Son las 4:45 de la madrugada en el cuarto número 2, una pequeña vivienda en una galera de trabajadores ngäbe en Tierras Altas. Una serie de casi 20 casuchas pegadas entre sí albergan a cientos de indígenas empleados de la finca La Esperanza. Las casas apenas se sostienen en una estructura básica de madera.
El techo de zinc, roto y oxidado cuela el frío y la humedad, y el único bombillo que ilumina el cuarto crea un ambiente lúgubre. Mientras su esposo duerme, Justina levanta a Benicio, el mayor de sus hijos. A sus 21 años, Justina está a cargo de tres niños: Benicio, de 8 años; Manuel, de 7; y Gabriel, de 6. Ella, a sus trece años, fue madre.
Justina amaba ir a la escuela. Cuando aprendió a leer, se sintió la persona más importante del mundo. Sueña.
Un día de mayo de 2012, su joven madre le dio la noticia: se la iban a llevar lejos. Se la entregarían al primo de un vecino, que trabajaba “Allá arriba, donde cosechan café y hay plata”. Fue vendida. Era necesario, siendo ella la mayor de 5 hermanos. Lloró y suplicó a su padre. Fue en vano: solo se ganó una paliza. A los pocos meses de ser entregada, ya estaba embarazada de su primer hijo. Pero Justina tenía la motivación para dar lo mejor de sí a pesar de todo lo que tenía en su contra: un embarazo y la responsabilidad como esposa de alguien que doblaba su edad.
Con el tiempo, convenció a su esposo de que la dejara ir a la escuela. Con casi un hijo nuevo por año, a Justina le costaba perseguir su sueño, incluso teniendo que repetir un año de clases. Pero se esforzó tanto que, pasados varios años, se graduó de 12.° grado con unas calificaciones arriba del promedio.
Son las 6 de la mañana. El pequeño cuarto huele a crema de maíz, a arroz y a sardina. Justina se prepara para llevar a sus hijos a la escuela. Todos saben leer desde los 5 años. Son buenos estudiantes. Sale del cuarto con sus niños. Caminan por un sendero de tierra oscuro y vacío hasta la vía principal, donde los despide. Los chicos seguirán solos unos veinte minutos más hasta la Escuela Las Nubes. El frío de la madrugada la obliga a llevar puesto un viejo saco, un pantalón de trabajo ―no usa la tradicional nagua― y unas botas de hule.
Vuelve a la finca a trabajar sin parar hasta las cuatro de la tarde. Es temporada de cosecha de cebolla. El cansancio la agobia y el intenso sol la hace sudar, mas Justina debe terminar su jornada. Es un trabajo duro, pero ayuda a mantener a su familia, debido a que el salario de su esposo es demasiado bajo.
Al salir de la finca va a la tienda más cercana. Olvidó comprar la tarjeta de datos móviles para poder entrar a la clase de esta noche: Justina está cursando su primer año de universidad, estudia Educación. Sueña.