La sonrisa de mi abuela siempre emana un olor dulce. Tan dulce como un mordisco de merengue. Su madre es la razón de aquella delicada pero melancólica expresión. Me suele contar sobre la panadería de mi bisabuela. “La panadería de la señora Gina”, le decían. No había ningún problema, porque no tenía nombre.

Todos los días, desde 1951, a las dos de la mañana, doña Gina preparaba el pan que comería más tarde una suertuda familia veragüense en el pueblo de Montijo. Siempre me sorprendía ver a mi abuela usar el pan restante y endurecido del día anterior para hacer mamallena. Lo aprendió de su madre. Ahora entendí que las pasas tibias entre la masa son el toque especial de aquel postre interiorano.

“Al levantarse el sol, los merengues se tomaban la panadería. Lo más difícil era batir las claras de huevo sin batidora. Esto fue durante los primeros años”, pronunció mi abuela desde su cocina. En aquel entonces, era inevitable agotar los brazos revolviendo las claras y el azúcar con un tenedor hasta llegar al punto nieve, es decir, hasta dejar las claras de huevo con una consistencia firme para darles forma de “montañita”. “Mi madre no solía usar colorantes en los merengues, por lo general los dejaba blancos”, continuó entusiasmada. Durante las tardes, a eso de las cuatro, los dulces en la lista para hacer eran queques, rosquetes rojos y blancos y bizcochos esponjosos. “Pero no todos los días. Un día queque, otro día bizcocho, y así los demás…”, aclaró.

Cuando me acerqué para ayudarla con los ingredientes que estaba poniendo en la mesa, me compartió la siguiente receta: “Para hacer queques, lo primero que hago es quitarle la cáscara al coco, rallo la masa blanca y la coloco en un recipiente”, dijo mientras hacía lo mismo. Luego, agrego dos sobres de bicarbonato y aceite para que estas galletas queden blandas. Enseguida añadió sal al gusto y melaza a la olla. Mezcló todos los ingredientes anteriores para proceder a agregar la harina, poco a poco. Me pidió esta vez que le colaborara con aquella tarea. Para terminar, confesó que hacer queques es un trabajo de dos jornadas porque se preparan de un día para otro. No se asan el mismo día. Lo bueno es que la espera vale totalmente la pena.

La abuela tuvo el privilegio de ayudar a su madre en la panadería, percibir el cariño con el que elaboraba cada postre y el aprecio con el que los vendía. Hoy sus hijos y nietos, como yo, tienen la suerte de que recuerde las recetas. Principalmente la de los queques, cuyo sabor depende de la cantidad de miel utilizada, y que son aclamados por mucha gente. Mi mamá y mis tíos podrían comerse hasta diez en un día.

La panadería de la señora Gina duró unos veinticinco años, pero el tipo de postres que se hacían allí continúan deleitando a muchos panameños y turistas en la provincia de Veraguas. Comer queques un día en la semana, con un vaso de leche o un café bien caliente, se convirtió en una dulce tradición familiar. Tan dulce como un mordisco de merengue.

El 22 de junio de este año, salí a preguntar ¿qué pensarán los demás acerca de la extinción de nuestros árboles? Di a conocer los factores por los cuales están en riesgo. 

Algunos ciudadanos alegaron que estos son únicamente para extraer materia prima. Sin embargo, otros decían que, de necesitar la madera, se debería tomar con la condición de plantar otro árbol. Esto en cuanto a la tala. Pero también obtuve valiosos puntos de vista acerca de la contaminación. 

Los trabajadores de la playa de Amador declararon que desde tempranas horas de la mañana las costas están infestadas de basura. “¿Cómo cree usted que podemos parar esto?”, cuestioné. “Es algo bastante difícil, esto ya es algo cultural”, obtuve por respuesta. 

A un gran porcentaje de la población, según las personas entrevistadas, no le interesa la desaparición de los árboles. Mientras que otros se esfuerzan por preservarlos. ¿Y tú, qué crees? 

En el país hay una vasta variedad de árboles y otro tipo de vegetación. Hay especies como el marañón, el árbol panamá, guayacán, cedro, los higuerones, hasta los imponentes robles y el cocobolo. Existe esta variedad debido a características importantes como el clima, suelo y la vida silvestre del país. 

La rápida extinción de alguna de estas especies es preocupante, ya sea culpa de los humanos o no. ¡Porque hay que aceptarlo!, es nuestra culpa, gracias a la tala, quema, calentamiento global, explotación del suelo y contaminación, por ejemplo. 

