La primera vez que visité la Universidad de Panamá, quedé impresionado por la variedad de estatuas de personajes importantes que hay por todo el campus, figuras tanto nacionales como internacionales. Pero una en particular llamó mi atención. Me refiero a la escultura en memoria de Clara González.

Cuando empecé a indagar sobre su historia, me provocó un sentimiento muy emotivo, ya que descubrí que le tocó pelear en medio de una sociedad que la estigmatizaba por el solo hecho de ser mujer. Pero ella se empeñó en hacer cambiar aquel pensamiento generalizado, y al final esa lucha se convirtió en su gran legado, asegurándole un lugar de mérito en la historia panameña.

Ella consiguió algo sin precedentes en el año 1922 (casualmente escribo estas líneas al celebrarse 100 años de aquel acontecimiento), al convertirse en la primera mujer en graduarse como licenciada en Derecho en Panamá.

Al principio de mi investigación sobre Clara González, pensé que graduarse como abogada había sido su único logro, pero consultando variadas fuentes pude conocer otras hazañas, como sus campañas en pro de los derechos igualitarios de género, donde su propósito era obtener la visibilidad que tanto necesitaban las mujeres en muchos ámbitos públicos.

Por ejemplo, en 1922, junto a otras activistas, formó un movimiento feminista denominado Renovación, que buscaba una mayor participación de damas en la vida pública, incluyendo el derecho al voto femenino.

También me impactó que, aunque se graduó de abogada, no podía ejercer la profesión, porque la Constitución de Panamá no se lo permitía: solo los hombres tenían ese privilegio. Ella se unió a los esfuerzos para que esto cambiara. Finalmente, en el año 1925 se le permitió a Clara González ejercer la abogacía.

Aunque existen otras batallas y momentos destacados de su biografía, personalmente tengo uno favorito que se dio en aquel lejano 1929, cuando alcanzó un logro para las mujeres latinoamericanas, ya que obtuvo un doctorado en Leyes, siendo la primera mujer de la región en conseguir este grado educativo. Y lo hizo nada menos que en la prestigiosa Escuela de Leyes de la Universidad de Nueva York, donde fue a estudiar gracias a una beca… ¡Qué orgullo para Panamá!

De vuelta al país, continuó peleando por las mujeres. Se agitó en la vida política. Ejerció los cargos de viceministra de Trabajo, Previsión Social y Salud Pública. En 1951, después de la creación del Tribunal Tutelar de Menores, se convirtió en la primera mujer en acceder al cargo de jueza de menores.

Gracias a estos aportes y al cambio de mentalidad de las nuevas generaciones, poco a poco la sociedad panameña pudo abrir nuevos espacios para que las mujeres pudieran desempeñarse en posiciones antes restringidas para ellas.

La trayectoria de Clara González es un gran referente en la lucha por la igualdad de género, una lucha con avances, pero que todavía sigue vigente en nuestra sociedad.

Como cualquier ser humano, Clara tendría un cierre en su ciclo de vida. Eso ocurrió en 1990, año en el que falleció a causa de una grave enfermedad. La muerte no deja de ser conmovedora, le pone punto final a la historia activa de las personas, pero marca también el momento de reconocer sus logros y evaluar su legado. En el caso de Clara González, su partida fue un punto y seguido, pues hoy es admirada, recordada y reconocida. Lograr abrir espacios en el ámbito de los derechos a las mujeres panameñas y latinoamericanas, sigue causando ecos a nivel internacional.

Con su ejemplo de vida, las féminas que sufren opresión, discriminación por género o violación a sus derechos pueden confirmar que, con dedicación y esfuerzo, sí se puede encontrar esa luz de esperanza al final del túnel oscuro.

Sin duda alguna, Clara González fue y seguirá siendo una gran defensora de las mujeres.

He conocido a muchas personas, pero jamás a alguien como aquella mujer que cambió mi vida…

Recuerdo muy bien mi primer día de clases en secundaria, en el Centro de Educación Básica General Salamanca. Tenía miedo y estaba lleno de inseguridades. Entonces entró una mujer con un vestido rojo, que irradiaba autoridad; su energía se sentía en cada esquina del salón, su forma de hablar daba escalofríos, pero a la vez transmitía cercanía. Nos contó un poco sobre su historia y desde aquel momento me invadió la curiosidad de saber más sobre ella. Lamentablemente, un virus mortal y totalmente desconocido llegó a nuestras vidas y se suspendieron las clases presenciales…

Comienzan las restricciones a raíz de la pandemia y con ello las clases virtuales, una experiencia extraña y nueva para todos. Durante aquellos dos años de confinamiento hubo interacción virtual, pero a ella, la verdad la conocí muy poco. Hasta que llegó el año 2022.

