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Mi mamá tiene una buena amiga desde hace tiempo. Muchas veces la escuché hablar de ella, pero no la conocía personalmente, hasta que tuve la dicha de verla en acción cuando tenía mis diez años. Se llama Solangel Robinson.

Aquel día la mujer fue a visitar a mi mamá por sus aspiraciones políticas. Estaba haciendo campaña para ser representante de la 24 de Diciembre.

A sus 35 años es muy esforzada y dedicada a su familia. Tiene dos hijos: una niña de doce y un niño de diez. Es madre soltera, pero esto no la ha detenido para luchar por cumplir sus sueños y los de sus pequeños.

Con frecuencia Solangel pasa por nuestra casa y cada vez nos actualiza de cómo van sus iniciativas. Además, la hemos visto escalar puestos dentro del servicio social. Ahora es secretaria del Foro Nacional de Mujeres de Partidos Políticos (Fonamupp), donde se ocupa de la formación de panameñas a nivel nacional. De igual manera se encarga de hacer proyectos y de dar forma a propuestas de mujeres políticas para que lleguen a la Asamblea Nacional.

Solangel también representa a Panamá a nivel internacional. A menudo asiste a foros en otros países, donde las mujeres no hacen distinción de partido político o raza y unen fuerzas para crear proyectos globales y regionales que ayudan a otras féminas. Esta licenciada nos contó que ha podido visitar Costa Rica, Colombia y Estados Unidos, entre otros. También ha tenido la oportunidad de sentarse junto a primeras damas y presidentes de otras naciones.

A nivel nacional, la recuerdo muy activa en una huelga de docentes que cerró el puente de Pacora como medida de presión para llamar la atención de las autoridades locales. Esa vez llamó a mi mamá para que le llevara ropa, pues ella estaba en el sitio durante el día y la noche, con los educadores y representantes de pueblos originarios, haciendo la fuerza ante las injusticias. Me tocó verla sin chancletas, con la vestimenta sucia y gritando consignas. Su lucha rindió frutos, porque luego fueron llamados a sentarse en la mesa de diálogo.

Admiro a Solangel por muchos aspectos, sobre todo por su determinación y valentía a la hora de reclamar derechos y de exponer su punto de vista. No duda en pelear por lo que cree correcto y en ayudar a quienes tengan una causa común. Ella siempre está en búsqueda de nuevas metas.

Por ejemplo, en estos momentos Solangel trabaja en el proyecto de un portafolio de fotografías sobre derechos humanos. Está indagando sobre esas postales que resalten historias de personas en situación de vulnerabilidad, como las víctimas de la migración forzada, los pueblos indígenas o la clase trabajadora.

Aparte de eso, está involucrada en la creación de la Escuela de Pensamiento Hipatia de Alejandría. No es un plantel de educación formal, sino uno de educación continua para los miembros de las comunidades; un espacio de reflexión para abordar distintos acontecimientos desde una perspectiva multidimensional y encontrar soluciones desde el trabajo social y comunitario.

A pesar de ser joven, Solangel ya acumula muchas experiencias ayudando a otros. No descansa, siempre está en algo nuevo, enfocada en apoyar a grupos vulnerables, sin importar la raza o el país de origen de las personas. Ella ubica por encima de todo al ser humano y su impulso natural es luchar por los derechos de los más necesitados. Es solidaria y comprometida con los demás; vive para servir, y por eso la admiro.

Capaz, responsable, amable, alegre, segura, única… son solo algunas palabras que describen a mi querida e increíble abuela Mira.

Nació en Aleppo, Siria donde tenía una vida bastante buena y próspera junto a mi abuelo y sus tres hijos. Su familia practicaba de forma ortodoxa el judaísmo, religión del pueblo judío, que con mucho amor cumplía desde que tenía memoria.

Mis abuelos eran exitosos en Siria, ya que el país estaba a cargo del gobierno francés que imponía orden y justicia, además ofrecía oportunidades económicas en todo el territorio; sin embargo, una vez que esta administración se retiró, por razones políticas, el lugar se convirtió en una terrible dictadura. 

Todo comenzó a figurar mal para los habitantes de Aleppo, especialmente para los judíos, quienes se encontraban en constante peligro al ser vistos como la “víctima fácil” de la cual se podían aprovechar.

