Cuando Carla Nayleth Martínez sale de su casa hacia su trabajo se despide de su hija Abigail del Carmen con un beso y agradece a Dios por el éxito logrado en su desempeño profesional. No fue fácil, tuvo que vencer varios obstáculos, pero nunca se rindió.

Nació en 1990, en el seno de una generación de policías. Desde su llegada a este mundo su padre había pronosticado que ella sería otro miembro más del cuerpo de seguridad del país; sin embargo, el sueño de esta chica era ser abogada. Esta decisión no le agradó a su progenitor y esto trajo consigo desavenencias en el hogar, por lo que optó por independizarse al cumplir la mayoría de edad.

Continuó con sus estudios y trabajó para lograr su meta, aunque sin el apoyo de sus padres era más difícil. Sin embargo, su perseverancia, esfuerzo y dedicación no iban a flaquear.

Pasado un tiempo, recibió una llamada telefónica para informarle que su papá había tenido un accidente. Inmediatamente se dirigió al lugar donde estaba recluido, pero no llegó a tiempo, pues había fallecido. Ese trágico giro de la vida la afectó tanto que tuvo deseos de suicidarse. Se sentía culpable por lo ocurrido. Su madre le buscó la ayuda de un psicológo. Esa intervención fue muy valiosa para ella porque mejoró su salud mental y superó el cargo de conciencia.

Carla Nayleth, viviendo nuevamente en la casa de sus padres, siguió adelante y se enfocó en establecer una relación sentimental confiando en que podía ser feliz. Tuvo un novio, que no era aceptado por su familia, por lo que al decirle a su madre que iba a casarse con él, no contó con su aprobación. Por segunda vez  se sintió decepcionada de los suyos y decidió irse a vivir con su pareja.

Aún no se recuperaba de su tristeza cuando recibió la noticia de que estaba embarazada. Se animó al saber que en su vientre se estaba formando una nueva vida; mas lo que para ella era una alegría, no significaba lo mismo para su pareja.  Él se enojó ante la situación y argumentó que no estaba preparado para ser padre. La abandonó con tres meses de gestación.

No podía sufragar los gastos de vivir por su cuenta, menos con un embarazo a cuestas; por consiguiente, no le quedó más remedio que volver otra vez a casa de los suyos.

Un nuevo rol tenía que enfrentar: ser una madre soltera y continuar trabajando y estudiando; no obstante, no se iba a rendir ante la adversidad, no sería ni la primera ni la última mujer que iba a sacar adelante a un hijo. Ahora tenía que secar sus lágrimas, dejar el orgullo de lado y perseverar para terminar sus estudios universitarios y ser la abogada que soñó.

Así que recogió sus pertenencias y tocó la puerta de la casa de su madre con sus tres meses de embarazo. Mientras esperaba sentía temor de ser rechazada o que la recibieran con reproches o críticas. La embargaron sentimientos encontrados: tristeza, miedo, alegría… Cuando se abrió la puerta, su mamá la recibió con sonrisas, abrazos y lágrimas de emoción.

Por primera vez sintió que su familia estaba feliz de su regreso. Aunque siempre fue así, pero ella no lo había percibido antes de manera tan clara. Tuvo que pasar por el dolor de estar completamente sola para comprender que los verdaderos padres están ahí para ayudarnos cuando más lo necesitamos.

Carla Nayleth terminó la universidad en el 2017 y obtuvo el título de licenciatura en Derecho y Ciencias Políticas. Hoy es una joven exitosa en el campo profesional y trata de mantener tiempo de calidad con su hija de doce años a la que ama profundamente.

Ella, mi vecina, es un ejemplo de superación para mí y para todos los que la conocemos. Es una mujer decidida, inteligente, valiente, amorosa y una excelente madre.

Pocos en el mundo exterior saben que entre los muros amarillos del Instituto Nacional de Panamá camina estruendosamente un ser casi mitológico, una mujer que lleva dentro de sí la sabiduría y genialidad, forjada con bronce y con enormes alas que enseñan a los aguiluchos cómo volar. Es la profesora Zahira Valencia, quien en 2022 me impartió la materia de Cívica III.

