No hay nada más lindo que crecer bajo las enseñanzas de mujeres extraordinarias.

Desde muy pequeña estuve sometida a diferentes retos y problemas, pero hubo damas que estuvieron ahí para apoyarme y enseñarme a salir de esos inconvenientes.  Sus historias merecen ser contadas a nuestras hijas e hijos, para inspirarles y demostrarles que también pueden soñar en convertirse en aquello que más desean.

Mi madre es una de esas mujeres que me instruyó para ser lo que soy ahora. Algo que me satisface es que me nutrió de muchas aventuras; por un tiempo vivimos en el campo, en mi natal Colombia, y ahí me mostró que el camino del progreso no era nada fácil, también cómo ordeñar una vaca, hacer un fogón de barro, colectar huevos, alimentar cerdos y, sobre todo, cómo huir de las vacas bravas.

Así logré levantar las cargas cotidianas, ayudando a cumplir con las tareas domésticas. Ese tiempo que pasé en la finca fue muy especial, ya que comprendí lo fuerte que era mi madre al arrear vacas y cargar pesados cántaros de leche. Esa resistencia es la que la mantiene en vela, la que le ha permitido seguir adelante conmigo.

Después nos mudamos a la ciudad, pasamos muchos páramos, pero ella se encargó de que mi mundo siempre fuera de lo más normal. Ahí me demostró algo muy valioso: “El que es acomedido come de lo que está escondido”.

En ese tiempo conocí a otra mujer que me marcó, era la señora Mercedes Arrocha, elegante y bien conservada, le encantaba que le contara historias y siempre estuvo ahí para apadrinar mis aventuras en su vistosa y hermosa casa; viví con pasión mi interés en el mundo de las bibliotecas, por preservar objetos, revistas y antigüedades, ya que en su hogar tenía muchos libros y reliquias con un valor incalculable para esa distinguida familia.

Diocelina, otra de las mujeres con un corazón noble y un carácter sin igual, sigue siendo ejemplar. Recuerdo gratamente las tardes que pasaba conmigo enseñándome caligrafía, compostura y las reglas de oro para tener buenos modales. Por ella siento la gran dicha de tener linda letra y buena educación.

Con estas damas viví muchos matices de la vida. No es solo la sangre la que nos hace una persona de bien, sino el corazón de muchas mujeres, por su demostración del gigantesco amor que han tenido al enseñarnos, instruirnos y estar siempre en nuestro andar por la vida.

Ellas han hecho mi sonrisa más brillante y sonora. Es una bonita manera de agradecer por esos maravillosos momentos a los que muchas veces no damos importancia en el día a día y que a lo largo de  la vida se convertirán en recuerdos imborrables.

Era una mañana del mes de diciembre del 1946. En un pequeño y aislado pueblo llamado Río Hondo, en la provincia de Los Santos, nace Etilvia, una niña de una belleza única tal cual una aurora boreal. Ella se crio juntos con sus siete hermanos, su infancia fue feliz, le gustaba jugar con muñecas de tuza y su madre le confeccionaba vestidos con retazos de tela.

A los quince años las cosas cambiaron para Etilvia. Su madre comenzaría a trabajar de maestra en una escuela no muy lejos de casa. La joven se encargó de sus hermanos, debía estar pendientes de ellos, cocinar, ayudarlos en las tareas, cuidarlos cuando enfermaran, etc.

Pasado el tiempo, sus hermanos crecieron y tomaron compromiso.    

Etilvia, como toda mujer, deseaba tener una mejor vida para ella, a la edad de veinte decide irse sola a Panamá, exactamente a El Chorrillo, donde una tía por parte de mamá; lo único que le pudo ofrecer fue un pequeño cuarto donde solo le cabía su cama y una pequeña estufa eléctrica. Allí estuvo cinco años.

Como prácticamente toda su adolescencia se dedicó a cuidar a sus hermanos, aprendió a cocinar demasiado bien. Ella le sacaba provecho a su habilidad, la contrataban para actividades y ganaba dinero preparando sus especialidades (arroz con pollo, sopa de carne y espaguetis en salsa verde). Gracias al dinero que generaba pudo terminar su escuela y conseguir un cuarto un poco más grande.