Crímenes físicos tanto hacia ellos, sus tiendas, casas, posesiones o sus propias familias eran comunes y encima se rehusaban a darles algún tipo de pasaporte o documento de identificación para buscar otra oportunidad de una mejor vida. 

Muchos de los familiares o amigos de mi abuela ya estaban escapando del país, aunque fuera arriesgado, por miedo a lo que les pudiera llegar a pasar si se quedaban en Aleppo. Hubo quienes perdieron la vida a tiros al ser descubiertos. 

Mi abuela, sabiendo que para ella lo más importante era la seguridad de su familia, decidió junto a su esposo seguir habitando en el país con la esperanza de que algún día todo volviera a la normalidad. Mantuvo siempre una buena cara ante la situación y fue el sostén que permitió a todos sobrevivir los momentos difíciles que pasaron al quedarse; sin embargo, un día ocurrió algo y perdió la esperanza, ya que se dio cuenta de que no era seguro estar en su propio hogar.

Estaba lavando ropa en su balcón cuando de repente su mano comenzó a sangrar. ¡Una bala la había rozado! Fue inmediatamente llevada al hospital, y gracias a que el proyectil no penetró se pudo recuperar al 100%, pero, los culpables, que alegaron haber estado jugando tiro al blanco y “sin querer” apuntaron mal, salieron libres de pena.

“Tanto peligro y corrupción había en el país que todo el mundo llevaba armas y un aire de poder que hacía a uno temer”, decía mi abuela.

Este evento despertó el  instinto de protección que tenía Mira sobre su familia y su vida, por lo que, junto a mi abuelo, decidió arriesgarse para tratar de huir y buscar un mejor futuro para sus hijos.

Hicieron contacto con unas personas para fugarse, pero les dijeron que solo había espacio para cuatro, la familia de mi abuela era de cinco. Les aseguraron que no habría otra oportunidad por años, pero ella se rehusaba a dejar atrás a alguien. O escapaban todos o no lo hacían. Milagrosamente, semanas después les ofrecieron un cupo más y lograron salir del país en una difícil y temerosa misión; pero eso es otra historia, para otro momento.

Escuchar todas estas anécdotas de mi abuela me sorprende cada día más y crea un sentimiento de asombro y orgullo por todo lo que tuvo que sobrepasar manteniéndose siempre fuerte y cariñosa frente a sus hijos y su esposo. 

Me siento dichosa de saber que vengo de una familia de valientes, que no permiten que nadie ni nada los derrote y que siempre buscan la forma de salir adelante y tener un buen porvenir.

Me despertó doña Elsa. Eran las tres y media de la mañana, los pájaros aún esperaban el alba y los gallos meditabundos todavía decidían si perturbar la paz de la clase social más trabajadora, pero más olvidada de todas. 

Era lunes, y como había sido costumbre para doña Elsa, en los últimos quince años, saldría a impartir clases a la única escuela de la más recóndita aldea que existía en toda la ciudad de Guatemala.

El pan remojado en café se balanceaba con el andar de la “camioneta” mientras la mujer rezaba su rosario. No había sido una vida fácil, pero nunca dejó de creer en que todo era posible, con fe. 

Al abrir los ojos entendí cómo los dos minutos que sentí de viaje en verdad fueron dos horas, cuatro buses diferentes y largas esperas en las frías y oscuras paradas de buses guatemaltecas. A su llegada el pequeño plantel se iluminaba de esperanza, los pasillos quedaban impregnados del imponente porte de doña Elsa, que arribaba como cura a la ignorancia y dispuesta a sacar a sus estudiantes adelante en medio de la incertidumbre que el país atravesaba.

Y ahí estaba yo, sentado en una esquina, escuchando el dictado matutino que era definitivamente muy avanzado para mi nivel. Intentaba apuntar todo lo que pudiera. “Lo que bien se aprende, jamás se olvida”, cantaba ella mientras caminaba por aquel salón, que a pesar de estar cayéndose a pedazos por su deplorable estado físico, parecía fortalecerse cada vez más por la ilusión con la que los estudiantes veían a doña Elsa. 

