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Capaz, responsable, amable, alegre, segura, única… son solo algunas palabras que describen a mi querida e increíble abuela Mira.

Nació en Aleppo, Siria donde tenía una vida bastante buena y próspera junto a mi abuelo y sus tres hijos. Su familia practicaba de forma ortodoxa el judaísmo, religión del pueblo judío, que con mucho amor cumplía desde que tenía memoria.

Mis abuelos eran exitosos en Siria, ya que el país estaba a cargo del gobierno francés que imponía orden y justicia, además ofrecía oportunidades económicas en todo el territorio; sin embargo, una vez que esta administración se retiró, por razones políticas, el lugar se convirtió en una terrible dictadura. 

Todo comenzó a figurar mal para los habitantes de Aleppo, especialmente para los judíos, quienes se encontraban en constante peligro al ser vistos como la “víctima fácil” de la cual se podían aprovechar.

Crímenes físicos tanto hacia ellos, sus tiendas, casas, posesiones o sus propias familias eran comunes y encima se rehusaban a darles algún tipo de pasaporte o documento de identificación para buscar otra oportunidad de una mejor vida. 

Muchos de los familiares o amigos de mi abuela ya estaban escapando del país, aunque fuera arriesgado, por miedo a lo que les pudiera llegar a pasar si se quedaban en Aleppo. Hubo quienes perdieron la vida a tiros al ser descubiertos. 

Mi abuela, sabiendo que para ella lo más importante era la seguridad de su familia, decidió junto a su esposo seguir habitando en el país con la esperanza de que algún día todo volviera a la normalidad. Mantuvo siempre una buena cara ante la situación y fue el sostén que permitió a todos sobrevivir los momentos difíciles que pasaron al quedarse; sin embargo, un día ocurrió algo y perdió la esperanza, ya que se dio cuenta de que no era seguro estar en su propio hogar.

Estaba lavando ropa en su balcón cuando de repente su mano comenzó a sangrar. ¡Una bala la había rozado! Fue inmediatamente llevada al hospital, y gracias a que el proyectil no penetró se pudo recuperar al 100%, pero, los culpables, que alegaron haber estado jugando tiro al blanco y “sin querer” apuntaron mal, salieron libres de pena.

“Tanto peligro y corrupción había en el país que todo el mundo llevaba armas y un aire de poder que hacía a uno temer”, decía mi abuela.

Este evento despertó el  instinto de protección que tenía Mira sobre su familia y su vida, por lo que, junto a mi abuelo, decidió arriesgarse para tratar de huir y buscar un mejor futuro para sus hijos.

Hicieron contacto con unas personas para fugarse, pero les dijeron que solo había espacio para cuatro, la familia de mi abuela era de cinco. Les aseguraron que no habría otra oportunidad por años, pero ella se rehusaba a dejar atrás a alguien. O escapaban todos o no lo hacían. Milagrosamente, semanas después les ofrecieron un cupo más y lograron salir del país en una difícil y temerosa misión; pero eso es otra historia, para otro momento.

Escuchar todas estas anécdotas de mi abuela me sorprende cada día más y crea un sentimiento de asombro y orgullo por todo lo que tuvo que sobrepasar manteniéndose siempre fuerte y cariñosa frente a sus hijos y su esposo. 

Me siento dichosa de saber que vengo de una familia de valientes, que no permiten que nadie ni nada los derrote y que siempre buscan la forma de salir adelante y tener un buen porvenir.

El 25 de marzo de 1933, en la provincia de Chiriquí, Panamá, nació una mujer excepcional. Dedicada a su familia, Esther Abadi, mejor conocida como Mami, llenó el mundo de luz y enseñanzas. 

Tenía nueve hermanos, cinco hombres y cuatro mujeres. Vivió muchos años en el Istmo, pero al casarse se mudó a Guatemala; se divorció muy joven, con tres hijos pequeños y decidió volver a su tierra, ya que su familia estaba aquí y no encontró propósito en aquel país centroamericano. 

Mami fue una mujer luchadora, quien sacó a sus hijos adelante sin el apoyo de una figura paterna; sin embargo, siempre los crio con respeto hacia su progenitor y nunca habló mal de él. Con ayuda de su hermana sostenía a sus padres y a su hermano menor. Años después, sus retoños se casaron y logró ser abuela y bisabuela. 