Después se mudó a La Chorrera donde conoció a José Barrios, de quien se enamoró a primera vista. Al pasar los años se casaron y luego de tres meses de haberse unido se dio cuenta de que estaba embarazada de mellizos, pero su esposo decidió abandonarla.

A Tita, como la conocían los amigos y seres queridos, no le fue tan bien en su nuevo lugar. Viendo que ya no la contrataban para cocinar en actividades ni juntas, más que estaba embarazada, tomó la decisión de irse a vivir con unos de sus hermanos que vivía en Tortí de Chepo y se dedicaba a confeccionar sandalias. Durante los meses de gestación aprendió a hacer cutarras de cuero.

Cuando sus mellizos tuvieron cinco años se regresó a su antigua casa de madera ubicada en La Chorrera. Con lo que aprendió junto a su hermano, Etilvia comenzó a confeccionar cutarras de colores con pedazos de tela. Gracias a este oficio y a los contratos de cocina pudo educar a sus hijos.

Ella se caracterizaba por ser una mujer amorosa con todo el mundo. No había una persona a quien no tratara con ternura; tenía una sonrisa que iluminaba el cielo.

Cada persona que iba a su casa no se podía ir sin probar su deliciosa comida. Mi tía Etilvia fue una mujer que me inspiró, ya que no se rindió y a pesar de todo siempre buscó la manera de salir adelante. Etilvia era madre de dos hijos, murió el 20 de octubre del 2022, y sé que desde el cielo está cuidándonos con su luz.

Esta historia es comprometedora, sobre una mujer llamada Carmen A. Miró Gandásegui, panameña, nacida el 19 de abril de 1919. Oriunda del corregimiento de Santa Ana y quien a los seis años fue testigo de la intervención de las tropas extranjeras que pusieron fin a la Huelga Inquilinaria de 1925.

Estudió en el Instituto Nacional, formó parte de la primera generación de egresados de la Universidad de Panamá. Contribuyó a crear el Frente Patriótico de la Juventud, surgido de las movilizaciones en rechazo al Convenio Filós-Hines, en 1947. Ella fue una socióloga, estadista y demógrafa, considerada la máxima experta en población de América Latina y, probablemente, la figura más destacada que han producido las ciencias sociales panameñas.

Es hija de uno de los más famosos poetas panameños, Ricardo Miró. Tuvo una educación excelente, estudió Administración de Empresas en la Universidad de Panamá y luego realizó estudios de postgrado en London School of Economics.  

Entre 1946 y 1956, estuvo al frente del departamento de Estadísticas y Censos de Panamá, durante este tiempo también fue profesora de Estadística en la Universidad de Panamá. Al año siguiente, en 1957 se convirtió en directora fundadora del Centro de Estudios Latinoamericanos de Demografía de las Naciones Unidas (CELADE), hoy División de Población de la Comisión Económica para América Latina y El Caribe de las Naciones Unidas, se mantuvo al frente hasta 1976.

Luego de cuatro años en el Colegio de México regresó a Panamá, donde se afilió al Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) Justo Arosemena. En 1984 se presentó a las elecciones como vicepresidenta de Panamá, pero no tuvo éxito.

Por su gran desempeño obtuvo numerosos reconocimientos y cabe destacar que en 1953 fue elegida miembro de la Asociación Estadounidense de Estadística «por sus contribuciones a la mayor eficacia de los recientes Censos de las Américas» y por crear «un sistema estadístico completo y útil para su país». 

Carmen A. Miró Gandásegui realizó doctorados en la Universidad de La Habana, en la Universidad Nacional de Córdoba y en el Instituto Latinoamericano de Ciencias Sociales. Sus logros en el campo de los estudios de población y su aporte a la formación de demógrafos latinoamericanos, la llevaron a obtener el Premio Mundial de Población de las Naciones Unidas, en 1984.

