Mi lugar feliz

Era una noche espectacular, la luna estaba iluminada y yo la admiraba. Fue cuando me dije: “La luna está tan hermosa y su brillo es increíble”. Esa noche estaba con mi madre y mis hermanas viendo aquel espectáculo, cuando una de ellas me invitó a la comunidad de Santa Librada, ubicada cerca al río Boquerón, en el Parque Nacional Chagres. Siempre había escuchado de aquel sitio, pero nunca había ido, así que acepté la invitación.

Llegó el día de irnos, empaqué algunas cosas y junto a mi hermana, su novio y mi sobrina abordamos un taxi hasta Salamanca, en la provincia de Colón. Primero llegamos a la residencia de la madre de mi cuñado, luego salimos hacia el destino deseado. ¡Era un lugar hermoso! Podía ver un río en toda su inmensidad y tomé fotografías. 

Esperamos a que vinieran con los caballos para ir río arriba hasta llegar a una casita de campo o como se dice de forma popular, al “rancho”. 

“¿Verdad que es lindo?”, comenta mi sobrina Keisy.  “Sí, lo es”, respondí de inmediato. Ella iba a caballo y yo caminando. Cruzamos muchos ríos, en el camino vimos iguanas, escuchamos la presencia de animales de monte y el cantar de las aves. Cada vez aumentaba mi admiración por lo que estaba disfrutando y podía ver el ranchito en una loma. Divisamos un árbol de mango, Keisy y yo cogimos algunos para merendar. 

Estaba muy feliz. En aquel lugar podía olvidarme de todo, de los problemas familiares y los falsos amigos. Solo éramos la naturaleza y nosotros, con el melodioso murmullo de la brisa y el canto de las aves de fondo. 

El primer día de excursión fuimos al río, aunque no tengo tanta experiencia en nadar, decidí intentarlo y crucé hasta una piedra al otro lado. Eran cerca  del mediodía, el sol ardía, nos llamaron para almorzar. Keisy y yo comimos, reposamos unos minutos y después fuimos de nuevo al río.

“¡Mira, una piedra de colores!”, dijo mi sobrina. Le respondí que yo había encontrado otra parecida. Habíamos recolectado muchas piedras de colores mientras inventábamos juegos, íbamos a nadar y nos tomamos cuantas fotografías fueran posible. 

Después regresamos a la casa, tomé un baño y fui con mi sobrina y otra muchacha que tenía una edad cercana a la mía, solo que era más alta, a sentarnos en el pasto, desde donde podía ver todo el paisaje. La brisa acariciaba mi cabello ondulado, el sol me pegaba ligeramente en la mejilla. La vista era fuera de serie al observar las montañas, las vacas y los caballos. Se hizo tarde y estaba oscureciendo, así que volvimos a la casa para cenar, me puse mi pijama y vimos televisión hasta las 10:00 p.m.  

Estaba muy cansada, así que le dije a mi hermana que me acostaría. No me costó dormirme, solo cerré los ojos y enseguida caí en un profundo sueño. 

A la mañana siguiente, me desperté con el cacareo de las gallinas y el olor a café. Eran las 8:00 a.m. y ya todos estaban despiertos. Luego de desayunar y ver a unos cerditos, fuimos de paseo.

Caminamos como 20 minutos. Estaba asombrada porque habían más ríos, el sol estaba a su máximo esplendor, me quité las chancletas, y aunque las pequeñas piedras hacían que mis pies se lastimaran un poco, no hice caso a ese pequeño inconveniente. 

Llegamos a un río de aguas cristalinas, era como estar en un paraíso. Caminamos por unos cinco minutos más hasta llegar a un charquito donde paramos a descansar para luego darnos un chapuzón. 

La tarde se puso un poco oscura, indicando que estaba a punto de llover. Cayeron pequeñas gotitas, caminamos un poco rápido, yo iba casi corriendo, hasta que llegamos a la casa y nos salvamos de quedar empapados. Ya eran las 5:30 p.m., vi caer la lluvia, ¡amo la lluvia!. Imaginé que estaba en mi hogar, escribiendo y tomando una taza de té o que estaba en los brazos de mi madre, a quien extrañaba mucho.

Un fuerte trueno interrumpió mis pensamientos. Cuando era niña los truenos me asustaban al punto de quedar debajo de las sábanas de la cama de mis padres. 

Caían las últimas gotas de lluvia, solo quedaba el olor a tierra mojada y el aroma de la sopa que estaban preparando en la cocina. El aguacero paró de repente.  

Esa noche hizo mucho frío, me costó dormir, quizás por lo cansada que estaba y por lo que me pareció que fue el rugido de un animal. 

Al día siguiente, cuando desperté, mi hermana hacía el desayuno. De repente me dio melancolía, extrañaba a mi familia, algo dentro de mí quería volver con ellos. 

Cuando estábamos lavando los trastes le pregunté a mi hermana Mitzy: ¿cuándo nos vamos a casa? “En un día estaremos de vuelta, Emily”, respondió. Escuchar esa respuesta me puso muy feliz por lo que ese día pasó de manera veloz. 

Al rato unas vacas salieron del corral y traté de ayudar, pero la colaboración fue poca porque terminé corriendo por mi vida, me caí muchas veces y hasta rodé por el pasto. 

En el atardecer fuimos de pesca y terminé en la orilla del río partiendo un pez por la mitad. Fue una jornada agotadora, pero divertida. Aunque por dentro solo tenía un pensamiento: ¡Pronto iría a casa! 

El último día de paseo nos levantamos muy temprano. En el camino de vuelta, casi que corría por los ríos recordando lo vivido en aquel lugar. Por alguna extraña razón, llegaron a la mente esos momentos de infancia cuando mamá me abrazaba, la calidez de sus caricias y hasta extrañaba sus regaños, y cuando mi papá me tomaba en sus brazos y cantaba para mí… Y fue ahí cuando se me escapó una pequeña gotita de felicidad en forma de una lágrima, fue cuando comprendí que yo era feliz con esos hermosos recuerdos y con el amor que me dan mis padres. Ese es mi verdadero lugar feliz.

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