravillosas para hacer labores sociales. A pesar de ser santeña, ama dicha provincia que le abrió caminos de amor y triunfos.

Actualmente es vicepresidenta de la Asociación de Sobrevivientes de Cáncer, en Chiriquí. Su mayor reto fue superar dos tipos de cáncer, tuvo que luchar con dolores y miedos. Con una fe gigante afrontó ambos.

Ella asegura haber sido bendecida por Dios dos veces, sobre todo porque su familia y amistades siempre estuvieron allí acompañándola en la batalla. Sus hijos, sus pilares amados, nunca la notaron débil y las personas siempre la veían sonreír y amar el folclor panameño.

De hecho, todos los años, como fundadora de la Asociación de Santeños, sale a las calles de David en un desfile cargado de tradiciones y alegría, donde no faltan las carretas y bueyes de su tierra natal. Allí se le mira llena de energía y orgullo cantando Santeño quisiera ser.

La maestra Dalys Nereyda Castillero es para mí un gran ejemplo a seguir, no solo por sus aportes al país, sino también por su forma positiva y entusiasta de llevar la vida con un “sí se puede”. Muchas personas tienen una discapacidad, una enfermedad o muchas excusas que los limitan a cumplir sus sueños, pero la historia de la maestra nos demuestra todo lo contrario.

Dalys Nereyda nos inspira para siempre sonreír y luchar… En algún momento, cuando visiten Chiriquí, recuerden que al buscar a esta bella dama deben llamarla, simplemente, “maestra”.

Todo comenzó el 11 de marzo de 1974, día en que nació una niña con pocas posibilidades de sobrevivir, en un hogar pequeño y con muchas carencias. Débil y pequeña sobrevivió con un corazón decidido a ser grande, así lo demostró en cada paso que daba, no se rendía, estudiaba porque soñaba con ayudar a su familia.

Desde temprana edad empezó a laborar para pagarse sus estudios y aportar en casa, y desde entonces pensó: «¿Por qué tengo que trabajar para alguien? ¡Quiero ser mi propia jefa!». Desde ese momento tuvo un fuerte deseo y empezó a esforzarse mucho para convertirse en una profesional exitosa. Luego de varios años terminó su bachillerato e inició el camino del emprendimiento.

Al inicio montó una pequeña oficina para realizar trabajos de levantamiento de texto (se basa en desarrollar tesis de grado y trabajos investigativos). Su primer negocio no fue muy exitoso, pues los amigos de lo ajeno le robaron en dos ocasiones sus equipos y todo lo que tenía allí; esto la llevó a cerrar y laborar para otros nuevamente.

Pero ¿qué creen, que se rendiría? ¡No señor! En su mente seguía esa luz, esa ilusión de trabajar para ella, quería demostrar que con esfuerzo, perseverancia y disciplina se pueden lograr los sueños.

Siguió estudiando hasta conseguir su licenciatura en Administración de Empresas, lo que tampoco fue fácil, pero le abrió otras posibilidades. Para graduarse realizó unas pasantías en una firma reconocida de la ciudad. Allí cada día se apasionaba más por aprender sobre las leyes comerciales y laborales, fue entonces cuando unos extranjeros observaron sus capacidades de liderazgo y la reclutaron para que administrara un negocio que ellos estaban instaurando en la provincia de Chiriquí.

Deseosa de aplicar sus conocimientos, aceptó. Ahora tenía nuevas relaciones profesionales al lado de quien en ese momento era su novio, con quien abrió un negocio, y al tiempo trabajaba con una firma extranjera.

Esta mujer emprendedora es Amarilis Castillo, mi madre. Demuestra que, cuando se quiere algo, se logra con mucho esfuerzo; además, es digno ejemplo de superación tanto para sus hijos, como para su familia y amigos. No le tiene miedo al trabajo y cada reto es una nueva experiencia para ella. Como reza la frase: “Detrás de cada éxito, existe una mujer con grandes ideas”.