En 2015 se publicó una antología de sus escritos recopilados y en el 2016 el Colegio de México le otorgó el Premio Daniel Cosío Villegas; sin embargo, quedó pendiente el reconocimiento y agradecimiento que le debe todo Panamá por su obra colosal en beneficio del conocimiento demográfico y mejoramiento social de la población nacional y latinoamericana y por crear también el Instituto de Estudios Nacionales de la Universidad de Panamá. 

Esta mujer luchadora y de admirar cumplió un siglo en abril de 2019, pero en la madrugada del 18 de septiembre de 2022 la muerte nos arrebató, a los 103 años, a nuestra incansable mujer panameña la Dra. Carmen Miró Gandásegui.

Después de muchos años de esfuerzo, mi prima Sarah Fhima logró una gran hazaña junto a un grupo de investigadores: llevar a cabo una serie de experimentos que podrían cambiar las difíciles circunstancias de las personas afectadas por la enfermedad del Alzhéimer, un trastorno que destruye de manera lenta la memoria.

A este tratamiento se le conoce por el nombre de estimulación magnética transcraneal. Consiste en la aplicación repetitiva de un campo magnético de alta intensidad en el cerebro del paciente. Aunque estos procedimientos sólo habían sido utilizados en gente con autismo, recientemente se han estado probando en quienes padecen otros trastornos neurocognitivos tales como el Alzhéimer.

A mi familia esta enfermedad la ha afectado gravemente desde hace muchas generaciones. Mi tatarabuela, mi bisabuela y mi abuela la han sufrido. Esto motivó a que Sarah, quien es médico pediatra con diplomado en neurodesarrollo, se interesara más en los estudios sobre este mal. Ahora ella ayuda a mi abuela en el Brain Tools Center, con tratamientos para calmar sus síntomas.

Mi abuela se graduó de la carrera de Arquitectura en Bogotá (Colombia), se casó con mi abuelo y se mudaron a Venezuela, donde tuvieron dos niños y a una niña, entre ellos mi papá. Más tarde vine al mundo yo, y todos nos mudamos a Panamá, donde mi abuela empezó a cuidarme todos los días mientras mis papás se iban al trabajo. 

Ella nunca paró de laborar, pero llegó un punto donde su memoria se empezó a deteriorar. La alegre persona que todos conocíamos había cambiado. Las risas se convirtieron en llanto y su vocabulario comenzó a limitarse. 

Después de muchos años de estudios y de ir de médico en médico, descubrimos que había desarrollado el trastorno de Alzhéimer. Mientras las preguntas se fueron respondiendo, nuestra preocupación aumentó porque creíamos que ya no habría vuelta atrás para la abuela. Pero la estimulación magnética transcraneal ha impulsado su cerebro de forma positiva, y poco a poco ha ido recuperando su conciencia.

Cuando mi prima nos recomendó el tratamiento estábamos completamente escépticos, además no teníamos dinero para solventarlo. Sin embargo, al entender nuestra situación, hicimos un trato. Mi abuela participaría en un tratamiento relativamente nuevo y ayudaría con una serie de experimentos, a cambio de una rebaja en el precio del procedimiento. Al final mis abuelos aceptaron entusiasmados, no sólo por el hecho de que habría un chance de que mi abuela mejorara, sino porque también estarían aportando a la medicina y, en un futuro, su participación podría ayudar a millones de personas afectadas por la enfermedad del Alzhéimer alrededor del mundo.

Este caso sirve de inspiración para todas aquellas jóvenes que alguna vez han anhelado contribuir con los demás. Nada es imposible, y si todos ponemos un granito de arena, juntos podemos crear la diferencia. Yo aspiro algún día poder apoyar a la ciencia, como mi prima lo ha hecho, y que los estudios sobre los trastornos neurocognitivos avancen y mejoren, para el beneficio de las presentes y futuras generaciones.

La historia que les voy a contar es sobre una dama que me ha motivado a seguir adelante y que admiro por su esfuerzo y valentía. Es y será una persona importante que llevaré en el corazón, quizás no sea tan reconocida hasta ahora, pero sin ninguna duda es impresionante en lo que ha destacado a lo largo de su vida.

