La más bella vivencia se remonta en la pupila de mi infancia, cuando mi abuela Otilia pasaba el año buscando tiempo para hacer a cada nieto muñecas de trapos, un camioncito y otros juguetes rústicos, convencida de que era el único modo de que los niños y las niñas de la familia tuviéramos un modesto regalo del Día de los Reyes Magos.

Como es evidente, los pobres son más dadivosos que los ricos, comparten la mitad de un pan para varias personas que están en un mismo sitio, además de ser más cariñosos y solidarios. Recuerdo que éramos un sinfín de nietos que la obligó a que nunca pudiera costearse una alimentación adecuada, y cuando lo conseguía era porque había renunciado a todo lo demás: pagar la luz, la hipoteca, la pastilla para su presión…

Cuando hay pobreza a veces no se come, se come poco, se come mal o simplemente se come lo mismo todos los días. Nadie es capaz de explicar cómo la abuela Otilia hacía “magia”, tal cual la parábola de la multiplicación de los panes y peces, para alimentar a muchos niños… y lo más hermoso es que quedábamos encantados con las delicias de su sazón.

Recuerdo la vez cuando fuimos llevados a la playa que, después de un largo baño y tremendo día soleado, ya ella nos tenía preparado un delicioso manjar blanco; renuncié a comer a mi llegada, por mi fineza, unido a mi gran cansancio. Todos se deleitaron, menos yo, y pasado un rato, cuando fui a buscar mi taza con tanto deseo, no quedaba absolutamente nada y grité: “Ay, ¡cómo me comieron el dulce!”. De pronto, se escuchó un estruendo de risas acompañado de complicidad; mis primos, atrevidamente, se acabaron el manjar.

Las personas estamos hechas de recuerdos, nuestra mente se escapa de manera constante a ese baúl en el que se contienen tantas historias y, aun teniendo más edad, recordamos esas graciosas anécdotas que nos hacen regresar a la bella infancia.

Una niñez feliz es un colchón donde saltan los sueños, es ahí donde los miedos duermen y no molestan, haciendo que nuestro potencial siga creciendo con optimismo y fortaleza.

Me siento dichoso, privilegiado, al igual que quienes también tuvieron la oportunidad de ir junto a ella hasta el lado de las olas. La abuela se sentía feliz viéndonos entre aros de gimnasia, juegos de soldaditos, carritos y pelotas. Ella atendió nuestros miedos, nos hizo sentir seguros y valiosos.

Todos los que la conocieron coinciden en la bondad de su carácter, hablan de su sencillez, de su determinación y su disciplina, que ha sido el legado que nos ha dejado para continuar siendo hombres y mujeres de bien y llevarlo de generación en generación.

Hay ciertas cosas que, de una u otra manera, se hacen difíciles de olvidar y este es el homenaje que hago a esa dama que ha roto los estereotipos de la sociedad actual. La abuela Otilia fue la mejor madre y abuela que la vida nos pudo dar y, sin dudas, también forma parte de esas grandes mujeres profesionales de la salud, las ciencias y las artes que merecen grandes reconocimientos.

Sandra López Vergès en ningún momento pensó que por ser mujer no iba a poder cumplir sus sueños.

Desde temprana edad le interesó mucho la biología. En aquel tiempo no se encontraba a muchas mujeres trabajando en esa rama, pero no fue impedimento; en cambio, hubo muchas personas quienes fueron un ejemplo a seguir para ella.

La bióloga, científica e investigadora es linda, alta, inteligente, con cabello castaño, sobresaliente, aficionada a la naturaleza y a los animales y, sobre todo, es una mujer que siempre busca realizar sus metas sin que las opiniones de los demás le afecten.

Estudió en la Universidad de París VII Denis Diderot y actualmente trabaja en el Instituto Conmemorativo Gorgas. Ha realizado diversos estudios en biología y la salud, relacionados a enfermedades como el dengue, la chicunguña y el zika y, en el tiempo de pandemia, sobre el COVID-19.

