No hay sueños que no se puedan lograr si confiamos en nosotros y, sobre todo, en Dios. Así piensa Adelaida Pascasios Santos, quien fue criada por sus padres dentro de una familia humilde compuesta por once hijos, siendo ella la menor de todos.

Durante sus años de primaria fue guiada por sus hermanas mayores, quienes expresaban su deseo de que Adelaida obtuviera lo que ellas lastimosamente no pudieron alcanzar: una escolaridad completa.

En el camino para elegir su profesión se le presentaron muchas dificultades; sin embargo, sus sacrificios valieron la pena porque alcanzó sus objetivos. A medida que transcurrían sus niveles de estudio supo que educarse fue la mejor decisión que tomó en su vida. Ejercer el arte de enseñar y aprender, esa era su vocación.

Hoy sus principales pilares son sus hijas: Jezareth y Sheraldine Camaño. Dos niñas estudiosas, amantes de la naturaleza y los animales, quienes han llenado de alegría la existencia de ella y la de su esposo Oriel Camaño, quien le ayuda a crear una armonía hogareña en la que no deja atrás a sus antepasados.

Aunque su labor como educadora requiere de mucha responsabilidad y dedicación, también cuida su papel como madre. Su oficio de maestra la lleva a entregar el 100% a sus estudiantes, pero al llegar a casa brinda la atención y el amor necesarios a toda su familia. Una muestra del cariño que irradia: sus sobrinos la describen como una persona destacada con su carismática sonrisa que contagia a todos, un ser humano lleno de positivismo y una enorme pasión por la vida.

Nacida el 6 de diciembre de 1985, es una mujer que ha enfrentado los retos siempre con la frente en alto. Logró ser maestra de primaria después de años de esfuerzo y dedicación. En la escuela Los Santos, ubicada en la comarca Ngäbe-Buglé, donde labora actualmente, pudo demostrar su entrega y compromiso por el aprendizaje. Al inicio, el plantel era de madera y bien pequeño, pero por su mente nunca pasó algún sentimiento de desánimo. Con su meta de que la educación llegue a todos los niños por igual, ha permanecido en este centro educativo por más de diez años.

Desde el inicio ha contribuido a renovar la estructura del plantel. Ahora la escuela cuenta con paredes de cemento, techos de zinc y es mucho más amplia. Esto le genera una gran felicidad porque ha logrado mejoras en este colegio con el apoyo de la comunidad del área. Cuenta que contribuir a moldear a sus estudiantes y generar un impacto en ellos, y ver los resultados día a día, es de las acciones más gratificantes en su labor formativa.

Cuando logre ayudar en otros aspectos al centro educativo donde enseña, aspira a ir a otro lugar después y poder seguir convirtiéndose en una fuente de inspiración para sus alumnos. Así, esta docente manda un mensaje a la juventud: “No dejarse llevar por el uso no adecuado de la tecnología y utilizarla como una ventaja de aprendizaje. Avanzar con grandes pasos, siempre enfocados en crecer y vivir dentro de los valores sociales”.

Billie Eilish tenía trece años cuando saltó a la fama mundial.

A esa corta edad lanzó su sencillo Ocean Eyes, que convirtió a la adolescente en una tendencia en todas partes. En 2015 su canción se publicó en SoundCloud y al año siguiente se relanzó con un video musical en YouTube que ha sido visto más de 430 millones de veces. Y un año después, ya estaba publicando su primer álbum Don’t Smile at Me, que su propio hermano (Finneas 0’Connell) le ayudó a producir de manera modesta.

Pero Billie no llegó tan lejos por casualidad. Su historia es la de una artista nata. A la edad de once ya había escrito su primera canción, inspirada en The Walking Dead, una serie de televisión sobre un apocalipsis zombi. Su ídolo, por aquel entonces, era el cantante canadiense Justin Bieber.

Tres años después ya tenía contrato con una discográfica. Ya con dieciocho publicó su primer álbum de estudio formal, When we all fall asleep, where do we go?, que se llevó el premio Grammy en las categorías de mejor álbum del año y mejor álbum de pop vocal del 2020. También Billie ganó el premio a la mejor artista nueva y los apartes de mejor canción y grabación del año. Ya para ese momento tenía dos temas que habían recibido registros de discos de platino y siete sencillos con disco de oro.

Billie nació en el seno de una familia de artistas en Los Ángeles (California), la meca de la industria de la música estadounidense. Su mamá es actriz, su papá es músico y guionista, y su hermano es compositor y actor.

