Aquel viernes 14 de septiembre de 2015 salí junto a mi mamá, mi abuela, tres primas, varios tíos y dos familiares más rumbo a La Palma, en la provincia de Darién. El objetivo final era llegar a isla San Andrés, en Colombia.

Ese día salí del colegio con toda la emoción del mundo. Llegué a mi casa y almorcé rápido. Luego un automóvil vino a recogernos para llevarnos a la terminal. Me sentía ansioso mientras hacía la fila para abordar ese vehículo. Se supone que saldríamos a las 10:30 p.m., pero el autobús salió media hora después. Me tocó sentarme junto a una de mis tías, la de mayor edad. ¡Jesús!, ella estaba tan asustada por el viaje que me contagió de sus nervios.

Llegamos a eso de la 1:00 a.m. El cambio del frío del aire acondicionado del bus al calor de La Palma fue drástico. A pesar de lo tarde que era, el montón de maletas que llevábamos y la temperatura tan horrible, nos tocó ir caminando hasta el hotel, que queda como a dos cuadras de la terminal. Cuando llegamos nos dieron unos deliciosos emparedados y nos asignaron las habitaciones (por suerte con aire acondicionado), y allí pasamos lo que quedaba de la noche.

Ya en la mañana pudimos trasladarnos hasta la turística isla San Andrés. Justo esa mañana estaba programado un paseo en barco por la bahía, pero por culpa de esa mala costumbre panameña de la impuntualidad, no llegamos a tiempo. Así que aprovechamos para ir a la playa que está justo frente al hotel. El sitio es realmente hermoso, el sol que hizo ese día fue ideal para pasar en el mar hasta tarde. 

El 16 de septiembre tocaba el paseo de las mantarrayas, pero me dio mucho miedo y no fui a verlas. Me quedé en el barco, tomé fotos… pero estuve muy mareado. Aunque el barco estaba anclado y no podía avanzar, sí se tambaleaba tremendamente y me provocó vómitos. Traté de calmarme. Allí nos quedamos como dos horas hasta que volvimos al hotel.

El tercer día de nuestra estadía fuimos a recorrer el lugar, después de pasar toda la mañana en la playa. Cuando estaba almorzando, experimenté una pena muy grande, al momento de la comida buffet. Estaba con mis tres primas en una mesa y quien se levantaba a coger más jugo, le servía al resto. Me paré y no sé por qué rayos saludé al señor que estaba a mi lado, sirviéndose jugo también, pensando que era mi tío. Le dije: ¡Hola!, y él me respondió: “¿Quién eres?”. A lo que le respondí: “pues, Kenny”… él solo se alejó riéndose. La actitud de mi ‘tío’ me pareció muy rara.

El asunto tuvo más sentido cuando me senté y vi a mi tío… allí me percaté de que había saludado a un señor que no conocía. ¡Qué pena! Comí rápido y me fui de allí por la vergüenza. Tanto el señor desconocido, como mis primas y toda mi familia se reían de mí.

Después recorrimos la isla en el bus y pude darme cuenta de que los turistas solo vemos la parte bonita de los sitios, porque si vamos donde viven los isleños, el panorama es totalmente distinto.

El cuarto día fue el mejor. Primero fuimos al parque, rentamos carretas y vimos un montón de pececitos. Visitamos el mar, fuimos a un acuario que queda en la mitad del mar. Por cierto, ¡el mar es hermoso! Las zonas de color azul más oscuro son las más profundas; el azul claro tiene entre dos y tres metros de profundidad; y las zonas azules verdosas eran las menos profundas, tenían ese color por la arena y podíamos encontrar áreas de ese tono por más lejos de la orilla que estuviéramos.

También vimos cangrejos y una mantarraya. Para que los turistas se tomaran fotografías, los señores que tenían la mantarraya decían: ‘’A 5,000 pesos la foto con la mantarraya Lola’’. Era grande y blanca. Me dio miedo tomarme una foto con ella, pero la vi bien de cerca.

Después nos llevaron a la isla de Johnny Cay en lancha. El viaje es adrenalina pura, no hay cinturones de seguridad, así que, si te sales, te sales. Hay que agarrarse de quienes están a tu lado y va tan rápido que el agua te salpica hasta las esperanzas. 

El paseo terminó y volvimos a casa felices con la experiencia. Sin dudas, esas fueron las mejores vacaciones de mi vida.