No creo que la naturaleza lo haya hecho sola. Tenemos el caso de los higuerones, especie en alto peligro, víctima de la destrucción de los suelos, la tala indiscriminada y el cambio climático. Los únicos dos especímenes que quedaban fueron derribados sin piedad para construir un puente sobre el río Chagres, según reportó la periodista Mirta Rodríguez P. en su artículo “Desaparecen los frondosos higuerones nativos de Panamá”, publicado en La Estrella de Panamá, el 29 de octubre de 2016.

¿A qué costo avanza el desarrollo? Talar árboles tan majestuosos para urbanizar una zona. ¿No era posible hacer esta construcción unos metros antes o después para evitar la tragedia de los higuerones?

Casi perdemos al marañón por la plaga de los hongos Colletotrichum gloeosporioides, Pestalotia heterocornis y Lasiodiplodia theobromae, de acuerdo a lo explicado en la revista Agropecuaria del 9 de junio de 2019. Todavía recuerdo la última vez que vi un árbol de estos, con su corteza bastante áspera y rugosa. 

En el caso de los frondosos cocobolos, ubicados primeramente en las comarcas Emberá Wounaan, Guna de Madugandí y Wargandí, han sufrido, principalmente, por la tala para producir madera. 

¿Qué hacemos para protegerlos? Las medidas pueden ir desde consumir menos cartón o papel, reciclar, no hacer fuego en lugares boscosos para no provocar incendios forestales y participar de programas de reforestación. Sería muy bueno no usar pesticidas o insecticidas químicos para no afectar y contaminar el suelo. 

Ahora cada vez que veas un árbol quiero que te preguntes, ¿qué puedo hacer para que no llegue a un estado crítico? Y si ese árbol está en peligro, ¿qué puedes hacer para conservarlo? Así ayudarás a terminar con la extinción. O por lo menos te unirás al intento.

¿Has visto algún documental sobre las selvas tropicales del océano? Por si te estás preguntando qué son, te cuento que están ubicadas en las profundidades del mar. Son objetos rocosos, coloridos y porosos llenos de criaturas marítimas a su alrededor ¡Es maravilloso! ¿Verdad? Su nombre más común es arrecifes de coral.

Son estructuras encontradas en la hidrósfera, la capa de agua ubicada en nuestro planeta. Entre sus aplicaciones destaca que las especies coralinas han llegado a ser fuente de medicina. En el artículo “¿Sabías que los arrecifes producen medicinas?”, Daniel Camilo Thompson Poo explica que los corales pueden ser fuente de tratamientos para enfermedades cardíacas, cáncer y artritis.

¿Cuál es la realidad de los arrecifes en el Istmo? Se calcula que el 81% de los que hay en el país aún están en buenas condiciones, pero, ¿qué pasó con el 19% que ya no existe? 

Estos recursos se usan para hacer dinero, incluso los colocan en museos o exhibiciones, de acuerdo con lo documentado en el artículo “Amenazas para los arrecifes de coral”, escrito por Richard Nixon. No se tiene conciencia de que poco a poco el ecosistema queda sin vida.

Pero no hay que perder la esperanza. Hay personas que se esfuerzan por cuidar del ambiente marino. Los comentarios que recibí de un profesor y una compañera de mi escuela, el 24 de junio de este año, lo demuestran. “Es muy importante cuidar los corales, no sacarlos de su hábitat, así no pierden su esencia”, expresaron. Ellos le dan vida y color al mar. “Además, son refugio para las especies que los habitan, donde pueden protegerse de los ataques de sus depredadores”, continuaron diciendo mis entrevistados.

Aunque son estructuras que pueden estar a pocos centímetros de la orilla del mar, también llegan a estar a 50 metros de profundidad. Aun así, hay factores que los afectan. Es posible que se desintegren a causa del calor extremo, provocado por el cambio climático, según se explica en la página coral.org.

Las actividades humanas también les perjudica de gran manera. Si los roza una lancha, un submarino o el tiro del ancla de un barco, se quiebran debido a su fragilidad. Irónicamente, hay seres vivos que se sirven de ellos y que pueden llegar a dañarlos, como es el caso de las estrellas de mar espinosas. En caso de una sobrepoblación de estas criaturas, pueden llegar a arruinarlos, indica la nota titulada “¿Qué causa la destrucción de los arrecifes de coral?”.

Los corales marinos necesitan agua limpia, templada y poblaciones saludables para sobrevivir. Podemos ayudar a que este tesoro sea salvado comenzando con acciones mínimas como ahorrar energía. Para ello, debemos aprovechar la luz solar; desechar la basura como corresponde y evitar usar de forma inadecuada el agua.