De niña fue diagnosticada con el síndrome de Tourette, que le causa espasmos o movimientos repentinos, algo que siempre ha tratado de controlar.

Por todo esto es una mujer inspiradora, una joven única que muestra que nunca debemos sabotearnos a nosotros mismos. Como Billie, yo me quiero graduar del colegio y ser lo que yo quiera. Sin rendirme.

La mayoría de las veces aquellos sueños que teníamos de pequeños, cuando podíamos sostener el mundo con nuestras manos sin sentir su peso, se convierten en otros completamente distintos con el paso de los años. Puede ser porque al crecer, ese universo con el que solíamos jugar ya no es el mismo o porque encontramos aficiones que desconocíamos.

Así fue para la pequeña hija de la señora Vilma y el señor Pedro: Katya del Carmen Echeverría Béliz. Una niña que imaginaba ser beisbolista, pero creció y se convirtió en directora de una prestigiosa escuela con doble calendario académico, el Instituto Cultural.

Su historia comenzó el 2 de enero del año 1967, en la ciudad de Panamá. Ese día se convirtió en hermana menor y posteriormente en hermana mayor, debido a que es la hija del medio. Se considera a sí misma como una total devota de su familia conformada por sus dos hijos, Ricardo y Ana Luisa, y su compañero de vida, Juan Carlos.

El interés por la conducta humana la llevó a elegir la carrera de Psicología en la Universidad de Panamá. Es fiel creyente de la juventud y el potencial que existe en cada niño, por ello, luego de terminar esta formación, decidió estudiar Educación.

Para Katya, la pedagogía no solo se trata de enseñar y aprender, sino de impulsar a los estudiantes a explorar sus habilidades en cualquier campo, así como brindar la mano a sus colegas, con el propósito de aportar un mejor futuro para todo el país. Actualmente se encuentra aprendiendo, investigando y buscando nuevas vías para innovar la acción formativa.

Aplica diariamente los valores de tenacidad, resiliencia, fortaleza, amor, respeto y, sobre todo, la honestidad. Detesta por completo la injusticia, el abuso y el famoso «juega vivo».

La profesora Omaira Concepción, educadora en el Instituto Cultural, confiesa que la experiencia que ha compartido con la docente Katya ha sido ejemplar y muy gratificante. A su vez, Concepción la describe como una profesional amigable, comprensiva, perseverante y sumamente preocupada porque los chicos reciban la mejor educación posible.

Una de las frases favoritas de Katya, relacionadas con la pedagogía, es la siguiente: “La escuela es un edificio de cuatro paredes con el mañana dentro”.

Ella nunca imaginó que se convertiría en directora del colegio donde aprendió a leer y a escribir cuando era pequeña. Estudió desde kínder hasta segundo grado en el Instituto Cultural. Considera que debemos dar el 100% de nosotros cada día, sentirnos orgullosos de quiénes somos, de qué hemos logrado, por lo que estamos trabajando y, por supuesto, preocuparnos por las personas que nos rodean.

Con su cabello rubio, su alta estatura, su carismática y brillante sonrisa y su personalidad magnética y amorosa, Karen del Carmen Tallavo Guadama es una de las médicas especializadas en Oftalmología más destacadas que hay en Venezuela.

Creció en una familia humilde, donde los padres siempre trabajaron hasta el cansancio para que las dos hijas pudieran estudiar. A medida que Karen del Carmen creció se volvió cada vez más aplicada en su formación. Durante su adolescencia sus padres se separaron, por lo tanto, se quedó a vivir con su madre, quien hacía todo lo posible para que ella y su hermana menor fueran felices y siguieran formándose a pesar de todo.

Se mudaron de su ciudad natal, Valencia, hacia Barquisimeto, donde la joven terminó su secundaria. Posteriormente, Karen del Carmen se fue a Caracas, la capital del país sureño, para matricularse en la carrera de Medicina. Ahí conoció a Mario Yépez, su actual esposo, con el cual comparte su pasión por curar a las personas, siendo en aquel entonces un estudiante de Traumatología, de nacionalidad brasileña.

Karen del Carmen siempre se centró en sus estudios para ser la mejor, ya que escogió ser galena porque quería ayudar a los demás y vencer sus enfermedades, como un sanador que baja del cielo. Para poder aplicarse no salía mucho con sus amigos, estos iban de paseo o de fiesta mientras ella se quedaba en casa a reforzar lo aprendido.