Es de esas personas que cuando la ves por primera vez puedes llegar a pensar que es arisca, pero realmente es muy amable. También es empática y colaboradora. Si en medio de una investigación alguien se equivoca o hace algo mal, en vez de enojarse, le da consejos para mejorar y evitar volver cometer los mismos errores. 

Gracias a los aportes de sus investigaciones recibió el Premio CILAC en el II Foro de Ciencias para América Latina y el Caribe. Reconocimiento a la excelencia en la investigación, 2018. Y en medio del nuevo coronavirus trabajó incansablemente en la respuesta a la pandemia.

La doctora siempre habla de reconocer el liderazgo de las mujeres en la ciencia para que la sociedad comprenda que las féminas merecen tener las mismas oportunidades que los hombres para acceder a posiciones de mando y así lograr la igualdad de género.

También señala que las mujeres, científicas y no científicas, en vez de frenarse entre sí, deben apoyarse para lograr sus proyectos y seguir dejando huellas.

Muchos hemos considerado a nuestros maestros y maestras como segundos padres y madres en nuestra preparación educativa.

En la ciudad de Panamá, corregimiento de Santa Ana, existe aún la pequeña y hermosa escuela Juan Demóstenes Arosemena que, a pesar de ser golpeada por los años, sigue en pie. Allí trabajaron dos hermanas maestras, a quienes llamábamos las Castillo, por su apellido; ellas fueron inicialmente auxiliares de limpieza y laboraban en trabajos administrativos en los almacenes de insumos y materiales de ese centro educativo. 

Ambas eran mujeres que, a pesar de su humildad, siempre lucían muy pulcras y bien arregladas, adornadas con sus collares “de bolas” con las que siempre se han identificado.

Por su destacada entrega, les concedieron estudios en la categoría de trabajadoras. Olga y Arelis egresaron de la Facultad de Educación de la Universidad de Panamá y empezaron a ejercer su profesión de maestras. Se enamoraron tanto de su trabajo, que dedicaron la mayor parte de su vida a la docencia.

Ahora, en el 12.° grado en el Instituto Nacional de Panamá, algunos compañeros revivimos ciertas anécdotas con ellas. El día estaba soleado, nos postramos bajo las sombras de un árbol de mango, el ambiente se tornó muy sano, unos hablábamos de clases y maestros, otros sobre las experiencias y ocurrencias vividas y, de pronto, dimos un salto al pasado.

Les comenté a mis amigos cómo recuerdo mucho, a través de maestras y profesoras con el mismo carisma, a nuestras inolvidables Olga y Arelis Castillo, mujeres llenas de sabiduría y bondad. 

Como maestras nos enseñaron con lujos de detalles tópicos de ciencias sociales, historia y ciencia, crearon en mí interés y cercanía a la historia universal. Ambas se esforzaban día a día para enseñarnos el mundo a través de la escritura; las clases de ortografía y lectura fueron algo genial, era como viajar a través de la enseñanza.

Para mí, para mi hermana y primos cercanos sus lecciones fueron fascinantes. Eran maestras con un conocimiento enorme y las más nobles que hayamos conocido.

Lo notable de ambas fue su amor por la vida y la entrega incesante hacia sus alumnos, pues siempre estaban dispuestas a ayudar a todos los que se les acercaban.

Cada vez que vamos de visita a nuestra querida antigua escuela, las vemos muy ancianas y frágiles, pero tenemos en la memoria el tesón y las enseñanzas de esas maestras inolvidables. Nos acercamos y les hacemos recordar quiénes somos para agradecerles que hayan estado en nuestras vidas, porque debido a sus valiosas enseñanzas hoy somos jóvenes sobresalientes y de bien . 

El tiempo corre muy deprisa, muchas veces quisiéramos que se detuviera, pero es absurdo. Esas apacibles maestras ya se han jubilado, pero nunca podrán retirarse de las memorias y de los corazones de niños y niñas que tuvieron el privilegio de ser sus estudiantes.

