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Aquel día viajaríamos a la provincia de Chiriquí. La noche anterior mi madre nos dijo que hiciéramos la maleta con mucho cuidado porque se nos podía quedar algo. Yo, obviamente, no le hice caso, y la arreglé a última hora.

Papá nos apuraba, ya que no quería quedar atrapado en el tráfico. Nunca he entendido el sofoco de los adultos con respecto al tiempo, si solo eran diez minutos y de todas formas habría tranque.

Eran vacaciones e iríamos al volcán Barú, un sitio muy turístico, sobre todo por ser el volcán más alto del sur de Centroamérica, con una altura de 3475 msnm.

En el camino noté que la batería de mi celular se estaba agotando y pensé en cómo decirles a mis papás que había olvidado el cargador. “¡Qué bueno!, así no te la pasarás pegada al teléfono”, me dijeron. Sin embargo, tenía algo a mi favor: soy la que siempre toma las fotos. Al final conseguimos un dispositivo.

Luego de horas de viaje y de quedarme dormida en el trayecto, llegamos a nuestro hotel. Subimos y nos instalamos para descansar, porque debíamos salir a las tres de la madrugada para lograr ver el amanecer desde la cima del volcán.

Muy temprano llegó el guía diciendo que ya todo estaba listo, así que partimos en auto para el sitio donde se iniciaba el ascenso. Al llegar al lugar nos indicaron que el trayecto duraba tres horas a pie. Casi me desmayo cuando escuché eso, y mamá se echó a reír al ver mi cara. A mí no me resultó gracioso.

En esas tres horas hubo quejas, llantos y discusiones, ya que casi ninguno tenía la condición física para subir tanto, en especial yo, que me cansaba bastante. Pero cuando por fin llegamos, supe que había valido la pena.

Fue hermosa la vista desde arriba, las nubes y la neblina como pelusitas tiradas a la falda del volcán. Una sensación agradable me embargaba. Despertarse tan temprano y poder disfrutar de la poca noche estrellada que quedaba, sentir que estaba por encima de las nubes, sin mencionar el frío y la brisa helada que hacía fue asombroso. Me contaron que la temperatura podría bajar hasta los dos grados Celsius. Había una combinación de colores única, entre un potente anaranjado, un toque de rosado que llegaba hasta mis mejillas y aquella pequeña parte de azul que quedó de la noche.

Sin duda alguna fue una experiencia sin igual. Alrededor de las 5:50 a. m. el tan esperado amanecer se notó por completo. El sol se abría paso entre las nubes. Sonreí, una profunda emoción me erizó y fui a abrazar a mi familia. Nos tomamos fotos, videos y hasta panorámicas. Tomé algunas con mi cámara Polaroid, para colgarlas en la pared de mi habitación y recordar esta aventura.

Tiempo después, era la hora de bajar. Fue mucho más rápido que el ascenso, y me la pasé escuchando música. Al llegar al hotel fuimos a desayunar y a planear otro lugar para visitar; estaba emocionada y lista para una nueva aventura en esta hermosa provincia.

Mi abuelo solía hablar mucho sobre su vida y la manera como se crió en Llano Santos, un pueblo ubicado en la provincia de Coclé, donde tuve la dicha de ir muchas veces a visitar a mi familia. Agradezco a las personas de allí porque eran muy cariñosas y acogedoras. 

Tal como mencionaba mi abuelo, la vida es este poblado es serena y llena de mucha felicidad, se respira paz, que en este lugar se siente de manera distinta y tiene una connotación diferente, más allá de una simple palabra abstracta que solemos decir cada vez que nos sentimos tranquilos: se percibe en las sonrisas de las personas con las que puedes hablar por horas, como si las conocieras de toda la vida.

Mi infancia fue tan fugaz que cuando visité por primera vez Llano Santos, mi familia quedó perpleja de lo mucho que había crecido.

