La maestra de Guatemala

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Me despertó doña Elsa. Eran las tres y media de la mañana, los pájaros aún esperaban el alba y los gallos meditabundos todavía decidían si perturbar la paz de la clase social más trabajadora, pero más olvidada de todas. 

Era lunes, y como había sido costumbre para doña Elsa, en los últimos quince años, saldría a impartir clases a la única escuela de la más recóndita aldea que existía en toda la ciudad de Guatemala.

El pan remojado en café se balanceaba con el andar de la “camioneta” mientras la mujer rezaba su rosario. No había sido una vida fácil, pero nunca dejó de creer en que todo era posible, con fe. 

Al abrir los ojos entendí cómo los dos minutos que sentí de viaje en verdad fueron dos horas, cuatro buses diferentes y largas esperas en las frías y oscuras paradas de buses guatemaltecas. A su llegada el pequeño plantel se iluminaba de esperanza, los pasillos quedaban impregnados del imponente porte de doña Elsa, que arribaba como cura a la ignorancia y dispuesta a sacar a sus estudiantes adelante en medio de la incertidumbre que el país atravesaba.

Y ahí estaba yo, sentado en una esquina, escuchando el dictado matutino que era definitivamente muy avanzado para mi nivel. Intentaba apuntar todo lo que pudiera. “Lo que bien se aprende, jamás se olvida”, cantaba ella mientras caminaba por aquel salón, que a pesar de estar cayéndose a pedazos por su deplorable estado físico, parecía fortalecerse cada vez más por la ilusión con la que los estudiantes veían a doña Elsa. 

Noté en esos estudiantes un interés por aprender que no había observado nunca en otras personas. Me di cuenta de que veían la escuela como su verdadero hogar, pues al salir de ahí se cansaban buscando, sin éxito, algo similar en sus casas que, en cambio, estaban plagadas por los problemas que la gente suele ocultar por miedo a ser criticada.

Al final de cada treintena, llegaba su humilde, pero merecida compensación. Doña Elsa no cobraba solo con dinero, su real paga era el regocijo de saber que, con el tiempo que le daba a sus estudiantes, les había impregnado una promesa de éxito, de superación y de fe. 

Cada noche que, añorando su casa, decidió quedarse enseñando; cada noche que, extrañándome, ayudó al más necesitado en la aldea; cada noche que, casi sin fuerzas, llegaba a su hogar valió la pena para sentirme orgulloso de ella. Pero nunca dejó de estar para mí. Todos los días se preocupaba, se alegraba y me regañaba, porque sabía que en algún momento sus enseñanzas me iban a servir.

La maestra ya no está. Pero, tras su partida, en las paredes de los salones de aquella escuela todavía resuenan las anécdotas, las enseñanzas y los refranes que la hacían única. Estoy convencido de que los héroes no son siempre los más conocidos; al contrario, son esos que mejoran el mundo poco a poco con la capacidad intrínseca de ser ellos mismos. Y ella era mi abuela, doña Elsa.