Mi tía Diana Marmolejo no tenía donde vivir. Pasó por la experiencia más dura de su existencia, estaba dividida en dos: antes y después de conocer la ciudad de Panamá, pues era muy joven y dejaba por primera vez su casa por una experiencia laboral donde había mucho estrés, ya que los  estándares de trabajo eran abismales, en comparación a nuestro pueblo chiricano.

El hotel donde trabajaría en la ciudad capital había cerrado, entonces investigó, hizo entrevistas y la aceptaron en otro hotel. Tía Diana tenía la espinita clavada en la cocina y le puso ganas al trabajo desde el inicio; se preparó y no dejó de aprender, porque se dio cuenta que a sus veinte años le faltaba mucho por saber.

Llegó a conocer tan bien la cocina que incluso sabía qué puerta rechinaba. Su estufa, sus planchas para los asados, le agarró cariño a todo, más porque estaba sola. Ella se sentía feliz de ser cocinera en aquel lugar sencillo y con las personas que la rodeaban, pues nunca había deseado trabajar en cocinas como las que se veían en las películas, con los ingredientes más caros del mundo y un ambiente aristócrata que la asfixiaba.

Mientras trabajaba, desde la ventana de su cocina disfrutaba la vista de la bella zona de El Cangrejo y escuchaba los cantos de los pericos. Preparaba sancocho, gallina de patio dura y otras ricuras, pero su plato favorito, la pata de gallina, era el más demandado. Aprendió el oficio de forma innata, pues su casa había sido una gran escuela, donde se hacían desde sopas y salsas hasta la carne exótica más preciada.

Pero en su trabajo Diana tuvo que empezar desde la base, le enseñaron a pelar y picar papas en todas las presentaciones: tornados, cubos, julianas, purés; muchas veces hasta lloraba diciéndole a mi abuelo lo cansada que estaba y lo sola que se sentía, pues la demanda era mucha y necesitaba la mano de otras personas para que todo encajara con el tiempo, hasta que después se adaptó al ritmo.

Un buen día, el hijo del dueño del hotel entró directamente a la cocina para conocer de qué manos salían las encantadoras “patas de gallinas”, que su padre en una ocasión le llevó a casa. Al final, no solo quedó encantado con su sazón, sino también con la belleza física y el buen corazón de la plebeya. Luego de un tiempo se hicieron novios y después esposos. Él hizo todo lo posible para que mi tía tuviera un merecido descanso, después de haber batallado tanto en la vida.

Diana le propuso abrir un restaurante de lujo, donde también le dieran de comer a quienes estaban desamparados. Así lo hicieron. Tiempo después, el esfuerzo y arduo trabajo de Diana y su esposo les hicieron merecedores de una estrella Michelin en su establecimiento Tentaciones, uno de los más apetecidos de Panamá, logro que pocos han obtenido en el país.

El rítmico corte de un cuchillo, el pelo atado y el calor a temperaturas abrumadoras. El ambiente de una cocina no es para todos. Se necesita mucha experiencia para manejar un aceite caliente, el picor de un ají o conocer hasta el último minuto de cocción de un pollo, pues no a cualquiera le sale igual de rica la comida como a ella. Aun si los brazos le pesan o sus piernas no aguantan, nunca le molestará seguir.

Lucía Sánchez puede ser un nombre y un apellido común en tantas partes del mundo. Pero para mí es un modelo a seguir por su perseverancia ante la vida y el don que tiene dentro y fuera del fogón. 

Desde muy pequeña tuvo que aprender a cocinar viendo cómo su madre lo hacía con los recursos que tenía. Mudarse desde los recónditos lugares de la provincia de Veraguas a la gran capital de Panamá la hizo experimentar nuevos sabores y también experiencias distintas. Ninguna tan dolorosa como la pérdida de una mamá. Aun así, Lucía seguía preparando comidas. Cada taza de arroz, cada sabor le recordaba a su progenitora. Ahí encontraba el amor, ahí se encontraba a ella misma de pequeña cocinando con su madre.