Gracias a estos esfuerzos logró graduarse de la universidad y obtuvo uno de los mejores índices académicos de su promoción. Este ha sido uno de los eventos más importantes para ella, ya que sintió que sus esfuerzos dieron frutos y que finalmente podría trabajar apoyando a otros como una médica.

Posterior a su graduación se casó con Mario Yépez, quien desde ese momento ha sido su compañero de vida.

Al pasar los años atendió muchos casos, pero el que más le impactó fue el diagnóstico de dos niños con glaucoma congénito. Por esta enfermedad, ellos eran ciegos y no podían ver la belleza de la vida; pero, a pesar de todo, eran dichosos y disfrutaban del hecho de estar vivos, al contrario de muchas personas que, aun con todos sus sentidos funcionando, no son capaces de ser felices. Esto la inspiró a seguir auxiliando al que podía con mucho fervor y cariño, aunque por la condición de los pequeños no pudo salvar su visión.

Unos años más tarde tuvo a su hija Luciana. Esto la impulsó a buscar un mejor futuro en el extranjero por la situación política y económica que había en Venezuela. Se tuvo que despedir de sus familiares y partió al lugar de nacimiento de su esposo, Brasil.

Actualmente, a sus 38 años, no ejerce la profesión de oftalmología, debido a que no pudo validar sus estudios en el país sudamericano, además que es madre de dos niños (de uno y seis años). Funge como profesora de español independiente y es ama de casa, siempre con el deseo de volver a practicar su pasión.

Una mujer sabia, de pelo castaño, fuerte, valiente y decidida. Hija de Lidia García y José Hernández de la Torre. Madre de tres niños y esposa de Carlos Pellas. Ella tiene una misión: cuidar y ayudar a todos los pequeños que han sufrido de quemaduras, apoyarlos en el proceso y llevarlos de la mano hacia su recuperación. Es la mujer que convierte lágrimas en sonrisas, Vivian Pellas, fundadora de la iniciativa social Aproquen (Pro Niños Quemados de Nicaragua).

Vivian ha pasado por mucho sufrimiento a lo largo de su vida. Nació el 4 de marzo de 1964 en La Habana, Cuba. Tuvo una infancia feliz, llena de risas y bailes, hasta la llegada de la revolución cubana. Con tan solo siete años, tuvo que escapar junto a sus padres hacia Nicaragua. Desde ese momento no volvió a danzar hasta mucho tiempo después.

Estudió en el Colegio Americano Nicaragüense y terminó sus estudios en la ciudad de Miami (Estados Unidos). Vivian ahora es filántropa. 

Descubrió el amor a primera vista (así es como lo describe en su libro Convirtiendo lágrimas en sonrisas) con el joven Carlos Pellas, y se casaron en 1976. Tuvieron tres hijos: Carlos, Eduardo y Vivian Vanessa. La vida de la mujer era muy pacífica, todo era perfecto, pero se le presentó el mayor reto de su existencia: el accidente aéreo del 21 de octubre de 1989, cuando tan sólo tenía veinticinco años.

Tanto Vivian como su esposo esperaban que aquel sería un viaje sereno, deseaban llegar sanos y salvos a su destino, Miami; pero ese no fue el caso. Terminaron siendo víctimas de una de las catástrofes aéreas más devastadoras de la historia centroamericana. El avión Boeing en el que viajaban terminó estrellado con el cerro Hula, de 135 pasajeros solo sobrevivieron 11. Por suerte, tanto ella como su esposo lograron salir con vida.

No pudo estar consciente hasta que llegaron al hospital. Se veía rodeada de personas en mal estado y siendo tan joven se preguntó: “¿Por qué a mí?”. No entendía la razón por la cual el destino la había escogido. “¿Por qué a mí?”, seguía cuestionando a la nada con su rostro deformado por las quemaduras. Hasta que lo entendió y entre balbuceos le dijo a su padre: “Voy a hacer un hospital para niños quemados”.

La recuperación no fue fácil, Vivian no estaba segura de qué pasaría con ella. Se sentía confundida y atrapada, pero su fe en Dios la ayudó a seguir adelante. El centro médico que prometió fue fundado en mayo de 2004 (el Hospital Vivian Pellas) y ha sido un éxito con más de 600,000 atenciones servicios de salud y más de 300,000 sesiones de rehabilitación para los niños.

“No hay imposibles para un corazón decidido”, narra Vivian en su libro. Y remarca: “Nuestros sueños se convierten en realidad cuando tenemos el valor de luchar por ellos”.

