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En Cuba hay un teatro llamativo y elegante, con estilo de antaño que inspira grandeza y belleza. Allí miles de hombres y mujeres solían ir a demostrar su gran talento. Y lleva el nombre de una mujer que fue leyenda, con una historia única: Alicia Alonso.

Alicia nació para danzar y brillar. Dejó su nombre y el de Cuba en alto, e inspiró a generaciones de compatriotas a soñar. Desde muy niña estuvo atraída por el ballet y la delicadeza de este arte en movimiento. En la Cuba de la década de los veinte ella deseaba ser bailarina. Y en 1931 arrancó su sueño.

En su proceso de consolidación artística, Alicia llegó a tener un solo en La Habana. Aquella noche bailó «La bella durmiente del bosque». Pese al éxito entendió que por más que amara su tierra, allí no lograría brillar con la potencia que deseaba, así que en 1938 desembarcó en Manhattan, en el corazón financiero de Nueva York (Estados Unidos). Estar en la Gran Manzana ayudó mucho a su carrera. Allí se convirtió en prima ballerina assoluta, una de las condecoraciones más altas que un bailarín puede llegar a tener.

Su carrera estaba en alza y su nombre empezaba a escucharse por toda la ciudad cuando un año después, en medio de una presentación, su ojo derecho terminó desenfocado y empañado. Alicia sufrió un desprendimiento de retina y había quedado parcialmente ciega al frente de cientos de personas.

Sin embargo, eso no fue motivo para rendirse. Es más, la hizo más fuerte: se convirtió en la primera bailarina iberoamericana en presentarse en la entonces Unión Soviética con rotundo éxito.

Pero algo le faltaba: Alicia deseaba llevar a su pueblo el arte del baile clásico, por lo que habló con el entonces líder de Cuba, Fidel Castro, y con su apoyo creó en 1959 el Ballet Nacional de Cuba, del que fue directora.

La gran Alicia Alonso siempre será recordada como la mejor bailarina de Cuba.

Aunque de adulta la llamaban la Encantadora de Números, de niña tuvo serios problemas para educarse. Esa es la historia de Augusta Ada Byron, una mujer que ayudó a crear una de las máquinas de análisis matemáticos más complejas y que hoy es reconocida como la primera programadora de la historia.

Nació el 10 de diciembre de 1815, en Londres. Su papá fue un poeta romántico y su mamá, matemática. Ir a la escuela no fue fácil para ella: para esa época las mujeres tenían poco espacio en las aulas de clases.

Ada tuvo una tutora que, con la ayuda de su madre, le inculcó el gusto por la ciencia analítica. A los diecisiete años conoció a Charles Babbage, quien en ese momento inventaba la máquina analítica. Babbage quedó tan impresionado con todo lo que Ada sabía, que la bautizó con el popular apodo. Él le envió anotaciones sobre la construcción de la máquina que era capaz de realizar cálculos matemáticos complejos.

A los veintinueve Ada se casó con lord Lovelace, un conde cuyo estatus permitió a Ada acceder al mundo de la ciencia. Y la máquina de analítica seguía rondando su vida.

Charles Babbage dio muchas conferencias sobre la máquina por toda Europa hasta que llegó a Turín, donde el matemático Louis Menabrea quedó sorprendido por su potencial y sobre su propuesta publicó un artículo en un periódico francés. Ada tradujo ese escrito al inglés, lo que le tomó nueve meses. No solo hizo la traducción, sino que agregó sus notas en las que describió, a través de un diagrama, un conjunto de operaciones que la máquina tendría que realizar para poder calcular el comportamiento de un flujo a lo largo de una línea, el llamado Principio de Bernoulli. La dama se inspiró en el sistema de tarjetas perforadas que en ese entonces se usaba en las fábricas textiles para proponer otras ideas sobre el artefacto y hasta habló de que con el tiempo esta podría mover objetos.

Su gran dilema era que al ser una mujer muy joven no podría publicarlo con su nombre, así que puso sus iniciales A. A. L. Y ese artículo fue más famoso que el original. Babbage quedó impactado por su contenido, ya que se dio cuenta de que ella veía más potencial en la máquina que él mismo.

Desafortunadamente, Ada murió de cáncer de útero a los 36 años. Más de un siglo después, gracias a sus aportes, el Departamento de Defensa de los Estados Unidos creó un lenguaje de programación con su nombre. En su honor también se celebra un día especial.