Su primera presencia ante mí fue en la primera semana de noveno grado. Entró como una luz que conoce su dirección antes de encenderse, su peinado de cola de caballo no dejaba ningún cabello por fuera, usaba unos lentes que hacían que sus ojos se vieran enormes y sus uñas delataban las garras con las que nos enfrentaríamos posteriormente. Ese año conocí a la profesora, viví su clase y desde entonces dejé de ser un estudiante común.

En mi última temporada escolar, luego de regresar de las clases virtuales, tuve el privilegio de dar clases de nuevo con ella; fueron más motivadoras que nunca y no porque fuera la más amable o comprensiva, sino por los retos y cuestionamientos lógicos a los que nos enfrentamos en cada lección y por las enseñanzas que nos deja con su autenticidad.

Un día de la primera semana de octubre, saliendo del colegio, vi cómo se acercaba a mí cual águila agarra su presa y me preguntó: “David, ¿quieres representarme el Día del Estudiante?”. Al principio me sorprendió, pero confiado le respondí que sí.

Las siguientes clases dejé de ser solo un alumno. La profesora Zahira no había tenido un estudiante que la representara en el Día del Estudiante desde el 2014, así que me convertí en uno que debía corroborar su capacidad. Las preguntas en el aula ahora iban directas hacia mí; en ocasiones pude responder, sin embargo, en muchas erré y como respuesta me dio tres lecciones que nunca olvidaré.

Por escuchar comentarios de otras personas antes que los míos, me enseñó la primera:

1. “¡Siempre tienes que ir a ti!”: mi ser es lo único que me pertenece, mis creencias y verdades deben ir primero que las del mundo.

Al fallar en mis respuestas, me dio la segunda:

2. “¡Acepta tus errores!”: si cometo un desacierto, con dignidad lo acepto y aprendo de ello.

Ante varios fallos y antes de que yo comprendiera dichas enseñanzas me dijo: “Si crees que yo molesto mucho, dime que no me representarás, aún estás a tiempo». Pero confiado de mí le afirmé que la representaría aquel día.

Y así lo hice el 27 de octubre, le di clases a tres de sus grupos. Mientras que todo el mundo me decía que debía parecerme a ella, actuar como ella y dar clases como ella, aprendí la tercera enseñanza que me dio luego:

3. “Jamás serás Zahira Valencia”: no seré nunca ella, porque ella ya es. Lo que tengo, lo que soy y lo que represento siempre seré yo, mi esencia.

Al final del día pude apreciar más todo lo que me enseñó en el mes, cada palabra y pregunta fue por un motivo. Esas y cada una de sus lecciones las llevo conmigo, pues más allá de una historia o de un aprendizaje, la profesora Zahira Valencia nos hizo desarrollar una habilidad, la capacidad de afrontar el mundo y ver más allá siempre.

Ya a punto de graduarme, me entristece la idea de no volver a ser un estudiante del Instituto Nacional de Panamá, no ver las esfinges cada día al entrar, pero me apena sobremanera no tener dos horas a la semana en las que pueda aprender más sobre la vida, a través de ella.

En las noches veraniegas de la ciudad de Panamá suelo ir a un centro comercial ubicado en Albrook, ciudad de Panamá. Me acomodo en una mesa al aire libre, ordeno un tamal de olla y una bebida para matizar la espera. En aquellos momentos doy por cierto que hay pocas cosas comparables a una buena comida, mejor si es con amigos y para celebrar. 

En veladas como esas, cuando agradezco que existan personas que cocinen tan rico, recuerdo a la chef Andrea Ponce, nacida en 1984 y quien a la vez es asesora de salud y bienestar.

Andrea no come comida china con palillos y no le gustan las ostras ni el caviar. Desde pequeña ama la cocina tradicional panameña, al ser interiorana le encanta un buen sancocho espesito con picante, un sabroso concolón, así como un rico arroz con pollo que le recuerda a su abuelita. Esos platos fueron una ventana para descubrir su pasión y la cultura culinaria, donde se necesita mucha precisión, pues se juega con los sentidos y los recuerdos. 