¡Ah!, otra cosa importante es que compartas con las demás personas la importancia de proteger los tesoros en la profundidad del mar. Recuerda que los mantos acuíferos son parte de lo que mantiene a nuestro planeta inigualable. Si tomamos la acción de protegerlos, podremos mantenerlos en pie. Pregúntate ¿qué puedes aportar a las selvas tropicales del océano?

Era una noche oscura del siglo XVI, no había ni un alma despierta, a excepción de los negros del palenque en la Costa Arriba de Colón. Festejaban vestidos con retazos de telas y ropas al revés. Estaban llenos de alegría y libertad. Algunos tocaban el tambor y los demás les seguían el ritmo con las palmas. Bailaban con sus pies descalzos, sucios, untados de tierra y con cicatrices de desgracia, pero rebosantes de gozo.

No estoy segura de cuántas veces nos han hablado de la historia de los negros africanos en Panamá, posiblemente unas quinientas. No me quejo. El congo en realidad no es un término desconocido para mí. Se trata de un baile creado por negros esclavos en forma de burla hacia sus amos. Durante la primaria incluso lo vi como una asignatura. Hoy sigo recordando cómo eran sus pasos: improvisados y energéticos, sensuales y bellos.

Los congos tienen una forma especial de comunicarse. A través de su música, cada resonar del tambor significa una pieza del rompecabezas sobre la vida del negro autor. Además, tienen su propio lenguaje verbal. Su expresión corporal también encierra un mensaje. Cada pisada descalza en el piso frío, cada movimiento con la cadera, todo tiene su razón de ser. Eso es lo bello. Los bailarines pueden desahogarse y contar su parte de la historia con su cuerpo, al son de cadenciosos ritmos.

La vestimenta también es única, “de todos los colores y sabores”, como suelo decir. El diseño de las polleras consiste en la unión de retazos de telas de diferentes colores. En el caso del vestuario masculino, las piezas se llevan al revés. Cada una de estas usanzas posee un significado, que viene de épocas remotas, exactamente de los años de la esclavitud. Las polleras estaban hechas de retazos viejos de sus amos y la ropa al revés era una burla. 

En esta tradición existen diferentes personajes que añaden soporte a la historia, cada uno tiene su papel y significado en el baile.

La reina es muy fácil de identificar, lleva un vestido sencillo, normalmente de color blanco, muy básico. Lo que destaca es su corona gigantesca que desde lejos se puede hacer notar. Ella representa a la mujer fuerte que guio a su pueblo en su liberación de la esclavitud. También se encargó de administrar el gobierno y la justicia en los lugares donde se establecieron, según explica el documento “Reina congo panameña”, de Lineth Márquez (2011).

El diablo es otro personaje muy característico de esta cultura. Lleva su máscara con colmillos afilados y ropa en tonos negro o rojo, o combinados. Esta figura, que puede poner a un niño a llorar de inmediato por el temor que infunde, representa al blanco opresor.

Todo este legado abarca mucho más que un baile. Las expresiones rituales y festivas de la cultura congo fueron incluidas en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la UNESCO, durante la reunión 13 del Comité para la Salvaguarda del Patrimonio Cultural Inmaterial, en 2018.

Amo a esta cultura y creo que varios de aquí también. ¡Difundamos su legado!

Soy un negro maltratado, hijo y descendiente de negros colombianos. Mi madre y yo llegamos a Panamá en 1830. Mi historia inicia en 1845, cuando tenía tan solo quince años. Me llamo Miguel.

Con la llegada de muchos norteamericanos en 1846, después de la firma de lo que llamaban Tratado Mallarino-Bidlack, sentía que algo distinto podía ocurrir pronto. 

Hubo un anuncio que llamó mi atención. Iniciaba una gran construcción, donde se requería mano de obra. Entre nosotros, los negros, corría la noticia que se emplearía “mano de obra no esclava”. 

Y así empezó mi ilusión de convertir a mi gente en personas libres de todo tipo de maltrato. Ya no éramos sirvientes de ningún humano.

La ilusión me traicionó. A veces, de solo recordar el pasado, se me eriza la piel. A mi mente llegan recuerdos de los fríos y húmedos suelos en los cuales dormía. ¡Y, no, yo no era el único! Hubo cientos de negros pasando por mi situación. Nosotros trabajamos construyendo el famoso ferrocarril de Panamá. 

Todo era horrible para mi gente. Ahí no éramos esclavos, sino obreros. Pero nos pagaban mal, nos enfermamos y siempre recibimos un mal trato por parte de los capitanes. Antes de dormir, todas esas frías noches me preguntaba: “¿Cuándo llegará el momento que se escuche mi voz y la de mi gente?”. Muchas veces pensé que nunca ocurriría. 

