Cristóbal Colón lo descubrió para los europeos en 1502, en su cuarto viaje a América. Era una costa hermosa, en medio de una bahía sin igual, así que el nombre le vino como anillo al dedo. Se llamaría Porto Bello. O Portobelo, como lo conocemos hoy.

Más cinco siglos después, a mis quince años me he aventurado a conocer este lugar. Salí a las diez de la mañana de la casa y estaba tan emocionado que sentía que cuando corría, el viento pronunciaba mi nombre y el de Portobelo. Me dijeron que tenía un hermoso paisaje por encontrar. 

Mientras miraba por la ventana del autobús, corrían por mi cabeza las imágenes que vi en Google: los fuertes, las iglesias, la Aduana. Fantaseaba con estar ya en ese sitio, admirando sus jardines tan verdes que se pueden comparar con el mismo Edén. 

Transcurrieron las horas y llegué a mi destino. Mi primera impresión: el sitio no estaba en el mejor de los estados, no como lo imaginé. Pero eso no me detuvo, caminé, vi cada rincón de Portobelo con la esperanza de que lo que me contaron no quedara solo en palabras. Pero pasado un rato me preguntaba si no había ido con las expectativas muy altas o si me había equivocado de lugar.

Viendo cómo el tiempo había tratado a este distrito de la provincia de Colón me decepcioné. Gran parte de los edificios del pueblo estaban hechos escombros, todo se encontraba terriblemente sucio, parecía que nadie había tomado la decisión de darle el cuidado que se merecía esa belleza del pasado. Y lo más duro fue cuando vi una iglesia saqueada por la misma comunidad, así que decidí irme. 

No pude ver la belleza que atrajo a Cristóbal Colón. Lo único que me quedó fue la aspiración de que tal vez en el futuro —ojalá— podamos volver a mirar este sector del país y regresarle lo que le hemos quitado. Aunque al final eso solo lo sabrá el tiempo.