Andrea prefiere elaborar sus platos desde cero, respetando cada ingrediente y que se reconozcan, y como pretexto perfecto para mostrar parte de su identidad, gusta llevar su cocina a nuevos horizontes. Siempre espera ver dibujada una sonrisa en sus clientes al probar sus platillos, ya que la decepción de algún comensal es una gran pérdida, cuenta. 

La labor de Andrea como chef no ha sido nada fácil, llega a su casa agotada, luego de largos días de trabajo; pero todo ese cansancio vale la pena, porque en su rostro se puede observar la satisfacción y las ganas que le pone a su arte. Considera que su experiencia debe ser demostrada y su tenacidad debe ser siempre sustentable.

Hablar de Andrea Ponce es hablar de Panamá y su gastronomía. Al ser una persona con pensamientos de unidad, que cree que nadie llega a la cima por sí sola, ha promovido y compartido sus experiencias con otros colegas, y así hace referencia en su cuenta de Twitter: “Tu equipo de cocina es tu familia, son tus soldados, hombres y mujeres, en las mejores batallas, y son las personas que debes impulsar siempre a crecer. Haz de tu cocina algo grande”.

Por ese motivo, comenta, siempre ha querido rodearse solo de gente que aporte valores significativos para ella y los suyos, elige su bienestar y ama su cocina, es una persona solidaria, prefiere estar con buenas personas antes que con malas influencias. 

Andrea es una persona soñadora, quien dijo una vez: “Estamos muy acostumbrados a vivir estancados en el pasado o preocupados en el futuro. Ahora, en estos tiempos, estamos conociendo lo valioso del presente, que puede cambiar el mañana. Ese día a día que nos está formando como verdaderos sobrevivientes”.

Todo lo anterior le ha valido para defenderse a sí misma, sentirse segura y que las personas la valoren y  respeten. «Lo femenino no es un género, es una dimensión», es una de sus frases. Ella es una mujer que ama su cocina y le apasiona lo que hace. 

Sin dudas, Andrea conjuga sus conocimientos en los fogones con los platos que nos trasportan a sabores llenos de pasión y mucha cultura.

Hace 94 años nació una persona que sufrió mucho, pero en medio de todo, ha sido feliz. Esa es María de los Ángeles, una mujer sencilla y modesta.

Sus padres, humildes campesinos, se conocieron en Panamá, ella nació en este país y al poco tiempo se fueron para Colombia.  Siempre le enseñaron valores y cómo aplicarlos en su vida.

Por motivos económicos, la niña no asistió a la escuela, si acaso aprendió a escribir su nombre, pero eso no le impidió salir adelante. Ayudaba con las labores del hogar desde muy pequeña y se casó a los catorce años con Cenón Garcías, un agricultor.

María y Cenón tuvieron dieciséis hijos, de los cuales tres fallecieron. Criaron a cinco niñas y ocho niños, y habitaban en casas alquiladas hasta que después de un tiempo consiguieron dinero suficiente para tener su vivienda propia.

Al empezar su relación tuvieron la oportunidad de que el Gobierno les otorgara una parcela en la cual cultivaron muchas verduras y tenían algún ganado, allí trabajaba la pareja y fue su sustento durante años. Con el tiempo sus hijos fueron creciendo y ayudaban.

Cenón fue músico, tocó en muchas bandas y orquestas, en ese tiempo le mandaban marconigramas para informarle en dónde sería su próximo evento.

A pesar de que fue un hombre laborioso, tenía sus defectos, como todos. Por problemas con el consumo de alcohol, hizo sufrir mucho a su esposa María, quien siempre fue una mujer callada, nunca le reclamó nada y aguantó todo, a lo mejor, por el amor que sentía hacia él, de su boca no salió mala palabra; además, Cenón nunca hizo pasar hambre a su familia.

Después de unos años, María de los Ángeles se fue a trabajar a Venezuela y dejó a sus hijos a cargo del padre y su hija mayor; durante ese año mandaba cajas con comida a sus hijos. Al pasar el tiempo regresó a cuidar de los suyos.

Su matrimonio duró 55 años y aunque se casaron siendo muy jóvenes se quisieron mucho. De hecho, llegaron a festejar una tradición muy especial, las bodas de oro, al cumplir cinco décadas juntos.