Cierro con una frase que describe a la perfección a Augusta Ada Byron: “Soy más que nunca la novia de la ciencia. La religión para mí es ciencia y la ciencia es religión”.

No es que morir nos duela, sino que vivir nos lástima más.  

Emily Dickinson, fue una poetisa apasionada, pero que no tuvo el debido reconocimiento hasta después de muerta.  

Nació en una familia prestigiosa y vivió gran parte de su vida postrada en casa. Tiempo después de estudiar durante siete años en Amherst Academy, asistió brevemente al seminario femenino Mount Holyoke. 

El tiempo que asistió en Amherst se puede describir de dos maneras: pleno y estresante. Su punto flojo fueron las matemáticas, no le agradaban y solía intercambiar trabajos con sus compañeras: ellas se encargaban de las sumas, restas y multiplicaciones, mientras Emily les ayudaba con literatura. 

—“Hoy es miércoles y ha habido clase de oratoria.  Un joven leyó una composición cuyo tema era «Pensar dos veces antes de hablar». Me pareció la criatura más tonta que jamás haya existido, y le dije que él debiera haber pensado dos veces antes de escribir”—, le escribió una vez a una amiga, a los 11 años.   

“Terminaremos nuestra educación una vez, y luego seremos Platón y Sócrates, siempre y cuando no seas más sabía que yo”—, le escribió después. 

Hoy se especula que escribió alrededor de 1800 poemas, de los cuales ni un cuarto fueron publicados. Quizás sus conocidos sabían de sus escritos, pero no mencionaron nada. Muy pocas personas fueron a las que Emily les tuvo la confianza en enseñárselos. Su hermana menor, Lavinia, quien Emily solía apodar Vinnie, fue su mayor confidente y amiga, sin dejar por fuera a su cuñada, amante y amiga, Susan, a la que le dedicó unos 300 escritos. 

Emily también amó a Benjamin Newton, tanto así que una vez le comentó a Susan: 

—“He encontrado un nuevo y hermoso amigo.  Su carta no me emborrachó, pues ya estoy acostumbrada al ron. Me dijo que le gustaría vivir hasta que yo fuese una poetisa, pero que la muerte tenía una potencia mayor que la que yo podía manejar.«

 Su primer amigo le escribió la semana anterior a su muerte: 

— «Si vivo, iré a Amherst a verte: si muero, ciertamente lo haré.»

Veintitrés años más tarde, Emily Dickinson aún seguía citando de memoria las palabras de estas últimas cartas de su amigo de la juventud, quien murió el 24 de marzo de 1853. 

Luego se enamoró de un reverendo, del que perdió contacto durante 20 años, hasta 1880, cuando se asomó a su puerta. Dos años después, él murió. A propósito de eso, ella escribió: “Agosto me ha dado las cosas más importantes; abril me ha robado la mayoría de ellas.” 

Tras las muertes de sus dos amores, Emily sólo halló consuelo en la poesía. Comenzó a dejar de salir de la casa de su padre, y con frecuencia, de su propia habitación. 

Cuando murió su sobrino menor, último hijo de Austin y Susan el espíritu de Emily, que adoraba a ese niño, se quebró definitivamente. Pasó todo el verano de 1884 en una silla, postrada por el mal de Bright. A principios de 1886 escribió a sus primas su última carta: Me llaman. 

Así, la poeta lírica más memorable de Estados Unidos se marchó. “Vivió y murió en el anonimato”, dijo su biógrafo tiempo después. 

Emily Dickinson pasó de la inconsciencia a la muerte el 15 de mayo de 1886. La devoción de Lavinia fue la responsable de hacer comprender al biógrafo de Emily, George Frisbie Whicher, y al mundo que: 

 «La poeta lírica más memorable de Estados Unidos había vivido y muerto en el anonimato». 

No es que morir nos duela, sino que vivir nos lástima más.  

Emily Dickinson fue una poetista apasionada quien no tuvo el debido reconocimiento hasta después de muerta.  

Dickinson procedía de una familia de prestigio y poseía fuertes lazos con su comunidad, aunque vivió gran parte de su vida postrada en casa. Tiempo después de estudiar durante siete años en Amherst Academy, asistió brevemente al seminario femenino Mount Holyoke. 

El tiempo que asistió en Amherst se puede describir de dos maneras: pleno y estresante. Su punto flojo fueron las matemáticas, no le agradaban y solía intercambiar trabajos con sus compañeras: ellas le hacían las tareas de dicha materia y Emily les ayudaba con las composiciones.  