En este mundo existe una mujer, a quien llamaremos Kristina, muy diligente, responsable y disciplinada. Ella labora catorce horas diarias y me inspira porque lo hace, aunque esté cansada.

Kristina nació en Suzhou, Jiangsu, China y vivía junto a su abuela y su padre. Tuvo que soportar momentos muy difíciles hasta que su tío decidió que viajara a Panamá para vivir con él y su familia, pero la joven se encontró con situaciones que no le permitían disfrutar de las bondades de nuestro país.

Comenzó su nueva vida con deudas y se vio en la necesidad de trabajar para poder pagarlas, teniendo apenas catorce años. Su primer empleo estaba ubicado en un área muy peligrosa, según me cuenta. Allí se dedicaban a distintos servicios como ferretería y farmacias, era como una especie de minisúper. En este lugar Kristina trabajaba por lo menos dieciséis horas diarias. No puedo imaginar lo difícil que fue para ella estar de pie todo un día realizando oficios para poder ganar algo de dinero y saldar el compromiso que había adquirido con sus familiares, pues debía cancelar el costo del viaje al Istmo.

Aunque Kristina estaba ocupada la mayor parte del tiempo, tuvo momentos divertidos con sus primas. Al ser nueva y desconocer el idioma, no sabía comunicarse con los locales. Una de las primas, que es mayor que ella por dos años y dominaba bien el español, fue su guía en el trabajo.

Kristina continuó esforzándose arduamente, aunque su tía, una mujer estricta y malvada, la regañaba todo el tiempo sin parar, aduciendo que no hacía las cosas correctamente.

Pasados los años, Kristina, esa mujer que me inspira, conoció a un chico llamado «Juan», el muchacho era joven, simpático y encantador. Empezaron a salir a cines, restaurantes… ella disfrutaba de su compañía, pero ¡uy!, había un pequeño problema: Juan tenía novia y Kristina no lo sabía. Eso fue devastador porque se había ilusionado, así que al momento de enterarse tomó una decisión triste, sabía que la relación debía terminar y solo podrían ser amigos.

Pero la joven no cerró su corazón y con el tiempo conoció a quien actualmente define como el amor de su vida, “Mauricio”, con él sintió nuevamente mariposas en el estómago y para ella esto era maravilloso, así que después Kristina y Mauricio decidieron casarse. De esta relación surgieron tres hermosas flores, sus hijas, de las cuales está orgullosa.

Al conocer la historia de su mamá, de lo difícil que es estar en un país extranjero, emocionalmente sola, y tener que trabajar para poder salir adelante siendo tan joven, su hija mayor decidió seguir ayudándola en el trabajo para que Kristina tenga una calidad de vida mejor, lejos de tanto estrés.

Kristina es mi madre y sé que dentro de su corazón nos ama a las tres y agradece el apoyo que le podamos brindar. Ella hace todo lo posible por vernos felices y da gracias a papá Dios por tener tres hijas solidarias y responsables; solo pide que le siga bendiciendo para poder divertirse junto a ellas.

La historia de Kristina es real, su vida no fue fácil y para nosotros, dentro de nuestra cultura, es difícil contarla, es por ello que se cambiaron los nombres de los personajes para evitar conflictos.

Muchos piensan que nosotros los de ascendencia asiática tenemos mucho dinero, pero nuestra vida no es sencilla, y más cuando no se es originario de aquí. Yo tuve el privilegio de nacer en Panamá, un país hermoso y que brinda oportunidades.

Kristina me inspira porque es una mujer excepcional, con muchos valores y coraje, el cual ha aplicado en la vida de su familia; es trabajadora, comprometida y constante. Me motiva a querer seguir adelante con mis sueños y ser como ella: fuerte y valiente para la vida.

Patricia Taylor dice que estar rodeada de niños siempre ha sido de su agrado. Su deseo por trabajar con ellos empezó cuando nació su sobrino, a quien años después se le detectó autismo; por entonces no sabían cómo atenderlo y se propuso encontrar maneras de ayudar, siendo esto algo nuevo para ella.

Estudió en la Universidad de Panamá y en la Universidad de las Américas. Se graduó en 2002 como docente integral. Actualmente labora en la Escuela Mateo Iturralde y lleva 20 años dedicándose a esta área del saber. Es panameña, de 63 años, aunque no los aparente; de piel morena, alta y le gusta bailar, especialmente el merengue dominicano.

Ahora, hay que hablar más sobre su historia. Ella atiende a estudiantes con necesidades educativas especiales, como discapacidad visual, auditiva, intelectual, lento aprendizaje y autismo. Sin duda, es una mujer ejemplar que ayuda a diario a muchos chicos a desarrollarse mejor.