Ella es oriunda del corregimiento de Peñas Chatas, en el distrito de Ocú, provincia de Herrera. Vivió en una casa de quincha, con sus ocho hermanos, su madre y su abuela; recuerda que diariamente tenían que levantarse temprano para buscar agua en una quebrada que quedaba a diez minutos de su casa. 

Luego de desayunar, se iba caminando a la escuela, ubicada a quince minutos, atravesando potreros donde había vacas y toros; muchas veces se tenía que desviar del camino para poder pasar.

En el sitio no había energía eléctrica. Ya después de haber terminado la jornada escolar, debía ir a buscar leña para cocinar; además, vendía chances y le lavaba ropa a otras personas, todo para el sustento diario, que en ese entonces era mucho.

Con todas las limitaciones, la protagonista de esta historia logró terminar sexto grado, pero no pudo seguir estudiando, porque la escuela donde asistía solo llegaba hasta el nivel primario; la secundaria quedaba muy lejos y era de difícil acceso. Tampoco tenían recursos para pagar un carro que la transportara a ella y a sus hermanos.

Al cumplir la mayoría de edad se trasladó a la ciudad de Panamá a buscar un mejor futuro para seguir adelante, allí consiguió trabajo y un lugar donde vivir. También comenzó a estudiar en una escuela nocturna, por ser mayor de edad. Allí, en el Instituto Nacional de Panamá, estudió seis años y obtuvo un Bachiller en Ciencias, luego entró a la Universidad de Panamá, en la Facultad de Humanidades y a la vez fue ayudante de la Biblioteca Simón Bolívar. 

Se graduó, después tuvo un hijo y siguió laborando hasta que el pequeño cumplió los cinco años, porque no tenía quién lo cuidara. Ahora, ese muchacho sigue los pasos de su madre para ser alguien en la vida.

Sí, la mujer de la que les he estado hablando es mi mamá y me siento orgulloso de ella, ya que ahora tiene seis años de tomar cursos de aprendizaje en la Embajada Cultural del mismo colegio en el que se graduó en la nocturna y en donde yo estoy y formo parte de la agrupación folclórica Nido de Águilas.

Y aquí termino la gran historia de esa mujer perseverante y sabia, quien anhela que vuelva a habilitarse la escuela nocturna, ya que sabe que hay personas que la necesitan, tal como ella en su momento. Espera que se pueda volver a recuperar ese legado que se dejó para que persista en otras generaciones. 

Sin duda alguna esta es una historia digna de admirar, para tomar de ejemplo; no coloco el nombre de la protagonista, porque así ella lo desea y merece ser respetado ese derecho inigualable. 

La fuerte mujer nacida en 1979, de nombre Yulisa Cuñapa, esposa de Bolívar C., es madre de tres hijos: Bolívar, Romario y Rosalía. Hay un refrán que yo mismo me digo y es: “Los que atendían, ahora son atendidos”. ¿Lo entendiste? ¡No! Bueno, te lo explico.

Primero, viajemos en el tiempo. En el 2000 Yulisa tuvo a su primer hijo llamado Bolívar Ají. Por aquellos años, ella tenía un alto consumo de azúcar que no supo manejar en su momento, que le ocasionaría una terrible pesadilla en el futuro.

Sus días transcurrían normales. En el 2005 nací yo, Romario, su segundo hijo. Pero fue el 12 de septiembre de ese año, luego del parto, cuando los médicos le dieron la noticia de que había sido diagnosticada con diabetes.

“Bueno, igual mi vida sigue”, se dijo Yulisa. Pero quien no estuvo nada bien con el anuncio fue su esposo Bolívar, debido a que tenía una idea de lo que podría pasar más adelante.

Ella continuó junto a su familia, buscó trabajo para sustentar a sus hijos y ayudar a su marido. La vida comenzó a ir tan bien que se mudaron a Río Chico, en Pacora, a una casa más grande y cómoda.