Un día unos compañeros cantaban y bailaban entre los escombros que teníamos que recoger. Pero esa era solo una pausa, el paréntesis en medio de la angustia. Vi a muchos caer enfermos y morir. Nunca hubo ningún tipo de ayuda para nosotros. Nos trataban de la peor forma. “¿Cómo seremos escuchados? ¿Cuándo seremos tomados en cuenta?”, seguía cuestionando y me dije a mí mismo: “Hay que demostrar la felicidad que sientes en el momento. ¡Así es mi gente!”.

Ese día me atreví a gritar a los capitanes, sí capitanes, ahí no eran amos. Ahora los llamábamos de otro modo, pero a ese le dije en voz alta:

—¿Dónde está el pan de la mesa de Miguel? ¿Dónde el buen pago para los negros?

Mi capitán, el supervisor de la obra, me hizo una mirada con ojos de águila, pero yo no tenía miedo de hablar y pregunté a los demás:

—¿Dónde está el pan de la mesa de Miguel? ¿Dónde el buen pago para los negros?

Y con sus fuertes voces gritaron:

—¡No tiene! ¡No hay! ¡No tenemos!

Con su avergonzado rostro el capitán desvió la mirada, y yo insistí: 

—¿Acaso no escucha usted, capitán, la voz de este negro? 

—¡Sí la escucho! —dijo el capitán—. Yo no puedo hacer nada más que ponerlos a trabajar. 

Así todos siguieron en su labor, pero eso no podía ser todo.

“¿Qué puedo hacer, Dios, para mejorar esta situación?”, seguía reflexionando.

Me levanté en esos escombros y volví a gritar una vez más, con lágrimas en los ojos y una voz ronca: 

—¡Ya basta de ser tratados como inferiores, como bestias, como sirvientes, como esclavos! ¿Quién se une para ser libre? —hubo pleno silencio. 

Se supone que ya éramos libres, pero uno de los míos gritó:

—¡Yo no soy inferior, yo sí me rebelo hoy!

Campanas retumban y anuncian la llegada de hombres con sables, sombreros puntiagudos y una mirada despiadada inolvidable. Con mano de hierro diezman al pueblo, destruyen su interior e incendian su corazón. Familias aterrorizadas encuentran la manera de escapar. El 28 de enero de 1671 se convierte en el día que quedó hecho trizas el pueblo que alguna vez llamaron hogar.

Meses después del terrible acontecimiento se decidió trasladar la ciudad a una península de tierra, próxima al atracadero de la isla Perico, conocida como Punta Chiriquí. Como si de un ave fénix se hablara, el 21 de enero de 1673, surge de sus cenizas la nueva ciudad en lo que hoy se conoce como el Casco Antiguo de Panamá.

Cinco años después, se construyó una muralla que dividía la ciudad. En los intramuros se fundó el Oratorio de San Felipe Neri y en esa zona con calles de tablero de ajedrez se albergaba a la población adinerada. En cambio, el otro sector era conocido como el arrabal, donde estaban los barrios de Santa Ana y Malambo, y debió su nombre al establecimiento de la Iglesia de Nuestra Señora de Santa Ana. 

Las calles del Casco eran distinguidas con nombres de instituciones, comercios o un lugar importante del barrio, como lo fue la calle de la Carnicería, Puerta del Mar, el Callejón de Evaristo, y otros, según relata el artículo “Iglesia de San Felipe Neri”, de José Góngora Petit.

Mariano Arosemena escribió que por el año 1832 se podía caminar por avenidas vacías y afligidas, con apenas cuatrocientas casas y menos de cinco mil habitantes. Sin embargo, la fiebre del oro de California tuvo gran impacto en el desarrollo del país. El aumento del paso de aventureros incidió en el crecimiento demográfico de las ciudades panameñas, y por ende en la construcción de residencias. 

Una corriente edificadora ocasionó el aumento de propiedades, de 165 en el año 1854, a 360 en 1895. La población llegó a 10 000 almas, aumento que trajo consigo la demolición de las murallas que alguna vez estuvieron alzadas para defender a la ciudad, informa el documento de la historiadora Patricia Pizzurno “Consideraciones históricos, patrimoniales y turísticas sobre el Casco Antiguo de la ciudad de Panamá”.

En 1880 los franceses llegaron para cambiar la vida de la capital, con su intento de construir un canal interoceánico y creando oportunidades de trabajo. Lo que trajo consigo turismo, más crecimiento demográfico y la reactivación del comercio. Esto resultó en un 30% más de propiedades.

En la década de 1970 y 1980 el Estado panameño elaboró planes de reurbanización turística, como plazas públicas y monumentos. En los años 90, el sector privado inició sus proyectos de construcción de apartamentos de lujo. Los incentivos fiscales y económicos aprobados en 1997 propiciaron proyectos y planes particulares, pero muchos edificios quedaron sin restaurar. 

