—Desde que encuentres señales de dominio y sientas que algo no está bien, debes salir de la relación—, le dije una vez a varios amigos y amigas.

No es un consejo en vano, y menos para las mujeres. En Panamá, los ataques sexuales contra el género femenino crecieron en los últimos tiempos en un 40% y más de 250 murieron por la violencia solo en el 2021. 

Andrea pudo haber sido una de ellas. Hace veinticinco años se enamoró de un hombre que se mostraba atento. El indicado, solía pensar. 

Esa percepción duró poco, hasta el momento en el que empezaron a vivir juntos. Tras unos meses conviviendo, la relación comenzó a desmoronarse: él se enojaba si llegaba a la casa y no estaba lista la comida. Esto era claramente violencia emocional. 

Andrea trataba de complacer a su pareja siempre, aunque algunas veces, tras volver borracho al hogar, él llegó a pegarle. Poco después dejó de dar dinero para la comida porque lo gastaba en alcohol y ella pasó páramos para poder alimentarse. Como consecuencia del maltrato físico, perdió a su primer hijo; sin embargo, logró salir de allí. 

El machismo ha estado vigente durante décadas en nuestros países, ha incluido maltrato físico, y hasta hace pocos lustros la mujer no podía entablar lucha alguna que le diera el derecho sobre su cuerpo y sus decisiones, porque era considerada rebelde por la sociedad patriarcal. Las mujeres como Andrea debían callar y someterse a la voluntad de sus violentos esposos.

En Panamá domina el machismo, a la mujer se le inculca que solo ella debe cocinar y hacer los oficios del hogar, y a pesar de que la situación parece estar cambiando de a poco con las nuevas generaciones, siguen vigentes ideas como “no puedes hacerlo porque eres mujer” o “esas cosas son de hombres”, que han limitado la vida de las féminas. Hay que educar para que esto cambie. Que los niños vean que todos tenemos los mismos derechos y deberes, para que casos como los de Andrea, y las miles de mujeres que sufren por la violencia machista, no se vuelva a repetir.

Aquel martes 4 de junio del 2019 mis hermanos y yo nos despertamos a las 6:00 a. m. para tener tiempo suficiente de alistarnos y salir, pues somos una familia grande. Entré al baño para ducharme por unos quince minutos y cuando terminé de arreglarme ayudé a mi mamá a preparar los regalos para mis primos más pequeños.

Cada año los musulmanes celebramos el Eid al-Adha, es como Navidad, pero celebrada a nuestra manera. Ese día, en la noche, vestimos muy elegante y pasamos tiempo con la familia; antes, en la mañana, vamos al Club Árabe situado en la provincia de Colón, para rezar y desayunar nuestra comida tradicional hecha por la mayoría de las mujeres.

Salimos de casa a las 7:00 a. m. Como teníamos prisa no alcanzamos a tomarnos la clásica foto familiar. Tanto mis padres, Ajwad y Nisrine; mi hermano mayor, Nabil; mis hermanos menores, Mohammad y Lia; y por supuesto yo, Dana, estábamos un poco soñolientos, ya que levantarnos temprano no es algo que nos guste hacer.

Llegar al Club Árabe solo tomó cinco minutos, ya que vivíamos cerca. Al entrar sostuve la mano de mi papá, había muchas personas en la entrada y se saludaban entre sí; todos se conocían, ya que en la cultura árabe siempre hemos sido unidos. Tras los saludos, subimos al segundo piso, había tanta gente que estaba segura de que, si soltaba la mano de mi padre, me perdería y no me encontrarían jamás; según mis cálculos había aproximadamente entre trescientas y cuatrocientas personas.

Mi papá y mis hermanos fueron a rezar con el resto de los hombres quienes formaron una especie de círculo entre ellos. Las mujeres estaban detrás. Me senté al lado de mi madre, fue entonces cuando el Shaikh, quien es la persona que guía el rezo, indicó que ya íbamos a empezar. Cuando terminamos, mis primas y yo corrimos a las mesas repletas de comida, nos servirnos y después comimos.

Algunas personas se fueron luego de desayunar para hacer las visitas familiares. Nosotros, como de costumbre, vamos primero a la casa de mi abuela paterna, quien siempre nos recibe con besos, abrazos y una bandeja repleta de chocolates.  Recuerdo que de niños mi madre decía que solo podíamos agarrar dos, porque después en la noche nos daba un ataque de hiperactividad y no dejábamos dormir a nadie, ni a los vecinos; pero entre mis hermanos y primos contrabandeábamos gomitas, chocolates y otras golosinas.

