El aceite chisporroteaba al contacto con la carne en la paila ardiente. Las lentejas estaban listas y sólo faltaba la presa para servir el almuerzo. Era un día caluroso de 1968, Beatriz Cueto Cisneros, de doce años, estaba cocinando para sus hermanos, como cada mediodía.

Su madre trabajaba lavando y planchando para poder llevar dinero al hogar. Vivían en una sencilla casa en Pedregal. Beatriz, por ser la mayor, quedaba encargada de los quehaceres domésticos. Su mamá le había enseñado de todo, pero especialmente a cocinar.

Ella era una niña muy eficiente. A sus hermanos les encantaba jugar y divertirse, y claro que a ella también, pero la mayor parte del tiempo estaba atendiendo el hogar. A diferencia de sus hermanos más pequeños, ella no pudo estudiar desde temprana edad, pero eso no detuvo su superación. 

Se casó y tuvo a su primer hijo. A los diecinueve empezó a trabajar como secretaria en el I. P. T. Ángel Rubio. Después que tuvo a su segunda hija comenzó a estudiar por las noches y logró obtener su título de Perito Comercial, en 1983.

Engendró tres hijos y en un acto noble de amor adoptó a dos niñas más. A medida que cada uno se sumaba, había más gastos. Su salario le alcanzaba para lo esencial y su esposo la ayudaba en todo lo que podía, pero eso no era suficiente.

Un día compró un billete de lotería con la confianza de que ganaría, pero se quedó dormida y no logró ver si ganó hasta que se despertó. Obtuvo un dólar. Esa noche, meditando, se le ocurrió una idea brillante. Descubrió cuál es su número ganador. El tiquete lo había llevado consigo gracias a su madre, quien no le había enseñado a cocinar por gusto y con el tiempo y la práctica había mejorado cada receta aprendida.

En su trabajo empezó a vender tamales, bollos y empanadas. Sus dotes culinarios eran sobresalientes; cada vez que llevaba algo, se agotaba. Gracias a su gran talento logró ampliar su clientela al colegio donde estudiaba una de sus hijas. Así pagaba la colegiatura de sus retoños.

Para mejorar el emprendimiento se instruyó con una señora que hacía comida para eventos. Con ella aprendió a cocinar bolitas al vino y canastitas. Beatriz perfeccionó las técnicas y las recetas, tanto así que prontamente comenzó a vender boquitas para reuniones de hasta 150 personas.

Con los años dejó ese negocio, ya que sus hijos crecieron y no necesitaba hacerlo más. Pudo descansar. Pero durante la pandemia, con su familia, empezó a vender nuevamente lo que desde un inicio los sacó adelante: tamales. Lo que ganaban era de ellos, porque Beatriz solo cocinaba con el propósito de ayudarlos.

Beatriz es mi tía. Una vez me dijo: “Todo se puede después de que te lo propongas y apliques ingenio. Este es un talento que viene en la sangre, no es cualquiera, y hay que aprovecharlo”.

1 comentario
  1. darivaschiru
    darivaschiru Dice:

    Qué linda historia. Seguro muchas personas se pueden sentir identificadas y motivadas. Me gustó mucho la cantidad de datos y detalles que ofreces. Es un texto muy genuino. Tengo una pregunta, ¿hay algún problema con citar el nombre completo de la protagonista?
    Gracias este gran trabajo.

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