El pueblo es poco frecuentado, pero muy amado por quienes lo conocen. En cuanto llegas puedes observar un pequeño parque donde los niños se divierten y suelen pasar tiempo con amigos y familiares. También hay una pequeña iglesia cerca a la que una vez pude entrar y quedé impresionada por el tamaño, pues es un poco estrecha, pero muy bonita; es de color blanco y tiene unos adornos en la parte superior del techo.

Alrededor de la edificación habitan personas en casas medianas de colores pasteles. Al ingresar al centro del pueblo es posible observar, al lado derecho, el cementerio principal, allí es donde está sepultada mi bisabuela junto a mi bisabuelo. 

Amo, sin duda, este sitio. Siempre iba para celebrar reuniones familiares, aunque a veces no tenía idea de quiénes eran algunas personas; me conocían, pero yo a ellos no, ya que me habían visto cuando era una recién nacida. Una anécdota que puedo recordar es que hacía mucho calor en casa de mi difunta tía, donde hacíamos las fiestas; aunque me gustaba ir porque había un hermoso miniarbolito en el patio delantero, que nos daba un poco de fresco. Un tío tenía una finca en la parte trasera de aquella residencia, había varias cabritas y un caballo; también, una tortuga inmensa, y me impresionó verla la primera vez. 

El lugar donde solían vivir mis antepasados era simplemente un lugar puro y feliz, el ambiente era de muchísima alegría, y me gustaría volver a estar allí.

El tiempo se estiraba en ese largo pasillo de paredes blancas, sillones altos y pequeñas ventanas. Al final, una señora anunció por el micrófono:

—Deseamos que hayan disfrutado del vuelo.

 —¡Bienvenida a Panamá! —dijo mi padre con una sonrisa brillante.

Él y mamá afirmaron que haría calor, y no podía dejar de imaginarme un país donde el sol lo quemaba y derritiera todo, hasta la suela de los zapatos. Pero no fue así. Afuera no había llamas ni lava, pero sí se veía a muchas personas apuradas como hormigas.

Dijeron que la casa sería pequeña y la supuse como la de un duende. Mi nuevo hogar era de paredes blancas y me esperaba solo un colchón en medio de una habitación vacía.

Mis padres tenían que trabajar y se turnarían para cuidarme, pero había una hora en la que ninguno podría llegar a tiempo, así que me dieron instrucciones: “No salgas de tu cuarto”, “no abras la puerta” y “no veas detrás del cartón de la ventana”. La seriedad con que lo dijeron me hizo pensar que tal vez eran espías que trabajaban para alguna agencia secreta.

A partir de ese día toda mi imaginación estaría enfocada en lo que había detrás de aquel cartón. Una mañana de la primera semana de noviembre se escuchaban golpes, el suelo temblaba. No pude evitarlo, levanté la lámina dura y me asomé.

Había muchas personas desfilando, uniformadas de blanco, azul y rojo, se escuchaba música, banderas ondeaban, tocaban tambores que parecían conectados a los pasos de los que marchaban. Siempre había gente transitando, me recordaba el ir y venir de los pétalos de diente de león cuando el viento los alborota y bailan en el aire. Así pasó noviembre lleno de desfiles.

Llegó diciembre, se apagaron las liras, los tambores y el vaivén de jóvenes al compás de pegajosas melodías. Pero escuchar la frase “iremos a la Cinta Costera” fue suficiente como para poner a funcionar mi ingenio. ¿Qué era eso?

Encontré árboles llenos de bombillos, rascacielos tan enormes que fantaseaba alcanzarlos con las manos y un muro de piedras que aguantaba las olas que parecían reclamar el territorio de una ciudad llena de luces. Era un ambiente colorido y musical, con gente llena de entusiasmo, como en los desfiles.

Hoy entiendo la calidez de este país y de su gente. Conozco más de esta tierra donde un pedazo de sandía generó un conflicto, de piratas que nunca han dejado de acecharla, de personas valientes llenas del deseo de libertad y de autonomía. La tierra de clima impredecible, donde la lluvia y el sol apuestan a cuál aflora primero. 

Ahora aquella niña que a veces se quedaba quieta, en silencio, mirando las calles, escuchando a la gente a su alrededor, se sentía en un sitio especial. Todos los vacíos se podían llenar con las luces de aquella tierra que le abrió su corazón.