Orgullosa de su patria, veía todos los desfiles, así como también marchaba con sus hijos y nietos. Le encantaban las comidas típicas chiricanas, como el suspiro y la cocada. Su casa siempre estaba abierta, tenía un don de recibir a las personas y hacerlas sentir especiales. Mi bisabuela tenía mucha fe en Dios, afrontaba todos los retos con valentía. 

Durante la Invasión de Estados Unidos a Panamá, en 1989, Mami vivía sola. Mi mamá y mi abuelo dormían en ropa y hasta con zapatillas; pero ella, con la puerta del balcón de su cuarto abierta, en pijama y despreocupada. Cuando se sintió amenazada, llamó a la Casa Blanca de los Estados Unidos diciendo que era una mujer sola y que se sentía desprotegida, ¡le mandaron un tanque al frente de su vivienda para cuidarla! Era amiga de todo el mundo. Hasta cuando íbamos al cine conversaba con todos en la fila.

Era una persona feliz, cada día a su lado era de risas y bromas. En una ocasión estaba en Colón trabajando, recibía a los turistas que venían en un crucero, americanos en su mayoría; ella les dijo que era la alcaldesa de Panamá, Mayín Correa. ¡Todos se tomaron fotos con mi abuela y le pidieron autógrafos! Siempre tenía regalos y chocolates para cada uno de sus nietos y era la primera en llamar a desearles un feliz cumpleaños. 

Una de las últimas historias que nos contó fue que tuvo una tienda en el Hotel El Panamá, uno de los más famosos del momento; y mi tío, su nieto, era muy tremendo. Un día se metió a la cocina del alojamiento, le quitó el sombrero al chef y salió huyendo. Corrió hasta que llegó al área de la piscina y el hombre iba detrás de él… y mi abuela también, luego del chef. Todos los que estaban viendo no podían parar de reírse, incluso ella.

La bisabuela Mami fue una mujer increíblemente trabajadora. Se encargaba de vender mercancía en la Zona del Canal. En el año 1986, cuando el Miss Universo fue en Panamá, ella fue chaperona de Miss India, quien la contagió de tuberculosis; a causa de esto sus pulmones quedaron débiles. Falleció el 8 de abril del 2018, pero dejando un sinfín de legados y enseñanzas.

Uno pensaría que solo porque no logras conocer a una persona no tienes que aprender de ella. En mi opinión, es todo lo contrario. Aquellos que nunca llegamos a tratar son quienes más nos pueden enseñar a valorar nuestra vida. 

Hoy tengo el honor de contar sobre una mujer con la que lastimosamente no compartí. Una persona que pasó por desafíos que uno nunca quisiera imaginar, mi bisabuela Ana Heiblum. 

Nació en Varsovia, capital de Polonia, en 1922, allí vivía con sus padres y su hermana menor. Para esa época en Europa el antisemitismo era muy fuerte y los judíos pasaban muchas dificultades, por lo cual un día Ana y los suyos decidieron irse. 

Dejaron todas sus pertenencias, amistades y familiares para buscar un lugar donde vivir en paz. Primero se fue su papá, en un barco, hacia Colombia, país que no conocía, para ver si ahí podrían encontrar algo de qué vivir. Le pareció un buen lugar y con los medios de comunicación que había en esa época, mandó a buscar al resto de su núcleo. 

Con solo diez años Ana, su mamá y su hermana menor dejaron toda su vida en Varsovia y se embarcaron para aquel país cuyo idioma desconocían. Finalmente, después del largo viaje, arribaron a la nación sudamericana; un sitio nuevo, con oportunidades, donde los esperaba el padre con los brazos abiertos. 

Los esposos instalaron una panadería que los ayudó a salir adelante. Ana ayudaba en el negocio familiar, que abría día y noche. 

Los años pasaron y Ana conoció a un hombre llamado Jacobo, también proveniente de Polonia. Se casaron y tuvieron cinco hijos, entre ellos mi abuela Dora; los niños crecieron en Bogotá, en una casa en la que se hablaba yidis y español. 

En 1967, mi abuela Dora, con diecisiete años, decidió irse a Israel sin permiso de su papá, ahí conoció a mi abuelo, un soldado que acababa de salir de la guerra; se casaron y tuvieron a su primer hijo allá. Años después regresaron a la capital colombiana.

Mis abuelos llegaron a Panamá en 1980 con tres hijos, en búsqueda de mejores horizontes, ya que en Colombia estaban teniendo problemas.