Pero, en 2015 la bomba de tiempo explotó. Su consumo de azúcar del pasado ahora le pasaba factura. Presentaba desmayos y desnutrición, entre otros malestares.

A pesar de su enfermedad, el 15 de julio de 2016 nació su última hija: Rosalía. Luego de un mes del parto, por motivos de salud, Yulisa tuvo que quedarse internada en el hospital, donde permaneció por espacio de medio año.

Recuerdo que antes de que la ingresaran, mi hermano y yo la vimos como un roble, corpulenta y con muchas ganas de continuar. Cuando volvió a casa era todo lo contrario. “¿Mamá, mami, por qué estás tan flaca?”, le preguntamos. Ella solo respondió con un beso en la frente y un profundo silencio.

Hoy día mi madre está en cama y ha ido perdiendo el apetito. Quien fuera una mujer vigorosa, ahora cada día está más débil y tiene menos ganas de vivir.

Lo que la mantiene en pie es el amor que nos tiene, así como el temor de morir y no ver triunfar a sus tres hijos.

A pesar de estar frágil, Yulisa se esfuerza por no dejarse vencer. Es una mujer empoderada, ya que es fuerte de espíritu para seguir viviendo, fuerte para que la enfermedad no la derrote y está confiada en que sobrevive por el cariño a su familia.

Mi mamá es una mujer a la que le gusta mucho el campo. Nació y creció en un pueblo llamado Jinotega, situado al norte de Nicaragua, lejos de la capital Managua. Desde que tengo uso de razón ella siempre ha trabajado para educarnos a mi hermana y a mí. 

Cuando yo tenía seis años, mi mamá vino a vivir a Panamá y me dejó a cargo de otros en nuestro país natal. Se alejó de nosotros, su adoración, para que viviéramos mejor con el dinero que nos mandaba, ya que en Nicaragua no se gana muy bien. 

Por un tiempo estuve con mi abuela, hasta que nos mudamos de casa, mientras que mi mamá trabajaba en el Istmo. Así mismo, mi prima nos ayudó en el colegio, y por ese motivo fue a vivir con nosotros para cuidarnos. 

Mi madre nos visitaba cada diciembre para disfrutar Navidad y Año Nuevo en familia. Se quedaba dos meses y luego regresaba a su trabajo.

Recuerdo que la forma de comunicarse con nosotros era por videollamada. Cada vez que lo hacía me ponía feliz. Ella emigró para mantenernos, pero como yo era tan chiquito no lo entendía por completo. La extrañaba tanto en aquellos días.

En el 2019 mi madre empezó a hacer la diligencia para traerme con ella a tierras canaleras, no obstante, en el primer intento no pude viajar. Fue hasta marzo de 2020 cuando llegué a Panamá con mi abuelita.

Justo en ese tiempo empezó la pandemia de COVID-19. No pude pasear ni conocer este hermoso país, pero mi mamá seguía laborando. Me sentía feliz de poder darle todos los abrazos que de pequeño no logré brindarle. Ahora comprendo que ella se privó de su propia felicidad para que tuviéramos una buena educación.

En este momento, que por fin está toda la familia reunida en Panamá y luego de ver el amor que tiene mi madre, aprendí a valorarla aún más por sus sacrificios. No cualquiera se alejaría de su hijo pequeño, pero sé que pensó en nuestra situación económica. Ella es capaz de invertir todo su esfuerzo en sus hijos. 

Ahora que estamos juntos me da muchos consejos. Me queda claro que ella desea verme como un profesional en el futuro. Me he trazado la meta de graduarme, seguir mis estudios universitarios y así lograr que ella deje de trabajar, descanse y pueda disfrutar de la vida, sin preocupaciones.

Amo verla feliz, su sonrisa me da alegría. Sé que no es perfecta, pero para mí sí lo es. Por mi madre conocí este lindo país y hemos visitado lugares hermosos. Si ella no se hubiera ido de Nicaragua, sería más difícil cumplir mi sueño educativo, aunque sé que igualmente lo lograría si está detrás apoyándome.