Hablar de La Arena de Chitré es hablar de las cocadas de miel y coco, los merengues, los queques, los huevitos de leche y los cachetes de chola. Estos bocadillos son mis favoritos porque me recuerdan momentos bonitos de mi infancia, cuando mi mamá me los compraba por montón. Pero para mí, nada de eso es suficiente para hablar de La Arena si no voy por el pan que lleva su nombre.

El pan de La Arena sobresale por su forma curvada, su leve tono amarillento y un olor mantequilloso que arrebata las entrañas. Su textura lo hace un excelente bocado que se puede acompañar con cualquier bebida. Está hecho a mano por personas que lo preparan con cariño.

Recuerdo cuando mis profesores anunciaron un paseo a La Arena. Si el solo hecho de ir de excursión me emocionaba, saber que iría a la cuna de este famoso pan, me ponía ansioso.

Esta delicia surgió en un contexto difícil. En 1948 el mundo estaba en crisis tras la posguerra. La salida de las bases militares estadounidenses de casi todo Panamá, tras el rechazo al convenio Filos-Hines, generó un desplome económico. En el interior del país el golpe fue muy duro. En La Arena cuentan que, por esos días, Eudocia Ávila, que vivía con sus hijos en una casa con paredes de adobe, soñó la receta del pan y se puso manos a la obra. Con el tiempo aquella sencilla casa se convirtió en una panadería que mejoró la situación de la familia.

Durante el viaje visité diferentes lugares históricos y culturales. Y finalmente, en una de estas paradas, por fin, encontré un sitio donde había este panecillo. Compré suficiente para llevarle a mi mamá y comerme unos cuantos para sentir esa mezcla de sabores única.

La receta de doña Eudocia es el secreto mejor guardado de toda La Arena, pues a pesar de venderse en cadenas de supermercados y en locales y tiendas de barrio, ningún pan de La Arena sabe igual al que se hace allí: no son humeantes ni calientitos, no se deshacen en la boca ni desprenden ese olor mantequilloso que gracias a este viaje ahora recuerdo bien.

El jueves 5 de mayo de 2022, fuera del Centro de Convenciones de Ciudad del Saber, aguardaba mi primer desafío, cruzaba los dedos antes de entrar para enfrentarme al examinador. Un simple “positivo” podría ser a estas alturas lo más terrible para mí. 

Por fortuna, vencí. Todos los que estábamos allí pasamos la prueba de covid-19.

Así arrancaron los días que, descubrí después, han sido los más fascinantes que he vivido. Era parte de la Olimpiada Panameña de Ciencias Espaciales, organizada por la Secretaría Nacional de Ciencias y Tecnologías (Senacyt). 

Esta no era cualquiera olimpiada para mí: promueve una de las ciencias que siempre me ha fascinado. Desde muy niño me intrigan las infinitas posibilidades de cosas que suceden alrededor de la Tierra. Es un mundo que quiero describir. 

Treinta y nueve estudiantes pasamos la prueba de conocimiento que se aplicó a decenas de chicos de las diferentes escuelas de todo el país y ganamos un puesto en esta competencia. Concursamos para ser uno de los diez representantes de Panamá en la Olimpiada Latinoamericana de Astronomía y Astronáutica 2022.

Después del almuerzo del primer día empezó la prueba individual, la de conocimientos. El estrés y los nervios lo nublaban todo, el tiempo pasaba lentamente, el pesado silencio era quebrado por el sonido del traqueteo de los bolígrafos, el barrido de los borradores, el recorrido del grafito del lápiz sobre las hojas… En fin, era como si el resto de la vida se definiera a partir de ese momento. Jamás había practicado tanto para un examen.

Pero en los descansos y en los momentos para comer todo cambió: atrás quedó el estrés y la rivalidad. Hice amigos y con ellos hablé mucho más que de cálculos, datos y observaciones nocturnas. 