Los censos de 1990 y 2000 revelaron que el vecindario perdió la tercera parte de su población, y en el año 2004 sus edificios estaban en ruinas, de acuerdo a lo plasmado por Ariel Espino en su artículo “Conservación del patrimonio, turismo y desarrollo inclusivo en el Casco Antiguo de Panamá”. Era un poco volver a las desoladas calles de inicio de los años 1800, pero con los componentes sociales de hoy.

En el Casco Viejo, como también se le conoce, siguen conviviendo personas con un alto poder adquisitivo y otros de recursos más limitados. A esta diversidad de vecinos solo los divide una pared. Incluso comparten cuadra con los negocios que buscan atraer a turistas foráneos y locales.

En 1997, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) incluyó al Casco Antiguo en la Lista del Patrimonio de la Humanidad. La gente que lo habitó y que lo habita es un reflejo de la variedad cultural y humana que ha permanecido en estas tierras. Esas almas que han jugado un rol fundamental en nuestra herencia colectiva.

El capitán Salazar, fiel a los Reyes Católicos y a su misión por ejecutar, vestido con pesadas armaduras, desenvaina su espada y analiza que tenga el filo apropiado. Se encuentra en un pueblo fundado por españoles, en tierra firme de América el nuevo continente. Un pueblo cuyo nombre proviene de su gran cantidad de chorros y saltos de agua: La Chorrera, donde se localiza La Mitra, rincón que abre sus selvas para contar la historia de un legado por descubrir.


Las ruinas de La Mitra, patrimonio histórico localizado al final de la calle principal de esta comunidad, fueron usadas en su momento como lugar de descanso para el ejército, y también como un sitio para monitorear cualquier posible ataque proveniente del océano Pacífico. 

Se cree que en un principio pudo haber sido un monasterio, una especie de templo o bien una fortaleza. De acuerdo con diversos estudios realizados por conocedores del tema, es probable que su cimentación se haya hecho entre 1780 y principios de 1800.


En 1960 José Manuel Reverte, un español que estudió sitios históricos en Panamá, realizó investigaciones con miras a explicar el origen de las antigüedades encontradas en La Mitra. Después de examinar cuidadosamente dichas estructuras, descubrió que estaban construidas de piedras muy similares a las usadas en las ruinas de Panamá La Vieja, lo cual le llevó a la conclusión de que tal vez se trató de un refugio y retén militar.


Gracias a los testimonios de antiguos pobladores, ahora sabemos que la edificación tenía paredes o ciertas divisiones internas, lo cual nos lleva a adentrarnos un poco e imaginarnos todo lo que pudo haber sucedido hace algunos años.


Tuve la oportunidad de visitar este lugar en enero de 2020. La experiencia fue asombrosa, pues nunca imaginé que existiera un sitio de este tipo en La Chorrera; también me generó muchos interrogantes… ¿Cuál es su origen?  ¿Qué historia hay detrás de esto? ¿Tiene el reconocimiento que se merece?

En medio de estas preguntas, me llevé la sorpresa de que no hay tanta información, lo que a su vez me hizo reflexionar sobre el poco interés por rescatar nuestro pasado colonial; y debería ser lo opuesto, en vista de que la historia no es solo verdad cuando narra cómo se dieron los hechos, sino también cuando relata cómo hubiera podido acontecer. 

Dicho todo esto, sé que quedará la duda: ¿En qué radica su importancia? En lo personal, puedo asegurar que muchas personas que están leyendo este texto previamente no tenían conocimiento sobre tan hermosa herencia cultural ubicada en La Mitra, ya que muchos piensan que las ruinas de Panamá La Vieja, en la ciudad capital, son las únicas en nuestro país; pero ya vemos que no es así.  Por ello, mi objetivo al escribir sobre este tema es remarcar el sentido de identidad, para preservar y conocer nuestro patrimonio histórico, que son las raíces que sustentan al árbol de la humanidad y los cimientos sobre los que construimos nuestra identidad como pueblo, y sobre todo como personas.

Era una noche espectacular, la luna resplandecía y yo la admiraba en compañía de mi madre y mis hermanas. En ese momento una de ellas me invitó a planear un viaje a la comunidad de Santa Librada, ubicada cerca al río Boquerón, en el Parque Nacional Chagres. Siempre había escuchado de aquel sitio, pero nunca había ido, así que acepté la invitación.

Llegó el día de irnos, empaqué algunas cosas y junto a mi hermana, su novio y mi sobrina abordamos un taxi hasta Salamanca, en la provincia de Colón. Primero llegamos a la residencia de la madre de mi cuñado, luego salimos hacia el destino deseado. ¡Era un lugar hermoso! Podía ver un río en toda su inmensidad y tomé muchas fotografías. 

