Campanas retumban y anuncian la llegada de hombres con sables, sombreros puntiagudos y una mirada despiadada inolvidable. Con mano de hierro diezman al pueblo, destruyen su interior e incendian su corazón. Familias aterrorizadas encuentran la manera de escapar. El 28 de enero de 1671 se convierte en el día que quedó hecho trizas el pueblo que alguna vez llamaron hogar.
Meses después del terrible acontecimiento se decidió trasladar la ciudad a una península de tierra, próxima al atracadero de la isla Perico, conocida como Punta Chiriquí. Como si de un ave fénix se hablara, el 21 de enero de 1673, surge de sus cenizas la nueva ciudad en lo que hoy se conoce como el Casco Antiguo de Panamá.
Cinco años después, se construyó una muralla que dividía la ciudad. En los intramuros se fundó el Oratorio de San Felipe Neri y en esa zona con calles de tablero de ajedrez se albergaba a la población adinerada. En cambio, el otro sector era conocido como el arrabal, donde estaban los barrios de Santa Ana y Malambo, y debió su nombre al establecimiento de la Iglesia de Nuestra Señora de Santa Ana.
Las calles del Casco eran distinguidas con nombres de instituciones, comercios o un lugar importante del barrio, como lo fue la calle de la Carnicería, Puerta del Mar, el Callejón de Evaristo, y otros, según relata el artículo “Iglesia de San Felipe Neri”, de José Góngora Petit.
Mariano Arosemena escribió que por el año 1832 se podía caminar por avenidas vacías y afligidas, con apenas cuatrocientas casas y menos de cinco mil habitantes. Sin embargo, la fiebre del oro de California tuvo gran impacto en el desarrollo del país. El aumento del paso de aventureros incidió en el crecimiento demográfico de las ciudades panameñas, y por ende en la construcción de residencias.
Una corriente edificadora ocasionó el aumento de propiedades, de 165 en el año 1854, a 360 en 1895. La población llegó a 10 000 almas, aumento que trajo consigo la demolición de las murallas que alguna vez estuvieron alzadas para defender a la ciudad, informa el documento de la historiadora Patricia Pizzurno “Consideraciones históricos, patrimoniales y turísticas sobre el Casco Antiguo de la ciudad de Panamá”.
En 1880 los franceses llegaron para cambiar la vida de la capital, con su intento de construir un canal interoceánico y creando oportunidades de trabajo. Lo que trajo consigo turismo, más crecimiento demográfico y la reactivación del comercio. Esto resultó en un 30% más de propiedades.
En la década de 1970 y 1980 el Estado panameño elaboró planes de reurbanización turística, como plazas públicas y monumentos. En los años 90, el sector privado inició sus proyectos de construcción de apartamentos de lujo. Los incentivos fiscales y económicos aprobados en 1997 propiciaron proyectos y planes particulares, pero muchos edificios quedaron sin restaurar.
Los censos de 1990 y 2000 revelaron que el vecindario perdió la tercera parte de su población, y en el año 2004 sus edificios estaban en ruinas, de acuerdo a lo plasmado por Ariel Espino en su artículo “Conservación del patrimonio, turismo y desarrollo inclusivo en el Casco Antiguo de Panamá”. Era un poco volver a las desoladas calles de inicio de los años 1800, pero con los componentes sociales de hoy.
En el Casco Viejo, como también se le conoce, siguen conviviendo personas con un alto poder adquisitivo y otros de recursos más limitados. A esta diversidad de vecinos solo los divide una pared. Incluso comparten cuadra con los negocios que buscan atraer a turistas foráneos y locales.
En 1997, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) incluyó al Casco Antiguo en la Lista del Patrimonio de la Humanidad. La gente que lo habitó y que lo habita es un reflejo de la variedad cultural y humana que ha permanecido en estas tierras. Esas almas que han jugado un rol fundamental en nuestra herencia colectiva.