Patricia define su trabajo como gratificante, comprometido, exigente, de bastante responsabilidad, dedicación y, sobre todo, muchísima paciencia, algo esencial porque estos alumnos tienen memoria de corto plazo y es muy necesario repetirles las lecciones de manera constante para que no se les olvide, pero ella lo hace cuantas veces sea necesario. Patsy, como le apodan sus seres queridos, utiliza el método visual, pues esto ayuda a que sus pupilos familiaricen las imágenes con las palabras.

Uno de sus mayores retos fue atender a una niña de tercer grado con síndrome de Down. Tuvo que leer mucho para informarse sobre la metodología que debía usar con el fin de asegurarle un aprendizaje de calidad. A pesar de que este fue un desafío muy grande, no ha sido el único. En la pandemia causada por la COVID-19 enfrentó problemas con la conectividad para la asistencia de sus estudiantes a las clases virtuales, ya que muchos de ellos solo contaban con un celular en su hogar y, como consecuencia, en repetidas ocasiones fue necesario atender a los alumnos por la noche. Ella lo hizo encantada.

“Patricia, ¿cuál ha sido su mejor experiencia?, ¿qué piensan sus estudiantes de usted?”, pregunté. Me contestó que fue muy gratificante el caso de una chica que aprendió a leer en cuarto grado y en secundaria llegó a ser cuadro de honor. Y dice que sus alumnos opinan que es una profesora maravillosa y que les tiene una gran paciencia.

Como sociedad, es importante reconocer el trabajo de los docentes, especialmente de aquellos que se dedican a la educación especial, ya que su trabajo requiere un poco más de esfuerzo para poder entrenar a sus alumnos y lograr su desarrollo tanto en la sociedad, como en su familia y en su futuro trabajo. Patricia cree que todos podemos contribuir, solo debemos respetarnos mutuamente.

Julieta Madrid nació el 16 de marzo de 1992 en la ciudad de Panamá. Es la cuarta hija de Eloy y María. Es lista, atractiva, de ojos medio claros, cabello largo, mediana estatura y piel blanca.

Como muchas, ha sido fuerte y no se rinde. Como muchas, también tuvo su primer amor de joven. Y como muchas, esa primera ilusión fue a escondidas de sus padres, que le prohibieron tener novio.

Su novio era tres años mayor. Al principio los dos iban a la escuela, aunque él abandonó su educación poco después. Pero Julieta se había enamorado, así que hizo todo para seguirlo viendo aun cuando él no fuera a clases. Y entonces empezó su rebeldía: se fugaba del colegio, le mentía a sus papás. Tuvieron su “prueba de amor” y meses después todo cambió.

Su salud cambiaba y su vientre crecía. Tenía quince años cuando el médico le dio la noticia frente a su madre: estaba embarazada. Una de las 34 000 madres adolescentes reportadas en 2007 en Panamá.

Julieta llamó a su novio —que justo había cumplido la mayoría de edad— y le contó. Su mamá la acompañó en el proceso, pero su papá se molestó mucho por la situación, le quiso pegar y la echó de la casa porque sentía vergüenza de ella. Así, quinceañera y embarazada, se mudó a donde su pareja, que debió buscar trabajo para cubrir los gastos de la nueva familia. Incluso con su embarazo, ella siguió estudiando. Hicieron su hogar, y cinco años después tuvieron su segundo hijo.

La situación cambió nuevamente: empezaron los problemas, las infidelidades de su pareja y la pérdida de confianza. A las diez de la noche del 4 de febrero de 2013 le llega un conocido a casa con una noticia devastadora: su marido había fallecido tras una trifulca. A los veintiún años, con una niña y un niño, se había quedado sola.

A Julieta le tocó hacer de tripas corazón. Dejó la universidad y buscó trabajo. Tuvo que abandonar la vivienda donde vivía con sus hijos y su pareja, e irse a vivir en un alquiler con su mamá. Aterrada por todo, simplemente le tocó salir adelante.

Años después, ya con la herida curada, volvió a reconstruir su vida. Conectó con Rodrigo, un novio que tuvo de muchacha, y que venía de una ruptura amorosa. Ella le advirtió que su prioridad era que una futura pareja quisiera a sus hijos, y él lo entendió porque también tenía una hija. Y así decidieron formar juntos un hogar. Compraron su primera casa propia y tuvieron una hija más. Después de tanto, la vida y Julieta volvían a sonreír juntas.