Después de ir a donde mi abuela, visitamos al resto de la familia: a los hermanos de mi papá, que en total son seis; a sus tíos, que son doce; a sus primos, que perdí la cuenta de cuántos son; y a sus abuelos. Somos una familia grande de parte de mi papá, y mi familia materna vive lejos, en Líbano, pero todos los años en las vacaciones viajamos a visitarlos.

El Eid es uno de los eventos que más amo de mi cultura, porque veo a todos mis seres queridos, compartimos, reímos y, lo más importante de todo, es que me dan demasiados regalos. ¡Ja, ja, ja! Mentira. Aunque eso también importa, lo más valioso es que paso tiempo con las personas que más quiero, que me cuidan y con las que siempre estaré agradecida por todo el amor que me han dado. 

El sol aún no salía. Era tan temprano que todavía sentía el frío acogedor de la noche, cuando oí la voz de mi tía pidiéndome despertar. Ya era hora. 

Pasaron unos segundos hasta que me di cuenta que ese era el día en el que emprendería mi tan esperado viaje. Iría por primera vez a la provincia de Los Santos. Entusiasmada arreglé mis cosas y me di una ducha fría. Todo fue tan rápido que casi olvidaba desayunar. Sería un trayecto largo antes de llegar a mi destino: un sitio hermoso con una cascada pequeña y abundante vegetación.

Ya en el carro, mientras miraba por la ventana, escuché a mi familia contar cómo en ese lugar una mujer se había tirado hace muchos años y se decía que su espíritu todavía era visible. Los vecinos contaban cómo la mujer, llena de tristeza, se lanzó al agua del Río Perales luego de descubrir que su amado se había enamorado de otra. 

Pensar que podría llegar a ver un fantasma era increíble. Estaba tan maravillada que la excursión se me hizo mucho más larga.

Después de un tiempo, llegamos al hotel donde nos hospedaríamos. Estaba un poco desanimada por no haber llegado inmediatamente al lugar, pero miré por todas partes con curiosidad y deduje que no era tan malo hacer una parada ahí. Ese sitio me recordaba a las típicas casas de abuelos, olía a tienda de artesanías y a sombreros.

Ya de camino al Salto del Pilón viajamos en auto algunos minutos que se me hicieron eternos. Luego tuvimos que transitar entre el bosque y subir la montaña. Era algo nuevo para mí, así que agarré fuertemente la mano de mi tía y avance con cuidado. El camino era tan lodoso que se sentía como si me fuera a tragar, todo estaba rodeado de árboles gigantes que me veían pasar silenciosamente mientras susurraban entre sí. Era como estar dentro de una aventura de película y yo era la protagonista.

Por el camino me encontré con varios animales, iguanas verdes que casi no se veían, aves hermosas y pequeños insectos coloridos. Las mariposas rojas y negras me impactaron, pero creía que por sus llamativos colores eran venenosas así que traté de no acercarme a ellas. Ya estaba cansada, pero justo cuando miré hacia adelante estaba ahí una pequeña cascada y un río: era finalmente el área del que tanto hablaba mi familia.

Miré rápidamente a la parte de arriba del Salto del Pilón, donde se supone iba estar el espíritu de la mujer justo antes de saltar, pero no vi nada, estaba tan confundida. 

“¿Acaso ese no era el salto?, ¿dónde estaba lo que tanto quería ver?”, le pregunté a mi tía. 

—Eso era tan solo un mito—, dijo ella entre risas antes de seguir andando. 

Esa frase resonó en mi cabeza hasta el final del viaje hasta que lo acepté. Es cierto: por más que desee que las cosas sean diferentes, un mito siempre será un mito, y eso no me puede decepcionar.

Mi mamá solía contarme cómo ella y todo su entorno vivieron la invasión de Estados Unidos a Panamá en diciembre de 1989 y todo lo que tuvieron que hacer para superar aquel trauma nacional. Decía que todo lo hermoso se volvió horrible: las olas de destrucción y miseria para el pueblo panameño se llevaban todo a su paso, las nubes eran siempre grises y solo las llegaban a acompañar los tonos rojizos que dejaban las explosiones y estallidos por todos lados. 