Para muchos la cuarentena durante el inicio de la pandemia por covid-19 fue muy estresante; en cambio, a mí me pareció una época interesante, divertida y terrorífica. 

Aunque extrañaba el colegio, a mis amigos y a mis profesores, tuve la oportunidad de pasar el confinamiento con mi familia en el interior del país, en la provincia de Veraguas. Fue entretenido porque aprovechamos el tiempo libre para desempolvar algunas historias. Cada cuento era mejor y más aterrador. 

Un día decidimos ir donde mi abuelo a Pedernal, frente al cruce de Ocú. En esa ocasión, íbamos entrando al área cañera por el ingenio de Santa Rosa. Aún no cortaban las cañas, pero la zafra estaba próxima. Eran las ocho de la noche y escuchamos un llanto, se oía cerca del río Santa María. Sentí que el corazón se me puso chiquito del susto. Cuando llegamos a donde mi abuelo, él me dijo que era normal, que se trataba de la llorona buscando a sus hijos. 

El comentario fue apropiado para que el abuelo recordara algunas historias de su pasado.

—Cuando era joven llegaban entre los cañales mujeres muy hermosas, mientras yo pescaba los chogorros —rememoró.

—¡Ave María Purísima! —exclamé yo.  

Por suerte mi abuelo era joven cuando ocurrió esto. Pienso que hoy no debe pasar nada porque hay mucha iluminación. 

Narró que, en el año 1945, cuando mis bisabuelos se estaban conociendo, se fueron para un baile. Era en un pueblo algo distante, y después de ciertas horas ya no había transporte ni luz. Estaban bailando mientras el artista salomaba y tocaba el acordeón. Justo a la medianoche llegó un señor muy refinado, vestido de forma elegante. Todos lo miraban y las jóvenes se morían por bailar con él. Una de las muchachas, llamada  Juana, sacó a bailar al caballero, quien aceptó la invitación. Danzaron mucho, hasta que este personaje le dijo había perdido una moneda y le pidió ayuda para buscarla. Juntos trataron de encontrarla, fue en ese momento que Juana le vio patas de vaca al señor, y gritó. 

Está de más decir que el baile se acabó y todos salieron corriendo por las oscuras y desoladas calles.

¡Santo cielo! Menos mal que vivimos en el 2022. Solo les puedo apostar que, si esto llega a pasar hoy, todos le toman foto y lo suben a Tik Tok. 

Siguiendo con las historias de miedo, la tía Cándida contó sobre un día que iba por la vía Interamericana. Hace cuarenta y ocho años había pocos autos en las calles, la movilización se hacía especialmente a caballo y en bicicleta. Mi tía tenía un auto porque se lo había regalado su esposo, uno de los muchos gringos que había en Panamá en esa época, por las bases militares. Era de noche y ella venía de la universidad cuando sintió que algo se le subió en la capota, en la parte trasera. Dijo que vio una larga cabellera negra, mas no a la persona, y no entendía cómo podía alguien trepar un auto andando a 80 kilómetros por hora.  

—¡La sangre de Cristo! —dijo—. Acompáñame hasta que llegue bien. 

Más adelante encontró una capilla con una cruz, a la cual arribó sin habla y temblorosa. 

Hay infinidades de historias, cuentos y leyendas, que hacen parte de la cultura y tradición oral en nuestros pueblos del interior. No sé ustedes, pero con cada fragmento se me erizaba la piel.

La hermosa y soleada tarde del 30 de mayo de 2016, a eso de las 3:45 p.m., sonó el teléfono. Esa llamada impactaría a la familia Pérez.

Lilibeth, una jovencita de 14 años contestó. La persona al otro lado del teléfono era su tía Eleida, una mujer amable y cariñosa, de 30 años, quien tenía una noticia triste.

Eleida contaba conmovida que Gregorio, bisabuelo de Lilibeth, había tenido un accidente con su motocicleta por el sector de Altos de Trinidad, en Capira, provincia de Panamá Oeste. Había ido donde un amigo a buscar un puerquito. Luego de una extensa charla, Gregorio ya iba de regreso a su casa y cuando estaba subiendo una peligrosa loma, llena de piedras, su moto patinó, provocando que perdiera el control y se cayera junto al puerquito. Lastimosamente las dos ruedas de la moto les cayeron encima.

Un grupo de personas que pasaba por el sitio los auxilió. Al puerquito no le pasó nada, pero el abuelo Gregorio sí quedó bastante golpeado.