Año 2020. Un virus, una pandemia, una cuarentena, las paredes de una casa y muchas emociones.

Anneth Isabel Fernández Aguilar nunca había pasado tanto tiempo en su hogar como ese año. Fueron tantos sentimientos en 365 días que es imposible rememorarlos todos en este texto.

Una mañana del 10 de marzo de 2020 despierta con la noticia de que el primer caso de coronavirus había llegado a Panamá. A la semana siguiente se suspenden las clases en todo el país, pasan dos meses de encierro y no se separa del celular.

Es junio. Comienzan las clases virtuales, transcurren las semanas de lecciones escolares y ya no soporta estar frente al aparato, solo usa la computadora para sus clases, prefiere estar con su familia y compartir el rato.

Es diciembre. En los meses previos solo ha dado clases y convivido con los suyos, en ningún momento ha salido, ya no recuerda cómo era Panamá, se le distorsiona el recuerdo.

Diez de diciembre. Entra y sale del “colegio”. Llega Navidad y solo ve a su familia por un ordenador, siguen los días y hasta los productos del mercado compran a través de una plataforma.

El 31 de diciembre nuevamente se reúne con sus familiares por medio de una pantalla, eso la entristece, pero nada puede hacer, sigue compartiendo con sus padres, como desde hace meses. Cuando el reloj marca la medianoche da gracias a Dios y pide por los enfermos. También agradece por los momentos de unidad que han podido vivir.

Y aunque ha sido una etapa nueva y difícil, le encanta estar junto a sus padres en casa, hacer actividades, compartir juegos de mesa.

A las 12:03 de la madrugada, su mamá recibe una llamada. Ella piensa que es otra felicitación de Año Nuevo, pero cuando ve la cara de su progenitora sabe que algo malo ha ocurrido. Los minutos continúan, la tensión aumenta.  Finalmente, sus padres le piden que se siente y le dan la noticia: su abuela materna, Marta, tiene COVID-19 y está en cama. Se preocupa por la noticia y la llama para hablar con ella, así pasan ocho días de incertidumbre, pero con mucha esperanza y fe. Fueron momentos duros para la familia Aguilar, parecía que actuaban de forma mecánica, como si fueran zombis.

Entonces, Anneth recibe una noticia que le quita una parte de su vida: su abuela ha muerto. Se siente devastada porque para ella esa señora lo era todo. Le duele aún más saber que no puede ir a su entierro porque las normas de bioseguridad solo permiten la asistencia de cuatro personas. Le toca despedirse de manera virtual, se quiebra al observar lo que la pantalla muestra. No le gustan las despedidas porque casi nunca son bonitas, por lo general están teñidas de dolor; pero otra vez le consuela saber que su abuela ya no siente dolor y por fin está en paz.

Han pasado más de dos años y ella intenta dejar atrás ese capítulo que se llevó a muchas personas buenas, incluida su abuela. Sabe que no la volverá a ver y a la vez es consciente de que su vida no puede seguir atada a ese momento. Ha hecho una catarsis interna, le ha tomado tiempo, pero está logrando superar ese pasado cercano y triste; siempre trae a su mente los gratos recuerdos junto a Marta de Aguilar y las enseñanzas que le dejó.

El 22 de febrero de 1954, en La Chorrera, nació la abuela Manuela Ávila. Para entonces, ella vivía en un campo lleno de árboles, montañas y diversión, pero siete años más tarde la familia tuvo que mudarse a un sitio más céntrico con el fin de que la niña pudiera realizar la primaria en el Colegio San Francisco de Paula.

En 1967 entró a la secundaria, específicamente en la Pedro Pablo Sánchez. “Todo se complicó”, dijo, pero se esforzó bastante y no bajó sus calificaciones.

Cinco años después llegó el día que estaba esperando con ansias, su graduación; también, una carta que decía: “Está aceptada en la Universidad Nacional de Panamá”. Manuela estaba muy emocionada, lastimosamente, tuvo que dejar los estudios por unas dificultades que tenía. 