Con el paso del tiempo ha tenido que volverse experta en mil oficios, además de chef familiar indiscutible. Hizo de la gastronomía un trabajo remunerado. Supo levantarse como independiente, como madre, como esposa. 

Muchos dicen que los grandes cambios ocurren primero con pequeños pasos. Lucía ahora sabe preparar platos gourmet. Sabe la medida exacta para un arroz perfecto, cuál es el mejor picante orgánico para unas alitas, cómo lograr un chicharrón en su punto o el secreto para el pescado frito más rico. Ella tiene la respuesta correcta para todo eso y más.

Aunque mi favorito es el arroz con pollo. Esta es mi descripción del espectáculo que supone hacer ese delicioso platillo: empieza con el pollo cocinándose en la salsa de achiote y diferentes verduras. Ese color naranja que desprende la semilla me hace pensar en el atardecer; el olor no es distinguible, sin embargo, el sabor que aporta es inimaginable. Para mí, hace la verdadera diferencia, ya que la cantidad correcta creará una sinfonía. Eso sí, mucho cuidado con el exceso; cabe recordar que su tintura se diluye en aceite.

Por otro lado, las verduras para el pollo no son las mismas que para el arroz, tienen que ser frescas y cortadas con el cuchillo más usado que tengas. Pienso que no queda igual si el cuchillo no ha pasado por las manos de cada persona que ha pisado la cocina. Lo demás no se puede revelar. 

Si algo he aprendido al ver a Lucía cocinar, es que es una experiencia religiosa. Creo que la gastronomía que se desarrolla en lugares domésticos es la mejor. Nos enseña a amar la cocina y pensar fuera de la caja. 

No se necesita un diploma o las mejores notas para sentir esa pasión por el arte culinario. Aprendes a conocer la cantidad perfecta de sal, cuánta agua y tiempo necesita una pasta. En una cocina como la nuestra, se sazona con el corazón, se mide con los sentimientos y se percibe con nostalgia.

La historia que les contaré es de una incansable mujer de las ciencias biológicas, Anabel Aparecida Ramos. Nació en Tolé, provincia de Chiriquí, en el seno de una familia de estricta moral, lo que la llevó a tener mucha disciplina y rigor en sus estudios, siendo desde pequeña una destacada estudiante.

Sus estudios primarios los realizó en la Escuela Santiago Bolaños Loaiza, en su natal Tolé. Más adelante, luego de graduarse de la escuela secundaria, fue una de las pocas mujeres que dio el paso al frente y viajó hasta la isla de Cuba para matricularse en la carrera de Biología, en la Universidad de La Habana. 

La educación recibida en el país caribeño fue una plataforma que le proporcionó un arma poderosa de formación e información, a través de la cual canalizó sus aspiraciones para su integración a un mercado laboral exitoso. La doctora Anabel es uno de esos ejemplos de genialidad que brillan con luz propia.

De regreso al Istmo, en 1967, trabajó como una incansable docente de Biología en Santiago de Veraguas. Posteriormente, con veinticinco años de edad, se casó con mi abuelo Fidel Ángel, quien estuvo a su lado por cuatro décadas. Ambos se especializaron en Biología Marina y motivaron a los jóvenes a intersarse por esa rama y salvaguardar las especies marinas en las costas del Pacífico, cercanas a la playa de Santa Catalina, en el sur de Soná.

A pesar de tener una familia e hijos que atender, Anabel supo lidiar con la ciencia y las tareas cotidianas como profesional, esposa y madre.

Durante sus investigaciones visitó diferentes países con enfermedades muy peligrosas como la malaria, tuberculosis, enfermedades venéreas, entre otras. En África subsahariana arriesgó su vida para salvar otras. 