Noté en esos estudiantes un interés por aprender que no había observado nunca en otras personas. Me di cuenta de que veían la escuela como su verdadero hogar, pues al salir de ahí se cansaban buscando, sin éxito, algo similar en sus casas que, en cambio, estaban plagadas por los problemas que la gente suele ocultar por miedo a ser criticada.

Al final de cada treintena, llegaba su humilde, pero merecida compensación. Doña Elsa no cobraba solo con dinero, su real paga era el regocijo de saber que, con el tiempo que le daba a sus estudiantes, les había impregnado una promesa de éxito, de superación y de fe. 

Cada noche que, añorando su casa, decidió quedarse enseñando; cada noche que, extrañándome, ayudó al más necesitado en la aldea; cada noche que, casi sin fuerzas, llegaba a su hogar valió la pena para sentirme orgulloso de ella. Pero nunca dejó de estar para mí. Todos los días se preocupaba, se alegraba y me regañaba, porque sabía que en algún momento sus enseñanzas me iban a servir.

La maestra ya no está. Pero, tras su partida, en las paredes de los salones de aquella escuela todavía resuenan las anécdotas, las enseñanzas y los refranes que la hacían única. Estoy convencido de que los héroes no son siempre los más conocidos; al contrario, son esos que mejoran el mundo poco a poco con la capacidad intrínseca de ser ellos mismos. Y ella era mi abuela, doña Elsa.

Si la educación tiene un camino escrito en la historia de las naciones, en Costa Rica debería llevar la insignia de doña Emma Gamboa Alvarado, nombrada Benemérita de la Patria por la Asamblea Legislativa en 1980. Como parte de sus intereses, buscó crear en el país una enseñanza humanista, en la cual se priorizaran a los infantes y a los docentes que impartían las clases.

Hoy en día, comprendo bien que, en muchos de los casos, el peso de una calificación es mayor al de la misma comprensión humana y que el éxito se estima según el valor plasmado en un papel azul. Este papel azul fue durante muchos años el billete de 10 000 colones costarricenses, que tuvo impreso el rostro de doña Emma Gamboa. ¿Le habría gustado a ella este giro en su visión del humanismo? Difícil saberlo.

Nació en San Ramón, provincia de Alajuela, en 1901. Desde su adolescencia, cuando empezó sus estudios como maestra en la Escuela Normal de Heredia, tuvo la idea de que el docente debía ser matriz de la cultura y semillero de justicia y libertad. A lo largo de su vida profesional encarnó esos principios para obtener su derecho a exigirlos.

Como pionera en su ámbito, ayudó en la creación y dirección de algo grande: la Asociación Nacional de Educadores, ANDE, entidad que existe hoy en día y que se ha convertido en la cooperativa para los docentes costarricenses. Con los años pasando enfrente de sí misma, se le llegó a nombrar presidenta de esta agrupación, cargo que desempeñó de la mejor manera durante algún tiempo. Además, se le atribuyeron puestos de gran mérito, como el de ministra de Educación en Costa Rica, siendo la primera mujer en lograrlo. Este era el fruto de su esfuerzo persistente que se construyó con base en un fuerte cimiento de estudios.

Esta prócer de la nación plasmaba ideales entre versos que eran capaces de asesorar a cualquiera. En sus libros quedaron fijados muchos de sus pensamientos sobre la pedagogía. Textos como Nuevo silabario y Paco y Lola sirvieron a muchas generaciones para aprender a leer y a escribir y continúan siendo un referente a la hora de iniciar el camino de la lectoescritura.

Sus obras, como aporte y como algo más para la memoria costarricense, posiblemente seguirán resultando de gran ayuda en el ámbito de la enseñanza, pues la honra que trajo esta Benemérita de la Patria no producía menos que inspiración: logró que en Costa Rica se implementara la carrera universitaria para la formación de maestros. Su visión se convirtió en la base para que otras personas siguieran su legado y desearan crear una nación con estándares de educación más elevados.

En medio de rosas, sus flores favoritas, doña Emma se despidió de este mundo el 10 de diciembre de 1976. Ni el cáncer de mama ni ningún otro padecimiento han podido borrar su nombre de la memoria y el corazón del pueblo costarricense.