Y conozco bien esa sonrisa: Julieta es mi mamá.

No es que morir nos duela, sino que vivir nos lástima más.  

Emily Dickinson, fue una poetisa apasionada, pero que no tuvo el debido reconocimiento hasta después de muerta.  

Nació en una familia prestigiosa y vivió gran parte de su vida postrada en casa. Tiempo después de estudiar durante siete años en Amherst Academy, asistió brevemente al seminario femenino Mount Holyoke. 

El tiempo que asistió en Amherst se puede describir de dos maneras: pleno y estresante. Su punto flojo fueron las matemáticas, no le agradaban y solía intercambiar trabajos con sus compañeras: ellas se encargaban de las sumas, restas y multiplicaciones, mientras Emily les ayudaba con literatura. 

—“Hoy es miércoles y ha habido clase de oratoria.  Un joven leyó una composición cuyo tema era «Pensar dos veces antes de hablar». Me pareció la criatura más tonta que jamás haya existido, y le dije que él debiera haber pensado dos veces antes de escribir”—, le escribió una vez a una amiga, a los 11 años.   

“Terminaremos nuestra educación una vez, y luego seremos Platón y Sócrates, siempre y cuando no seas más sabía que yo”—, le escribió después. 

Hoy se especula que escribió alrededor de 1800 poemas, de los cuales ni un cuarto fueron publicados. Quizás sus conocidos sabían de sus escritos, pero no mencionaron nada. Muy pocas personas fueron a las que Emily les tuvo la confianza en enseñárselos. Su hermana menor, Lavinia, quien Emily solía apodar Vinnie, fue su mayor confidente y amiga, sin dejar por fuera a su cuñada, amante y amiga, Susan, a la que le dedicó unos 300 escritos. 

Emily también amó a Benjamin Newton, tanto así que una vez le comentó a Susan: 

—“He encontrado un nuevo y hermoso amigo.  Su carta no me emborrachó, pues ya estoy acostumbrada al ron. Me dijo que le gustaría vivir hasta que yo fuese una poetisa, pero que la muerte tenía una potencia mayor que la que yo podía manejar.«

 Su primer amigo le escribió la semana anterior a su muerte: 

— «Si vivo, iré a Amherst a verte: si muero, ciertamente lo haré.»

Veintitrés años más tarde, Emily Dickinson aún seguía citando de memoria las palabras de estas últimas cartas de su amigo de la juventud, quien murió el 24 de marzo de 1853. 

Luego se enamoró de un reverendo, del que perdió contacto durante 20 años, hasta 1880, cuando se asomó a su puerta. Dos años después, él murió. A propósito de eso, ella escribió: “Agosto me ha dado las cosas más importantes; abril me ha robado la mayoría de ellas.” 

Tras las muertes de sus dos amores, Emily sólo halló consuelo en la poesía. Comenzó a dejar de salir de la casa de su padre, y con frecuencia, de su propia habitación. 

Cuando murió su sobrino menor, último hijo de Austin y Susan el espíritu de Emily, que adoraba a ese niño, se quebró definitivamente. Pasó todo el verano de 1884 en una silla, postrada por el mal de Bright. A principios de 1886 escribió a sus primas su última carta: Me llaman. 

Así, la poeta lírica más memorable de Estados Unidos se marchó. “Vivió y murió en el anonimato”, dijo su biógrafo tiempo después. 

Emily Dickinson pasó de la inconsciencia a la muerte el 15 de mayo de 1886. La devoción de Lavinia fue la responsable de hacer comprender al biógrafo de Emily, George Frisbie Whicher, y al mundo que: 

 «La poeta lírica más memorable de Estados Unidos había vivido y muerto en el anonimato». 

No es que morir nos duela, sino que vivir nos lástima más.  

Emily Dickinson fue una poetista apasionada quien no tuvo el debido reconocimiento hasta después de muerta.  

Dickinson procedía de una familia de prestigio y poseía fuertes lazos con su comunidad, aunque vivió gran parte de su vida postrada en casa. Tiempo después de estudiar durante siete años en Amherst Academy, asistió brevemente al seminario femenino Mount Holyoke. 

El tiempo que asistió en Amherst se puede describir de dos maneras: pleno y estresante. Su punto flojo fueron las matemáticas, no le agradaban y solía intercambiar trabajos con sus compañeras: ellas le hacían las tareas de dicha materia y Emily les ayudaba con las composiciones.  