“Hoy es miércoles y ha habido clase de oratoria.  Un joven leyó una composición cuyo tema era ‘Pensar dos veces antes de hablar’. Me pareció la criatura más tonta que jamás haya existido, y le dije que él debiera haber pensado dos veces antes de escribir”. Fue algo que su amiga Jane Humphrey le escribió cuando tenían once años, esta chica tenía un estilo académico un tanto cómico.   

El rector de la academia era un experimentado educador de Berlín, Alemania. Edward, el padre de Emily, le propuso inscribirse a unas clases de alemán, pues en un futuro no tendría ocasión para aprender el idioma.  

Emily dudó, pues ya tenía demasiado estudio. Piano con su tía, canto los domingos y también jardinería, que no tenía planeado abandonar hasta el fin de sus días. Su educación fue más extensa que como solía ser para las mujeres en aquella época. Emily se sentía presionada gran parte del tiempo, su salud no era muy buena y tanto estudio no le ayudaba a mejorar.  

“Terminaremos nuestra educación una vez, y luego seremos Platón y Sócrates, siempre y cuando no seas más sabía que yo. Le dijo una vez Emily a su compañera. 

Abandonó su hogar para ir al seminario Mount Holyoke, cuyos encargados intentaron llevar a Emily al extranjero a practicar la religión, pero ella se negó rotundamente. Eso no era lo que le apasionaba, pero las ciencias sí.  

Desde pequeña recordaba los nombres de las estrellas y constelaciones, también le gustaba mucho la botánica, y eso fue a lo que Emily se dedicó. Si le preguntabas, podía decirte dónde se encontraban cada una de las flores de la región, al igual que algunos de sus nombres.  Gracias a lo sabia que era, no tuvo que rendir los exámenes correspondientes en el internado.

Emily enfermó y tuvo que abandonar el seminario, fue traída de regreso por su hermano Austin. Después de eso, no volvió a estudiar nunca más. 

En los lugares oscuros de su hogar era una poetisa, se dice que escribió alrededor de 1800 poemas, de los cuales ni un cuarto fueron publicados. Quizás sus conocidos sabían de sus escritos, pero no mencionaban nada. A muy pocas personas Emily les tuvo la confianza para enseñárselos. Su hermana menor, Lavinia, quien Emily solía apodar Vinnie, fue su mayor confidente y amiga, sin dejar por fuera a su cuñada, amante y amiga, Susan. 

Susan fue una de las afortunadas en leer los escritos de Dickinson. Se comenta que algunos de esos fueron para ella (trescientos, intentando ser exactos.)  Al parecer, ambas mantuvieron una relación íntima a lo largo de sus vidas.  

Benjamín Newton fue otro de los amores de la poetisa (aunque nada confirmado), quien provocó una gran impresión en ella, tanto así, que le comentó a Susan: 

“He encontrado un nuevo y hermoso amigo. Su carta no me emborrachó, pues ya estoy acostumbrada al ron. Me dijo que le gustaría vivir hasta que yo fuese una poetisa, pero que la muerte tenía una potencia mayor que la que yo podía manejar”.

 Su primer amigo le escribió la semana anterior a su muerte: 

“Si vivo, iré a Amherst a verte: si muero, ciertamente lo haré”.

Veintitrés años más tarde, Emily Dickinson aún seguía citando de memoria las palabras de estas últimas cartas de su amigo de la juventud, quien murió el 24 de marzo de 1853. 

Siguiendo con los amores de la poetisa, en Filadelfia, año 1854, aun luchando con el duelo de la muerte de Newton, se encuentra Charles Wadsworth, un pastor de cuarenta años y felizmente casado, pero igualmente causó una profunda impresión en la joven poeta de veintitrés.  

“Él fue el átomo a quien preferí entre toda la arcilla de que están hechos los hombres; él era una oscura joya, nacida de las aguas tormentosas y extraviada en alguna cresta baja”.  

Pasaron veinte años antes de que volvieran a verse. Una tarde del verano de 1880, Wadsworth golpeó a la puerta de la casa de los Dickinson. Lavinia abrió y llamó a Emily a la puerta. Al ver a su amado, se produjo el siguiente diálogo, perfectamente documentado por Wicher.  

—¿Por qué no me ha avisado de que venía, a fin de prepararme para su visita? –preguntó ella.

