La naturaleza no se mide con las bendiciones que nos da: montañas tupidas de verde con sombreros de nubes, costas azulosas llenas de vientos y manglares, llanuras y pueblos al pie de cerros de donde bajan lloviznas repentinas. Panamá nos sorprende con sus paisajes llenos de delicadas y frágiles curiosidades que en ocasiones se esconden, como protegiéndose de los devastadores estragos del progreso. Están frente a nosotros e intentan pasar desapercibidas, pintando de vida los rincones, como la casa de mis abuelos, en Chitré.

Recuerdo mis viajes hacia el interior del país. Abundantes árboles y flores adornando las casas y pueblos. La fiesta de matices de abril y junio, donde se destacaban las acacias amarillas y rosadas, las poncianas rojas, las lagerstroemias moradas, las jacarandas púrpuras y cierto framboyán florido reinando la soledad de algún llano.  Y, de diciembre a julio, las esquinas, cercas y muros se adornaban con las buganvillas o veraneras de los más extravagantes tonos.

Desde donde me dejaba el transporte, tenía que pasar por unos senderos llenos de vida. Arbustos de todo tipo, plantitas con flores diminutas, amarillas y blancas, tejiendo alfombras originales. Acostumbrado al monótono gris del concreto de la ciudad, no podía parpadear ni un segundo porque me perdería alguna de esas imágenes extraordinarias que podía tocar, oler y grabar en la memoria. El camino se llenaba de pétalos coloridos y de fragancias dulces y exquisitas.

A la entrada de la casa de mis abuelos había un árbol grande, simplón y con hojas siempre verdes, sin embargo tenía algo especial. Parado frente al árbol, miraba hacia arriba y sus hojas caían lentas desprendiendo su aroma. Me llenaba de tranquilidad, de sensación de libertad y paz.

La casa de mis abuelos parecía un jardín enorme. Me recibían flores rojas, moradas y azules; orquídeas y papos de diversas variedades y plantas con hojas manchadas de extraños diseños, formas y pigmentos.

Más adelante, otro árbol hacía de sus ramas como un techo para otras matas. Era curioso, en cada rincón pareciese que cada planta tenía su propio ecosistema funcionando en perfecta armonía. Daba la sensación de ver paisajes dentro de paisajes.

Mi abuela acostumbraba llevarme de la mano para hablarme sobre sus plantas. Era delgada, dulce y cariñosa. Como si fuera poco, detrás de la casa guardaba macetas con plantitas, cactus regordetes llenos de “pullitas” y largas sábilas. Hacíamos el recorrido a su velocidad de persona mayor mientras me contaba de las plantas medicinales como saril, algarrobo, tilo, mastranto, entre muchas otras.

Durante aquellos días, recorría los rincones y pensaba en la paciencia de la naturaleza, reflejada, por ejemplo, en ese árbol de la entrada, regio y veterano; en lo tenaz que es la vegetación, que desde los detalles insignificantes se reconstruye. Estos paisajes pequeños se pueden encontrar en todas partes y no necesitan la mano del hombre para existir, se crean por sí solos. En cualquier espacio sombreado, estrecho y olvidado, solitario y húmedo existe una obra de arte natural. Basta con abrir bien los ojos para descubrirla en cualquier esquina, vereda, rincón o callejón. Está allí, discreta, esperando la oportunidad perfecta para seguir adornando cada pedacito de tierra.