Los siguientes dos días pasaron como un caudaloso río que arrasa todo a su paso. Un mundo de nuevas cosas. Aún recuerdo las trasnochadas en nuestras habitaciones, armando un cohete e ingeniando para que tuviese un mayor alcance, discutiendo ejercicios para la prueba grupal o programando nuestro robot. 

Y no me di cuenta cuando todo pasó. El sábado llegó el momento final: se anunciaron los diez representantes de Panamá en las olimpiadas, y yo tan solo logré rozar la victoria con una mención de honor. 

Al día siguiente me desperté muy tarde, agotado y un tanto deprimido. ¿Estaré así porque no logré mi objetivo o porque este evento tan único, extenuante y lleno de emociones se había acabado? En el vestíbulo algunos se despedían, allí esperé a mis padres. A pesar de quedar prácticamente solo, no quería irme, sentía nostalgia por esta experiencia tan singular y por los amigos que hice allí, que se marchaban.

Sin embargo, no me sentía derrotado. Aunque no regresé con el éxito esperado, gané mucho: participé, ayudé a armar un cohete, un robot y me llevé nuevos amigos. Miro al cielo y no puedo esperar el momento para volverlo a intentar. 

—Si quieres conocer una verdadera aventura para tus historias, arremanga tu camisa y ponte tus botas más fuertes—, me dijo un buen amigo. 

A partir de ahora, me advirtió, me contaría con pelos y señales su viaje de ensueño, subiendo unos tres mil metros hasta la cima del volcán Barú, que guarda la mejor vista de todo el país y donde el cielo estrellado está más cerca que nunca. 

El Barú es uno de los principales sitios turísticos de Panamá, ya que es el punto más alto del país. Siempre me han fascinado las alturas, el viento golpeando la cara, todo tan diminuto y extenso a la vez. Mi amigo contaba que subirlo tomaría entre seis y doce horas. 

“Para la subida solo llevamos lo esencial como agua y comida, sabíamos que teníamos que ser cuidadosos, ya que nos podíamos encontrar ciertos animales, como las serpientes”, empezó contando. 

A él no le afectó la altura porque estaba entrenado, pero no era el caso de algunos de sus acompañantes. De hecho, uno de ellos se desmayó. 

El camino era traicionero y extremo, pero ese era un factor que estaba dispuesto a superar a cambio de alcanzar su meta. Por ratos se apartaba del grupo con el que subió, para disfrutar del paisaje en silencio y sumirse en sus pensamientos. 

—Después del largo viaje vi algo que hizo que todo valiera la pena —saltó mi amigo. 

Me dejó intrigado su emoción y con los gestos de mi cara entendió que esperaba una respuesta rápidamente. 

—La belleza del cielo desde la cima cuando ya es de noche —contestó. 

La belleza para él era una infinidad de estrellas, cada una más reluciente que la anterior. “Me daban ganas de agarrar una y llevarla de recuerdo”, dijo. 

Mi amigo se dio cuenta de lo fascinado que estaba escuchándolo así que me invitó a una escalada, ya no al Barú sino al cerro Chame, una pequeña montaña a una hora de la capital. Para él, un paseo más por el parque; pero una verdadera travesía para mí. 

El Chame es pequeño en comparación con el Barú, pero eso no quita crédito a sus imponentes quinientos metros de altura.

La subida no fue fácil, viajar por un sendero rocoso e inclinado me hacía perder fuerzas en las piernas, pero saber que la cima se acercaba me mantenía animado. Por el camino pude ver sapos raros y variedad de insectos, uno de ellos me pegó un susto posándose en mi cara. Ya más próximo de la cumbre vi a un equipo de rescate, un miembro de ese grupo se había torcido el tobillo. Tengo que admitir que sentí miedo pensando que ese podía ser mi destino. 

Un par de paradas más para tomar agua y finalmente llegué. Vi el letrero que señalaba la cima y me sentí satisfecho. Caí de rodillas mientras veía un panorama contrastante, un área urbana y un paisaje rural, ambos igual de majestuosos. Podía apreciar el mar y ver desde donde comencé el recorrido.