—Es que yo mismo no lo sabía. Me bajé del púlpito y me metí en el tren —respondió él. 

—¿Y cuánto ha tardado? 

—Veinte años —susurró el presbítero.  

Charles Wadsworth murió dos años después, el primero de abril de 1882, cuando Emily tenía cincuenta y un años, la dejo sumida en la más absoluta desesperación. En otoño ella escribió: “Agosto me ha dado las cosas más importantes; abril me ha robado la mayoría de ellas”. 

“¿Es Dios enemigo del amor?” fue la abrumadora pregunta que apareció al pie del texto.

Al cumplirse el primer año de la muerte de Charles Wadsworth escribió: 

 “Toda otra sorpresa a la larga se vuelve monótona, pero la muerte del hombre amado llena todos los momentos y el ahora. El amor no tiene para mí más que una fecha: 1 de abril, ayer, hoy y siempre.” 

Tras las muertes de Newton y Wadsworth, la vida de Emily Dickinson quedó totalmente vacía y su único camino para evitar la muerte fue nada más y nada menos que la poesía. Comenzó a dejar de salir de la casa de su padre, y con frecuencia, de su propia habitación. 

Cuando murió su sobrino menor, último hijo de Austin y Susan, el espíritu de Emily, que adoraba a ese niño, se quebró definitivamente. Pasó todo el verano de 1884 en una silla, postrada por el mal de Bright. A principios de 1886 escribió a sus primas su última carta: «Me llaman». 

Emily Dickinson pasó de la inconsciencia a la muerte el 15 de mayo de 1886. La devoción de Lavinia fue la responsable de hacer comprender al biógrafo de Emily, George Frisbie Whicher, y al mundo que: 

 «La poeta lírica más memorable de Estados Unidos había vivido y muerto en el anonimato». 

Cristobalina la Grande es quizás una de las mejores poetas de las que escucharás.

Nació y creció en la ciudad de Chitré, en la provincia de Herrera, donde soñó con ser escritora y poetisa. De adolescente llegó a la ciudad de Panamá a emprender, como muchos interioranos, el sueño por otra vida: buscar trabajo y tener un mejor porvenir. Trabajó en la Caja de Seguro Social por muchos años, aunque eso no le hizo abandonar su aspiración de escribir.

Como madre tenía que acudir a las reuniones del colegio, donde daba a conocer sus dotes de declamadora. Su hijo, al pasar por el salón, notaba que a muchas personas se le escapaban las lágrimas al verla interpretar sus poemas.

“Tu mamá es una gran poetisa”, le decían a su hijo. Son palabras que, hasta el sol de hoy, resuenan en él. Y él es mi papá.

Una vez le pregunté por los logros de mi abuela, Cristobalina la Grande. Quería saber más de su historia. Mi papá me sorprendió con un recuerdo.

—Tu abuela se presentó una vez en la Casa del Periodista, el público se compenetró con sus palabras y brotaban de ellos sentimientos.

—¿Pero, qué paso? —le pregunté con afán.

—Al terminar su exposición, se acercaron a ella muchas personas que le preguntaban dónde podían comprar sus libros.

—Pero si ella no llegó a publicar libros, ¿o sí?

—Bueno, uno de sus logros fue llegar a la televisión a exponerse como artista —mencionó y prosiguió—. Sin embargo, recuerdo que una vez me sorprendió con que había escrito un libro. Y no fue hasta que escuchó de un concurso en la radio donde solicitaban textos para un concurso artístico… Pero no aceptaron la obra, ya que no estaba orientada al concurso. Aun así, nunca se rindió y siguió luchando. Tu abuela hizo muchas presentaciones en la Caja de Seguro Social, donde sus compañeros del trabajo quedaban tan emocionados cuando escuchaban sus interpretaciones que siempre le decían al terminar: “Cristobalina, tú eres grande”, y fue tan repetitiva esa frase que nació el apodo Cristobalina, la Grande.

Pero ella no llegó a publicarse nunca.

Un recuerdo poderoso fue cuando mi hermano la inmortalizó en un video en el que destacaba su historia y talento. Así mostró a una mujer que, a pesar de sufrir con enfermedades, se revitalizaba cuando declamaba, porque sin duda alguna la poesía le daba fuerzas. Y ella le agradeció por hacerla cumplir su sueño: lucir como una gran poeta.

—Ya puedes empezar a hablar —avisa el camarógrafo.