Esperamos a que vinieran con unos caballos para ir río arriba hasta llegar a un pintoresco rancho.

“¿Verdad que este lugar es lindo?”, comenta mi sobrina Keisy.  “Sí, lo es”, respondí de inmediato. Ambas admirábamos el paisaje natural: ella a caballo y yo caminando. Cruzamos muchos pasos de ríos, en el camino vimos iguanas, escuchamos la presencia de animales de monte y el cantar de las aves. A lo lejos divisamos el ranchito en una loma. Pero antes de subir nos detuvimos en una gran árbol de mango, Keisy y yo cogimos algunos para merendar. 

Cuando llegamos al rancho yo estaba encantada con todo ese entorno. Me transmitía paz, me hacía olvidar las dificultades familiares y hasta los falsos amigos. Solo éramos la naturaleza y nosotros, con el melodioso murmullo de la brisa y el canto de las aves de fondo. 

El primer día de excursión fuimos al río, aunque no tengo tanta experiencia nadando, decidí intentarlo y crucé hasta el otro lado y me detuve en una gran piedra. Cuando el sol ardía, cerca del medio día, nos llamaron para almorzar. Keisy y yo disfrutamos los alimentos, reposamos unos minutos y después fuimos de nuevo al río.

“¡Mira, una piedra de colores!”, dijo mi sobrina. Le respondí que yo había encontrado otra parecida. Habíamos recolectado muchas piedras de colores mientras inventábamos juegos, íbamos a nadar y nos tomamos cuantas fotografías fueran posible. 

Después regresamos a la casa, tomé un baño y fui con mi sobrina y otra chica de mi edad a sentarnos en un sitio elevado, en un pasto, desde donde se veía todo el paisaje. La brisa acariciaba mi cabello ondulado, el sol me pegaba ligeramente en la mejilla. La vista realmente era hermosa, con mucha vegetación que se entrelazaba con las montañas, las vacas y los caballos. Se hizo tarde y estaba oscureciendo, así que volvimos a la casa para cenar, me puse mi pijama y vimos televisión hasta las 10:00 p.m.  

Estaba muy cansada, así que le dije a mi hermana que me acostaría. No me costó dormirme, solo cerré los ojos y enseguida caí en un profundo sueño. 

A la mañana siguiente, me desperté con el cacareo de las gallinas y el olor a café. Eran las 8:00 a.m. y ya todos estaban despiertos. Luego de desayunar y ver a unos cerditos, fuimos de paseo.

Caminamos como 20 minutos. Estaba asombrada porque habían más ríos, el sol estaba a su máximo esplendor, me quité las chancletas, y aunque las pequeñas piedras hacían que mis pies se lastimaran un poco, no hice caso a ese pequeño inconveniente para disfrutar del momento. 

Llegamos a un río de aguas cristalinas, era como estar en un paraíso. Caminamos por unos cinco minutos más hasta llegar a un charquito donde paramos a descansar, para luego darnos un refrescante chapuzón. 

La tarde se puso un poco oscura, indicando que estaba a punto de llover. Cayeron pequeñas gotitas, caminamos un poco rápido, yo iba casi corriendo, hasta que llegamos a la casa y nos salvamos de quedar empapados. Ya eran las 5:30 p.m., vi caer la lluvia, ¡amo la lluvia! Imaginé que estaba en mi hogar, escribiendo y tomando una taza de té o que estaba en los brazos de mi madre, a quien extrañaba mucho.

Un fuerte trueno interrumpió mis pensamientos. Cuando era niña los truenos me asustaban al punto de quedar debajo de las sábanas, en la cama de mis padres. 

Caían las últimas gotas de lluvia, solo quedaba el olor a tierra mojada y el aroma de la sopa que estaban preparando en la cocina. El aguacero paró de repente.

Esa noche hizo mucho frío, me costó dormir, quizás por lo cansada que estaba y por lo que me pareció que fue el rugido de un animal. 

Al día siguiente, cuando desperté, mi hermana hacía el desayuno. De repente me dio melancolía, extrañaba a mi familia, algo dentro de mí quería volver con ellos. 

Cuando estábamos lavando los trastes le pregunté a mi hermana Mitzy: ¿Cuándo nos vamos a casa? Ella respondió que en un día estaríamos de vuelta. Escuchar esa respuesta me puso muy feliz, por lo que ese día pasó de manera veloz. 

Al rato unas vacas salieron del corral y traté de ayudar, pero la colaboración fue poca porque terminé corriendo por mi vida, me caí muchas veces y hasta rodé por el pasto. 