A lo que quiero llegar con este relato es que si no hubiera sido por la valentía de la pequeña Ana, que a su corta edad tuvo que abandonar su vida y empezar de nuevo, nunca hubiera logrado ser lo que hoy y entender lo agradecida que debo estar por lo que tengo.



Bella es una mujer optimista, alegre y abuela de una orgullosa nieta. ¡Cómo quisiera mostrarle al mundo que no todo es como aparenta, que no siempre las cosas buenas vienen tan fácil!

Esta mujer nació en Siria, es hija de un reconocido abogado. Su mamá, ama de casa dedicada a su hogar y a sus cinco hijos.

Transcurría el año 1948, con dos años de edad Bella y su familia tuvieron que escapar por ley del país. Era una familia de cuatro mujeres y un niño. Dos barcos salían de Siria y montones de personas trataban de huir sin saber si encontrarían un destino seguro. Uno se dirigía a Panamá y otro a Estados Unidos.

Luego de arduos días de estar apretados e incómodos, la familia llegó a Panamá como refugiada. No tenían nada, debían empezar una vida desde cero, tampoco conocían el idioma, su padre no podía ejercer su profesión en un país extranjero, pero necesitaba darles comida y educación a sus niños. Entonces, decidieron internar a los pequeños en una escuela en la que no estudiaban su religión judía, lo que dificultó su adaptación. 

Bella creció cuidando a sus hermanas menores y a los diecisiete años tuvo que trabajar para poder llevar pan a la casa. Eran tiempos tan difíciles que debieron vender todo lo que poseían e irse a Chitré, provincia de Herrera, y cambiaron su vida cotidiana a otro estilo. Se vieron obligados a ajustarse, por segunda vez.

Su hermano, con trece años, tuvo que dejar sus estudios para salir a trabajar como el único hombre de la familia y Bella lo iba a ayudar en su negocio. Luego de algunos meses, la joven regresó a ciudad de Panamá y decidió casarse con solamente veintiún años.

A pesar de todas las dificultades, mi abuela pudo salir adelante. Ella siempre fue muy activa con el servicio comunitario y estaba dispuesta a evitar que alguien pasara por días oscuros como los de su pasado. Y es que Bella no solo sentía la obligación de ayudar a otros, sino que también tenía un esposo en casa a quien atender y un hogar que sostener. Día a día se esforzaba por ser una mejor persona, auxiliaba a sus hermanos en sus necesidades, mientras cuidaba de sus padres. 

Mi abuelita Bella, tal como su nombre, es una mujer bella por dentro y por fuera. Llena de vida y de cariño para compartir con todo el que la conoce. Su gran corazón ha tocado a muchos y ha dejado una huella en cada uno.

Trabajó muy duro para brindar a sus hijos la infancia y la educación que ella no tuvo y sentirse afortunada de tener todas las facilidades al alcance de su nueva familia. Yo llevo su nombre con orgullo y espero un día llegar a ser como ella.

Esta historia nos demuestra una vida repleta de sucesos que nos traen enseñanzas, nos dan la confianza de seguir adelante y nos encaminan diariamente para así lograr ser exitosos en los retos que se nos presentan.

La primera persona que se me viene a la mente cuando me preguntan sobre una mujer que me inspira es mi bisabuela Sarín, por ello, les contaré su historia. 

Mi bisabuela se casó a los veinte años con mi bisabuelo Carlos. Ellos vivían en Siria y formaron una hermosa familia con cuatro hijos: Guirza y Shella, las mayores; mi abuela Rosi y el varón, Musi. 

A pesar de que mi bisabuelo era contador, solo le alcanzaba el dinero para vivir día a día, no había para más. Por si fuera poco, al crearse el Estado de Israel, se desató un inmenso odio hacia los judíos y eso empeoró todo. 

La única opción que quedaba para sobrevivir era escaparse de Siria, no había de otra. Suena sencillo, pero en esos tiempos no lo era. Se tuvieron que montar en el primer barco que encontraron, con sus cuatro niños, sin un solo centavo, dejando absolutamente todo atrás. La travesía demoró un mes entero, solo sabían que se dirigían hacia Panamá, donde se encontraban los hermanos de mi bisabuela. 