Después de recuperarme, tomé unas fotos para celebrar mi proeza y recordé que hacía falta solo un detalle… tarde o temprano, tendría que bajar nuevamente.

La naturaleza no se mide con las bendiciones que nos da: montañas tupidas de verde con sombreros de nubes, costas azulosas llenas de vientos y manglares, llanuras y pueblos al pie de cerros de donde bajan lloviznas repentinas. Panamá nos sorprende con sus paisajes llenos de delicadas y frágiles curiosidades que en ocasiones se esconden, como protegiéndose de los devastadores estragos del progreso. Están frente a nosotros e intentan pasar desapercibidas, pintando de vida los rincones, como la casa de mis abuelos, en Chitré.

Recuerdo mis viajes hacia el interior del país. Abundantes árboles y flores adornando las casas y pueblos. La fiesta de matices de abril y junio, donde se destacaban las acacias amarillas y rosadas, las poncianas rojas, las lagerstroemias moradas, las jacarandas púrpuras y cierto framboyán florido reinando la soledad de algún llano.  Y, de diciembre a julio, las esquinas, cercas y muros se adornaban con las buganvillas o veraneras de los más extravagantes tonos.

Desde donde me dejaba el transporte, tenía que pasar por unos senderos llenos de vida. Arbustos de todo tipo, plantitas con flores diminutas, amarillas y blancas, tejiendo alfombras originales. Acostumbrado al monótono gris del concreto de la ciudad, no podía parpadear ni un segundo porque me perdería alguna de esas imágenes extraordinarias que podía tocar, oler y grabar en la memoria. El camino se llenaba de pétalos coloridos y de fragancias dulces y exquisitas.

A la entrada de la casa de mis abuelos había un árbol grande, simplón y con hojas siempre verdes, sin embargo tenía algo especial. Parado frente al árbol, miraba hacia arriba y sus hojas caían lentas desprendiendo su aroma. Me llenaba de tranquilidad, de sensación de libertad y paz.

La casa de mis abuelos parecía un jardín enorme. Me recibían flores rojas, moradas y azules; orquídeas y papos de diversas variedades y plantas con hojas manchadas de extraños diseños, formas y pigmentos.

Más adelante, otro árbol hacía de sus ramas como un techo para otras matas. Era curioso, en cada rincón pareciese que cada planta tenía su propio ecosistema funcionando en perfecta armonía. Daba la sensación de ver paisajes dentro de paisajes.

Mi abuela acostumbraba llevarme de la mano para hablarme sobre sus plantas. Era delgada, dulce y cariñosa. Como si fuera poco, detrás de la casa guardaba macetas con plantitas, cactus regordetes llenos de “pullitas” y largas sábilas. Hacíamos el recorrido a su velocidad de persona mayor mientras me contaba de las plantas medicinales como saril, algarrobo, tilo, mastranto, entre muchas otras.

Durante aquellos días, recorría los rincones y pensaba en la paciencia de la naturaleza, reflejada, por ejemplo, en ese árbol de la entrada, regio y veterano; en lo tenaz que es la vegetación, que desde los detalles insignificantes se reconstruye. Estos paisajes pequeños se pueden encontrar en todas partes y no necesitan la mano del hombre para existir, se crean por sí solos. En cualquier espacio sombreado, estrecho y olvidado, solitario y húmedo existe una obra de arte natural. Basta con abrir bien los ojos para descubrirla en cualquier esquina, vereda, rincón o callejón. Está allí, discreta, esperando la oportunidad perfecta para seguir adornando cada pedacito de tierra.

Jamás habría pensado que a tanta gente le inquietara lo mismo hasta que fui a la playa de Santa Clara. Allí llegué animada por la idea de escapar de la cueva que significan la casa y la tecnología para una adolescente como yo, porque quería reconectar con el mundo. Mis tíos nos llevaron a mi prima y a mí. 

 —¿Ya has venido?—, le pregunté a medio viaje.

Mi prima asintió con la cabeza y agregó:

 —Lo malo es que la playa está sucia.

