La sonrisa de mi abuela siempre emana un olor dulce. Tan dulce como un mordisco de merengue. Su madre es la razón de aquella delicada pero melancólica expresión. Me suele contar sobre la panadería de mi bisabuela. “La panadería de la señora Gina”, le decían. No había ningún problema, porque no tenía nombre.

Todos los días, desde 1951, a las dos de la mañana, doña Gina preparaba el pan que comería más tarde una suertuda familia veragüense en el pueblo de Montijo. Siempre me sorprendía ver a mi abuela usar el pan restante y endurecido del día anterior para hacer mamallena. Lo aprendió de su madre. Ahora entendí que las pasas tibias entre la masa son el toque especial de aquel postre interiorano.

“Al levantarse el sol, los merengues se tomaban la panadería. Lo más difícil era batir las claras de huevo sin batidora. Esto fue durante los primeros años”, pronunció mi abuela desde su cocina. En aquel entonces, era inevitable agotar los brazos revolviendo las claras y el azúcar con un tenedor hasta llegar al punto nieve, es decir, hasta dejar las claras de huevo con una consistencia firme para darles forma de “montañita”. “Mi madre no solía usar colorantes en los merengues, por lo general los dejaba blancos”, continuó entusiasmada. Durante las tardes, a eso de las cuatro, los dulces en la lista para hacer eran queques, rosquetes rojos y blancos y bizcochos esponjosos. “Pero no todos los días. Un día queque, otro día bizcocho, y así los demás…”, aclaró.

Cuando me acerqué para ayudarla con los ingredientes que estaba poniendo en la mesa, me compartió la siguiente receta: “Para hacer queques, lo primero que hago es quitarle la cáscara al coco, rallo la masa blanca y la coloco en un recipiente”, dijo mientras hacía lo mismo. Luego, agrego dos sobres de bicarbonato y aceite para que estas galletas queden blandas. Enseguida añadió sal al gusto y melaza a la olla. Mezcló todos los ingredientes anteriores para proceder a agregar la harina, poco a poco. Me pidió esta vez que le colaborara con aquella tarea. Para terminar, confesó que hacer queques es un trabajo de dos jornadas porque se preparan de un día para otro. No se asan el mismo día. Lo bueno es que la espera vale totalmente la pena.

La abuela tuvo el privilegio de ayudar a su madre en la panadería, percibir el cariño con el que elaboraba cada postre y el aprecio con el que los vendía. Hoy sus hijos y nietos, como yo, tienen la suerte de que recuerde las recetas. Principalmente la de los queques, cuyo sabor depende de la cantidad de miel utilizada, y que son aclamados por mucha gente. Mi mamá y mis tíos podrían comerse hasta diez en un día.

La panadería de la señora Gina duró unos veinticinco años, pero el tipo de postres que se hacían allí continúan deleitando a muchos panameños y turistas en la provincia de Veraguas. Comer queques un día en la semana, con un vaso de leche o un café bien caliente, se convirtió en una dulce tradición familiar. Tan dulce como un mordisco de merengue.