Tan pronto como pudo, retomó sus estudios, y fue ahí donde conoció a un joven llamado David Sakata Bejarano, mi abuelo. Ya iban para el sexto mes de novios, cuando el abuelo le propuso matrimonio y ese mismo año, en 1975, específicamente el 21 de junio, se casaron. ¡Qué emoción!

En 1979 Manuela comenzó a trabajar en una aseguradora. Pero luego de dos años de labores sentía que aún faltaba algo en su vida. El 12 de junio de 1982 tuvo a su primera hija, mi madre Manuela. Luego le siguieron los demás retoños, que por cierto, dos nacieron en Panamá y dos en Perú, la tierra del abuelo David. 

En 2004 su sueño se hizo realidad, los abuelos abrieron el restaurante peruano llamado La Jarana; a la abuela le gustaba mucho esa clase de comida y el amor de su vida era del país sudamericano. Además de amistades, el establecimiento traería bienestar al hogar.

Sin embargo, dos años después llegó un dolor profundo a la abuela: quedó viuda, su compañero falleció; no sabía qué hacer con su tristeza, sus ojos reflejaban dolor profundo. Pero siguió adelante, la familia era su único soporte; su trabajo y la venida de sus nuevos nietos (Mia, Emma, Juan y por supuesto yo) la llenaron de felicidad. 

En 2020 La Jarana tuvo que cerrar debido a la pandemia, pero volvió a abrir sus puertas al año siguiente y todos sentir de nuevo los maravillosos olores peruanos. Suelo recordar el apanado, plato delicioso que al salir del horno expandía el olor por todo el restaurante…

Mi abuela Manuela no se rinde y a sus 68 años de edad se emociona al volver a servir sus platos peruanos, herencia del amor del abuelo y para sus mejores clientes en este país que lo recibió con amor.

Al ingresar a la casa de Xenia Maritza Lozano de Alvarado, quedas asombrado por las maravillas que colecciona y guarda. Me saluda con una sonrisa brillante y me da la bienvenida a su fascinante historia. Esta mujer se dedicó por muchos años a la educación, siendo muy apreciada tanto por sus estudiantes como por sus colegas.

Nacida el 10 de abril de 1939, en la provincia de Colón, confiesa que, aunque no obtuvo todo lo que quería de chica, recibió lo necesario para tener una infancia feliz. El idioma inglés fue su lengua materna, a pesar de ser panameña, y se graduó de comercio en el Saint Mary’s Academy, luego emprendió una travesía a la ciudad capital en busca de mejores oportunidades.

Su primer trabajo fue de secretaria en la Zona Libre de Colón. Aprendió a hablar el español fluido al llegar a la Universidad de Panamá y, con mucho orgullo, se graduó de licenciada en Filosofía, Letras, Educación e Inglés. No obstante, aclara que la materia que impartía era el idioma inglés.

Hablándome de su vida personal, cuenta que se casó a los veinticinco años y fue bendecida con sus hijos Xenia, Jeane y José. Sin embargo, su esposo falleció de cáncer trece años después de su unión matrimonial, cuando acababan de mudarse a su nueva casa. Fue algo difícil llevar adelante a tres niños por sí misma. Aunque no estuvo sola, pues su madre la ayudó a seguir adelante en todo momento. Trabajó en el Instituto Panamericano y el Panama Canal College. Llegaba a la casa después de largas jornadas laborales hasta a las 10:00 p.m., de lunes a viernes.

Referente a sus clases, le pregunté si era amena o regañona y me contestó que le encantaba hacer varias dinámicas con sus estudiantes en el aula. Ellos podían cantar, actuar y hasta participar en juegos de mesa en los horarios libres. Destaca que varios se entretenían en sus clases mientras aprendían la materia. Lo que más le gustaba de ser docente era enseñar y divertirse al mismo tiempo.