Fue científica, docente y una referente indiscutida en los derechos de las mujeres, aunque no logró realizar sus publicaciones que le habían permitido obtener diferentes galardones en el ámbito de las ciencias naturales y exactas.

Desde el punto de vista personal, Anabel fue una persona de carácter fuerte, pero muy cariñosa; trataba de hacer más fácil la vida quienes la rodeaban. Era una excelente compañera de vida. Ella nos enseñó a tener empatía y colocarnos en el lugar de otros, también volcó todos sus conocimientos en sus alumnos. En plena pandemia, en el año 2020, dio su último aliento. 

Mujeres como Anabel Aparecida Ramos, con sus sobresalientes hazañas, han hecho posible que la pesada fuerza patriarcal haya disminuido, aunque todavía está latente en muchos sitios.

1, 2, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 (se marca el tiempo cual manecillas de reloj)…

Beatriz Rached se deja ver como un compás. Así es su vida. Se puede decir que va al son del flamenco. En orden y a tiempo nos guía.

Ella siempre está ahí para ayudarnos. Es una manera de saber que vamos con la música y el ritmo, puntual, como ella… como el compás. 

Desde los siete años, Beatriz ha sentido una atracción demasiado grande por el baile español. Su pasión ante este arte es tan grande y tan fuerte como sus zapateos. 

Una de sus pisadas más vigorosas fue en el año 2011, cuando logró abrir su compañía FBR (Flamenco Beatriz Rached). Desde hace más de once años ha ido logrando su misión de llevar su arte a Panamá. Lo ha hecho a través de mucho esfuerzo, amor y dedicación.

1, 2, 1, 2, 3, 4, 5, 6. El compás es más lento y con un respiro. Esa parte de su vida está colmada de sensibilidad, adornos y detalles. Son los momentos que te llenan de inspiración, donde esa coreografía tiene una sutileza y suavidad que hipnotizan al espectador. 

7, 8, 9, 10. Sigue. La fortaleza que te sorprende y el remate que te asusta. Memorias de mi maestra. Recuerdo ver a Beatriz en escena, estando yo en primera fila con mi atención puesta en ella. Sus movimientos eran lentos, delicados, y de repente, remata el baile con todas sus fuerzas. Con tan solo diez años tenía mis ojos llenos de lágrimas por la emoción y mis pelos de punta. Estoy más que segura que el resto del público estaba igual, sin saber ni entender cómo era que en dos minutos ella se había robado nuestro aire. 

El compás vuelve y se repite, ya no sabes qué esperar, pues siempre que piensas que ya lo viste todo, llega algo mejor. Algo con más energía o con más suavidad, o como en muchas ocasiones, es una mezcla de sentimientos que simplemente te hacen quedar pasmado. No quieres parpadear ni un mínimo segundo, no deseas perder ningún detalle. La emoción te recorre, el remate se acaba y sientes que ya puedes volver a respirar.

1, 2, 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10. Retomamos la instrucción. “Si te equivocas el día del espectáculo y haces cualquier tipo de mueca, el público se dará cuenta porque tu rostro lo dice todo. En cambio, si sigues sonriendo o con tu cara seria, triste o brava (lo que sea que estés sintiendo mientras bailas), nadie lo notará. Puede que piensen que así es la coreografía, porque en realidad era una confusión mínima que sinceramente no cambiaba en gran cosa el baile. Así que, pase lo que pase, expresen con su cuerpo y cara lo que sienten al bailar, y si se equivocan no hagan muecas locas, niñitas”. Son esos pequeños discursos y frases que me persiguen desde que soy su alumna.

Desde muy chiquita me enseñó que mis ojos tienen superpoderes y que pueden hablar por sí solos. Mientras bailo, mi mirada es la que narra toda la historia y hace llegar todo el cuento al alma de los espectadores. 