Cenón Garcías murió de un cáncer en la boca. A causa del consumo de cigarrillo, sus pulmones se llenaron de aire y falleció. Fue doloroso para ella, pero siguió adelante y cuidó a sus hijos.

María de los Ángeles ha padecido muchas enfermedades, se ha fracturado la cadera, ha estado al borde de la muerte, pero todavía no es tiempo para que nos deje. Esta mujer ha tenido la bendición de Dios de ver nacer a sus nietos, bisnietos y tataranietos. Actualmente, se encuentra en Marialabaja, Colombia, con su familia cuidando de ella.

Aquel 13 de enero de 2021 ocurrió un momento especial en mi vida. Al mudarme a mi nueva casa encontré un retrato que desde entonces observo para alcanzar las fuerzas que a veces me faltan. Me sentí atraído. Después de tanto tiempo pensando de quién se trataba, le pregunté a mi padre. Para mi sorpresa, era mi abuela Ernestina Acendra.

«¿La llegué a conocer?”, cuestioné tras aquella revelación. Él tomó en su mano la imagen y contó diversas anécdotas vividas. En ese momento, cuando supe que mi abuela había fallecido debido al cáncer de mama, pensé en todo lo que mi papá y sus hermanos a una corta edad tuvieron que hacer para estar unidos. Después de varios minutos colgamos el cuadro en la pared con vista a la ventana.

Recuerdos entre familia

La noche del 28 de junio de 2021 hubo una cena familiar. El olor a sopa impregnaba el sitio. Cuando agradecían a Dios por la comida, miré hacia una ventana y cerré mis ojos. Invité a mi abuela fallecida a comer con nosotros. ¿Por qué no invitar a esa presencia que estaba siendo un gran apoyo en mi vida?

Después de cenar y ver a todos conversando supe que era el momento para un interrogante que traía en mente por meses: “¿Extrañan a mi abuela?”. Me miraron confusos e intrigados. Después de un rato uno de mis tíos dijo: «Todos la extrañamos. Sin ella … (y mi papá terminó la idea), no tendríamos lo que tenemos».

El tío Rodrigo recordó el día que contuvo el llanto por la muerte que se avecinaba, un impulso que fue parado por una mirada maternal que solo quería ver una sonrisa en el rostro de su pequeño. En ese momento todos estaban devastados por la noticia.

Contó que mi abuela le hizo prometer lo mismo a cada uno: “Nunca se rindan, sigan adelante, cuídense entre ustedes, hagan sus familias y compartan lo que les he enseñado y, lo más importante, jamás se separen”.

Entre alegría y tristeza, aquella fue una noche en donde, al recordar a esa persona, mi corazón experimentó algo indescriptible: cerré los ojos y sentí que escuchaba su voz.

La conversación que todo nieto necesita

El Año Nuevo de 2021 fue una noche especial. Aunque la soledad se sentía a metros de donde me situaba, no dejaba de percibir que alguien, además de la brisa, acariciaba mi rostro.

Solo faltaba media hora antes de finalizar un año lleno de enseñanzas, retos, victorias y descubrimientos. Me senté en la sala mirando a mi alrededor y agradecí a cada persona por ser un pilar en el giro que dio mi vida. Dejé a la más importante para el final, ya que, gracias a sus enseñanzas, recolectadas a través de los recuerdos de otros, pude lograr metas que no creía posible.

Miré el retrato de mi abuela y tras un leve suspiro empecé a decirle los triunfos personales alcanzados desde que empecé a aplicar sus consejos, como no rendirse por más que todo se viera mal, o pedir ayuda siempre que fuera necesario.

Cada segundo que pasaba, un baúl de recuerdos se abría en mi mente mostrándome momentos en familia. Noté que ella siempre estaba ahí, aunque no física, sino espiritualmente, en mis pensamientos… O fue así que lo sentí.

Otra vez, al cerrar mis ojos y divagar por los recuerdos, escuché aquella voz y me dijo: “Estoy orgullosa”. Mi piel se erizó al estar solo, pero por dentro tenía una felicidad inexplicable. Experimenté tanta seguridad, como si a ese ser lo hubiera conocido desde hace muchos años.