La Invasión arrasó hasta con lo menos imaginado: los árboles. 

Cuando arrancó el suceso de sangre, mi abuela empacó su ropa, la de mi mamá y la de mis tíos en una bolsa, mientras pensaba dónde esconderse. Por suerte unos vecinos tenían un refugio y se lo ofrecieron. Mientras ella cuadraba todo, mi abuelo no hacía más que tomarse una botella de licor: para él —decía mi mamá— la hora de la muerte ya era obvia. 

La siguiente escena que me cuenta mi mamá es la de ella y sus hermanos saqueando los supermercados de la zona porque no tenían qué comer. Así consiguieron pasar los últimos días de la operación militar extranjera.

Este suceso arrasó con las denominadas Fuerzas de Defensas, con familias enteras y destruyó el barrio de El Chorrillo, donde se encontraba el Cuartel Central. Estados Unidos buscaba de manera desesperada al entonces general Manuel Antonio Noriega.

Noriega se refugia en la Nunciatura en diciembre. El 3 de enero de 1990, el dictador militar se entrega a las tropas norteamericanas. Desde entonces las cosas cambiaron mucho: un año después los jóvenes intentaban lidiar con un país herido, aferrándose a todo lo que pudieran: música, bailes, activismo. Al grupo de amigos de mi mamá llegó la noticia de una marcha anti tala. “Mientras más, mejor”, les decían. Y se fueron a protestar y a plantar árboles perdidos durante la Invasión. Era la idea de una vida sencilla, entre ritmos, danzas y un buen propósito.

Dice mi mamá que luego de una larga caminata, todos los chicos se reunieron en las faldas del cerro Ancón para sembrar las ramitas que hoy son árboles gigantescos. En el fervor de la ocasión se les olvidaron sus pesares y dolores, y ahí lo entendieron todo: el mundo puede seguir sin nosotros, pero no al revés; y que por más que atentemos contra la naturaleza con acciones violentas como las invasiones, ella siempre encontrará una forma de resurgir.

La humanidad tiene el poder de dañar el planeta Tierra y también de arreglarlo.

Hace unos meses fui con mi mamá, la abuela y los hermanos al Centro de Visitantes de Miraflores del Canal de Panamá. En el camino estaba emocionado porque quería saber más acerca de la construcción de la llamada octava maravilla de la ingeniería mundial, admirar su majestuosidad y tomar fotos. Recuerdo que la vista era increíble, la brisa era tan fuerte que casi se me pierde el panfleto que llevaba en la mano. Podía ver cómo pasaban los barcos y cómo las esclusas los elevaban y bajaban como si fueran juguetes.

Después de admirar el paisaje le pregunté a mi abuela sobre los que construyeron el Canal de Panamá, ya que su madre era una inmigrante proveniente de Barbados, lugar del que salieron miles de personas para trabajar en esta obra.

Me contó que el nombre de mi bisabuela era Miss Rose, quien junto a su familia se las arreglaban para sobrevivir en su lugar de origen, ya que eran muy pobres. En 1904 se les invitó a residentes de las Antillas (Jamaica, Barbados, Martinica, entre otros) a laborar en este proyecto, así que ella decidió venirse para acá. Estando en Panamá conoció a Henry, al que luego sería su esposo.

Ese mismo año arrancaron esta proeza del ingenio humano.

Mi abuela me contó varias anécdotas que no sabía acerca del Canal de Panamá. Por ejemplo, el hecho de que su construcción permitió que nuestro país saliera de una crisis económica y que la primera embarcación que pasó por allí se llamó el SS Ancón. Pero el dato que más llamó mi atención fue de dónde surgió la idea de construir una ruta que pudiera unir al Mar Caribe con el océano Pacífico.

Ella me dijo que todo inició con el descubrimiento del mar del Sur para los europeos a cargo de Vasco Núñez de Balboa, hecho ocurrido en 1513. Allí surgieron ideas para unir los mares. Esto llegó a oídos de la Corona Española que, sin dudarlo, ordenó a todos sus exploradores buscar rutas que facilitaran esa vía de transporte.

Muchos años más tarde, con esos mismos fines, en 1880, el francés Ferdinand de Lesseps fue enviado por la Sociedad Geográfica de París a explorar rutas centroamericanas y fue cuando decidió que Panamá era el lugar perfecto para construir una vía interoceánica. Luego comenzó la creación del Canal francés.