En el atardecer fuimos de pesca y terminé en la orilla del río partiendo un pez por la mitad. Fue una jornada agotadora, pero divertida. Aunque por dentro solo tenía un pensamiento: ¡Pronto iría a casa! 

El último día de paseo nos levantamos muy temprano. En el camino de vuelta, casi que corría por los ríos recordando lo vivido en aquel lugar. Por alguna extraña razón, llegaron a la mente esos momentos de infancia cuando mamá me abrazaba, la calidez de sus caricias y hasta extrañaba sus regaños, y cuando mi papá me tomaba en sus brazos y cantaba para mí.

Y fue ahí cuando se me escapó una pequeña gotita de felicidad en forma de lágrima. Fue cuando comprendí que yo era feliz con esos hermosos recuerdos y con el amor que me dan mis padres. Ese es mi verdadero lugar feliz.

Eran las 11:00 a.m. Había un sol radiante y un clima agradable. La brisa movía los árboles alrededor del Centro Educativo Básico General Salamanca, en la provincia de Colón. No era un día cualquiera, aquel 3 de noviembre de 2018 se celebraba un año más de la separación de Panamá de Colombia, hecho ocurrido en 1903. Yeremy estaba listo para ir a marchar junto a sus compañeros, pero algo de último momento cambiaría los planes.

Justo antes del desfile su madre le dijo que no podía ir, pues la familia tenía planeado un viaje hacia el icónico Camino Real, conocido también como el Camino de Cruces, ruta histórica del Istmo de Panamá que conectaba el Mar Caribe con el océano Pacífico durante la época colonial y que fue construida alrededor de 1519, previo a la construcción del ferrocarril transístmico.

Yeremy, de nueve años, estaba muy contento con el cambio de planes y la nueva experiencia. Caminó hasta el transporte que los esperaba. Todo parecía perfecto, pero jamás se imaginó lo que pasaría…

El chico salió de casa con los suyos, en total ocho personas, rumbo al Camino Real. Había buen clima con una brisa de verano, pero ninguno pudo anticipar que algo arruinaría la aventura.

Llega el mediodía, Yeremy come unas galletas con su tío, quien le platica sobre cómo podría ser el viaje, tras leer datos sobre el Camino Real. Llegaron a una estrecha entrada donde el vehículo no podía pasar, entonces decidieron comenzar la caminata.

A pesar de que se percataron de que el cielo comenzaba a teñirse de color gris oscuro, la brisa era fría y caían unas pequeñas gotitas de agua, no le dieron mayor importancia al asunto.

A un costado de la entrada, Yeremy vio un cartel que mostraba un mapa con indicaciones del sitio. Luego la familia emprendió el andar mientras el chico contemplaba los hermosos árboles de color verde oscuro, y el castaño color de las aves. 

Repentinamente comenzaron a caer muchas más gotas de lluvia. El niño mira hacia el cielo y nota que las nubes son cada vez más oscuras y densas. “Papá, ¿va a llover?”, preguntó. Su padre le respondió que todo parecía indicar que sí. A pesar de ello, la familia siguió su rumbo, pues estaban disfrutando del hermoso paisaje que brinda el Parque Nacional Chagres.

A eso de las 2:17 p.m. el clima empeoró y para evitar que una cabeza de agua los sorprendiera, a pesar de que era poco probable, desviaron su curso que inicialmente iba por el río, y se adentraron en un camino montañoso, con la idea de que sería un lugar más seguro para todos, en especial a los niños.

Ahí iba Yeremy, con sus padres y su pequeño hermano. Estaban poniendo en peligro sus vidas, pues el río poco a poco incrementaba su volumen y se teñía de color marrón oscuro…

El padre alerta a la familia: “¡Tenemos que caminar más rápido, el río está en un punto que podría traer una gran cabeza de agua!”. Al escucharlo, Yeremy miró con preocupación a sus padres, comenzó a sentir miedo y escalofríos por todo el cuerpo.

Por lo inaccesible de la ruta, tuvieron que volver al cauce del río. Media hora después el agua comenzó a llevar ramas y hojas de color café oscuro consigo. Yeremy ve cómo el río se convierte en una especie de monstruo de la naturaleza. Entonces su vida pasa frente a sus ojos. Tiene miedo de un desenlace fatal, pero su pensamiento es interrumpido cuando su padre exclama: “¡Es una cabeza de agua!”, y observan una enorme masa líquida que va arrasando con todo a su paso.