Solo sonreí, rasqué mi cabeza y noté una brisa diferente en ese momento. Busqué a mi padre y le dije, con gran emoción: “Mi abuela está orgullosa de usted y de mí”. Nos abrazamos y ambos pudimos sentir aquella presencia que nos causaba nostalgia por esos momentos que algún día quisimos compartir.

A pesar de no estar entre nosotros, la abuela dejó un legado de valores como el amor y el respeto. Hay muchas anécdotas de ella, pero lo más interesante es que detrás de cada una hay historias de superación y valentía. Me inspiró a salir adelante y a escribir estas reflexiones dedicadas a ella. Una mujer que, sin un abrazo o sin escuchar su voz, renació entre recuerdos para transmitirme confianza y seguridad e influir en mí a través de su memoria.

Aclaro, no quiero escribir los versos más tristes, sino la historia de una pequeña infanta. En la década de los 70 nació Angelina Lázara Pelegrín, en la ciudad de Santiago, provincia de Veraguas. 

Con el correr del tiempo, a la pobrecilla la llevaron a vivir a un pueblo costeño llamado Boca Vieja de Mariato, en donde imperaba la voluntad de pescadores y hombres machistas, entregados a la bebida. Eran por excelencia los jefes de puestos de ventas de este pueblo.

Desde pequeña, Angelina presentó muy buenos sentimientos, con mucho apego a su familia; su abuela siempre la tuvo a raya y no la dejaba compartir con otras niñas del lugar para evitar el bullying por ser sorda. Para esta pequeña, la única alegría era jugar sola en el mar con los tamboriles y asustar a los pelícanos que se acercaban a la costa, justo frente a su casa.

Las vacaciones benditas, eran las que disfrutaba en el campo, en casa de sus abuelos y tíos, rodeada de primos queridos. Adoraba los cañaverales, a pesar de sentir miedo a las iguanas que habitaban allí. Se esforzó tanto para vencer ese miedo que, a partir de su adolescencia, comenzó a estudiarlas. Así fue creciendo y aprendiendo las cosas únicas de la vida. Nadie le advirtió los peligros y designios de esta.

Por encima de su discapacidad auditiva, Angelina aprendió a bailar en la escuela primaria y aunque era la mejor bailarina, no fue seleccionada para la escuela de danza. Su primer golpe de vida. 

Continuó mejorando la técnica hasta participar en un evento nacional. Ella no escuchaba la música, pero sí sentía las vibraciones sobre el escenario con la bocina hacia abajo; sobresalió en el concurso con una cumbia darienita, ganó los aplausos y ovaciones de un gran público.

Más adelante, en la escuela secundaria destacó mucho en el deporte y la danza, sin obviar que fue muy buena estudiante. Sin embargo, al terminar esta etapa experimentó su segundo golpe de vida: no podía ser marinera, su sueño de viajar por el ancho mar le fue vetado. 

Y no se rindió. Todo esto la hizo esforzarse mucho más para lograr ser la doctora que tanto anhelaba. Nuevamente, su esfuerzo fue en vano, le llegó su tercer y último golpe de vida: “Si no escuchas el estetoscopio, no podrás ser médica”, le dijeron. Consternada y muy golpeada, renunció a esa ilusión y continuó su vida por otro rumbo.

Otras oportunidades le vinieron, y mucho mejores, pues Angelina se hizo una profesional de la química. Gracias a su excelente sentido del olfato estudió en el Instituto de Perfumería de Grasse, en Francia, y logró ser una famosa perfumista de alta gama, de marcas de renombre mundial, que colaboró con importantes diseñadores de diversos países. 

Esto es una muestra de la constancia de esta niña que logró romper las barreras de los sonidos para lograr otras metas en la vida, incluso superiores que las que había soñado.

Eran las 8:32 a. m. y el sol quemaba más que un fósforo. No tenía ganas de nada, así que encendí la televisión y mientras pasaban una publicidad sobre una mujer nadadora, me llamó la atención lo audaz que era, cómo llevaba el control a la hora de estirar sus brazos y hundirlos una vez más para moverse de forma tan rápida. ¡Qué sorprendente era!