Todo iba relativamente bien, hasta que los problemas se hicieron evidentes: el terreno en el que trabajaban era muy propenso a derrumbes y a las inundaciones, surgieron enfermedades como la malaria y la fiebre amarilla que acabaron con la vida de más de veintisiete mil trabajadores, entre otras adversidades. Todos estos inconvenientes ocasionaron que los franceses abandonaran el proyecto, y que posteriormente las riendas las tomara Estados Unidos, que fue cuando mi bisabuela desembarcó aquí, la tierra que hoy llamo “mi país”.

Gracias a que inmigrantes de muchas latitudes colaboraron primero en la construcción del ferrocarril transístmico y luego en el Canal de Panamá convirtieron a este istmo en verdadero crisol de razas. Y mi bisabuela Rose es parte de eso.

La Negrita es un sector silencioso escondido entre las montañas de la provincia de Coclé, que añora la intensidad de otras épocas. El 21 de febrero de 2021 fui con unos vecinos de esta comunidad, quienes en el recorrido me explicaron el por qué: desde allí, por sus caminos estrechos de piedra, el comandante Victoriano Lorenzo libró algunas de sus batallas durante la Guerra de los Mil Días. El valiente guerrero deseaba justicia, equidad y paz para los pueblos originarios, así como poner fin a la opresión del gobierno centralista de Colombia sobre Panamá. 

Durante la travesía, el guía contaba que en 1901 el cuartel general de Lorenzo se encontraba en El Pajonal de Penonomé. Mencionó que el comandante le pidió la casa a una vecina de La Negrita, donde se había alojado antes, para establecer el centro de sus operaciones, dada su favorable posición estratégica. Desde allí sus tropas podían ver los movimientos de los conservadores desde el Cerro El Vigía, pues la geografía hacía fácil observar quién se acercaba. En el sitio también habían establecido sus trincheras para defender su posición ante sus adversarios.

Este aguerrido combatiente indígena panameño se mantuvo alzado en armas desde octubre del año 1900 hasta noviembre de 1902. Primero como guardián de armas para los liberales y luego como precursor de la igualdad para su pueblo. 

El diario “The Panamá Star”, en su suplemento “Panamá en el Siglo XX”, del 30 de abril de 1909, se refiere a Lorenzo como “un general revolucionario que además de luchar en la guerra de los Mil Días, se enfrentó a los conservadores que sometían al abandono las comunidades indígenas de la Cordillera Central”. 

Entre las estrategias aplicadas por Victoriano Lorenzo estaba crear caminos a través de su cuartel en La Negrita, que le permitían trasladarse sin ser visto por sus enemigos a las distintas zonas de Coclé e incluso llegar hasta la provincia de Panamá. Hoy, más de cien años después, he caminado con los guías por esas mismas rutas.

La fuerza de Victoriano radicó en que conocía perfectamente las montañas de Coclé y era un líder innato, lo que le permitió armar un ejército formado por desposeídos, a quienes enseñó tácticas guerrilleras con las que dominaron al ejército conservador. Estas estrategias consistían en atacar y huir ante la reacción del oponente. Esta sutileza le hizo ganar el título de primer guerrillero de Latinoamérica.

Los efectos de la lucha de este caudillo fueron tales, que aun después de finalizado el enfrentamiento armado y firmado el acuerdo de paz entre las partes en conflicto, lo fusilaron de manera injusta. “El bravo y valiente panameño fue asesinado el 15 de mayo de 1903, antes de entregar su palabra a los intereses políticos de la época”, retrataron los periódicos el día de la muerte de este caudillo del país, pero sobre todo figura emblemática de La Negrita.

La historia que contaré es la de un pueblo originario de Panamá que se levantó para luchar por sus derechos, que derramó sangre en esa acción y no se rindió hasta lograr poner en alto su cultura e identidad casi un siglo atrás. 

Son los gunas. 

Esta es una de las etnias más antiguas y relevantes de Panamá, probablemente son el pueblo minoritario más característico del país. A pesar de esto, hemos visto cómo la rápida supuesta modernización ha provocado el desplazamiento de su cultura, y la ha vuelto menos relevante, teniendo a los gunas como personas mayormente juzgadas por sus vestimentas y menospreciadas por el hecho de conservar sus tradiciones e idioma, ante un Estado que los invisibiliza.