Me encontraba sentada tomando un café en la terraza del lugar que considero mi hogar, una pequeña comunidad donde siempre huele a dulce —¿será porque cultivan caña?— ubicada en Santiago, provincia de Veraguas. De repente, surgió una pregunta: ¿Quién es la mujer más fuerte que he conocido? En ese mismo instante, alguien pasa detrás de mí y se sienta a mi lado; la miro y, mientras sostiene un tejido entre manos, sus ojos achinados me dan la certeza de lo que estoy pensando: ¡Es mi abuela Raquel María Hernández Batista de Posada!

Apenas se acomoda en el taburete, le lanzo la pregunta con la que considero mi respuesta: por supuesto, eres tú, mi amada abuela, y ella se quita los lentes y se cubre los ojos con sus manos…

Entonces giro mi cuerpo hacia ella, la miro cuidadosamente y le propongo recordar las historias y travesías que siempre me cuenta mostrándome fotos que evidencian las aventuras de la que una vez fue una joven educadora. Son algunas anécdotas peligrosas, otras tristes, hermosas y felices.

—Recuerdo —dijo, mientras me acerco curiosamente a escuchar el nuevo relato— cuando tuve que irme a San Blas y me vi obligada a dejar mi mayor tesoro, mis hijos; pero también a mi familia y amigos, para llegar a un lugar con nuevas personas y un idioma distinto. Una situación difícil, aunque considero que fui fuerte, y me aventuré en una avioneta blanca rumbo al aeropuerto del Porvenir para después abordar un cayuco que me llevaría a mi destino, la isla de Soledad Mandinga. Me sentía igual que el nombre del lugar… Allí ejercí mi profesión de educadora.

—¿No te dio miedo? —pregunté.

—Sí, pero lo hacía porque necesitaba el trabajo y devengar un sueldo, quería lo mejor para mi familia —manifestó, mientras se le dibujaba una sonrisa amable y seguía tejiendo una de sus toallas. Le encanta bordar y coser.

—Con el pasar de los días, la isla y sus pobladores me parecían maravillosos —rememoró—; a pesar de no entender el idioma, supe comunicarme con ellos por señas y así fui conociendo a uno que otro morador que sí hablaba español; de esa forma aprendí pronto la lengua guna y pude darle clases a los niños en aquella escuela multigrado en el archipiélago de San Blas.

Desde niña mi abuela se encargó de hacerme una gran cantidad de vestidos, toallas y almohadas. Siempre ha estado conmigo, aún desde la distancia, debido a su trabajo de maestra. Me ayuda en todo momento, brindándome tiempo y dinero.

Es una mujer paciente que siempre repite la frase de mi bisabuelo: “Nunca te canses de hablar”, y de esa forma crio a sus tres hijos, siendo mi madre la mayor.

Le doy un último sorbo a la taza de café caliente que tenía entre manos y la vuelvo a observar: ella es, sin duda, la mujer que me inspira, la mujer con una fortaleza de espíritu digna de admirar. Todas deberíamos ser así, pensé, mientras se escapaba una risita de mi boca.

Marlenys Calderón es una mujer con una historia que me impactó tanto, que decidí contarla a todos. Ella es una prueba de que, si bien las dificultades nos afectan, también nos ayudan a crecer, a desarrollar carácter y a hacernos más fuertes.

Nació en 1971 en Panamá y me contó que como sus padres estaban muy distraídos en sus propias luchas, desde muy joven aprendió a estudiar sola y a valerse por sí misma.

Terminó sus estudios primarios en la Escuela Gil Colunje y parte de su secundaria en el Instituto Rubiano, donde llegó hasta IV año (que hoy se conoce como décimo grado). Nadie le dio un consejo ni la ayudó en sus momentos difíciles.

En una oportunidad, al regresar de la escuela, fue a la tienda a comprar lo que su madre le había pedido. Allí vio a Lucas, un joven muy guapo, que le llamó la atención, pero lo que ella no sabía es que él solo la quería utilizar.

Se animó a hablarle y luego de salir por un tiempo, el chico la invitó a su casa y tuvieron relaciones. Esto tuvo consecuencias. Al descubrir que estaba embarazada, a Marlenys le tocó salir a ganarse el pan. Logró conseguir un trabajo de empleada doméstica, donde la trataban horrible, pero sabía que no podía irse porque necesitaba el dinero.