Mi abuela se prepara para recitar, luciendo vencedora pese a las debilidades en su cuerpo. Y empieza así:

—Madre querida del alma, para ti mis inspiraciones, que Dios te colme de dicha y de muchas bendiciones…

Ese es uno de los recuerdos más lindos que tengo de Cristobalina, la Grande.

“La vida es sueño; el despertar es lo que nos mata” (Virginia Woolf).

Virginia Wolf es una de esas personas que eligieron vivir para el arte, una escritora capaz de plasmar la conciencia en papel y dejar en cada página los recuerdos más espectaculares de su vida.

Su nombre de pila fue Adeline Virginia Stephen y nació en Londres, en 1882. Tuvo el privilegio que en esa época casi nadie poseía: la educaron tutores privados y había una biblioteca en casa. Ahí fue su primera cita con la poesía.

Por desgracia, cargó con una enfermedad que en su tiempo no tenía un nombre, pero que hoy reconocemos como el trastorno bipolar con fases depresivas. El primer pico fue a sus trece años, con la muerte de su madre por un ataque al corazón, y más adelante por los fallecimientos de su hermana y la de su padre.

Cuando el faro empieza a apagarse muchos barcos se quedan a la deriva. Sin embargo, Virginia tenía la capacidad de transformar en arte todo el dolor que había experimentado. Su máquina de escribir y su tinta eran capaces de atrapar mucho más que pensamientos o líneas vacías, podían capturar fragmentos de su existencia y encerrarlas para siempre en el papel.

Sus libros son el reflejo de su alma, y su forma de escribir son corrientes que arrastran sentimientos movidos por poesía. Como prueba este fragmento de su obra La señora Dalloway: “Su cerebro se encontraba en perfecto estado. Seguro que el mundo tenía la culpa de que no fuera capaz de sentir”.

Si algún día lees sus novelas te darás cuenta de lo buena que era transparentando la conciencia de sus personajes en el relato. Para leer sus obras lo mejor es no pensar demasiado y solo dejarte llevar por su pluma.

Virginia no es recordada solo por sus novelas llenas de ideas y una narrativa única. También llegó a expresar a través de su voz individual la experiencia de miles de mujeres confinadas a una vida sin decisiones ni libertades. Sobre esto reflexionó en una ocasión: “Yo me aventuraría a pensar que Anon (anónimo), quien escribió tantos poemas sin firmarlos, fue a menudo una mujer”.

Virginia escribió muchos ensayos hablando sobre la mujer en su época, cómo era retratada y encerrada; y defendía el derecho a tener independencia económica y social. En su obra clásica, Una habitación propia, anota: “Uno no puede pensar bien, amar bien, dormir bien, si no ha comido bien”.

Estudió en la Universidad de Cambrigde y en 1917 conoció a quien se describe como una de sus relaciones más profundas de su vida, Leonard Woolf. Se llevaban tan bien que más adelante fundaron Alba Editorial, que llegó a publicar y editar libros importantes para la época, desde los suyos hasta ensayos del psicoanalista Sigmund Freud.

La escritora estuvo en contacto con muchos pioneros y personas talentosas de la época. Ella recordaba su infancia con cariño, tuvo una familia grande y muchas de sus novelas están plagadas de recuerdos de su niñez, sus veranos al suroeste de Inglaterra, entre la arena, el mar, risas y el faro de Cornwall.

Sin embargo, las mentes brillantes no son eternas, y la mente no siempre es capaz de ganar todas las batallas. A inicios de la Segunda Guerra Mundial se lanzó a un río con los bolsillos llenos de piedra, y murió. Aunque no se pudo llevar la revolución que dejó en el arte ni su legado en la lucha de las mujeres que no tenían voz para oponerse a la opresión.

Sus cenizas fueron esparcidas en el jardín de Rodmell. Pero al igual que el arte, Virginia Woolf no puede morir.

Esta es la historia de Dafni Mora, una doctora panameña que lleva años abriéndose camino en uno de los tantos terrenos de la vida dominados por los hombres, y que por eso ha sido reconocida.

Es profesora especial eventual en el Departamento de Energía y Ambiente de la Facultad de Ingeniería Mecánica en la Universidad Tecnológica de Panamá. Entre sus investigaciones más destacadas están “Explorando el comportamiento de los ocupantes en los edificios” y “Variables de comportamiento y patrones de ocupación en el diseño y modelado de edificios de consumo de energía casi nulo”.