Nueve hermanos tenía Sarín, cinco hombres y cuatro mujeres. Los varones se encargaron de ayudarla y la mandaron a Puerto Armuelles, provincia de Chiriquí, a la tienda de ellos. Así trabajaría, ganaría dinero y estaría en los negocios familiares. No fue nada fácil. 

Las hermanas grandes de mi abuela (Rosi, Guirza y Shella), ya estaban en edad de casarse, por lo cual se quedaron a vivir en la ciudad de Panamá con su abuela, mientras que Sarín estaba con el resto de los hijos y su esposo en un pueblito; solo viajaba a la ciudad de vez en cuando para buscar mercancía para la tienda, ya que el viaje tomaba ocho horas y tenía una hija de casi un año llamada Joyce.

Se quedaron en la provincia chiricana hasta que mi abuela Rosi terminó sus estudios. Ella tuvo que asistir a una escuela para monjas, siendo totalmente judía, pues era la única que había. Después, Sarín y su familia se mudaron a la ciudad de Panamá. Esto fue un gran logro, ya que vivir en Puerto Armuelles fue bastante duro. En la capital ya tenían más dinero y podían vivir bien. Luego de eso, todos los hijos de mi bisabuela se casaron y la familia creció más. Cada uno de ellos es más bueno que el otro.

Esta es la historia de cómo mi familia llegó a Panamá y cómo después de no tener nada lo consiguieron todo. Actualmente, siguen siendo judíos religiosos, gracias a la resistencia de mi abuela y a la educación de mi bisabuela.

Estoy muy agradecida con mi bisabuela por mi familia y, sobre todo, por las enseñanzas que nos dejó. Con su gran esfuerzo y perseverancia me demostró que todo es posible y que nunca hay que rendirse, que hay que ver lo bueno de las cosas, ser agradecidos y siempre sonreír. Que no importa de dónde vienes ni cuánto tienes, sino los valores que llevas y que hasta los momentos que parecen llenos de oscuridad tienen su rayito de luz y esperanza. 

Gracias a ella, mi abuela es una de las mejores personas que conozco, al igual que mi mamá. Nada me alegra más que tenerlas como mis ejemplos a seguir. ¡Como todas ellas deseo ser! Quiero tener la perseverancia de mi bisabuela, la resistencia de mi abuela y la educación de mi mamá. Estas son las mujeres que realmente admiro y me inspiran a seguir creciendo cada día más.

Cuando me dijeron que escribiera la historia de una mujer que me inspire, decidí hacerlo sobre mi bisabuela Raquel, ya que no tuvo una vida fácil, pero siempre fue perseverante y nunca se rindió.

Un día, una joven en Polonia se quedó sin zapatos y fue con su mamá a comprar un par. Raquel vio los más caros de la tienda y le encantaron, pero como su madre no los podía pagar porque no tenía suficiente dinero, fue donde su abuelo para que se los regalara. Y así lo hizo él… Aquella niña llamada Raquel hoy es mi bisabuela, una mujer muy coqueta y perseverante que siempre consigue lo que quiere. 

Cuando el papá de Raquel pensó que lo iban a meter al ejército de Polonia para pelear en la Segunda Guerra Mundial le dio mucho miedo, entonces decidió irse a Rusia con su familia.  

El recorrido no fue para nada fácil, ya que tuvieron que ir caminando por el bosque, y no solo la familia Smith, sino muchas más. Raquel solo tenía doce años y la pusieron a cargo de una niña de siete para que caminara y no llorara. Ellas corrían y se escondían mientras les caían bombas por todos lados a lo largo del camino. 

La mamá de Raquel temía que le hiciera falta la leche en su crecimiento, por lo que con mucha dificultad logró conseguirla; pero jamás supo que la jovencita le pagaba a su hermano para que se la tomara por ella. Es una anécdota que mi bisabuela solía contar.  

Una vez  empezó la guerra en Alemania, que había invadido Polonia, mandaron a la familia a Siberia, por ser polacos. Los hacían trabajar muy duro y estuvieron en condiciones muy difíciles, pero gracias a Dios ninguno enfermó. 

Luego, en 1941, cuando Estados Unidos entró a la guerra después de Pearl Harbor, exigieron que todos los polacos que Rusia había tomado como prisioneros y mandados a Siberia fueran dejados en libertad. La familia se fue a Europa y se quedaron allí hasta que terminó el conflicto y fue entonces que lograron obtener sus documentos para venir a Panamá, donde vivían las tías de Raquel.  