Pasaron nueve meses e iba a dar a luz. Lamentablemente, nadie estuvo a su lado el día de su parto. Estaba muy triste, pensó cómo se había destrozado la vida, pero llegó una persona que cambió su situación. Conoció a Jacinto Alvarado, quien le recordó que habían estudiado juntos durante la secundaria y que como en ese tiempo ella lo había ayudado, ahora él quería devolverle el favor. Marlenys rememoró que en aquel tiempo ella le compartía lo poco que tenía durante la merienda y en ocasiones le prestaba lo que podía para el pasaje.

Jacinto llevó a su casa a Marlenys y le dijo: «Quédate hasta que encuentres un trabajo estable». Pasaron los años y Marlenys logró culminar estudios de modistería y máquinas industriales, oficio que le ha permitido cumplir su sueño de llevar una vida digna junto a sus cuatro retoños en una buena vivienda que logró comprar con mucho sacrificio.

Logró sobreponerse al abandono, a la soledad, a la tristeza y, como una guerrera a toda prueba, cumplió sus metas y salió adelante con sus hijos de los que yo soy el más joven. En efecto, Marlenys es mi madre y su ejemplo es tan grandioso, que me sentí inspirado a compartirles su historia, pues es muestra de fortaleza para todas las mujeres que, como ella, se enfrentan con valentía a la vida.

TEXTO CORREGIDO

Sherlys Athanasiades es una mujer que inspira: su niñez y adolescencia trascendieron siendo alguien que no era. Tuvo que luchar sin rendirse para alcanzar sus sueños. Hoy es reconocida como una mujer trans panameña, es decir, “nació con sexo masculino, pero desde muy temprana edad percibió su identidad de género como femenina”, de acuerdo a una nota publicada en el sitio web del periódico Mi Diario (2019).

Algo que siempre tuvo claro Sherlys desde niño, y que inició desde el momento que cumplió los dieciocho años, fue el interés de cambiar de nombre. Para lograrlo, recibió el acompañamiento y asesoría de la abogada Mónik Priscilla y el apoyo incondicional de sus padres, a quienes agradece infinitamente, pues reconoce que también enfrentaron momentos difíciles.

Es evidente la felicidad de esta joven a través de las siguientes palabras: “Es un día para agradecerle a Dios, primero que todo, por cumplir uno de mis mayores deseos, el cambio de nombre. Los sueños se cumplen, si te lo propones, todo se cumple. Desde hoy soy oficialmente Sherlys Athanasiades Serrano”, manifestó para Mi Diario.

Su valor superó discriminaciones y ofensas cuando logró convertirse en una mujer reconocida oficialmente por las autoridades panameñas y culminó satisfactoriamente todo el proceso de cambio de nombre en el Tribunal Electoral.

Sherlys es una mujer común que inspira e inspirará a muchísimas personas, no sólo en Panamá, sino en otras partes del mundo.

Este sería el segundo caso en Panamá en el que un trans ha logrado el cambio de nombre. Sherlys fue precedida por la modelo y activista de derechos humanos Candy Pamela González, quien logró este objetivo en el año 2016.

Según las leyes panameñas, el proceso puede ser solicitado si la persona comprueba que, por lo menos en los últimos cinco años, ha utilizado el que será legalmente su nuevo nombre. Los requisitos son claros y en nada hacen referencia a un cambio de sexo.

De este hecho nace en mí una interrogante: ¿Por qué hay que luchar y ser fuerte para poder expresar lo que eres? Algún día me gustaría poder ver un Panamá donde se respeten las diferencias individuales y la gente pueda expresarse con libertad, sin ser callado por quienes también tienen miedo o simplemente están en contra de lo que piensas.

Sigo buscando un Panamá donde dos personas con creencias completamente diferentes puedan convivir debajo del mismo techo sin tener que ofenderse.

Ansío un Panamá donde no exista la necesidad de esconderse, no solo por miedo a lo que te digan, sino por temor a las reacciones descabelladas de personas que escuchen tus ideas y no estén de acuerdo.

Por último, anhelo un Panamá donde la voz de los jóvenes sea tomada en cuenta y no tengan que esperar a ser adultos para que se validen sus palabras.