No cabe duda de lo preparada que está. De hecho, habla también inglés e italiano. Es la persona detrás del Laboratorio Especializado en Soluciones Energéticas Pasivas y Confort en Edificaciones (LESEPCE), cuyo objetivo es fortalecer el talento humano en las áreas de uso racional de la energía e implementación de técnicas de bajo consumo. Por eso ganó el Premio Nacional L’Oréal – UNESCO “Por las Mujeres en la Ciencia” 2021. Su aspiración no es solo ayudar a nuestro país a ser más consciente sobre el uso de la energía, sino también apoyar en reducir las emisiones de gases de efecto invernadero.

Es la inspiración personificada, y resume la vida de miles de panameñas: trabaja, se dedica a la investigación y al mismo tiempo ejerce su papel de madre. Es un gran ejemplo de perseverancia, lucha, superación y tenacidad. Su historia nos recuerda que se deben construir más oportunidades para las mujeres.

El mundo va en avance y los problemas que enfrentamos nos han demostrado que todos y todas debemos aportar las soluciones. Ella pudo, y debemos aspirar a que las demás también puedan.

La luchadora se veía en el espejo, tenía el rostro empapado y le caían gotas de sudor y agua sobre el pecho. Jadeaba mientras colocaba su mano derecha con los nudillos enrojecidos sobre su herida.

Pensó en que deseaba tener la medalla y en la reacción de orgullo de su padre. Respiró hondo, caminó por los pasillos, por primera vez en años sentía escalofríos. Gheeta Phogat tenía veintidós años cuando llegó a as Olimpiadas de Mancomunidad de 2010, donde enfrentaría a la australiana Emily Bensted. Ya en el ring, cayó en cuenta de todo lo que significaba: estaba allí por su país, por su padre, por su familia. Y cuando ganó se convirtió en historia: nadie más había llegado a ese punto. Ella es la primera mujer india en conseguir una medalla de oro en lucha libre.

Gheeta nació en un pueblo humilde y pequeño en la India. Vino al mundo el 15 de diciembre de 1988. En su comunidad todas las niñas estaban destinadas a ser solo la triste esposa de un hombre anciano; pero su padre Mahavir no quería eso para ella. Él, un antiguo luchador con medallas, se ilusionó con tener un hijo varón con quien compartir su pasión. Pero pese a que intentó de todo, el destino nunca lo oyó: tuvo tres niñas. De todas, Gheeta se parecía mucho a él: cabello negro y ondulado, piel morena ligeramente bronceada, pómulos sobresalientes y con forma de V.

El señor Mahavir se resignó cuando entendió que con sus hijas bastaba. Pero una pelea entre chiquillos lo cambió todo. Siendo niñas, Gheeta y su hermana Babita se enfrentaron a su primo después de la escuela. Él las llamó débiles y ellas le mostraron que no lo eran. Su mamá se quejó de que las hermanas Phogat eran unas mal portadas, demasiado fuertes para ser niñas. El señor Mahavir quedó asombrado por lo que habían hecho sus hijas, así que decidió que era hora de enseñarles a luchar, pese a que su esposa se opuso.

A la madrugada siguiente los tres despertaron temprano y se fueron al campo, entre los maizales, aun con la queja de las niñas. Era momento de aprender el arte de la lucha libre. Un día, dos o tres rápidamente se convirtieron en semanas, luego en meses y en años. A fuego lento, Gheeta desarrolló su destreza.

Una tarde se encontraba con su papá en una arena de lucha para jóvenes de quince hasta dieciocho años y él le propuso un reto: enfrentarse a un adolescente con mucha más fuerza. La chica quedó perpleja ante ello y su padre le agarró del hombro mientras le recordaba su agilidad, destreza y potencia.

Siempre que tenía a su padre a su lado podía lograr lo mejor. Así fue como, pese a los chismes de su pequeño pueblo, de las burlas de las vecinas por su cabello corto y su musculatura, obtuvo el éxito: los periódicos pusieron su nombre en la portada, la acompañaron de una foto en plena victoria, tras vencer a Emily Bensted, con el titular “La primera mujer en ganar medalla de oro”. Era Gheeta. Ella abrió las puertas a otras deportistas que batallan contra la cultura de machismo en India.

La historia de Gheeta Phogat nos deja la enseñanza de que, a pesar de las opiniones de los demás, debemos seguir nuestras aspiraciones, guiados por quienes nos aman y apoyan.