Aunque en el Istmo no dejaban entrar a todo el mundo, a Raquel y a su familia sí, porque tenían parientes acá. Así mi bisabuela llegó a este país.

Al pasar unos años conoció a su esposo Beni y tuvieron a Moisés, mi abuelo; Brenda y Arie. Aunque los Smith vivieron mejores días, recuerdan los tiempos difíciles por los que pasaron y mi bisabuela siempre agradece a Dios que su familia tuvo una nueva oportunidad.   

Después de mucho tiempo nací yo. Soy muy afortunada de poder conocer a mi abuela Raquel, quien actualmente tiene noventa y seis años de edad. 

Cuando pienso en una mujer inspiradora, la primera persona que se me viene a la mente es mi abuela Routhy, a quien través de su vida le ha tocado luchar para seguir adelante, pero nunca ha quitado la sonrisa de su cara. Ella es una mujer fuerte, empática, paciente, valiente y, más que nada, mi modelo a seguir. 

Ser una persona que inspira significa ser ejemplo para los demás, exactamente lo que Routhy representa para cada individuo que la conoce. El que la ve pensaría que no tiene ni ha tenido un problema en su vida, ya que la calma que transmite es de admirar. Aspiro tener su paciencia algún día.

Su historia me motiva a perseverar. Mi abuela nació en Líbano y creció dentro de la comunidad judía de Beirut. El año del establecimiento del Estado de Israel, en 1948, hubo muchos disturbios en Jalab, Siria y sus padres se escaparon de ahí a Líbano, el país más cercano. Vivieron en la ciudad capital, donde nació mi abuela Routhy. 

Durante su estadía en ese país, sufrían constantemente del sentimiento aterrador que vino con la Guerra de los Seis Días, en 1967. Eran libres para salir y viajar, pero les hacían falta los documentos necesarios. 

Cuando comenzaron los problemas en Siria, la comunidad judía de Líbano se organizó para auxiliar a los que llegaron escapados. Todo iba perfecto, hasta que un día derrocaron al líder de esta organización de ayuda y todos los refugiados quedaron en necesidad de esconderse. 

Mi abuela Routhy se casó en junio de 1972, en la capital, siendo la última de sus hermanas en salir de Líbano, ya que las condiciones se estaban tornando cada día más difíciles y era necesario buscar un mejor hogar. 

Con un par de maletas solamente, mis abuelos junto a sus dos hijas bebés escaparon de aquel lugar en Medio Oriente a finales de 1975, pues la guerra entre musulmanes y cristianos se había intensificado. Fueron a Italia, pero luego de un tiempo se trasladaron a Israel con el resto de su familia, con la intención de ir a vivir en el país soñado por todos los judíos. 

Estando en Israel mi abuelo escuchó sobre las oportunidades de negocio en la Zona Libre de Colón, por lo que decidieron venir a Panamá. Tras un arduo trabajo, lograron formar su familia con cuatro hijos; actualmente diecinueve nietos y una bisnieta. 

Para mí es un honor poder compartir tiempo con una mujer tan increíble y admirable como mi abuela Routhy. Ella me ha enseñado que las dificultades que uno pasa en la vida son exactamente lo que nos hace las personas que somos. 

Muchos piensan que la vida ideal no tiene problemas ni obstáculos; pero la verdad es que se trata de mantener una actitud positiva en cada situación para así lograr estar en paz con nosotros mismos y las personas que nos rodean.

Eso exactamente es lo que hace a mi abuela Routhy una mujer tan inspiradora. Su actitud inigualable, sus ganas de crecer, enseñar y cómo ha percibido cada dificultad en su vida como un regalo es lo que la hace tan especial y lo que marca el ejemplo para mí. 

Hay un dicho que describe a mi bisabuela Esther de una manera impresionante: “El que persevera, alcanza”. Ella fue una guerrera de primera clase, siempre nos decía que uno en la vida tiene que luchar hasta alcanzar su objetivo final, sin importar los obstáculos que tenga

Esther nació en Líbano, en 1936, y falleció en el año 2020, con 84 años. Allá se casó con un señor llamado Ezra Khezrie, tuvieron dos hijas, una llamada Sophie y la otra Shelly, mi abuela. 

Mi bisabuela emigró a la ciudad de Nueva York, Estados Unidos, en 1964, con el objetivo de poder dar a la familia una mejor vida, con más comodidades y oportunidades. En 1967 nació un tercer hijo llamado Gaby.

