Aquel día viajaríamos a la provincia de Chiriquí. La noche anterior mi madre nos dijo que hiciéramos la maleta con mucho cuidado porque se nos podía quedar algo. Yo, obviamente, no le hice caso, y la arreglé a última hora.
Papá nos apuraba, ya que no quería quedar atrapado en el tráfico. Nunca he entendido el sofoco de los adultos con respecto al tiempo, si solo eran diez minutos y de todas formas habría tranque.
Eran vacaciones e iríamos al volcán Barú, un sitio muy turístico, sobre todo por ser el volcán más alto del sur de Centroamérica, con una altura de 3475 msnm.
En el camino noté que la batería de mi celular se estaba agotando y pensé en cómo decirles a mis papás que había olvidado el cargador. “¡Qué bueno!, así no te la pasarás pegada al teléfono”, me dijeron. Sin embargo, tenía algo a mi favor: soy la que siempre toma las fotos. Al final conseguimos un dispositivo.
Luego de horas de viaje y de quedarme dormida en el trayecto, llegamos a nuestro hotel. Subimos y nos instalamos para descansar, porque debíamos salir a las tres de la madrugada para lograr ver el amanecer desde la cima del volcán.
Muy temprano llegó el guía diciendo que ya todo estaba listo, así que partimos en auto para el sitio donde se iniciaba el ascenso. Al llegar al lugar nos indicaron que el trayecto duraba tres horas a pie. Casi me desmayo cuando escuché eso, y mamá se echó a reír al ver mi cara. A mí no me resultó gracioso.
En esas tres horas hubo quejas, llantos y discusiones, ya que casi ninguno tenía la condición física para subir tanto, en especial yo, que me cansaba bastante. Pero cuando por fin llegamos, supe que había valido la pena.
Fue hermosa la vista desde arriba, las nubes y la neblina como pelusitas tiradas a la falda del volcán. Una sensación agradable me embargaba. Despertarse tan temprano y poder disfrutar de la poca noche estrellada que quedaba, sentir que estaba por encima de las nubes, sin mencionar el frío y la brisa helada que hacía fue asombroso. Me contaron que la temperatura podría bajar hasta los dos grados Celsius. Había una combinación de colores única, entre un potente anaranjado, un toque de rosado que llegaba hasta mis mejillas y aquella pequeña parte de azul que quedó de la noche.
Sin duda alguna fue una experiencia sin igual. Alrededor de las 5:50 a. m. el tan esperado amanecer se notó por completo. El sol se abría paso entre las nubes. Sonreí, una profunda emoción me erizó y fui a abrazar a mi familia. Nos tomamos fotos, videos y hasta panorámicas. Tomé algunas con mi cámara Polaroid, para colgarlas en la pared de mi habitación y recordar esta aventura.
Tiempo después, era la hora de bajar. Fue mucho más rápido que el ascenso, y me la pasé escuchando música. Al llegar al hotel fuimos a desayunar y a planear otro lugar para visitar; estaba emocionada y lista para una nueva aventura en esta hermosa provincia.