Vuelve a escena. Cuando teacher Bea baila palos como la bulería y el tango, el público se enloquece. Te puede sacar lágrimas sin siquiera darte cuenta. Todo por una mirada y unos gestos que te llegan hasta la última fibra de tu ser.

Beatriz se puede conocer como la del compás marcado de una bulería. Todo va rápido, pero preciso. A la vez, como la sutileza y dulzura de las alegrías, esa parte llena de adornos y pequeños detalles que desbordan el alma con su gentileza y calidez humana. 

Nuestra parte favorita: ¡Olé! Después de esa corta palabra el público se pone de pie y aplaude. Ovacionan con todas sus fuerzas. Unos lloran, otros gritan, otros tienen una sonrisa de oreja a oreja por la gran satisfacción que causa ver a Beatriz bailar. Diez segundos de aplausos que, tanto para ella como para cada bailaora parada en ese escenario, valen más de lo que cualquier persona puede imaginar.

1,2,1,2,3,4,5,6,7,8,9,10,1,2 1,2,3,4,5,6,7,8,9,10. Olé.

Los días de enero de 1990 fueron momentos muy importantes para muchos, pero muy dolorosos para otros. ¿Por qué este tiempo marca tanto a Panamá en su historia reciente? La razón es que experimentamos las consecuencias de una dolorosa invasión militar extranjera, donde murieron cientos de civiles istmeños —o quizás miles, según a quién le preguntas—, a manos del ejército estadounidense. Unos defendiendo el honor de su patria y otros huyendo de aquello que los asustaba tanto.

El país estaba destruido y dividido. Eran inmensas aquellas miradas de tristeza de los habitantes. Por esos días, el Istmo ya no era aquel lugar alegre y musical que solía ser.

Es en este entorno, ya para 1994, aparece el nombre de la grandiosa Eileen Coparropa, quien estaba destinada a animar a su querido terruño, llenándolo de orgullo por sus hazañas. Ella se ganó el respeto y el cariño de los fanáticos nacionales, dejó en alto el nombre de Panamá y nos trajo de vuelta la felicidad.

En sus inicios, Eileen aprendió ballet, pero no se veía muy convencida de participar en este arte, por lo cual empezó a interesarse en la natación. Comenzó en torneos locales donde había aprendido a nadar. Luego compitió en las actividades escolares y finalmente en las nacionales, siendo para ella un honor muy grande formar parte de esta disciplina.

Una anécdota que recuerda con emoción sucedió cuando tenía quince años. Llevó la bandera nacional en la apertura de los Juegos Olímpicos de 1996 realizados en Atlanta, Estados Unidos. Sintió el mundo entero a sus pies mientras sostenía ese pabellón. Estaba muy orgullosa de cómo había logrado llegar tan lejos con su disciplina y esfuerzo.

En el año 2002 se llevaron a cabo, en El Salvador, los Juegos Centroamericanos y del Caribe, una de las competencias más importantes de la región para la carrera de esta joven. Las pruebas eran de 50 y 100 metros libres.

Durante estas justas, Eileen se encontraba enfocada en su objetivo. A través de las noticias, el país seguía sus resultados con muchos nervios. Ella solo pensaba en su querido sueño, que todo el mundo viera su nombre en el primer lugar en tanto sostenía el emblema nacional. 

Nos podemos imaginar el sudor frío bajando por su frente mientras millones de panameños esperaban que su Reina de la Velocidad consiguiera la tan anhelada victoria.

Al realizarse las pruebas, todos estaban a la expectativa de los resultados. Aunque siempre hubo confianza en ella, fue una sorpresa ver que la deportista había logrado en los 50 metros libres un tiempo de 25,68 segundos y en los 100 metros libres, 56,58 segundos. Logró batir su propio récord de 57,60 segundos, conseguido en los juegos de Maracaibo (Venezuela) de 1998.