El bisabuelo Ezra abrió una tienda departamental, donde trabajó muy duro para mantener a la familia. Mi bisabuela lo ayudaba mucho en la parte administrativa, ella se encargaba de toda la logística.

Esther era una mujer de negocios y fue importante en la economía de la familia. Cuando pudieron ahorrar dinero, ella decidió dónde invertirlo, pues conocía bien cómo era el negocio de bienes y raíces. Y tuvo mucha suerte, ya que los terrenos que compró hoy valen mucho dinero. 

También se encargó de educar, mantener y darle amor a Gaby, el tercer hijo, y le consiguió un socio de trabajo para que pudiera empezar su propia compañía llamada Enchanté, una tienda de accesorios de casa, que actualmente —y gracias a Dios— es una de las más reconocidas en todo Nueva York. 

Mi bisabuela vivía en la calle de Ocean Parkway, una de las avenidas más famosas de Brooklyn, conocida como la calle de los sirios.  Allí se encargó de cuidar a sus hijos en la casa y también asistía a mi bisabuelo en su negocio. Era una señora multitarea, un don único que tenía.

Luego de un largo tiempo en Estados Unidos, cuando sus dos hijas se casaron con panameños, se tuvieron que mudar al Istmo. Mi bisabuela vivió años muy difíciles, cambiarse de país no fue fácil para ella, pero luchaba hasta el final sin rendirse. 

Panamá le gustó mucho, amaba las calles, los restaurantes y, sobre todo, ir a jugar cartas con sus amigas en el casino. También le encantaba ver cómo mi bisabuelo invertía en la bolsa de valores.

Amaba todo lo que tenía que ver con las comidas, era muy buena cocinera, ya que tenía las mejores profesoras en Líbano: su mamá le enseñó, y ella a mi abuela y a mi tía abuela. La manera como preparaba los alimentos era algo de otro mundo, su mejor plato era el arroz con frijoles (lo que se le llamaba en Líbano como fasoulie), que sabía a gloria, era mi preferido. 

Mi bisabuela Esther es un ejemplo a seguir. Era una mujer llena de historias, sonrisas y buenas cualidades a quien le gustaba ayudar a todo el mundo, ya fuese con una sonrisa o económicamente. Ella pasó todas sus cualidades a sus hijas, les enseñó cómo ser féminas de buenas acciones, a luchar hasta el final y, lo más importante, aprender a agradecer por todo lo que tienen. ¡Ella era lo máximo!

 “La mejor vida no es la más duradera, sino aquella que está repleta de buenas acciones”. Esta frase de Marie Curie sin dudas destaca a mi abuela Perla Cattan de Attia, pues su amor por el prójimo era inigualable.

Nació en la ciudad de Panamá, en una familia muy trabajadora. Se crio en la ciudad junto a sus padres Sara y Salvador Cattan. Cursó la primaria en el Colegio María Inmaculada y la secundaria en el Instituto Alberto Einstein, siendo una de las primeras promociones de aquella escuela. Su mamá nació en David, provincia de Chiriquí, una persona que amaba a su tierra y forjó en los suyos un sentimiento de “patriotismo familiar”. 

Luego de graduarse de secundaria, Perla conoció a Víctor Attia y unieron lazos matrimoniales. Él nació en la provincia de Colón y, al comprometerse con mi abuela, se mudaron para allá. Mi abuelo fue uno de los primeros en iniciar el negocio de vender ropa en la Zona Libre de Colón, en la tienda llamada Cohen y Attia.

Mi abuela participó en muchas de las colectas de parte de la comunidad judía que se enviaban a aquellas personas necesitadas de la provincia caribeña y todo el país. Su intención era vivir en la ciudad de Panamá, no solo porque su familia habitaba ahí, sino porque quería una mejor educación para sus hijos.

En el año 2003, la señora Perla se convierte en la presidenta del departamento de donaciones de la comunidad Shevet Ahim, llamado Wizo. Cuentan mis padres que estaba muy preocupada, nunca descansaba hasta saber que todas las donaciones eran exitosamente recibidas. Realizó acciones que parecían imposibles, con tremenda humildad, nunca revelando datos personales de los necesitados.