Además, fue una de las educadoras panameñas que consiguió una beca de la Embajada de Estados Unidos. Visitó lugares emblemáticos de la unión americana como la Casa Blanca (Washington), la Estatua de la Libertad (Nueva York) y el Puente Golden Gate (California). Expresa que “siempre me confundieron con norteamericana porque hablaba en inglés”.

Al nacer su primer nieto, decide jubilarse luego de veintiséis años de enseñanza, en tiempos en los que estaban llegando nuevas tecnologías al terreno educativo. A pesar de desconocer cómo funcionaban las nuevas herramientas, unas colegas la invitaron a ser asesora del Departamento de Inglés en el Panamerican School. Después de laborar ahí por cinco años, comenzó a disfrutar de verdad su tiempo libre.

Viaja por el mundo, colecciona objetos de antaño, colabora en la iglesia a la que asiste y pinta cuadros sobre nuestro folclor. Sus hijos recuerdan que siempre que alguien necesitaba ayuda en algo, cuando ellos eran estudiantes, respondían lo mismo: “Mi mamá lo hace”. Cooperadora, llevadera y amistosa, así se describe la señora Xenia. Sí que lo es.

La bandera de la República de Panamá es el más conocido, querido e importante símbolo patrio de nuestro país. Y en torno a ella está la historia de una de las figuras emblemáticas de la nacionalidad panameña: me refiero a doña María Ossa de Amador.

Casada con uno de los principales promotores de nuestra patria soberana, Manuel Amador Guerrero, ella también pasó a nuestra historia al protagonizar la confección de la primera bandera que tuvimos una vez acabó nuestra unión a Colombia.

Ya sabemos que la causa separatista culminó el 3 de noviembre de 1903, pero en medio de los acontecimientos previos a esa fecha, María Ossa de Amador aceptó encargarse de la confección del pendón, con todo el riesgo que eso conllevaba.

Claro que tomó las precauciones para no despertar sospechas. La tela escogida para la nueva bandera era lanilla. Ya la imagino a ella y a sus ayudantes coordinarse para comprar los insumos en diferentes almacenes de la ciudad y no levantar ni la más mínima suspicacia de que estaban en la misión secreta de elaborar la insignia, que sería el emblema separatista por excelencia. En la escuela nos enseñaron que los paños se compraron en tres comercios: La Villa, el Bazar Francés y en el almacén La Dalia.

María Ossa de Amador se puso de acuerdo con su cuñada, Angélica B. de Ossa, y con sus dos criadas (no podemos dejar de mencionarlas… dicen que ambas eran chorreranas), y la noche del 2 de noviembre entraron con las telas en una casa abandonada.

Suena misterioso e interesante imaginar a estas mujeres, guiadas por María Ossa de Amador, creando en condiciones casi tenebrosas la primera bandera panameña. Estaba oscuro, así que llevaron lámparas y una máquina de coser portátil.

Entre murmullos, pero seguro con mucho entusiasmo, cosieron los dos primeros pabellones de 2,25 x 1,50 metros. Se esmeraron hasta altas horas, pero su riesgo y esfuerzo dieron buenos frutos, y nuestra patria tuvo así su emblema.

Me pongo a pensar que tal vez María Ossa de Amador jamás imaginó la repercusión a futuro que tendría su hazaña en el devenir de Panamá. Pero ella estaba concentrada en su misión y no tanto en cómo sería recordada, así que al día siguiente, al anochecer del 3 de noviembre, presentó la bandera.

En los libros de texto leí que al ver el pendón, el pueblo la aceptó con entusiasmo y fue paseado por primera vez el 4 de noviembre (antiguo Día de la Bandera, hoy Día de los Símbolos Patrios).

Y así, entre los acontecimientos separatistas, por lo general reservados para hombres civiles y varones militares, destaca un grupo de valientes damas, lideradas por María Ossa de Amador, figura icónica y representativa del aporte femenino a nuestra nacionalidad y al orgullo de ser panameños.