“Rayos”, pensé. Viajar tan lejos a ver una playa sucia no es que sea la idea más genial del mundo.

Pero no debía extrañarme. Unos días antes había escuchado que cada año Panamá tira al mar alrededor de 100 mil toneladas de basura. Nos acostumbramos a ver las playas sucias y damos la espalda porque creemos que no es nuestra basura.

Una vez llegamos, bajamos a la playa por un camino lleno de arena y tierra. Las piedras crujían con las llantas del auto. Nos estacionamos en el patio de una casita y nos instalamos en una tremenda sombra bajo un palo de mango, cerca de un par de gallos que caminaban orondos por los alrededores.

Mi prima y yo nos sentamos luego en la orilla. El oleaje llegaba a ratos y se escapaba de nuevo hacia el mar. Pero, en eso, una sandalia a la deriva interrumpió nuestra paz. Levantamos la mirada y no era lo único que flotaba en la playa. Ambas nos miramos con disgusto. 

 —Esto es asqueroso—, decía ella. 

 —¿¡Cómo pueden tirar cosas y no darse cuenta del daño que provocan!?—, reflexioné.

También había botellas rotas, plásticos, latas de refrescos, envases de foam, y se ponía peor… Daba la impresión de que nadie se preocupaba por esta playa. Abandonada a su suerte, parecía más un vertedero. 

Regresé al auto y traje un paquete nuevo de bolsas de basura, la abrí salvajemente con los dientes y saqué una.

Le pregunté a mi prima si me acompañaba a recoger basura. Me miró como quien observa a alguien que se le han aflojado los tornillos. Pero se levantó y tomó otra bolsa. Recogimos los desechos que encontramos sobre la arena caliente y grumosa de la playa. Le comentaba que había visto en las redes sociales estrategias para controlar desastres como este, como la barrera ecológica atrapa sólidos, la educación ambiental y los programas de limpieza voluntaria. Me detuve un momento para pensar en cómo algunas organizaciones intentan ayudar a resolver este problema, quizá en algún momento podría fundar la mía. Todos deberíamos contribuir, incluso desde casa, y se haría una pequeña, pero significativa diferencia.

Las personas que estaban por allí nos observaban con curiosidad. Un niño se me acercó y echó una lata en mi bolsa. Me ponía feliz darme cuenta que en ese ratito creé conciencia. Otras personas hicieron lo mismo. Semanas después, propuse en el colegio recoger la basura acumulada en una playa cercana y fue una idea popular. Conseguimos guantes, bolsas y muchos voluntarios. Y allá nos fuimos, manos a la obra. 

Muchas veces estamos tan acostumbrados a lo rutinario que perdemos el rumbo y no disfrutamos de la vida. Eso pensó Juancho hasta que pisó la Feria de Veraguas. 

A Juancho le surgió la oportunidad de visitar a la familia de su novia, Mariana, en Santiago -una ciudad en el centro de Panamá-, en el momento preciso: estaba muy cansado de lo mismo. Cuando llegó el día de viajar, estaba tan emocionado que no pudo dormir bien. Y es que es un chico cien por ciento citadino.

Después de casi tres horas y media llegaron a Santiago, por carretera. Él estaba nervioso, ya que nunca pensó en ir tan lejos y mucho menos conocer a los padres de su novia.

Estando allí se enteró de que había arrancado la famosa Feria de Veraguas, en un pueblito llamado Soná, a una hora de Santiago. Realmente estaba emocionado por disfrutar esa experiencia tan diferente a la monotonía de la capital, pero no imaginaba qué tan divertida sería.

Él y su novia entraron a la feria y lo primero que hicieron fue ir a los quioscos. Los había con ventas de plantas, dulces, trajes típicos, y música por todos lados. Le llamaron la atención las artesanías con motivos indígenas y sus acabados deslumbrantes. Estaba sorprendido con el detalle de los diseños que evocaban la belleza de la flora y fauna panameñas. Algunos representaban diferentes especies endémicas del Istmo, como la rana dorada, que se encuentra en el Valle de Antón y en el Parque Nacional de Campana.