Al ver que sus heridas eran graves, Bonifacia, esposa de Gregorio y bisabuela de Lilibeth, decidió que debían llevarlo al hospital y así lo hicieron.

Al conocer sobre el accidente de su bisabuelo, Lilibeth quedó muy preocupada. Ella rogaba a Dios para que no le pasara nada malo. Tres días después del accidente, Gregorio estaba bien y Lilibeth tenía ganas de ir a Capira a verlo, pero en esos días no pudo, pues no había quien la llevara, y Capira estaba lejos de su casa. No obstante, se sintió feliz de que su bisabuelo se había recuperado.

Pasaron algunos años desde aquel accidente, Lilibeth y su familia se habían mudado a Las Mañanitas, lugar que la chica estaba empezando a disfrutar. Otras vez sonó el teléfono con malas noticias, como aquel accidente del bisabuelo con la moto. En esa ocasión contestó la mamá de Lilibeth. 

La llamada fue hecha por Cristina, tía de Lilibeth, quien no tenía buenas nuevas: casi tres meses antes, el 30 de marzo del 2020, Gregorio había muerto de un ataque al corazón. La familia lamentó que no les compartieran la información tan pronto ocurrió el suceso. 

El tiempo siguió su curso. El 15 de mayo de 2022, Lilibeth y su familia por fin pudieron ir a Cerro Trinidad para visitar la tumba del recordado y amado Gregorio Pérez. Cambiaron las flores viejas, limpiaron la tumba y sus alrededores. La tristeza era contagiosa, todos lloraron y lamentaron la partida de Gregorio.

A pesar de extrañarlo, Lilibeth sabe que ahora él descansa. “Te prometo que nadie más tomará tu lugar de padre, de abuelo y de bisabuelo, porque aunque has muerto, seguirás vivo en mi corazón”, se dijo a sí misma conmovida.

Es lunes. Se escucha el canto de los pájaros y las ramas de los árboles chocan entre sí. Son las 6:00 a.m. Maya escuchó la alarma y se despertó asustada pensando que era tarde. Vio la hora y se relajó al saber que todavía tenía alto de tiempo. Se sentó en su cama, giró su rostro hacia la ventana y descubrió que sería una mañana despejada y linda. A pesar de semejante ambiente, le da mucha pereza hacer la misma rutina cada día.

Finalmente se levantó, fue al baño y luego a alistarse para ir a la escuela, ya que sus clases comienzan a las 7:00 a.m. Desayunó, después se puso el uniforme y se cepilló los dientes. Ya estaba lista para ir a su plantel. No hace mucho, en el segundo trimestre, a Maya la transfirieron a sexto grado y ya se conoce con la mayoría de sus compañeros.

Al llegar al colegio, saludó a quienes estaban en la entrada y a sus compañeros de salón.

El ambiente cálido y luminoso estuvo así los siguientes días hasta el jueves. Ese día se percibía algo distinto en la atmósfera  y en el salón de clases se comentaba que la maestra daría un anuncio importante.

Los estudiantes estaban ansiosos, entre ellos se preguntaban si sabían algo de “un viaje”. Algunos decían que así, otros no tenían ni idea sobre el anuncio que brindaría la docente. Las dudas fueron despejadas hasta después del recreo, cuando la maestra les dijo que harían un paseo a la Presidencia de la República.

La Presidencia de la República, también conocida como El Palacio de las Garzas, es uno de los inmuebles insignias del Casco Viejo de Panamá. Recibe ese nombre porque en el año 1922, el poeta Ricardo Miró le obsequió dos garzas al entonces mandatario Belisario Porras y desde ese entonces las aves se han convertido en habitantes de honor en el palacio.

Pero antes de eso, en el año 1740, el inmueble fue sede de la oficina de Aduanas. Aunque 16 años después, lastimosamente hubo un incendio que destruyó gran parte de su estructura. Pero fue remozado y en la actualidad es un espacio muy elegante, que a la distancia sobresale con su color blanco.

Después del anuncio, las clases continuaron normales, pero ahora todos se sentían más alegres.

El tiempo pasó volando y crecía la emoción de los alumnos para que llegara el viernes 24 de agosto, fecha de la excursión.

Un día antes, a eso de las 3:00 p.m., le dijo a su madre: “Estoy muy emocionada por lo de mañana”, su mamá le respondió con una sonrisa mientras lavaba los platos.