Con el regreso a las aulas se incorporaban algunas medidas de bioseguridad, aunque en términos generales todo era como antes. Volvimos a hablar con amigos, compañeros, y también con los profesores. Quería retornar al salón de una profesora en particular, y después de tanto tiempo dimos otra vez clases con ella. Ese día inició mencionando una reflexión que me impactó y que desde entonces guardo en mi mente: «Nada en esta vida es fácil, pero todo gran esfuerzo tiene su recompensa».

Aquella frase no paraba de rodar por mi cabeza; ya no la veía como una profesora, sino como una inspiración para seguir adelante.

Además, compartió otros lemas alentadores que me motivaron a estar aquí, escribiendo desde el corazón y echando a volar mi imaginación.

Un día tuve el valor para pedirle que me contara su historia. Tenía un poco de pena, pero ella fue muy considerada con mi solicitud y no dudó en relatarme todo sobre su profesión y vida. Creo que fue una gran idea acercarme a esta docente, me relató cómo sacó a su familia adelante, a pesar de venir de una familia pobre de la provincia de Los Santos.

Tuvo la amabilidad y la paciencia de detallarme los logros personales y profesionales que había alcanzado, con dedicación y esfuerzo. Desde entonces la he visto como una mujer que me impulsa a seguir adelante y ser mejor persona cada día. Actualmente es como una segunda madre para mí. Me apoya, me entiende, me aconseja, sabe cómo soy y me ayuda en todo.

Por eso quiero decir: gracias por inspirarme y apoyarme, querida profesora Cidia Vergara.

Sus ojos son las estrellas para guiar a muchos amantes de la ciencia. De carácter amable y servicial, así describo a la doctora panameña Madelaine Mitchell Rojas García.

Todo empezó en el 2017, cuando participé en la Primera Olimpiada de Ciencias Espaciales, organizada por la Secretaría Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (Senacyt). Para entonces yo cursaba el tercer grado.

La conocí personalmente en 2018, cuando participé con mi papá en un taller impartido a los tutores de los estudiantes ganadores de la Primera Olimpiada de Ciencias Espaciales. Desde ese momento supe que podía contar con su apoyo, porque tiene una hermosa vocación no solo de enseñar, sino de ayudar a los demás. Siempre está dispuesta a dialogar, y lo hace utilizando un lenguaje sencillo, incluso cuando le toca explicar temas complejos, por ejemplo, el universo.

En mi caso, desde que tenía cuatro años nació mi curiosidad por la ciencia; después de la Primera Olimpiada de Ciencias Espaciales me interesé en compartir con otros jóvenes y niños lo que iba aprendiendo. Es así que surge la idea de invitarla, en 2019, para que contara a los estudiantes sus experiencias, en medio de las actividades de un evento denominado La Astronomía en la Escuela.

Esta actividad fue sugerida por la Unión Astronómica Internacional, a la cual estoy suscrito. Y la Dra. Madelaine muy amablemente accedió. Nos relató que realizó sus estudios primarios en la escuela Roberto Chiari, la secundaria en el Instituto América y la universidad en Rusia, en la San Petersburgo State University. También, que su pasión por la ciencia empezó a los diez años, en una clase de Ciencias Naturales, cuando su maestra de quinto grado les habló sobre el sistema solar. El tema que desarrolló en nuestro evento fue precisamente la formación de dicho conjunto formado por el Sol y los demás cuerpos celestes que giran a su alrededor.

Luego de vivir en el extranjero, en 2014 regresa al Istmo y se convierte en la primera panameña en obtener el doctorado en Astrofísica Estelar. Por este y otros logros se le conoce como la primera mujer astrónoma del país.

Ha desempeñado diversos cargos como coordinadora de proyectos de Ciencia y Tecnología de la Senacyt, es fundadora de las Olimpiadas Panameñas de Ciencias Espaciales y la actual directora ejecutiva del Centro Nacional de Ciencias Espaciales de Panamá (Cenacep). Además, es delegada en distintas redes de colaboración internacional como la Network for Astronomy School Education, la Unión Astronómica Internacional y la Olimpiada Latinoamericana de Astronomía y Astronáutica (OLAA).