La mujer que logró cautivar mi inspiración para que realizara esta crónica fue mi abuela Eneida, una señora de 79 años, cariñosa, perseverante y amable. Proveniente de un campo del distrito de Ocú, en la provincia de Herrera, el lugar más bello de esa región… un pueblito humilde, pero hermoso, llamado Chupampa.

Mi abuela Eneida es la tercera de siete hermanos, por ser de las mayores tuvo que cumplir con las obligaciones del hogar y ayudarle a su mamá, ya que era una familia muy grande.

La época cuando nació fue difícil, pues las mujeres del hogar, a cierta edad, debían saber hacer de todo, y ella no se quedó atrás. Desde los nueve años ya cocinaba, ayudaba a lavar la ropa en el río, trapeaba, limpiaba los trastes.

Tuvo la suerte y la oportunidad de asistir a la escuela, pero solo hasta sexto grado, es lo que se veía en esos tiempos, puesto que los centros educativos o estaban muy distantes o no había dinero para seguir. Creo que en el caso de mi abuela pudo haber sido ambas. No obstante, el tiempo que estuvo allí aprendió muchas cosas, aunque luego de las clases debía soportar a su papá quien llegaba cansado del trabajo y era muy estricto.

Mi abuela siempre se ha caracterizado por gustarle bailar y por sus creencias religiosas. Una de las habilidades que más me encanta de ella es cómo prepara su famoso puré de papas con salchicha guisada, ya que lo hace diferente, en todos los sentidos. Tiene una receta especial: le agrega las salchichas y lo mezcla con vegetales, dándole un sabor extraordinario y único.

Este recuerdo me hace imaginar su textura suave, pero no demasiado, lo suficiente como para degustar sin parar; lo más delicioso es ese toque que le da cuando lo acompaña con la salsa especial y secreta. La verdad es que para mí su comida tiene un sabor original.

Yo admiro a mi abuelita porque, a pesar de lo dura que pudo haber sido su niñez y todas aquellas dificultades que se le presentaron, siempre ha sido un ejemplo de amor para la familia y de perseverancia para lograr lo que uno se proponga en la vida. Ella me inspira a luchar y seguir mis sueños, y ¡qué mejor manera que escribiendo una crónica sobre ella!

Gracias, abuela, por ser ese ingrediente que me faltaba y dejarme ese legado lleno de amor.

Regresábamos del trabajo de mi madre, cuando ella recibió una llamada en su celular, algo que le parecía raro por la hora. Era un número desconocido. Le pregunté por la persona en el teléfono, pero me ignoró hasta que la conversación terminó.

—Es tu tía Madelen —dijo.

—¿Madelen?, no sabía que tenía una tía llamada así —contesté

Se reunirían en un restaurante cercano.

Cuando llegamos vi una mujer joven, morena, baja, con ojos oscuros y cabello lacio. Ella me saludó como si nos hubiéramos visto antes, yo era muy pequeño para recordar aquel encuentro. Me recibió alegre, así que respondí de igual manera. Hablaron sobre el trabajo, yo me aburrí y me retiré a jugar. Luego me dijeron que mi tía se iba a quedar un tiempo con nosotros, no sabía el porqué.

Al día siguiente, cuando salí de la escuela, mi mamá estaba con mi tía, dijeron que íbamos de compras. Visitamos un montón de tiendas que ignoraba que existían, eran de repostería y cocina. Mi tía Madelen Figueora le había pedido ayuda a mi madre para llevar a cabo la inauguración de su local; deseaba que la conocieran por lo que le gustaba hacer. La pastelería es su especialidad, prácticamente sabe hacer de todo por la pasión y el tiempo que le ha dedicado a su vocación.

Desde los catorce años fue aprendiendo los principales conocimientos de la mano de su abuela y su mamá. Esto le ayudó en la universidad donde comenzó a hacer brownies y dulces pequeños que vendía para ganar dinero entre sus compañeros de clases y así darse sus gustos, incluso llegó a tener un fondo para pagar sus estudios.

Durante ese tiempo con nosotros aprendí más sobre mi tía. La primera vez que llegué a probar algo hecho por ella realmente era muy delicioso. Era evidente que le gustaba hacerlo, su dedicación al hornear o cocinar se le notaba a leguas. Estudió Gastronomía, claramente siempre tuvo inclinación hacia la repostería y los banquetes.