¡Llegó el viernes! Maya se levantó muy feliz, imaginando todo lo novedoso que vería. Se alistó y fue hacia la escuela en donde se organizaron y se pusieron en marcha para ir a su anhelado destino.

En el trayecto por el corregimiento de San Felipe vieron los bonitos balcones y las callejuelas del Casco Viejo, transitadas por personas en sus labores diarias, otras haciendo ejercicio con sus mascotas y algunos que se transportaban en bicicletas; también habían turistas en el área. Al llegar a su destino, caminaron hacia la hermosa entrada principal de un palacio blanco como las nubes.

Los guardias los recibieron con respeto y educación. Los estudiantes admiraron la fuente que está al entrar, vieron a las garzas en un espacio con bellas plantas que parecía un oasis. Una guía les iba contando sobre la historia del sitio y les explicaba las diferentes obras de arte que engalanan sus paredes. Algunos chicos aprovecharon la imponente escalera central para tomarse fotos. Al subir, apreciaron un pasillo donde hay esculturas de importantes personajes de la historia de nuestro país.

Después, en otra escalera, todos quedaron sorprendidos al ver un elegante salón que parece de oro, con su techo decorado con pinturas de personajes ilustres. Y entre tantas sillas destaca una en particular: la solemne silla presidencial.

Maya está impresionada de lo que sus ojos observan. Toda la experiencia fue más emocionante de lo que ella imaginó. 

Al terminar el recorrido les dieron un brindis y se fueron de vuelta para la escuela, pero antes se detuvieron a comer pizza, algo que no podía faltar en la excursión escolar, y que todos disfrutaron.

Sin duda, Maya vivió un momento inolvidable con sus compañeros, al conocer un verdadero palacio, lleno de mucha historia y que sigue vigente hasta nuestro tiempo.

Si la selva es el pulmón del mundo, los manglares son su cuna. Un manglar es un bosque que se encuentra en las zonas costeras o en las orillas de los ríos, y está relacionado con el mar y el agua dulce. Estos ecosistemas de vida se adaptan de manera única y especial para poder tolerar la falta de oxígeno, altos niveles de sal, las mareas y cambios en el suelo. Son favorables para la subsistencia del hombre y sirven de refugio para muchas especies que los habitan; pero hoy se encuentran gravemente amenazados.

El istmo de Panamá cuenta con la presencia de estos biomas en cada provincia y destaca en el continente por las diferentes especies de mangle. La costa pacífica de Chiriquí es la zona de mayor importancia porque es la reserva de manglar más grande del país, según datos de la plataforma especializada en noticias ambientales Ladera Sur. Allí se encuentran especies como: el mangle negro, el mangle blanco o Laguncularia racemosa, el mangle botón, el mangle rojo, el mangle caballero, el mangle colorado y el mangle piñuelo. 

En los distritos chiricanos de Remedios y San Félix podemos ver la extensa cerca natural que forman los manglares. Cada especie de mangle cuenta con sus características y usos que son de gran importancia en actividades humanas, por ejemplo, la madera del mangle rojo es utilizada para consumo en el hogar; además, este bosque costero sirve de refugio para decenas, quizás cientos, de seres vivos. 

¿Te has preguntado por qué en Panamá no nos vemos tan afectados por los oleajes fuertes provocados por huracanes? Los manglares, además de ser de gran importancia para la conservación de la biodiversidad, son el escudo natural de nuestro país. Estos actúan como amortiguadores contra las altas mareas, tormentas, aumento del nivel del mar y la erosión.  Sus suelos son sumideros de carbono altamente eficaces, por lo que retienen grandes cantidades de esta sustancia.

A pesar del papel fundamental que tienen estos ecosistemas, no han logrado salvarse de la mano del hombre. Según estudios realizados por la Alianza Mundial del Derecho Ambiental del 2008, los manglares han sido talados o destruidos a niveles muy altos. Se necesita aumentar la conciencia en las comunidades, centros educativos y en las futuras generaciones sobre la restauración y conservación.

Chiriquí es una provincia que se destaca por su belleza natural. No dejemos que parte de ella desaparezca por nuestro descuido y falta de consideración. Adoptar un papel de unidad es la solución, teniendo claro que la importancia de la humanidad no es solo consumir, sino también actuar de manera sostenible. 

El manglar es vida, hay que trabajar en conjunto a favor de su conservación, porque a esas entrelazadas ramas está anclada nuestra vida.

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