Playa, sol y familia… entre el cielo, historia y luchas

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Por primera vez visité este verano junto a mis familiares las impresionantes islas de Guna Yala. Tras siglos de conflictos se abrió como nunca al turismo y su historia marcada de misticismo y leyendas tradicionales ya puede ser escuchada por muchos.

El aire de verano en alguna de las islas de los descendientes de Olonigikinyaler (enseñó el arte de la lucha y defensa al pueblo Guna), se entrelaza con la mola, el  mar, el sonido de las olas y el calorcito del sol. Todo lo que anhelas ver y sentir: la arena bajo los dedos, el aire, los ojos de ese pueblo – tierra mar- el viento, todo lo perfecto e inimaginable, ideal si deseas encontrar paz a través de la naturaleza del Caribe panameño.

Los gunas son el primer grupo indígena de toda Latinoamérica en lograr su autonomía. Orgullosos de su idioma, el dulegaya. Nos enseñaron que “ayaleged” significa en dulegaya “hacerse amigos”. Es un lugar tan especial que el tiempo parece detenerse y las preocupaciones desaparecen, decía mi tía en este viaje.

Alguna vez conocida como San Blas, pero hoy llamada Guna Yala, mediante ley de la República, en reconocimiento a su identidad. Observé que, a pesar del modernismo del mundo, esta comarca indígena mantiene viva sus tradiciones, sobre todo las mujeres, que visten la mola, ícono de su cultura y de su feminidad. Pude disfrutar ver el arduo trabajo de sus manos expresando lo que sienten, piensan y observan, a través de tejidos de llamativos colores y dibujos geométricos.  Es ver una pintura que se cose en tela.

En mi recorrido me transporté en cayuco, y deslizando suavemente mis manos en el bote cerca al mar podía sentir la majestuosidad del agua y sus gotitas caer en mi rostro junto al resplandor de un sol único y especial.

¡Llegamos a la Isla Perro! Una maravillosa isla que cuenta con un barco hundido en la playa convertido en un bosque de corales lleno de peces de colores. Rodeada de agua azul, palmeras que se inclinaban sobre el mar y disfrutando de una suculenta pipa, llegué a sentir que estaba en otro país. No sabría describir todo lo que mis ojos veían: la estupenda playa de aguas limpias y cálidas, pelícanos zambullirse a unos metros del mar, las sombras de las palmeras, los cocos en la arena, y no podía faltar el respectivo selfie para mi colección de fotos. Más nada que pedir, todo en un momento.

Nunca pensé que este viaje fuera tan diverso y de aprendizaje de esta maravillosa cultura y de su geografía. A pesar de los cambios generacionales y de sacrificios, el pueblo guna ha logrado gestionar su propio territorio, y conservarlo casi intacto para las nuevas generaciones. Puedo decir que se ha convertido en uno de mis lugares favoritos desde la primera vez que estuve allí, pues ha dejado un encanto duradero en mi mente.