Hay momentos en los que siento que odio a mi propia madre. ¿Por qué? Por mis caprichos. Casi toda mi vida estuve «cabreando» a mi mamá y todavía lo hago. Pero llegan esos instantes en los que pienso: «Debería ponerme en su lugar», y es ahí cuando me digo a mí misma que estoy siendo injusta con ella. Les comparto su historia.

Cai Li nació en febrero de 1974 en Guangzhou, China. Proveniente de una familia humilde, tuvo seis hermanos; ella era la penúltima. Entre todos combatieron la escasez de recursos de su  infancia. Me cuenta que cuando empezó a ir la escuela, a los seis años, debía caminar por 30 minutos para llegar al colegio, ya que su hermana mayor era la que podía utilizar la bicicleta.

Recuerda que con solo siete años ya le tocaba ayudar en la cocina, prendía fuego con madera porque no contaban con una estufa. Dos años después trabajó en el campo con los adultos utilizando maquinaria peligrosa. Eso era un riesgo para los niños. De hecho, en una ocasión su hermana, mi tía, casi pierde un dedo.

Menciona también que hubo momentos de tanta escasez donde le tocó pelear por el alimento, al extremo de salivar la comida para que nadie más la probara. 

Tuvo que soportar castigos, porque los suyos le exigían que trabajara más, que rindiera a la par de ellos.  Las reprimendas variaban: era golpeada con un palo, la ponían a laborar horas extra o la sacaban de su hogar haciéndola dormir en otra casa. 

En noveno grado, Cai decidió no seguir con sus estudios, no le apasionaba la escuela. Continuó con su vida trabajando en el campo hasta que conoció a su futuro esposo. Se casaron en 1992 y tuvieron un hijo. Sin embargo, años después, él le falló siendo infiel, lo que motivó que apareciera la palabra divorcio.

Esto la dejó devastada. Quedó sola con su pequeño, luchó para sobrevivir y sacarlo adelante. La situación se complicaba, pero ella siempre buscaba la manera de continuar. Decidió trasladarse a Panamá para aliviar su soledad y buscar una mejor situación económica. Con la ayuda de su familia, dejó a su único retoño bajo la supervisión de sus exsuegros y emprendió el largo viaje con miras a un futuro mejor.

Llega al Istmo, comienza a trabajar como empleada del supermercado de su hermana mayor y mantiene contacto frecuente con el hijo que había dejado en China. Frente al negocio había un restaurante, allí conoce al dueño con el que entabla una relación sentimental y tiene otros dos hijos. Con mi papá, once años mayor que ella, formalizan un hogar, es así que llego al mundo. Al tiempo vino mi hermano a Panamá, por insistencia de mi madre. 

Lamentablemente, años después, nuestra familia sufrió una crisis económica, que fue el principal detonante para frecuentes discusiones entre mis padres, y eso era noche tras noche. El ambiente en el hogar ya no era de paz y armonía como antes. Yo optaba por meterme en mi cuarto a llorar y esperaba que se calmaran los ánimos para salir. Sentía que mi casa estaba por derrumbarse.

Vagamente, recuerdo que mi madre, en medio de esa situación, solía ir al casino en busca de un desahogo. Yo veía muy mal esto, debido a la situación financiera que atravesábamos. Pero ahora comprendo que en realidad era su forma de escapar de todo el estrés que la consumía en el hogar.

Cinco años más tarde, por su espíritu luchador, ella busca apoyo en sus hermanos. Le prestan dinero y con eso pudo comprar un negocio en Nuevo Arraiján, en Panamá Oeste, donde vivimos en la actualidad.

Sigue el trabajo diario, pero la paz ha vuelto. Cuando contemplo a mamá veo una mujer persistente, virtuosa, emprendedora… Así es ella, se ha demostrado a sí misma, y al mundo, que se puede salir adelante viniendo de menos a más.