Curiosa, le pregunté a mi madre quién era y me respondió:

—Ella es la Sirenita de Oro, por ser una espectacular nadadora ha dejado al país en la cima.

—¡Qué maravilloso! —dije, aún admirada por su gran velocidad a la hora de entrar al agua.

«Ojalá pudiera ser como ella», pensé.

Salí de mi casa, con el sol un poco bajo, mientras los rayos de color naranja acariciaban el hermoso mar, al fondo los barcos pasaban una y otra vez. De repente, encontré a un señor sentado en una banca con un periódico en la mano que, curiosamente, tenía en la portada la foto de aquella nadadora que había visto en la televisión.

— ¿Podría mirar lo que tiene en la mano? —cuestioné estirando mi brazo para agarrar el papel.

El señor asintió y me preguntó:

─ ¿Qué te llamó la atención, querida?

─ Aquella chica me interesó por lo audaz que es y el entusiasmo que transmite ─dije con curiosidad.

Abrí el diario y leí que se trataba de Eileen, quien nació el 31 de marzo de 1981, mujer maravillosa, hermosa e inteligente que desde niña mostró gran entusiasmo por la natación, y quien no solo había ganado medallas en el deporte acuático, sino también el corazón de los panameños.

Y es que desde los cinco años de edad ella comenzó a nadar en la piscina del Club de Montaña, en Panamá y su primer maestro de natación fue José Zamora; pero su verdadera trayectoria en la natación inició a sus siete.

La pequeña, que también tomaba clases de ballet, recibía el amor dulce de sus padres Guadalupe Alemán y Pedro Coparropa. Asistió al Colegio de La Salle, luego de un tiempo estudió en Fort Lauderdale College, Estados Unidos, donde se preparó para los Juegos Olímpicos de Sidney, Australia.

La Federación Panameña de Natación considera que Eileen fue una de las mujeres más rápidas del continente y una de las primeras quince del mundo en el agua. Una de sus hazañas es que fue la primera nadadora panameña en obtener dos medallas de oro en los Juegos Centroamericanos y del Caribe, realizados en Venezuela, en 1998. Además, en el evento de 2002, en El Salvador, marcó un nuevo récord en los 50 metros libres con un tiempo de 25,68 segundos.

Ella ha dejado al país en alto y por ello le han rendido homenajes, la piscina ubicada en la Ciudad Deportiva Irving Saladino lleva su nombre.

Eileen Coparropa es una inspiración por su destacado trabajo en la natación, por lo que sin dudarlo me dije: «De verdad, quiero ser como ella».

El 26 de enero de 1969, dentro de toda la galaxia, en Viejo Veranillo, ciudad de Panamá, llegó un pequeño destello que llenaría la vida de su familia de alegría y gozo, pero que también tendría un gran camino por recorrer para algún día ser la luz de cientos de pequeñas estrellas. Su nombre es Omaira Arosemena. 

Los recuerdos de su infancia permanecen en su memoria con mucho cariño y los atesora como lo más valioso. En una familia numerosa, sus padres no podían brindarle todos los lujos que un niño quisiera tener, pero le dieron algo mucho más preciado, algo que marcaría su vida y la haría estar eternamente agradecida: le enseñaron a ser constructora de su futuro. 

A medida que iba creciendo, sus sueños también lo hacían. Un buen día se encontró con dos personas hablando un lenguaje distinto al que ella conocía, el inglés, se sintió inspirada, con ganas de aprender y poder comunicarlo. Y por su mente pasó: “Algún día llegaré a hablar este idioma tan fascinante y se lo enseñaré a todos esos pequeños cometas que están por nacer”. 

Así que, desde muy temprana edad, se mostró decidida y centrada en alcanzar sus metas; sin embargo, el trayecto no fue nada sencillo de atravesar. 