Nos remontamos a febrero de 1925 con la Revolución Guna, un acontecimiento causado por la ignorancia del Estado panameño, que buscaba la “modernización” de los pueblos ancestrales, arrebatándoles sus derechos e identidad mediante la violencia, lo que solo demostró el desprecio que se les tenía.

Aquella revolución empezó cuando los gunas decidieron iniciar un proceso de independización, ya que estaban cansados de los constantes abusos que recibían por parte del gobierno panameño, al punto de llegar a sentirse ajenos en su propia tierra. Debían soportar las continuas profanaciones de tumbas porque en ellas había oro y otros objetos valiosos. Otro motivo de ofensa eran las forzadas reglas por parte del Estado que les exigían cambiar sus costumbres y sus tradiciones, la prohibición de sus congregaciones y las reiteradas restricciones sobre su idioma. 

Todo esto incentivó a este pueblo a reclutar a sus mejores cazadores, médicos y guerreros en todas las islas de la comarca con el fin de prepararse para una batalla.

Entre esas islas figuran Uggubseni y Dubbile, que resaltan por ser puntos de congregación en donde los revolucionarios planearon ataques a las fuerzas policiales de Panamá, provocando que la lucha entre estos dos bandos sólo siguiera en aumento. 

De forma sigilosa y siempre alerta, los gunas fueron rodeando las distintas islas esperando el momento idóneo para atacar y retomar su territorio. Y lo lograron, aunque en el camino hubo caídos y heridos que con su sangre demostraron hasta dónde podía llegar un pueblo para defenderse. 

La revolución guna obligó al gobierno panameño a cambiar y demostró cómo aquel pueblo y el resto de las comunidades indígenas tienen los mismos derechos y la misma importancia que cualquier otro ciudadano de este país.

Mirando las fotos que he sacado a cada uno de los rincones donde he estado en Panamá descubrí que durante todos estos años he conocido 84 sitios turísticos del país. Pero en el carrete de mi teléfono uno me deslumbró más que todos los demás: el Fuerte Sherman. 

Este es, literalmente, un paraíso abandonado. 

Está ubicado en la provincia de Colón, aproximadamente a 1 hora con 20 minutos de la ciudad de Panamá. Es la entrada y salida de los barcos hacia el océano Atlántico, por eso está muy ligado al desarrollo del Canal de Panamá.

Fue construido por los Estados Unidos en 1911. Era una base militar y tenía varias funciones, entre ellas, la protección de la vía interoceánica, el entrenamiento de militares norteamericanos y la construcción de casas para que estos soldados pudieran residir.

El área era básicamente una selva, por lo que los estadounidenses se encargaron de derribar los árboles para que se pudiera construir el fuerte, una de las tantas bases militares que instalaron en el istmo. 

En el proceso de edificación, sectores no conformes con esto intentaron defender el lugar. Esto produjo que cuando se terminó, en 1912, aproximadamente diez mil soldados de la Fuerza Armada de los Estados Unidos protegieron este lugar para evitar más disturbios en el futuro. 

Sherman se mantuvo casi como si fuera un secreto hasta la entrega del Canal a los panameños el 31 de diciembre de 1999. Panamá tenía ideas vagas sobre las construcciones que se estaban generando por esos terrenos, ya que el lugar estaba dentro de la llamada zona canalera, de la que Estados Unidos tuvo absoluto control durante casi un siglo.

Desde la entrega del Fuerte Sherman no ha existido prácticamente ningún cambio positivo en el área. Todas las casas están agrietadas, hay restos de balas, sobras de otro tipo de armamento militar y además se encuentra mucha basura por todos lados. Varios inversionistas han querido intervenir en el lugar, pero ven que no es accesible puesto que la zona se ubica a una hora de la ciudad más cercana y la carretera está deteriorada.

En lo personal, siento que el sitio ha sido muy desaprovechado, considerando que podría ser una zona turística muy atractiva porque cuenta con hermosas costas de agua cristalina y una marea tranquila, algo poco común en las playas cercanas a la capital del país. Tiene un hotel, algunos restaurantes y una marina para naves de diversos calados.

Una de las muchas ideas para aprovechar la zona sería construir alojamientos para los turistas y locales que en sus vacaciones decidan alquilar, o quizás hasta comprar una casa de playa y ver los barcos ingresar al Canal de Panamá, lo que sería una experiencia única en la vida.