Todo el país estalló en fiesta al saber que su queridísima Eileen había impuesto una nueva marca. Estaban más que felices, ya la atleta no regresaría a casa con una medalla, sino con dos de oro, cumpliendo el deseo de miles de compatriotas y el suyo de estar arriba del podio con la bandera que tanto amaba, la de nuestro Panamá.

Así fue como esta canalera, apodada también como la Sirenita de Oro, llevó alegría y entusiasmo a nuestra nación en la década de 1990 y se inscribió en nuestra historia.

Las metas y los sueños se pueden cumplir, y de eso sabe Hermisenda Perea Gonzales, una mujer perseverante y triunfadora, que con solo diez años trabajaba como doméstica en una casa y terminó siendo una reconocida líder nacional.

Fue en una acogedora casa, en el barrio Chilibre, durante la noche del 9 de enero de 1959 que nació Hermisenda, con la ayuda de su abuela Francisca Saavedra. Después de tres meses, su madre decidió irse para Jaqué, en la provincia de Darién, donde la niña vivió hasta los seis años. Luego, se mudaron a la capital, al antiguo Hollywood, en unas barracas pequeñas similares a una caja de fósforo, lo que hoy en día es Curundú.

Hermisenda y su familia vivían como sardinas en lata. Los padres decidieron trasladarse a un pueblo llamado Antón, en la provincia de Coclé, pensando que era un mejor lugar para la crianza de los niños.

A la edad de diez regresó a Panamá a trabajar como empleada doméstica, en San Francisco. Sus patrones le dieron la oportunidad de estudiar. Eso fue como un milagro jamás esperado. Ya contaba con doce años cuando retornó a la escuela. Ella era la mayor de doce hermanos y quien llevaba el sustento a su casa.

Trabajar y estudiar al mismo tiempo, y a esa corta edad, debió ser muy agotador. Se me eriza la piel solo de pensarlo. Emmy, como le dicen de cariño sus familiares cercanos y amigos, con tan solo una década ya tenía una mentalidad de guerrera. Es impresionante cómo cada lágrima, sudor y esfuerzo la ayudaron a persistir.

Realizó sus estudios en diferentes escuelas de la región de Panamá. Culminó el Bachillerato en Comercio con Especialización de Secretaría y Contabilidad. Pero seguía trabajando en casa de familia como mucama. Apenas terminó el bachillerato se dedicó a otras actividades, siempre muy independiente.

Laboró en una escuela de karate, en Obarrio. Ahí llevaba la asistencia, cobraba la membresía y las mensualidades. Después entró de voluntaria en la Dirección General para el Desarrollo de la Comunidad (Digedecom), institución gubernamental donde fue nombrada funcionaria, como coordinadora de la juventud, con un salario de doscientos cincuenta balboas por mes.

Aprovechó el tiempo y siguió aprendiendo, lo que potenció su liderazgo, su confianza y también su empatía para compartir con lo que menos tienen. Para ella la humildad es un don que Dios le dio.

Sin detenerse y con esas ganas de triunfar ingresó a la universidad, aunque no tenía dinero para comprar ni siquiera un libro. Estudiaba con fotocopias y copiaba a mano todo lo que los profesores decían. Allí laboró haciendo matrículas. También fue estilista en salones de belleza para sufragar los gastos universitarios.

Obtuvo el título de licenciada en Administración de Empresas en la Universidad de Panamá. Ambiciosa de superación, continuó un diplomado en Relaciones Internacionales y luego una maestría en Comercio Internacional, en la Universidad Latinoamericana de Comercio Exterior.

Maravillada por las experiencias, ingresó muy animada al Movimiento de la Juventud Panameña, donde ayudó a chicos, como ella, a salir adelante. Se convirtió en una líder en juntas locales, pero nunca olvidó sus raíces.

Después de tanto esfuerzo, lucha y perseverancia, uno de sus más grandes sueños se le hizo realidad: ser representante del corregimiento de Curundú. Ocupó el cargo en dos periodos consecutivos (1994-1999 y 1999-2004), y con esta experiencia logró ser diputada de la República entre 2004 y 2009.