Erika María Ender Simoes nació el 21 de diciembre de 1974 en la ciudad de Panamá, y como gran parte de los istmeños es el resultado de una mezcla singular: hija de un estadounidense y una brasileña. De pequeña, gracias a que se desarrolló en un ambiente multicultural, se enganchó con la música. Desde ese entonces escribe canciones y compone melodías.

A los dieciocho años, estando en la universidad, la escogieron para participar en el Festival OTI de la Canción con una pieza escrita por ella llamada “Mar adentro”. Había ganado el Festival Nacional de la Tamborera como mejor intérprete con la canción “Panamá la verde”. Fue presentadora y productora en un canal de televisión, donde entrevistó a personalidades como los cantantes Gilberto Santa Rosa y Shakira. Se unió a la orquesta del cantautor Rubén Blades y participó en presentaciones de su álbum La rosa de los vientos.

Se mudó a Miami, Estados Unidos. Fue presentadora del programa Vida en línea, de Discovery Channel. En 2000 coescribió junto con Donato Póveda los temas “¡Ay, mamá!” y “Candela”, interpretados por Chayanne, que la hicieron ganadora del premio American Society of Composers, Authors and Publishers en la categoría mejor canción pop balada del año.

Ender es todo lo que nos podemos imaginar y todavía nos quedamos pequeños. Es compositora de pop latino y reguetón, de baladas románticas, salsa, música regional mexicana y rock. Ha colaborado en 200 álbumes, de los cuales más de 40 han estado en listas de éxitos. Hasta llegó a ingresar al Salón de la Fama de los Compositores Latinos. Ganadora de múltiples premios y distinciones, entre los que se encuentra el Grammy a la canción del año, con el sencillo “Despacito”, que fue un éxito en 2017. Su video musical superó los siete billones de vistas en Youtube.

Al recibir el Grammy, reconoció su agradecimiento porque la vida le permitió hacer lo que tanto le gusta. “Llevo 25 años haciendo lo que amo, y me ha llenado de cosas maravillosas”, exclamó la panameña, que intenta compartir sus triunfos con los más jóvenes desde la fundación Puertas Abiertas —dedicada a erradicar la explotación infantil— y TalenPro (Talento con propósito), una competencia que se transmite una vez al año en televisión, y que mezcla entretenimiento, cultura, valores y responsabilidad.

Erika canta con todo su corazón, conectando de inmediato con su audiencia mediante sus canciones. Crea una montaña rusa de sentimientos en su público y sabe cómo hacerse inolvidable. Sin duda, es una de las mujeres panameñas que más historia ha hecho en el mundo, ha batido récords y creado nuevos y exitosos caminos. Ella es evidencia de que todo es posible, y demuestra que para alcanzar los sueños, además de talento se requiere trabajo y conciencia.

La esgrima es un deporte elegante y competitivo, que consiste en dos contrincantes que intentan llegar a su rival con un arma blanca. Se define como el “arte de defensa y ataque con una espada”. Te pido que te pongas en guardia y me acompañes a ver la inspiradora historia de una esgrimista sin comparación.

Beatrice Vio, apodada Bebe, nació el 4 de marzo de 1997 en Venecia. Desarrolló su amor por la esgrima a los cinco años, y protagonizó la clasificación nacional a los seis. A los doce era parte de un grupo de niños exploradores, en el cual se daban apodos. A ella se le asignó Fénix Ascendente, en referencia a las majestuosas aves de la mitología griega que pueden morir, arder y volver a vivir.

Pero ¿por qué este apodo?

Para responder esto debemos retroceder hasta el 2008, cuando Beatrice fue internada a un hospital debido a un caso de meningitis, donde describe su experiencia como un duelo entre su enfermedad y ella. Según Bebe, las personas que más estaban sufriendo eran sus familiares, quienes al no poder quedarse acompañándola todas las noches, se despedían de ella con un “arrivederci,” aunque ella no entendía si eso era un hasta pronto o adiós para siempre.

Para salvar su vida, a Beatrice le amputaron ambos brazos. Aunque le garantizaron que después de eso estaría sana, la realidad es que poco tiempo después volvió a enfermar y esta vez le amputaron las piernas.

¿Cómo podrías vivir una vida sin brazos o piernas, tus principales herramientas para el día a día?

Después de esta difícil experiencia, Beatrice estuvo en rehabilitación por un par de meses. Una vez terminó le tocó reaprender cómo vivir y cómo volver a lo que le gustaba: la esgrima. Y así lo hizo, solo que esta vez en silla de ruedas. Resurgió como lo haría la mítica ave fénix.