Algunas de las actividades en las que hemos participado juntos son: el lanzamiento de la tercera OliPaCE, de Perseverance a Marte y de Mujeres y Niñas en la Ciencia; la grabación del tema para el programa Conéctate con la estrella, en Sertv, entre otras. Curiosamente, la mayoría de estas iniciativas fueron durante la pandemia.

También he tenido la oportunidad de entrevistarla en dos ocasiones: la primera en agosto de 2021, para el programa Mentes curiosas; y la segunda, en octubre de 2022, sobre la OLAA.

Mi interés por la carrera de Astronomía me ha llevado conocer a la Mujer de las Estrellas, como se le conoce. Madelaine Rojas García es un ejemplo de superación personal, una inspiración a seguir, y quiero dejarlo plasmado en el proyecto editorial #500Historias.

Victoria, Teresa, Milagros y Anais. Cuatro historias de mujeres que rompieron las barreras que encontraron en sus caminos.

Victoria Díaz es una señora de 52 años cuya niñez no fue fácil. Sus padres se separaron y su madre no contaba con suficientes recursos, por lo que la entregó a su abuela. Ella relata más detalles de su vida: «Tenía que ayudar a mi abuela en una fonda y logré salir adelante. Estudié primaria en el colegio Amelia Denis de Icaza, el segundo ciclo lo realicé en el Ricardo Miró y me gradué en el I. P. T. de Comercio, Bachiller en Contabilidad con Énfasis en Inglés. Me superé con honores porque quería ser una buena estudiante y así fue. Me desempeñé como suplente de representante de corregimiento, debido a que me apasiona mucho la política y me gusta apoyar al más necesitado, disfruto de ayudar a familias de escasos recursos para que puedan pasar una hermosa Navidad o un bello Año Nuevo».

Teresa Martínez. Mujer trabajadora, alegre, honesta y apegada a sus ideas; muy buena y respetuosa con los que ama. Es mandona, pero dice que por una buena causa. Y es una luchadora que no se rinde a pesar del abandono de dos hombres. Trabaja mucho y aunque a veces no le alcanza para las cuentas, se asegura de que no les falte nada a sus hijos. Es para mí la mejor mujer del mundo y siempre ha estado en los momentos más difíciles y dolorosos de mi vida. Nació como la segunda hija de mi abuela, madre soltera, vivió hasta los catorce con su madrina quien era muy mala con ella; humillaciones y malos tratos eran parte de la vida de mi madre hasta que regresó a vivir con mi abuela de nuevo.

Milagros Yarleque Cardoza tiene cincuenta años. Es peruana, proviene de una familia campesina. A los quince su padre falleció y quedó a cargo de su madre. Supo sobrellevar las situaciones y salió adelante. Hace un tiempo le dio un derrame cerebral, la mitad de su cuerpo quedó paralizado, estuvo hospitalizada diez días. Lleva tres años en terapias y su rehabilitación es muy favorable, ya que puede realizar tareas del hogar con una gran habilidad.

Anais Pérez nació en la provincia de Veraguas, estudió en la escuela República de Venezuela, en la cual se graduó. Su niñez no fue la más sencilla o más feliz, pues en ese tiempo no había mucho para comer. «Mi abuelo era el único que trabajaba, mi madre ayudaba en la casa y se esforzaba para salir adelante y cumplir sus metas, sueños y ambiciones», menciona. Años después consiguió un puesto como encargada de los juicios y comisiones en la Corregiduría de San Miguelito donde laboró hasta su jubilación. Hoy se enfoca y preocupa por sus dos hijos próximos a graduarse en Contabilidad y quienes asisten a las prácticas de graduandos.

Reina Lorenzo, mi mamá, es la hija mayor de seis hermanos y nació el 10 de febrero de 1977, en Todos Santos Cuchumatanes, en el municipio de Huehuetenango. En sus primeros años de vida emigró a la ciudad capital; vive actualmente en San José Pinula.

Mi familia me ha contado cómo era crecer en aquellos años. Su infancia no fue la más fácil, pero tampoco la más complicada. A temprana edad se tuvo que hacer cargo de sus cinco hermanos, debido a que sus padres debían trabajar para poder sacarlos adelante. 