Omaira tomó la decisión de estudiar dicha lengua en la Universidad de Panamá, por desgracia no pudo pasar la prueba de admisión a la Escuela de Inglés debido a su escaso conocimiento del idioma. Asimismo, fuerzas oscuras llenas de recelo e insatisfacción quisieron frenarla, pero eso no la detuvo, la hizo más fuerte, sin darse por vencida comenzó a prepararse para su gran viaje. Era imparable, sabía que si se adiestraba y adquiría más conocimiento podría alcanzar el espacio.

Volvió a intentar, regresó a la universidad e hizo la prueba, aprobando esta vez; no obstante, lo más arduo estaba por comenzar, un viaje lleno de peligros y obstáculos la acechaba, pero una vez más logró combatirlos.

También encontró más luceros como ella, que la aconsejaron y ayudaron a estar más cerca de su meta, pues veían su gran potencial, una chispa que estaba por estallar, alguien con el conocimiento suficiente como para conducir a los precursores del futuro a alcanzar también sus propios deseos.

Así fue como alcanzó su mayor anhelo, empezó a trabajar en la Escuela Bilingüe de Cerro Viento, donde por fin podía saborear los frutos que habían dado tantos años de entrega. Implementó en su trabajo todas esas lecciones que aprendidas y transmitió a sus estudiantes un sentimiento de superación, los alentó a alcanzar el cielo, tal como una vez lo hizo ella.

Omaira se convirtió en la madre de las estrellas y guio a los pequeños destellos de luz hacia su máximo brillo. Cada día buscaba impulsar el futuro de las nuevas generaciones a lugares inimaginables. Y es que todos podemos alcanzar nuestros sueños por más imposibles que parezcan, pues en cada uno de nosotros hay una chispa que algún día estallará y brillará.

Que la perseverancia sea tu motor y la esperanza tu gasolina.

Soy escritora realista, y como observadora de lo que me rodea creo que es de suma importancia dar a conocer la historia de una mujer valiente, luchadora, optimista, que no se deja vencer por los obstáculos. Una guerrera que nos contagia de esas ganas de luchar y hacer realidad nuestros sueños.

Ella es Maritza Esther Fuentes González, baja estatura, piel pálida, ojos cafés, madre de tres hijos muy educados: dos mujeres y un varón.

Su infancia no fue la mejor, desde muy pequeña empezó a trabajar, puesto que eran muchos hermanos y su mamá no los podía sustentar a todos. Uno de sus sueños era estudiar Medicina, pero su situación económica no se lo permitió y solo pudo graduarse de sexto año.

Su relación con su progenitora tampoco era buena. Justamente por eso ella siempre quiso ser diferente. Ser una madre ejemplar para sus hijos.

Maritza entró a trabajar en un local donde molían maíz por un periodo de tres años, pero en ese tiempo desarrolló una enfermedad crónica que le impedía el movimiento de sus manos y extremidades. No pudo seguir.

La afección fue robando el espacio de sus hijos, apagando sus alegrías. Golpe muy fuerte y triste para sus tres niños, quienes sufrían al verla en esa condición y sin  poder hacer nada. Verla consumirse lentamente ante ellos fue devastador.

El panorama era aterrador porque Maritza no contaba ni siquiera con el apoyo del padre de sus hijos. Pero no se quedó de manos cruzadas. Para ganarse el pan, comenzó a vender duros de fruta a diez y veinticinco centavos en su casa. Cuando su salud mejoró un poco, le salió un trabajo como niñera. De esta manera logró conseguir recursos para la educación de sus tres retoños.

La oscuridad no es eterna si no te rindes. Maritza en estos momentos reside en un apartamento con sus hijos. La mayor culminó sus estudios secundarios con la ayuda y el esfuerzo de su mamá, siempre enfocada en que no pasara por las dificultades que ella atravesó cuando era joven. Luego, ingresó a la universidad, donde se graduó con honores y obtuvo el título de licenciada en Estimulación Temprana y Orientación Familiar, con tan solo veintidós años. Su hija ahora labora en una guardería, atendiendo a niños con quienes aplica todo lo aprendido en su profesión.

Su hijo, el mediano, logró terminar sus estudios secundarios e ingresó a la universidad para estudiar Arquitectura. Con el tiempo se interesó en otros temas y cambió de carrera, aún no se ha graduado, pero su madre tiene la certeza de que él también logrará su título.