El lugar donde ubicaría su establecimiento estaba en el corregimiento de Natá, por lo tanto, era necesario mover todo lo comprado en la ciudad de Panamá hacia la provincia de Coclé. Al llegar, el sitio era grande, aunque sucio y sin luz. Todos los que habíamos ido a ayudar estábamos confundidos al ver la emoción de mi tía. Ella visualizaba cómo iba a ser todo, y en efecto, quedó exactamente como lo había imaginado: las neveras en su lugar, las paredes pintadas y la mercancía ordenada, todo iba bien… hasta que la cuarentena a causa del coronavirus disminuyó las ventas y el alquiler del sitio subió. Ya no pudo pagar más y tuvo que cerrar el negocio.

A pesar de este duro golpe, se las arregló para mantenerse estable, y poco a poco volvió a surgir, trabajando desde su casa y encargándose también de hacer las entregas. Actualmente, es la misma de hace unos años, mantuvo su éxito, su reconocimiento, sus ventas y su espíritu. Al final, lo más importante es que triunfó.

La protagonista de esta historia nació en 1967, en la provincia de Coclé, distrito de Aguadulce. Fue la primera de seis hermanos, cuidada por su madre, quien trabajaba en el Hospital Marcos Robles. 

Su madre, Julia Eulalia de León, era dedicada, perseverante y luchadora. Se esforzaba para mantener a sus hijos, debido a eso laboraba hasta tarde. Por lo tanto, Natividad se enfocaba en ayudar, cuidando de sus hermanos y realizando las labores domésticas.

Amor, carácter y cotidianidad 

Todos los hijos de Julia se esmeraban por conseguir becas para seguir estudiando, con el objetivo de contribuir económicamente con la familia. Además, siempre sacaban tiempo para compartir entre ellos: se divertían con juegos de mesa y se apoyaban en las tareas escolares.   

Esta convivencia se vio reflejada en momentos alegres y también en algunos tristes. En ocasiones discutían entre ellos. Una vez uno de sus hermanos, en un momento de enojo, le tiró una taza en la cabeza a otro, dejándole una marca en la frente con forma de cruz.  

Una anécdota curiosa de Natividad ocurrió durante su infancia. A la edad de siete años consiguió su primera bicicleta. Practicaba todos los días, pero un día se cayó en el pavimento, se golpeó muy fuerte y la llevaron al hospital. Ese incidente no evitó que ella siguiera usándola. Con su persistencia logró su objetivo de aprender a controlar el vehículo. Este es un recuerdo que guarda con mucha emoción, pues resalta el carácter que hay en ella.

En su preadolescencia disfrutaba mucho jugando con los niños de su barrio y practicando deportes como el voleibol.  

Travesura en las salinas

Cuenta que una mañana varios chiquillos planeaban ir a la playa El Salado. Ella se unió al grupo. Caminaban mientras contaban cuentos. Además, observaron el sitio donde se producía la sal: las salinas. 

Su abuelo trabajaba allí, pues era un salinero y saludaba a los pequeños que pasaban, también les explicaba acerca de la evaporación del agua salada. 

Ese día Natividad y sus amigos vieron a personas cargando pesados sacos de sal, que eran llevados a la refinería, bajo el ardiente sol. Pero a su vez la brisa marina refrescaba con un viento frío a quienes estuvieran cerca. 

Muy curiosos, los chicos pensaron sobre lo que habría dentro de aquel lugar. Eran conscientes de que ingresar estaba restringido, pero a algunos de ellos no les importó y se acercaron velozmente. Observaron a muchos trabajadores, vieron el solar que tenía pequeños estanques donde se concentraba la sal y apreciaron su proceso de evaporación. Había personal con escobas arrastrando la sal evaporada en una esquina del estanque y formando una gran montaña que se repetía constantemente. 

La travesura duró hasta que de repente alguien pasó cerca y vio a un niño. Este empezó a correr de inmediato alertando a los demás. Todos regresaron al barrio agitados y riendo de lo sucedido; eran traviesos y divertidos en tales situaciones.

Actualmente Natividad vive en Panamá y trabaja en la Autoridad de Tránsito Terrestre. Ella es mi mamá.