El tiempo pasó y Bebe consiguió llegar a lo que ella describe como el paraíso: participar en los Juegos Paralímpicos de Río de Janeiro de 2016. Combate tras combate, escaló hasta la gran final donde se enfrentaría a Zhou Jingjing, una colega que representaba a China.

La contienda comenzó, el primero en alcanzar 15 puntos se llevaría el oro. Bebe consigue los primeros puntos contra Zhou. La lucha avanza hasta el 12 a 7, hasta que, en un movimiento brusco, el florete de Zhou pasa por encima de la máscara y azota la parte trasera de la cabeza de Beatrice. El golpe la desconcertó, el dolor era intenso, pero Bebe no se daría por vencida por nada del mundo. Con una sonrisa en su rostro, la atleta siguió compitiendo y avanzó el marcador a 14 a 7, poniendo a todos en el borde de sus asientos.

El momento para el que Bebe había combatido toda su vida estaba frente a sus ojos: en un chasquido, el marcador pasó de 14-7 a 15-7. El mundo para ella se paralizó. La multitud gritaba y las lágrimas de felicidad empezaron a brotar. Beatrice lo logró: había conseguido el oro manteniéndose invicta. Ahí su apodo volvió a tener sentido: el mundo había visto la determinación del fénix ascendente.

Aquel día viajaríamos a la provincia de Chiriquí. La noche anterior mi madre nos dijo que hiciéramos la maleta con mucho cuidado porque se nos podía quedar algo. Yo, obviamente, no le hice caso, y la arreglé a última hora.

Papá nos apuraba, ya que no quería quedar atrapado en el tráfico. Nunca he entendido el sofoco de los adultos con respecto al tiempo, si solo eran diez minutos y de todas formas habría tranque.

Eran vacaciones e iríamos al volcán Barú, un sitio muy turístico, sobre todo por ser el volcán más alto del sur de Centroamérica, con una altura de 3475 msnm.

En el camino noté que la batería de mi celular se estaba agotando y pensé en cómo decirles a mis papás que había olvidado el cargador. “¡Qué bueno!, así no te la pasarás pegada al teléfono”, me dijeron. Sin embargo, tenía algo a mi favor: soy la que siempre toma las fotos. Al final conseguimos un dispositivo.

Luego de horas de viaje y de quedarme dormida en el trayecto, llegamos a nuestro hotel. Subimos y nos instalamos para descansar, porque debíamos salir a las tres de la madrugada para lograr ver el amanecer desde la cima del volcán.

Muy temprano llegó el guía diciendo que ya todo estaba listo, así que partimos en auto para el sitio donde se iniciaba el ascenso. Al llegar al lugar nos indicaron que el trayecto duraba tres horas a pie. Casi me desmayo cuando escuché eso, y mamá se echó a reír al ver mi cara. A mí no me resultó gracioso.

En esas tres horas hubo quejas, llantos y discusiones, ya que casi ninguno tenía la condición física para subir tanto, en especial yo, que me cansaba bastante. Pero cuando por fin llegamos, supe que había valido la pena.

Fue hermosa la vista desde arriba, las nubes y la neblina como pelusitas tiradas a la falda del volcán. Una sensación agradable me embargaba. Despertarse tan temprano y poder disfrutar de la poca noche estrellada que quedaba, sentir que estaba por encima de las nubes, sin mencionar el frío y la brisa helada que hacía fue asombroso. Me contaron que la temperatura podría bajar hasta los dos grados Celsius. Había una combinación de colores única, entre un potente anaranjado, un toque de rosado que llegaba hasta mis mejillas y aquella pequeña parte de azul que quedó de la noche.

Sin duda alguna fue una experiencia sin igual. Alrededor de las 5:50 a. m. el tan esperado amanecer se notó por completo. El sol se abría paso entre las nubes. Sonreí, una profunda emoción me erizó y fui a abrazar a mi familia. Nos tomamos fotos, videos y hasta panorámicas. Tomé algunas con mi cámara Polaroid, para colgarlas en la pared de mi habitación y recordar esta aventura.

Tiempo después, era la hora de bajar. Fue mucho más rápido que el ascenso, y me la pasé escuchando música. Al llegar al hotel fuimos a desayunar y a planear otro lugar para visitar; estaba emocionada y lista para una nueva aventura en esta hermosa provincia.