Hablar de La Arena de Chitré es hablar de las cocadas de miel y coco, los merengues, los queques, los huevitos de leche y los cachetes de chola. Estos bocadillos son mis favoritos porque me recuerdan momentos bonitos de mi infancia, cuando mi mamá me los compraba por montón. Pero para mí, nada de eso es suficiente para hablar de La Arena si no voy por el pan que lleva su nombre.

El pan de La Arena sobresale por su forma curvada, su leve tono amarillento y un olor mantequilloso que arrebata las entrañas. Su textura lo hace un excelente bocado que se puede acompañar con cualquier bebida. Está hecho a mano por personas que lo preparan con cariño.

Recuerdo cuando mis profesores anunciaron un paseo a La Arena. Si el solo hecho de ir de excursión me emocionaba, saber que iría a la cuna de este famoso pan, me ponía ansioso.

Esta delicia surgió en un contexto difícil. En 1948 el mundo estaba en crisis tras la posguerra. La salida de las bases militares estadounidenses de casi todo Panamá, tras el rechazo al convenio Filos-Hines, generó un desplome económico. En el interior del país el golpe fue muy duro. En La Arena cuentan que, por esos días, Eudocia Ávila, que vivía con sus hijos en una casa con paredes de adobe, soñó la receta del pan y se puso manos a la obra. Con el tiempo aquella sencilla casa se convirtió en una panadería que mejoró la situación de la familia.

Durante el viaje visité diferentes lugares históricos y culturales. Y finalmente, en una de estas paradas, por fin, encontré un sitio donde había este panecillo. Compré suficiente para llevarle a mi mamá y comerme unos cuantos para sentir esa mezcla de sabores única.

La receta de doña Eudocia es el secreto mejor guardado de toda La Arena, pues a pesar de venderse en cadenas de supermercados y en locales y tiendas de barrio, ningún pan de La Arena sabe igual al que se hace allí: no son humeantes ni calientitos, no se deshacen en la boca ni desprenden ese olor mantequilloso que gracias a este viaje ahora recuerdo bien.