Esa mujer de campo que tuvo la valentía de dejar su tierra es una mamá virtuosa que nos ama. ¡Gracias, Doris Castro por ser como eres!

Mi abuela Leonelda Guerra, a quien a la vez considero mi madre, es una mujer que se llenó de poder en situaciones adversas. Tuvo que soportar la muerte de su hija, pero, aun así, siguió adelante con todo y el dolor de la pérdida porque se quedaba con una parte de ella, el recuerdo más preciado: yo.

Tengo maravillosos recuerdos. Justo hay uno que atesoro y fue ese momento en que, tras varios años, nos mudamos de nuestra primera casa a otra. Ella aguantó muchos malestares, dolores de cabeza, aunque siempre cumplía con todos los quehaceres del hogar. Lo cierto es que con todo y el apoyo que a veces recibía del resto de la familia, apenas podía descansar. 

Particularmente, me gusta que mi abuela se hace respetar por su buen trato hacia los demás. Nunca he notado que se considere superior a nadie. No necesita hacerlo para evidenciar que es una mujer luchadora y empoderada. 

Ella me sacó adelante y sufrió por mí. Afirma que es mejor levantarse que quedarse en el suelo a llorar. Un ejemplo de ese coraje lo dio cuando mi madre, que me trajo al mundo, se fue al cielo. La abuela nos enseñó a ser educados, tolerantes, independientes; pero, sobre todo, nos recordó que la vida es el regalo más importante que hemos recibido y no debemos desperdiciarlo, ya que todos moriremos.

Siempre estaré agradecido con la mujer que ha sido padre y madre para mí. Con ella aprendí valores y modales, como decir buenos días al entrar a algún lugar o buenas noches al ir a la cama. También me mostró cómo rezar.

Mi abuela me ha defendido de todos los males. Estuvo ahí cuando casi nadie más lo estuvo, por eso la respeto y valoro mucho. Ha sido mi guía y mi luz en todo momento y no quisiera perderla, pero sé que es inevitable. Comprendo que debo seguir adelante con todas sus enseñanzas, porque ella es lo que más quiero en esta vida.

Mi madre, Isidora Vargas, hace hasta lo imposible. Mediante gran esfuerzo y sacrificio da todo por sus seres queridos. Muchas veces queremos decirle tantas palabras bonitas a esa mujer que nos dio la vida, quien además es responsable, respetuosa, trabaja para darnos qué comer y nos enseña a respetar a los demás; hoy es un buen día para expresarlo.

Isidora es muy atenta con su familia. Desea lo mejor para nosotros. Nos apoya en nuestros estudios, nos aconseja para que nos vaya bien. Siempre nos orienta para que no fracasemos y nos dice que busquemos lo bueno. 

Con seguridad nos habla acerca de cómo enfrentarnos en un mundo donde a veces hay tanta maldad. “No hay mujer más feliz que aquella que se sabe valorar. Lo más lindo en la vida es sentirse orgullosa de quién eres, creer en ti, verte al espejo, amarte y saber que has podido con todo”, suele reflexionar sobre su fortaleza.

Para ella, el amor propio es algo bien importante. “Nunca dejarás que alguien te haga creer que vales menos. Creo en ser fuerte cuando todo parece ir mal, que las mujeres felices son las chicas que lucen más bonitas; que mañana es otro día y creo en los milagros”, tiene como mantra. 

El tiempo y las experiencias le han enseñado mucho, por lo que se valora más en la actualidad: “No permito que la palabra de otra persona me afecte, no lloro por lo que no vale la pena, descarto la falsedad y no corro detrás de alguien que no quiere estar conmigo. Soy única y extraordinaria”.

Y exhorta: “Puedes lograr todo lo que te propongas, no permitas que nadie lo arruine. Siempre apunta alto, trabaja duro y preocúpate profundamente por lo que crees. Cuando tropieces mantén la fe y cuando te derriben vuelve a levantarte; nunca escuches a quien te diga que no puedes o no debes continuar”.