La menor de sus hijas cursa quinto año de secundaria y es una de las mejores estudiantes de la clase. Por sus buenas calificaciones, ha ganado una beca que le facilita pagar la escuela.

Maritza es una mujer luchadora y ha demostrado esa perseverancia en su propia vida. Ella siempre insiste que, por más difícil que sean la circunstancias, incluso cuando creas que no podrás salir adelante, no te rindas, porque quien lucha al final obtendrá la victoria.

Sin duda una mujer que enfrentó grandes desafíos, pero que logró superarlos con esfuerzo. De ella aprendemos a no dejarnos vencer por el primer obstáculo.

Tú puedes ser alguien como  Maritza, quien a pesar de su enfermedad nunca desamparó a sus hijos e hizo lo que tuvo a su alcance para brindarles protección y una buena educación. Con satisfacción hoy está viendo el resultado de su amor de madre y los valores que les enseñó, sobre todo la gratitud a Dios por darle fortaleza.

Era una mañana de abril del año 2019. La profesora Desirée del Rosario entregó los resultados de un examen que había aplicado recientemente a sus estudiantes de octavo grado de premedia. Las calificaciones no habían sido muy altas. Además, francamente todos esperaban cualquier nota por encima de 3,0 para estar contentos. 

Esto era muy común en aquella promoción (y de todos los del colegio), ya que antes de ese año no sentíamos que la escuela fuese muy exigente. La maestra Desirée se aseguraba de enseñar y tener una clase proactiva con los estudiantes dispuestos a aprender.

Ese día un alumno fue a buscar su prueba en la que vio un 3,7. Estaba más que satisfecho. Sin embargo, la docente sabía que el estudiante no se había esforzado por estudiar. Tenía claro que él podía sacar un resultado mucho más alto, pues tenía las capacidades, mas no la motivación. 

La profesora Desirée ya había notado ese comportamiento en este joven. Junto a otros colegas conversaba de todo el potencial que poseía, pero que solo usaba de vez en cuando. De hecho, era muy participativo, pero a la hora de presentar exámenes sumativos, su desempeño era el mínimo. 

Como resultado de ese puntaje, ella le dijo lo siguiente: “Si tú tienes un Ferrari en una carrera, ¿por qué manejarías por el lodo en lugar de la carretera?”. El estudiante no tuvo respuesta y se quedó pensando en aquello por días. 

Luego de darle vueltas a la pregunta, se dispuso a esforzarse más para no “conducir por el lodo». El resto del año fue cuesta arriba. Poco a poco se involucraba más en las asignaciones y en cumplir con las responsabilidades de la escuela.

Ese era yo, Sohan Makhija. Este pequeño encuentro es algo que nunca voy a olvidar. A pesar de no haber sido muy impresionante para la mayoría, para mí sí fue significativo. Es algo que siempre tengo presente y que uso para recordarme que debo seguir esforzándome. 

El consejo no me lo dio cualquiera. Esta profesora de 35 años siempre se esfuerza mucho en su trabajo y en otras actividades. Tanto así que fue la primera mujer panameña en ascender al campamento base del monte Everest, el 19 de diciembre de 2017. Esa hazaña supuso subir 5365 metros sobre el nivel del mar (de los 8849 metros que mide la cima), y una ardua caminata de doce días. Su influencia fue tanta a nivel nacional que incluso publicó un libro en el que narraba la desafiante experiencia. 

Francamente, cuando transmitieron la noticia me pareció un poco extraño y no le presté tanta atención hasta tiempo después. Algunos años más tarde, la proeza en el lugar más alto del planeta y su sugerencia se conjugaron y empecé a ver todo como una oportunidad para “conducir por la carretera” de la manera correcta.

La profesora sigue asistiendo a escaladas y maratones de forma regular, mostrando que no se conformó con lo que había logrado hasta entonces. Ya sea por pasión o dedicación, ella sigue siendo una fuente de inspiración para aquellos que la rodean. Quiero que esta historia traiga a luz lo mucho que pudo elevarse esta mujer sin siquiera darse cuenta, solo dando lo mejor de sí.