“Hoy es miércoles y ha habido clase de oratoria.  Un joven leyó una composición cuyo tema era ‘Pensar dos veces antes de hablar’. Me pareció la criatura más tonta que jamás haya existido, y le dije que él debiera haber pensado dos veces antes de escribir”. Fue algo que su amiga Jane Humphrey le escribió cuando tenían once años, esta chica tenía un estilo académico un tanto cómico.   

El rector de la academia era un experimentado educador de Berlín, Alemania. Edward, el padre de Emily, le propuso inscribirse a unas clases de alemán, pues en un futuro no tendría ocasión para aprender el idioma.  

Emily dudó, pues ya tenía demasiado estudio. Piano con su tía, canto los domingos y también jardinería, que no tenía planeado abandonar hasta el fin de sus días. Su educación fue más extensa que como solía ser para las mujeres en aquella época. Emily se sentía presionada gran parte del tiempo, su salud no era muy buena y tanto estudio no le ayudaba a mejorar.  

“Terminaremos nuestra educación una vez, y luego seremos Platón y Sócrates, siempre y cuando no seas más sabía que yo. Le dijo una vez Emily a su compañera. 

Abandonó su hogar para ir al seminario Mount Holyoke, cuyos encargados intentaron llevar a Emily al extranjero a practicar la religión, pero ella se negó rotundamente. Eso no era lo que le apasionaba, pero las ciencias sí.  

Desde pequeña recordaba los nombres de las estrellas y constelaciones, también le gustaba mucho la botánica, y eso fue a lo que Emily se dedicó. Si le preguntabas, podía decirte dónde se encontraban cada una de las flores de la región, al igual que algunos de sus nombres.  Gracias a lo sabia que era, no tuvo que rendir los exámenes correspondientes en el internado.

Emily enfermó y tuvo que abandonar el seminario, fue traída de regreso por su hermano Austin. Después de eso, no volvió a estudiar nunca más. 

En los lugares oscuros de su hogar era una poetisa, se dice que escribió alrededor de 1800 poemas, de los cuales ni un cuarto fueron publicados. Quizás sus conocidos sabían de sus escritos, pero no mencionaban nada. A muy pocas personas Emily les tuvo la confianza para enseñárselos. Su hermana menor, Lavinia, quien Emily solía apodar Vinnie, fue su mayor confidente y amiga, sin dejar por fuera a su cuñada, amante y amiga, Susan. 

Susan fue una de las afortunadas en leer los escritos de Dickinson. Se comenta que algunos de esos fueron para ella (trescientos, intentando ser exactos.)  Al parecer, ambas mantuvieron una relación íntima a lo largo de sus vidas.  

Benjamín Newton fue otro de los amores de la poetisa (aunque nada confirmado), quien provocó una gran impresión en ella, tanto así, que le comentó a Susan: 

“He encontrado un nuevo y hermoso amigo. Su carta no me emborrachó, pues ya estoy acostumbrada al ron. Me dijo que le gustaría vivir hasta que yo fuese una poetisa, pero que la muerte tenía una potencia mayor que la que yo podía manejar”.

 Su primer amigo le escribió la semana anterior a su muerte: 

“Si vivo, iré a Amherst a verte: si muero, ciertamente lo haré”.

Veintitrés años más tarde, Emily Dickinson aún seguía citando de memoria las palabras de estas últimas cartas de su amigo de la juventud, quien murió el 24 de marzo de 1853. 

Siguiendo con los amores de la poetisa, en Filadelfia, año 1854, aun luchando con el duelo de la muerte de Newton, se encuentra Charles Wadsworth, un pastor de cuarenta años y felizmente casado, pero igualmente causó una profunda impresión en la joven poeta de veintitrés.  

“Él fue el átomo a quien preferí entre toda la arcilla de que están hechos los hombres; él era una oscura joya, nacida de las aguas tormentosas y extraviada en alguna cresta baja”.  

Pasaron veinte años antes de que volvieran a verse. Una tarde del verano de 1880, Wadsworth golpeó a la puerta de la casa de los Dickinson. Lavinia abrió y llamó a Emily a la puerta. Al ver a su amado, se produjo el siguiente diálogo, perfectamente documentado por Wicher.  

—¿Por qué no me ha avisado de que venía, a fin de prepararme para su visita? –preguntó ella.

—Es que yo mismo no lo sabía. Me bajé del púlpito y me metí en el tren —respondió él. 

—¿Y cuánto ha tardado? 

—Veinte años —susurró el presbítero.  