Un ejemplo de aprovechamiento de los recursos puede ser lo que se ha hecho con el Fuerte Amador (otra antigua base militar estadounidense), que actualmente es uno de los lugares turísticos más bonitos que tiene la ciudad de Panamá, ya que cuenta con zonas de pesca, restaurantes, zonas para ubicar yates, así como hoteles, entre otros atractivos. Lo realmente importante de sitios como estos son los increíbles momentos que pueden brindar al visitante nacional o extranjero.

Brillantes como el marfil, fuertes como el acero, a veces azul como el mar o negras como la oscuridad, pero siempre amantes del sol. Son redondas como una perla, sencillas y muy bellas. Parecen pequeñas estrellas.

La aventura que estoy por contar está hecha de tierra, sol y sudor.

Meses atrás conocí unas hermosas semillas que utilizaban nuestros antepasados para hacer collares y pulseras y que ahora se usan para adornar trajes típicos como las polleras congo. 

Pocos saben de la existencia de esta peculiar semilla. Los católicos consideran casi un tesoro. Cuentan que representa el arrepentimiento de San Pedro tras negar que era discípulo de Cristo. Cambia de colores dependiendo del tiempo que pasen en los tallos. Por eso es común encontrarlas grises cuando ya están maduras. Con un tamaño similar a un frijol tienen un agujero natural en el centro. Son dadas a crecer en lugares secretos como pantanos y son muy difíciles de encontrar. Las llaman Lágrimas de la Virgen.

Comencé su búsqueda en Oria Arriba de Bayano, acompañada por mi mamá y dos guías. Las primeras horas transcurrieron en una muy larga caminata por senderos y montañas, rodeados por muchos árboles de diferentes tamaños. En ellos vivían los monos aulladores, que tienen los ojos muy grandes y son muy curiosos. También avistamos grandes rocas distribuidas a lo largo del camino, hermosas flores como las Peregrinas, que atraían a muchas mariposas, también una cantidad considerable de serpientes no venenosas e incluso una gran cascada donde nace la Quebrada del Bayano. 

En la primera parada encontramos una pequeña cantidad de semillas escondidas en un matorral gigante. El suelo era una combinación entre lodo y pasto, así que tuve que hacer un gran esfuerzo para no caerme cuando las recogía. Desafortunadamente solo habían de color gris y blanco. Uno de los guías intentó consolarme al decirme que unos kilómetros más adelante podríamos encontrar una gran variedad de ellas.  

Mi primera reacción fue decir que no quería ir, pero luego de meditarlo por un momento acepté. Retomando nuestro camino notamos en medio del sendero un problema: los árboles que lo rodeaban estaban llenos de avispas furiosas, lo que nos hizo cambiar la trayectoria. Tuvimos que bajar por un potrero muy inclinado, todos agarrados de las manos para no resbalar con la tierra húmeda. Había estiércol por todos lados, la densa vegetación nos tapaba la luz del sol y un enjambre de mosquitos nos acechaba. Por esta razón caminamos lo más rápido posible. 

Minutos después llegamos a una quebrada con muchos peces y camarones. De ahí bebimos agua agarrando una hoja caída y armando un pequeño vaso improvisado. Luego retomamos el sendero, encontramos pipas y mangos que fueron nuestra salvación.

Cuando llegamos a nuestro destino, mi mamá se ofreció a buscar las semillas, pues estaban en un barranco con una paja llamada escobilla y cerca de ella se podían ver las ranas saltando. Mientras la esperaba, me acosté en el suelo mirando al cielo: estaba adornado por unas grandes nubes que parecían carros y otras con forma de peras. En ese instante pasaban bandadas de pájaros que hacían la figura de un triángulo. Al cabo de media hora regresó mi mamá con un tesoro en sus manos: trajo semillas verdes, amarillas, rojas… parecía un arcoíris. 

Un par de horas después, ya desde la hamaca de mi casa con la bolsa de semillas conmigo, pensé: “Fue una total locura. Lo que viviste no tiene precio”. Se consiguió el objetivo: tenía las Lágrimas de la Virgen.

El despertador sonó a las 5:00 de la mañana del 2 de enero de 2022. La profesora Cidia Vergara Batista, madre de las mellizas Karol y Karen, de 14 años, las despertó porque era el día que iban a emprender su camino hacia la tierra ancestral de su familia: Las Tablas, en la provincia de Los Santos.