Cuando mi familia recién llegó a San José Pinula, tuvieron a su cargo una finca. Mamá considera que no pudo haber mejor sitio para desarrollarse, ya que los patrones les permitían desplazarse por toda la propiedad. Cuando los jefes de mis abuelos se enteraron de que tenían hijos, los enviaron a la escuela y, de no haber sido por ellos, mi madre no se hubiese formado. Ella entró a los siete años en primero de primaria. 

Luego de terminar la primaria, mis abuelos la enviaron al Instituto Nacional de San José Pinula (era entonces uno de los mejores colegios del país), pero ella no se comprometió al 100 % y perdió primero básico, por lo que la retiraron de ahí y terminó los básicos en otro establecimiento. Debía seguir con el bachillerato, pero por el hecho de ser hija mayor ya era el momento de ver por sí sola y ser independiente para darle la oportunidad de educarse a sus demás hermanos; en consecuencia, se vio en la necesidad de buscar un empleo y estudiar durante los fines de semana. Felizmente se graduó como secretaria comercial. 

Fue una chica que supo aprovechar su juventud, ya que como mis tíos dicen: “Ella no se estaba quieta”. Lo cual me causa gracia, porque no me deja salir a varios lugares, pero pienso que es por un bien a largo plazo. Cada vez que veo fotografías de mi mamá quedo impactada, debido a que siempre fue una joven coqueta que trataba de estar a la moda. Esto me impulsa a quererme y valorarme; lo que me pongo me tiene que gustar a mí y hacerme sentir cómoda conmigo misma, no con nadie más. 

Uno de los deseos más grandes de mi mamá era casarse de manera formal y tener su propia familia, pero la vida le tenía otros planes: a los 29 años decidió tener una hija, yo, Amanda Avigail Lorenzo. Realmente fue muy valiente al contarle a mis abuelos que estaba embarazada. Cuando empezó a tener sospechas de su preñez, se realizó los exámenes correspondientes y salieron positivos; luego de dos días, no pudo esconder más la noticia y la compartió con ellos. Mi papá no se quiso hacer cargo de mí, lo cual enfureció a mi abuelo por el hecho de que su hija mayor fuera a ser una madre soltera.

Esto fue un factor que desencadenó muchos conflictos, pues para cualquier padre el hecho de que su hija vaya a ser mamá en aquellas difíciles circunstancias nunca está entre sus planes; pero mi madre afirma que el hecho de que seamos ella y yo es más que suficiente.  

Mi mamá se las ha arreglado para darme todo lo necesario y para que no me falte nada. Desde que tengo uso de razón, he visto cómo lucha por sacarme adelante. Siempre trata de ofrecerme lo mejor; propiciar las oportunidades que no tuvo ella para que yo sea exitosa e independiente. Si algo he aprendido de ella, es que no tengo que esperar a que otros hagan las cosas por mí, por lo que no debo depender de la ayuda de alguien y, si quiero un trabajo bien hecho, debo llevarlo a cabo por mis propios medios.

Desde muy pequeña he sido lo más autosuficiente posible, en el sentido de que sé cuáles son mis responsabilidades y obligaciones, y las debo cumplir. Gracias, mamá, por formarme así.

Nadina Iglesias, una mujer nacida el 29 de junio de 1955, desde su niñez hasta hoy ha estado participando en las actividades folclóricas y religiosas de su provincia natal, Darién.

Como toda pequeña amante de las costumbres de su pueblo, empezó a involucrarse en las actividades recreativas de la escuela primaria y secundaria, aparte de convertirse en miembro del coro de la iglesia como solista principal.

Los años pasaron y terminó siendo una maestra dedicada, al servició de escuelas como Nicolle Garay, en Quebrada Ancha de Alcalde Díaz; María del Rosario Salazar, en Cerro Batea; y Estado de Israel, en San Miguelito, donde laboró durante sus últimos años.

En esta última escuela se le confió organizar diferentes actividades artísticas como concursos de declamación y conformar un grupo folclórico basado en bailes del Darién, entre otras. Por estas contribuciones mereció un premio como profesora del año.

La mayoría de sus compañeros educadores estuvo de acuerdo con su reconocimiento, pero para la sorpresa de todos, rechazó el galardón y se lo entregó a la maestra más antigua del plantel, ya que sentía que aquella lo merecía mucho más. Este acto hizo que se ganara varias rondas de aplausos por parte de sus colegas al igual que su cariño, e incluso se le concedió otro reconocimiento por sus años de trabajo.