Emmy, esa mujer guerrera que nunca renunció a sus sueños, tiene hoy 63 años. Sigue activa, laborando como subgerente de los Bingos Nacionales y es la suplente del representante del corregimiento de Curundú. Es un honor tenerla como tía y cada vez me doy cuenta de que es una gran persona.

Sigue siendo una dama de fe, tenaz y solidaria. A pesar de que hoy en día está muy bien económicamente, no ha perdido su sencillez, y cuando otras personas necesitan, no duda en socorrerlas. Es un modelo a seguir. Con su ejemplo he aprendido que en la vida siempre habrá obstáculos, pero depende de nuestra actitud poder enfrentarlos.

Emmy nos deja un mensaje de motivación y de seguir luchando por nuestros sueños. Como ella dice: «Siempre que te propongas una meta en tu vida, persevera hasta cumplirla”.

Crecí escuchando a mi mamá declamar poesías, es algo que a ella le gusta mucho desde que era niña. Entre sus poetisas favoritas está Amelia Denis de Icaza, por lo que despertó en mí curiosidad y ganas de saber más sobre ella. Debemos tener muy claro que ya hace años que murió, pero no así su legado ni su obra.

Poetisa romántica panameña y la primera mujer en publicar sus versos en el Istmo, su obra se caracteriza por la sencillez con que expresaba sus sentimientos y su sentido social. Nació un 28 de noviembre, así como el día en que nuestro país se liberó del yugo español, solo que ella vino al mundo en 1836, quince años más tarde de tan gran acontecimiento. Murió a los 75 años, en tierras lejanas.

Ahora entiendo por qué impregnó dolor y rabia en la poesía favorita de mamá, “Al cerro Ancón”, aunque también le escribió a la patria entera, al amor de madre y al caudillo Victoriano Lorenzo.

Al leer el poema noté mucho cariño y nostalgia por su país. Así que quise investigar, descubrí que el sentimiento que le puso a su obra fue, precisamente, porque estuvo lejos de Panamá por mucho tiempo, debido a que desde joven se casó y se mudó a Nicaragua, y al regresar encontró que los norteamericanos tenían el control de una gran zona de su patria.

Amelia Denis de Icaza creció en el barrio de Santa Ana, por lo que podía ver desde su ventana a su tan amado cerro. Se educó a pesar de que este tema estaba destinado principalmente para los varones.

Esto me hace pensar que soy afortunada por haber nacido en esta época. Entiendo por qué dice mi mamá que estudiar es un privilegio que debemos valorar, sobre todo las niñas, ya que una mujer preparada tiene muchas ventajas y puede vivir libre de pensamientos e ideas, libre de reunirse con quien quiera, libre de decidir a quién quiere, libre de amar, ser amada y respetada. Como toda concesión conlleva responsabilidades, estamos obligadas a defender nuestros derechos y la mejor forma de hacerlo es estudiando, respetando y siendo mujeres de bien.

Pues bien, volviendo a nuestra heroína de las letras, Amelia Denis de Icaza, que estoy conociendo gracias a mamá, me doy cuenta de lo difícil que fue la vida para ella aun contando con privilegios por ser hija de un hombre ilustre, preparado con influencias. El escenario para ella fue limitado debido a la falta de apertura para las mujeres en la cultura. No quiero pensar qué sería de mí y de mi hermana gemela si viviéramos en esa época.

Tengo claro lo que dice mi mamá: «Las oportunidades se toman cuando se presentan y te llegan, porque luego es difícil que vuelvan». Como niñas y mujeres panameñas debemos agradecer a Dios por nacer en estos tiempos y en este bello país.

Lamentablemente, Amelia murió lejos de su tierra natal, el 16 de julio de 1911, en Managua, Nicaragua; pero gracias a sus poemas quedó inmortalizada en las letras panameñas.