Charles Wadsworth murió dos años después, el primero de abril de 1882, cuando Emily tenía cincuenta y un años, la dejo sumida en la más absoluta desesperación. En otoño ella escribió: “Agosto me ha dado las cosas más importantes; abril me ha robado la mayoría de ellas”. 

“¿Es Dios enemigo del amor?” fue la abrumadora pregunta que apareció al pie del texto.

Al cumplirse el primer año de la muerte de Charles Wadsworth escribió: 

 “Toda otra sorpresa a la larga se vuelve monótona, pero la muerte del hombre amado llena todos los momentos y el ahora. El amor no tiene para mí más que una fecha: 1 de abril, ayer, hoy y siempre.” 

Tras las muertes de Newton y Wadsworth, la vida de Emily Dickinson quedó totalmente vacía y su único camino para evitar la muerte fue nada más y nada menos que la poesía. Comenzó a dejar de salir de la casa de su padre, y con frecuencia, de su propia habitación. 

Cuando murió su sobrino menor, último hijo de Austin y Susan, el espíritu de Emily, que adoraba a ese niño, se quebró definitivamente. Pasó todo el verano de 1884 en una silla, postrada por el mal de Bright. A principios de 1886 escribió a sus primas su última carta: «Me llaman». 

Emily Dickinson pasó de la inconsciencia a la muerte el 15 de mayo de 1886. La devoción de Lavinia fue la responsable de hacer comprender al biógrafo de Emily, George Frisbie Whicher, y al mundo que: 

 «La poeta lírica más memorable de Estados Unidos había vivido y muerto en el anonimato». 

En una tarde de juegos, Yanina Ballestero se encuentra con sus primas y mientras juegan y ríen, sus abuelos y madres conversan. Este es uno de sus más preciados recuerdos que le devuelve el anhelo de ser niña una vez más.

No es de extrañar que se haya vuelto en la madre y esposa más cariñosa, comprensiva y trabajadora que existe. Cada día se levanta a las tres de la madrugada, llega a su trabajo a las siete de la mañana y cumple una jornada laboral de ocho horas. Al regresar a su casa guía, prepara, trabaja y juega con su hija de cinco años, ayudándola con las tareas de la escuela. Ella es enfermera obstetra, madre, hija, esposa, un amor y un ángel en la Tierra.

Su tez blanca es decorada con pequeños lunares y pecas, con una estatura de 1,59 metros, una larga cabellera castaña oscura y profundos ojos marrones. Su corazón alberga la empatía que cada día proporciona a las madres y niños que atiende en el hospital.

Sus abuelos fueron un pilar fundamental para elegir la carrera de Enfermería que ama con cada célula de su cuerpo, pero que no recomienda a los demás por las noches en vela, el sacrificio social y mental, las lesiones físicas y el dolor por los pacientes perdidos o por tener que presenciar la desgarradora mirada de una madre al enterarse del fallecimiento de su hijo.

Cuando camina por los pasillos de la Sala de Emergencias, recuerda cuando andaba con sus compañeros en las aulas de la Universidad de Panamá. Todos empezaron en el mismo nivel con el conocimiento mínimo de su oficio, pero con el sueño y la esperanza de un día convertirse en lo que siempre habían querido y poder ayudar a muchas personas. Sus profesores eran estrictos y con una diversidad de formas de ser, principalmente porque la carrera requiere mucha disciplina, esfuerzo, sacrificio y dedicación.

Una anécdota jocosa que recuerda a menudo la compartió con una compañera. Un día debían asistir a una reunión con el personal médico, pero ninguna de las dos comprendió con claridad el punto de encuentro. Al llegar al hotel donde ocurriría la actividad, las recibieron con mucha cordialidad y las guiaron a una sala de eventos. Después de unas horas se percataron de que no conocían a los presentes y descubrieron que esa no era el lugar en el que deberían estar. No pudieron hacer mucho al comprender la situación, por eso se quedaron conversando, riendo y comiendo. Esta historia se convirtió en un relato muy gracioso de contar y compartir.

Esta maravillosa mujer es Yanina Ballestero, nacida el 1 de febrero de 1980, en la ciudad capital. Inició sus estudios de enfermera en 1999, a los 19 años, y se graduó en el 2003. Actualmente ejerce con abnegación su oficio de enfermera con más de 16 años de experiencia en atención primaria y, a pesar de haber visto muchos casos (buenos y malos), sigue tratando a sus pacientes con la mejor actitud, compartiendo sus sentimientos y dolores.