Ella se considera una mujer alegre, chistosa y de buen carácter, pero sus colegas la describieron de otra manera. Dijeron que era una mujer respetable, que inspira, de bellas metas y grandes sueños, como cuando empezó a ensayar con niños y jóvenes de varias escuelas para los Juegos Florales, un certamen que premia composiciones poéticas. Contaron que las prácticas fueron duras, que hubo dificultades, pero que al final todo ese esfuerzo valió la pena, ya que obtuvieron el primer lugar para el entusiasmo de todos, sobre todo de Nadina, quien vio cómo sus alumnos ganaban y demostraban sus talentos al público.

También hicieron parte del Concurso Manuel F. Zárate, otro certamen estudiantil folclórico orientado a la habilidad de los jóvenes en los cantos de mejoranas, cantos religiosos, salomas, gritos, entre otros.

Perteneció al Coro Polifónico para representar a Panamá en una gran gira coral, en la que estuvieron más de mil voces, siendo Panamá y Estados Unidos los únicos países representantes de América. Cantaron en el Vaticano y luego en la Organización de las Naciones Unidas, en Estados Unidos, donde fueron felicitados y premiados.

Por último, durante su jubilación en 2008, organizó un pequeño conjunto de bullerengue para la tercera edad en San Miguelito, donde varios adultos disfrutaron la bella experiencia de bailar una de las danzas de la provincia de Darién.

Era un día lluvioso, mi abuela y yo subimos las escaleras hacia mi momento favorito del día: las clases de ballet. Cuando entramos con el paraguas mojado, observé a mis maestras. Las grandes ausentes eran mis compañeras. 

Era miércoles, 3:00 p. m. ¿Por qué no estaban? Pasaban los minutos, no aparecían. Frecuentemente revisaba el reloj.  ¿Se quedaron en casa o en el tranque? Luego, escuché una voz demandante: “Ven Isa, entra al salón”. Era Ana Melissa, la directora de la escuela. Encendimos las luces y ella puso un CD de piano. En ese momento dijo lo que siempre soñé: “Te voy a hacer un solo de ballet”. Me sentí reconocida. ¡La persona a quien todos querían impresionar me eligió a mí! Pirouette, assemblé, pas de bourrée… ¡Todavía recuerdo cada paso! 

Ana me impresionaba con su técnica avanzada. Pasaron los años, pero yo no podía evitar pararme más recta, con los pies en punta y con una gran sonrisa cada vez que ella visitaba el salón. Solo las bailarinas sabemos cómo la danza clásica impacta nuestra vida.

Mis ocho años en el Conservatorio me formaron, no solo como bailarina, sino como persona. Desarrollé áreas importantes como liderazgo, presentación, disciplina, seguridad y trabajo en equipo. Ahora, aplico esos aprendizajes en mi cotidianidad. Por eso, cuando mi profesora de Español preguntó: “¿Qué mujer te inspira?”, mi mente automáticamente fue hacia Ana Melissa Pino de la Guardia. 

El reencuentro con la maestra

Dicho esto, entonces debía coordinar la entrevista a quien había escogido como inspiración. El día de la cita yo estaba nerviosa, tenía muchas preguntas. 

Llegué, nos abrazamos y bajamos a la panadería. Ana se sentía honrada porque escribiría sobre ella. Emocionada compartió su historia. 

La admiración puede nacer de la identificación, el reconocimiento de uno en el otro ser. Al igual que yo, ella comenzó a bailar a los cuatro años. Desde entonces supo que el arte era lo que quería. Iba a la escuela durante el día, danzaba en la noche y estudiaba de madrugada. Siempre prefirió el ballet a las fiestas.  

A los dieciséis años fue elegida por el Royal Ballet en Londres, una academia mundialmente reconocida. Pensando que sus padres no estarían de acuerdo con esa carrera y el costo, llamó a su papá llorando. Pero, él la apoyó y estudió un año allá.

Me impresionó que fundó junto a una compañera su primera academia de danza (Steps) con solo veintitrés años. Tomábamos café, mientras relataba cómo trabajó allí durante veintidós años, hasta que finalmente abrió su propia escuela: el Conservatorio de Danzas de Panamá. 

Desde entonces, ha montado incontables obras musicales y fue galardonada dos años consecutivos como la segunda mejor academia de ballet panameña.  