Con pocas opciones para salvaguardarse, la familia se sube a una enorme roca de unos dos metros de alto por dos metros de ancho. Allí permanecieron por unos minutos hasta que llegó un señor montado en un caballo, quien les dijo: “agárrense fuerte del caballo”. Mientras lo hacían, Yeremy no dudó en decir: “más rápido, porque el río está a punto de traer un gran tronco”. Les faltaba unos 20 metros para llegar a la orilla y haciendo su mayor esfuerzo, las ocho personas lograron salir del embravecido río.

Yeremy estaba a punto de llorar. Nadie podía creer que salieran ilesos de esa cabeza de agua.

Ya eran las 3:47 p.m. La familia pensó que pasarían la noche en el bosque, pero afortunadamente, poco a poco las aguas del río Boquerón empezaron a bajar. Luego pasaron el primer tramo del río y mientras lo cruzaban Yeremy contemplaba su caudal poderoso. Siendo las 4:02 p.m. ya estaban exhaustos, el río le llegaba a la cintura a Yeremy, el agua era pesada y muy difícil de transitar, pero seguían adelante, con la esperanza de llegar a un sitio donde estuvieran a salvo.

El tiempo pasaba rápido. A las 5:08 p.m., y con una hora de luz del día que les quedaba, pensaban en lo atrasados que estaban para llegar al camino de vuelta. Sus rostros denotaban cansancio y preocupación. Siete minutos más tarde cruzaron el último tramo del río hasta llegar a una pequeña choza con paredes de madera, propiedad del señor que los había rescatado. Allí pasaron la noche.

A pesar de las adversidades, la familia corrió con suerte, jamás se rindieron y con la ayuda del buen samaritano todos lograron salir del embravecido río y llegar de regreso a casa sanos y salvos. ¡Una aventura intensa que nunca olvidarán!

A pocos minutos del Casco Antiguo se encuentra la histórica avenida Central, una de las calles más remotas de la ciudad de Panamá, que antes tuvo un auge económico y cultural, pero hoy se encuentra descuidada. 

La Central fue el corazón del urbanismo durante el siglo XX. Había locales comerciales, bancos, restaurantes, almacenes y farmacias; por esta vía transitaban los populares Diablos Rojos.  Al principio era un espacio vacío, hasta cuando construyeron un parque con árboles y veredas; a partir de allí comenzaron a instalar tiendas por departamentos en el área.

También conocida como La Peatonal, la calle era visitada por locales y extranjeros; ahora solo es una vía de tránsito para llegar al Casco Antiguo o la Iglesia de Santa Ana. En el presente la zona luce abandonada y está afectada por la suciedad, los transeúntes encuentran a su paso mascarillas, bolsas plásticas, latas, plumas de palomas, cajas de cartón y enseres; hay edificios en mal estado que atraen roedores y crean olores putrefactos. 

Durante un recorrido que hice por la zona, los residentes comentaron estar preocupados por toda la basura acumulada durante varios años, un problema que no ha tenido solución.  “¿Qué impresión se llevan los turistas? ¡Toda la calle está sucia!”, dijo una persona que trabaja en el lugar. “Esta calle atrae los malos olores, tenemos que cerrar las puertas para que no entren las moscas. ¡No prestan atención a dónde vive la gente pobre!”, comentó una residente del sector desde el 2012.

La falta de conciencia, cultura y educación son algunas de las principales causas del estado de deterioro. El nivel de desechos que producimos se ha acelerado en los últimos años, pero no estamos dando una respuesta adecuada al problema. Las buenas costumbres vienen desde las casas, los padres tienen que enseñarles a sus hijos a recoger en vez de tirar. Sería ideal realizar campañas para concientizar sobre la disposición adecuada de los desperdicios en las escuelas, universidades, iglesias, empresas privadas e instituciones estatales, o simplemente multar a cada persona que arroje basura al piso. Además, las autoridades deben hacer su parte en crear sistemas de recolección eficientes y desarrollar estrategias para reciclar y aprovechar los desechos, como ocurre en otros países.

No solo las áreas urbanas, como la avenida Central, son impactadas por la suciedad. Estudios indican que la basura de las calles va a parar a los acueductos hasta llegar a los mares; es por ello que urge un plan piloto que ayude a mejorar la problemática.

Evitar arrojar desechos también se trata de tener sentido de pertenencia por lo nuestro. Es necesario fomentar cultura en la sociedad con campañas orientadas al cuidado, preservación y protección del patrimonio nacional, pues es parte de nuestra identidad, de la lucha de los caídos por defender nuestra bandera y de los lugares que representan la historia y diversidad de culturas y costumbres. 

Una avenida como la Central no puede quedar en el olvido. Es momento de crear conciencia, de adaptarnos a los cambios positivos que ayudan a lograr un mejor Panamá y devolver sus días de gloria a aquellos sitios que conservan la memoria de nuestro pasado.