Otros locales eran de comida, el ambiente estaba lleno de olores que abrían el apetito. Se decidió por un puesto donde el menú era arroz con guandú y coco, plátano maduro y pollo guisado. Le gustó tanto que lamentó ya no tener espacio en el estómago para repetir. Pero no dejó pasar la oportunidad de tomarse una chicha.

Después entró a una exhibición de ganado. No estaba acostumbrado a tener estos animales tan cerca, de modo que quedó fascinado. En eso, unas personas pasaron y accidentalmente lo empujaron. Él se apoyó sobre las ancas de una vaca y esta le soltó una masa verdosa y húmeda en los zapatos. En definitiva, esto no era parte del recorrido: ¡caca fresca! La pena lo invadió y en ese momento quería encontrar a Mariana. La rastreó rápidamente con la sita hasta que se dio cuenta que se acercaba con una linda joven que por su corona resultó ser la reina de la festividad. La reina venía hacia él, y él con caca de vaca en los zapatos. Antes de que eso sucediera escapó.

Mientras buscaba con qué limpiarse encontraba puestos con artesanías impresionantes donde gente del campo exponía su trabajo. No podía ni mirarlos porque tenía la sensación de que la gente se apartaba de él por el terrible olor. Después de un rato por fin resolvió el asunto, pero no le fue fácil caminar con las medias mojadas.

Días después, en la ciudad, pensaba en que se daría la oportunidad de seguir conociendo lugares de Panamá y disfrutar de las bellezas del país. Por supuesto, tenía la certeza de que siempre habría una anécdota curiosa que recordar, como la caca en los zapatos justo cuando vas a conocer a una reina.

Me di cuenta que el encierro por la pandemia había acabado el día que finalmente me senté a
la mesa con alguien que no fuera yo misma. 

Después de un año y medio, mis amigos Diego y María José, sus padres y hermanos, mi abuelo, mis papás y mi hermana nos sentamos a comer y compartir un tiempo juntos. Era una sensación que ya había olvidado, y me hacía sentir bien y en paz.

No veía a mis amigos en persona desde marzo del 2020, cuando el gobierno cerró las escuelas
al aparecer los primeros casos de Covid-19 en Panamá. Ninguno se sentía contento en el
encierro, vernos por una pantalla no estaba siendo suficiente. Eso sin contar el estrés de acostumbrarse a la nueva forma de dar clases, el uso de las plataformas y las recientes metodologías de evaluación. ¡Fue todo un reto!

A finales de 2021, cuando todo se calmó, decidimos ir a la Finca Agroturística Caballo Viejo, ubicada en La Pintada. La felicidad de salir de casa y divertirme con personas especiales para mí era indescriptible. Al llegar, nos sentamos a desayunar juntos en una mesa redonda y a disfrutar de los amplios paisajes y los frescos vientos. Era extraño y completamente diferente a cuando estaba encerrada en casa, sin poder respirar aire puro.

En la tarde, jugamos con Lolita, una mona tití de vientre blanco y cola negra con marrón, y vimos a Sebastián, un puerco vietnamita de cuerpo robusto y hocico corto, que le gusta interactuar con los visitantes. Amo a mis perros Lulu y Charlie, pero hacía mucho que no veía a otros animales que no fueran ellos, y estuvo bien. 

La tarde se hizo corta para todas las cosas que queríamos hacer: jugar tenis de mesa, visitar el río
y montar a caballo. Al caer el sol, subimos al mirador, a más de veinte metros de altura. Llegamos exhaustos, pero el placer de ver el paisaje en la punta de aquella montaña valió la pena. Al menos esa tarde nos sentíamos de regreso a la tan anhelada normalidad.

Al caer la noche, encendimos una fogata y apreciamos el cielo estrellado. Lejos de las luces de
la ciudad, esto era un verdadero espectáculo. Antes de irme a dormir, pasó algo único: vi una estrella fugaz y pedí un deseo: que este fantástico viaje, que me hizo recordar cómo era el mundo antes de la pandemia, se pudiera repetir.