Yo seguía nerviosa, pero continué con mi entrevista. Me apresuro a preguntar cuál fue su mayor triunfo. Ella miró hacia el techo y respondió: “Ganar el Grand Pre, una competencia global, como mejor coach. Fue un honor increíble”. Nos reímos cuando confesó que la llamaron al escenario, casi sin pararse. ¡No creía que lo hubiese logrado! 

Ella transmitió algo que yo sé: su alegría es guiar a estudiantes sin experiencia en danza. Disfruta enseñarles el balance entre la danza clásica y la vida, formarlas como bailarinas y mujeres victoriosas. 

Para terminar, le pregunté qué más le gusta de la danza. Para mi querida maestra el ballet es “como un escape, salir de problemas personales; es como una medicina con la que siempre puedes contar”. Pienso igual que ella. En la vida todos deberíamos tener algo que nos apasione y nos lleve a otra realidad. 

Nuestra entrevista culminó con un consejo: “Ten una actitud de sí se puede, Isa, con eso lograrás todo”. Sus palabras calaron en mí, como su trayectoria en la cultura de Panamá a través de la danza.

 

Lunes 7 de marzo de 2022, primer día de clases. Era una mañana linda y soleada, y yo experimentaba un comienzo diferente en una escuela distinta. En el salón nadie hablaba, la mayoría eran nuevos como yo. Pero la monotonía del primer día de nuestra formación la rompió una profesora que nos pidió que cada uno se presentara. Y ahí fue cuando la conocí: su nombre era Victoria Torres y tenía trece años. Alta, pelo negro, de lentes y con una sonrisa irrepetible.

Coincidíamos en muchos aspectos, sobre todo, en lo principal: le gustaba el k-pop (música popular de Corea del Sur), mi género favorito. Así que no tardamos en hacernos uña y mugre. Me encantaban sus abrazos, tenían la vibra más bonita que se puede experimentar.

Pero Victoria tenía algo: siempre estaba enferma. A menudo vomitaba y se retiraba de las clases. Pese a eso hablábamos seguido de nuestras bandas favoritas. Me di cuenta de que era mi alma gemela en versión no romántica.

Un día, hablando con Gael, otro amigo en la escuela, escucho a Victoria llorar. Su llanto era de tristeza y su cara estaba muy roja. Seguía enferma. Pedí a la Dirección que llamaran a alguien de su familia para que la recogiera, aunque no deseaba irse. Veinte minutos después habían ido por ella, así que la acompañé, le llevé la mochila hasta la salida del plantel. Su papá la subió al auto. Ese fue el último día que la vi.

Unos días después la llamé por teléfono para preguntarle cómo estaba, le dije lo sola y excluida que me sentía sin ella en el colegio, y me confesó que a ella le pasaba igual. Me avisó que regresaría a la escuela la próxima semana y que la esperara. Pero pasaron los días y yo no supe nada más. Le pregunté a su hermano y su respuesta fue confusa: “La durmieron”. De un dolor de cabeza pasó a estar en coma. ¡¿Cómo pudo ser eso posible?!, me preguntaba. Meses después, la profesora de la materia de Matemáticas nos avisó que Victoria había despertado, y me llené de felicidad. Pensé que finalmente la iba a ver dentro de poco.

Pero la noche del 4 de julio de 2022, Gael me mandó un chat doloroso por teléfono: “Hey, están diciendo que Victoria falleció”. Le pedí que dejara la broma, y me dijo que era un rumor, así que me dormí esperando que fuera una mentira. A la mañana siguiente, la subdirectora y los profesores entraron al salón, lo que me hizo sospechar lo peor, y solo bastaron unos segundos para escuchar la frase demoledora: “Victoria falleció”, confirmó la subdirectora. Mi mundo se derrumbó.

Me duele, pero estoy segura de que nos toparemos otra vez. No sé dónde ni cuándo, pero sé, Victoria, que nos encontraremos de nuevo en un día soleado, como cuando nos conocimos.

Lunes 25 de julio de 2022, 7:20 de la noche. Salí a caminar un rato y respirar aire fresco. Jorjeth Jordán, una gran amiga, se me cruzó e interrumpió mi plan. La quiero como una hermana, así que qué más da: me quedé con ella hablando de nuestros gustos y preferencias. Pero de pronto esa sencilla conversación cambió de manera drástica.