A pesar del sueño, se levantaron temprano, ya que debían prepararse y tener listas las maletas para llevarlas a casa de su tía Casilda Batista, pues viajarían en dos carros con otros miembros de la familia. Empezaron su camino a las 6:00 a.m. desde su hogar, ubicado en una finca ganadera en el corregimiento de Chilibre, en la comunidad de Villa Unida, a orillas del famoso río Chagres, localizado entre las provincias de Panamá y Colón.

Las hermanas estaban felices por regresar a Quebrada Grande, un pequeño pueblo ubicado en las montañas del distrito de Las Tablas, pues habían pasado más de cinco años desde su última visita.

Luego de un largo trayecto, con algunas paradas estratégicas para comer, saludar a familiares e incluso comprar el famoso pan de La Arena en Chitré, provincia de Herrera, las mellizas vieron con alegría, en especial Karol, el gran letrero verde que decía: “Bienvenidos a Quebrada Grande”, un pueblo especial para la familia, porque allí nació y creció su abuela, a quien llamaban de cariño “Mamá Chela”.

Por fin llegaron a su destino. Pasaron por el cementerio donde están enterrados sus bisabuelos, tatarabuelos y otros seres queridos. Karol miró hacia el horizonte donde vio el Cerro Tebujo, centro de historias infantiles contadas por su abuela. Seguidamente llegaron al puente de la Quebrada Del Paso, lugar de juegos y baños de muchas generaciones. Al subir la loma observaron la iglesia de San Pablo y a la izquierda la casa de sus bisabuelos, un momento emocionante, porque ese sitio está lleno de emociones y remembranzas.

Cansadas pero alegres de haber llegado a su destino, esperaron a su madre y al resto de los viajeros, quienes llegaron dos horas más tarde. Karol miró a su mamá y vio en sus ojos el brillo de la alegría y la nostalgia. Sabe que esa residencia le trae recuerdos imborrables, momentos felices junto a seres queridos que ya han partido.

Llegada la noche, todos sentados en taburetes, conversaban amenamente sobre lindas postales del pasado. Se escuchó el aullido de los coyotes, causando terror a Karol y a los más pequeños de la casa. Más tarde decidieron ir a dormir. Karol sentía la fuerte brisa que recorría la vivienda y cada uno de sus rincones, obviando la necesidad de un abanico, y sí, una buena manta para arroparse.

Amaneció. Eran las 6:00 a.m. del 3 de enero de 2022, cuando el gallo cantaba y Karol sentía el aroma a café recién hecho. Apresuró el paso, salió de la cama y corrió hacia la cocina en donde encontró a su madre con el desayuno ya servido: pan de La Arena, queso blanco hecho en casa y leche recién ordeñada enviada por el tío «Boli», el único hermano de su abuela que reside en el pueblo.

Cidia le dijo que despertara a su hermana Karen y que se bañaran para desayunar, pues debían buscar en el cuarto los materiales comprados para poder ir adonde sus tías, quienes eran las encargadas de enseñarle a las mellizas el legado preciado que representa su identidad.

Ambas se apresuraron a realizar lo solicitado por su madre. Luego fueron a casa de su tía, quien con paciencia y sabiduría, pero sobre todo con mucho amor, colaboró para que Karol y Karen aprendiesen este hermoso legado de confeccionar “mundillo”, una trenza tejida con hilos de diversos colores, que se hace sobre una rueda de tela y que es parte de la pollera, el traje típico panameño.

También les enseñaron a hacer los tembleques, que son parte del tocado de la empollerada panameña, estos suelen ser hechos de perlas o en orfebrería, incluso se trabajan flores como mosquetas o mostacillas. Sabiamente, la madre de las adolescentes creó una rutina que combinaba las enseñanzas culturales y tradicionales de su clan con las actividades de recreación.

Por lo que las mellizas también disfrutaron de paseos a la playa, al río, excursiones por el campo, entre otras vivencias en la provincia santeña y, sobre todo, aprendieron que no importa lo lejos que vayan, siempre y cuando el camino de regreso permanezca en sus memorias y corazones, para que sus raíces perduren reforzando su identidad y florezcan a lo largo de sus vidas.

Hoy, Karol y Karen son capaces de crear folclor con sus manos, gracias al amor y la perseverancia de su familia.