Suele advertir que el talento nunca es suficiente y que, por lo general, los mejores jugadores son los que más trabajan, por eso hay que esforzarse, recalca.

“No hay límite para nosotras. Como mujeres podemos lograr lo que nos propongamos”, repite en diversas ocasiones. Así me aconseja mi madre Isidora, quien con su optimismo me hace más fuerte. Sé que la experiencia de los años es la que habla. Cada noche, cuando me acuesto, analizo y pienso que es una mujer luchadora. Me contagia para ser una buena persona, positiva, alegre y sonreír cuando hay problemas, pues solo tenemos una vida, entonces debemos disfrutarla.

Además, he aprendido con ella que debemos trazarnos metas, pensar que nada es imposible, aunque parezca difícil lograrlo. En nuestro interior debe haber una fuerza poderosa que nos impulse para llegar a donde hemos soñado.

Aquella noche la luna brillaba en su máximo esplendor, se podía escuchar el llanto de una bebé, Itzel Durango, quien nació el 4 de octubre de 1953, en el Hospital Santo Tomás. Su madre, quien vivía en la provincia de Darién, tuvo complicaciones en el parto, por lo que fue llevada apresuradamente a la capital para que su criatura naciera sana.

Su padre era profesor y director de una escuela, mientras que su madre fue ama de casa, pero llena de conocimientos sobre remedios caseros que les ayudaban en diversas formas.

Años después, Itzel estudió para profesora de educación para el hogar, ya que su pasión y habilidad por enseñar, cocinar y hacer manualidades la hacían candidata perfecta en esta hermosa labor. Se casó con Adolfo Rodríguez, un policía con el que formó una relación muy bonita y tuvo tres hijas. Quedó viuda, lo que la llevó a sentirse triste y desesperada, ya que su sustento siempre fue su esposo, pero esto no le impidió salir adelante.

Lamentablemente, Itzel nunca pudo trabajar de lo que estudió, ya que el día de su entrevista de trabajo no pudo llegar debido a un accidente que le cambió la vida: sufrió una caída tratando de proteger a su sobrino, quedó con una pierna fracturada y no caminó por largo tiempo.

Siguió adquiriendo conocimientos que más adelante le ayudarían, como confeccionar tembleques, polleras, gorritos, sábanas, modistería, repostería, etc. Estas y más son las habilidades extraordinarias que posee mi querida abuela.

Cuando un hijo se queda sin padres se le llama huérfano, pero cuando un padre queda sin hijos es algo tan trágico que no tiene nombre. El 4 de octubre del 2001 ocurrió una desgracia, el mismo día del cumpleaños de Itzel falleció su segunda hija, su compañera de aventuras; eso la dejó en depresión, ella sentía que no lograría superarlo, pero con el apoyo de su madre y de sus otras hijas, pudo combatir poco a poco esa tristeza interna.

En el 2005 el nacimiento de su primera nieta hizo que todo cambiara significativamente en su vida, pues le trajo emoción. Itzel confeccionó trajes, sábanas y todo lo necesario para la bebé de su primera hija.

El 27 de agosto de 2008 ocurrió un incendio en el edificio Juan Ramón Poll, ubicado en el corregimiento de Calidonia y mi abuela fue parte de las personas que estuvieron en el lugar cuando todo se dio. Ella relató que se encontraba con su primera nieta, de tres años. A pesar de su dificultad para correr debido a su pierna lisiada, hizo lo imposible para protegerla del pánico colectivo de quienes allí estaban. 

Estaban en el restaurante, era la hora del almuerzo y justo en la cocina inició el incendio. Itzel y su nieta estuvieron a punto de morir por la desesperación de la gente y entre el forcejeo lograron salir.

Al ver a mi abuela me siento orgullosa, pues a pesar de las dificultades ha sabido armarse de valor y no dejarse vencer. Dicen que después de la lluvia, sale el arcoíris; pero yo afirmo que después del arcoíris sale Itzel, esa mujer que transformó su dolor en amor y valentía.