Una de las cosas que hizo fue ir de local en local en las empresas de la Zona Libre de Colón para conseguir donaciones con el fin de construir una escuela en Israel. Asimismo, apoyó en las causas de lo más necesitados de la población y aportó donativos al Hospital del Niño y al Instituto Oncológico Nacional, donde iba a entregar los presentes y además compartía con las personas sus penas, tristezas y daba aliento a los pacientes.

En marzo de 2009, a sus 59 años de edad, se empezó a sentir mal, una afección que probablemente apuntaba al bazo; la familia estaba muy preocupada. Ella era una mujer luchadora y, al preguntarle su
estado, solo respondía: “Yo estoy bien. ¿Cómo están mis nietos y familiares?”. Los doctores no determinaron el problema a tiempo, cuando descubrieron de qué se trataba, ya era tarde.

En abril del 2009 mi abuela falleció, dejando un vacío muy grande en nuestra familia y en nuestra comunidad. Doña Perla siempre decía: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”,  frase muy conocida en la Biblia, y no me cabe la menor duda de que la cumplió al máximo.

Tuve el honor de conocer a mi abuela por tres años. Quizás no me acuerde de mucho, pero las enseñanzas que me cuentan de ella me dejan sin palabras.

A nivel comunitario fue reconocida con una placa en homenaje a los “pilares de nuestra comunidad”. Esta distinción fue dada a mi abuelo, a quien también admiro y respeto, en el Centro Cultural Hebreo de la comunidad Shevet Ahim, en el año 2013. Para ese entonces, mi abuela tenía cuatro años de fallecida.

Quiero finalizar este escrito instando a las personas a seguir este camino, a preocuparse por el prójimo y mantener siempre la humildad, sin importar la situación en la que se encuentren.

      

        

         

        

          

            



Era lunes, 8 de febrero. Alrededor de las seis de la mañana la luz del sol se reflejaba sobre los edificios en la ciudad de Panamá, cuando la señora Sarah, de sesenta años, se dirigió al parque de Paitilla para hacer sus ejercicios diarios.

Aunque era tan delgada que parecía una hoja de papel, le gustaba ir para despejarse al escuchar el canto de las aves, ver caer las hojas de los árboles y oír el relajante sonido de las olas chocar contra el muelle. Estaba sola, era un ambiente de paz y tranquilidad.

La señora Sarah estaba caminando por el muelle cuando de repente una ola, que le pareció de unos cincuenta metros, la tumbó al mar. Quedó paralizada, no pudo pensar, no sabía qué hacer, ya que nunca había aprendido a nadar. Ella estaba en el amplio mar que le llegaba hasta la punta de su nariz, casi rozando sus oídos y se estaba raspando con las filosas y puntiagudas rocas; su única opción era pedir ayuda. Mientras luchaba contra el agua gritaba: «¡¡¡Socorro!!!».

Calcula que luego de pasar más de cuatro minutos desgalillándose, milagrosamente, desde lo más lejos del parque, un muchacho la escuchó suplicando. El valiente hombre entró al sórdido mar con una larga rama del árbol para rescatarla. La mujer ya estaba cansada, no tenía más fuerzas, el joven nadó directamente hacia ella y después de luchar unos segundos contra la corriente logró alcanzarla.

La respiración era lenta, el pulso entrecortado, pero este hombre pudo escuchar a Sarah decir con voz aguda mientras temblaba de frío: “Gracias”.

La mujer se acostó en la grama para reposar y recuperarse. El joven revisó que no tuviera ninguna herida grave. Después de haber descansado por veinte minutos se sintió mejor.

Nicole, una jovencita conocida del barrio, se acercó y preguntó qué le había ocurrido. Sarah y el muchacho narraron lo sucedido, por lo que, impresionada, llevó a la señora a casa de su nuera Tamy, quien le preparó una taza de té con galletas, ya que estaba muy débil; desde la mañana no había ingerido ningún alimento.

Aunque Sarah se sentía bien, Tamy la acompañó al médico para que así tuviera una atención más profesional. El doctor confesó que la señora Sarah había nacido de nuevo. Todos quedaron sorprendidos y se dieron cuenta del gran milagro que había ocurrido.

Sarah fue una líder positiva en Paitilla, siempre estuvo dispuesta a auxiliar a quien lo necesitaba, es por eso que en el momento que ella buscó ayuda nadie dudó en dársela. Era mi bisabuela, una mujer tan bondadosa que su corazón era más grande que su pecho; transmitía calma y serenidad. Fue y siempre será un gran ejemplo para todos los que convivimos con ella.