De un momento a otro empecé a platicar sobre la inseguridad que me había nacido con otra gran amiga por problemas que tuvimos en el pasado. Había dejado de verle la cara a Jorjeth para hundirme en mi memoria, pero al voltear la hallé diferente: sus ojos se habían cristalizado y sus expresiones me hacían sospechar que había sufrido lo mismo que yo. Problemas, discusiones, inseguridades, abusos, manipulaciones y apegos emocionales que no nos trajeron nada bueno. Lo peor es que nadie sabía lo que nos ocurría. Pensamos siempre que esas situaciones eran normales en un vínculo emocional, pero estábamos muy equivocados.

Ninguno de los dos sabía si nuestros amigos eran verdaderos o solo estaban con nosotros por beneficio o pena. No podíamos entender si nos amaban como nosotros a ellos y ellas, o si las promesas de “estaré ahí para ti siempre” eran reales. Percibimos que nadie preguntó por nosotros ni nuestro bienestar. 

Y ahí estaba, sintiéndome como me sentía: arranqué tantas plumas de mis alas para reparar las alas de los demás, sin preocuparme si yo podría volver a volar.

Y ahí estaba Jorjeth, a quien su expareja le había cortado después de decirle frases hirientes. Recordaba sus palabras mientras miraba al suelo y lloraba. 

Y fue entonces cuando dijimos basta. Nos prometimos ayudarnos. Escucharnos para aliviar nuestro dolor. Pasó tanto tiempo desde que empezamos a hablar que no me di cuenta cuando se hicieron las diez. Hora de irse. La abracé y le repetí el juramento: no estaría sola nunca más. Así yo tenga que atravesar el infierno o el cielo. Es la hermana que nunca tuve y que quiero para siempre. 

 

 

La disciplina de algunas personas es admirable y, cuando se combina con amor, se convierte en un superpoder que no cualquiera sabe controlar bien. Quili descubrió cómo manejar estas dos cualidades con mucha persistencia. Fue esposa de un hombre educado a la antigua, que creció con machete en mano y que no se dejaba quebrar por nada. Ella, una mujer sumisa y obediente a todo lo que él decía, no porque hubiera violencia ni problemas en la casa, sino porque era un matrimonio forjado por el amor y la mentalidad de mediados del siglo XX: la mujer a la cocina y el hombre al potrero. De esa manera André Guardado y Aquilina «Quili» Palma criaron a sus doce hijos.

En casa de Aquilina se respiraba un ambiente de valores. Inculcó rigor y temple a todos sus hijos y, cuando los varones eran lo suficientemente grandes, su padre los aconsejaba de acuerdo con los lineamientos de aquella época. En el caso de las seis mujeres, nunca dejaron de aprender con su madre los oficios domésticos y sabían desempeñarse en el campo. Los principios que les enseñó fueron tan fuertes y valiosos que todas los transmitieron a sus retoños.

Una abuela dulce y tierna, que dio lecciones a sus nietos, los crio con autoridad, pero con humildad y bondad. Mujer que le dejaba el título de patriarca a su esposo, él enseñaba de manera fuerte y severa.

Aquilina legó sus creencias y enseñanzas en cada una de sus hijas; a ellas les tocaba difundirlas a su respectiva descendencia. Tenía nietos, muchos nietos, y su corazón rebosaba de alegría. Ahora somos nosotros sus bisnietos y tataranietos quienes extendemos sus valores, recibidos de nuestros padres y que ellos aprendieron de los suyos, principios de esta gran mujer salvadoreña nacida el 4 de enero de 1924.

Llevar su apellido es un honor. En mi vaga conciencia de diez años recuerdo a mi bisabuela como la mujer que, con 92 años, me enseñó a separar el bien del mal; aprendí algunas mañitas de su cocina, y que en la vida podemos gozar y celebrar juntos, pero nada con exceso. Dedicó su existencia a su familia, nunca se rindió e incluso con el dolor que le daba haber perdido a su compañero de vida tiempo atrás, continuó con alegría y jamás la derrumbó la pena.

Recuerdo ese 10 de enero de 2016, la noticia que alarmó y puso en duelo a la familia: la abuela Quili falleció. Al escuchar la historia de cómo enfermó el día de su cumpleaños 92 y que seis días después descansó en los brazos de una de sus hijas, es triste. Quiero imaginar que su último suspiro llevó un «los amo», porque en verdad nos forjó con valores, con importantes lecciones de vida y con mucho cariño, que heredó y me transmitió la mujer que me trajo al mundo.