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Daniella Alejandra Goodridge es una joven deportista alegre, determinada, disciplinada y, como se dice en buen panameño, echada pa’ lante, ya que a su corta edad nunca se ha rendido y siempre ha logrado las metas que se propone.

Nació el 14 de abril de 2003. Sus pasatiempos son jugar flag (fútbol bandera), ir al gimnasio y, sin duda, probar el menú de nuevos restaurantes, pues ama comer. Está muy unida a su familia, son su pilar, y en este momento está tan lejos de ellos porque está estudiando fuera de nuestras fronteras. A pesar de la distancia, su clan es su apoyo incondicional.

Desde muy chica ha sido atleta y esto la ha llevado a conseguir gran parte de sus logros. Comenzó a jugar flag con tan solo nueve años. Este deporte ha sido un parteaguas en su vida.
Siempre ha tenido mucha energía y por ello practica otras disciplinas como la natación, el fútbol, la gimnasia, el karate y el baloncesto; pero, definitivamente el flag se convirtió en su todo, pues le brindó la oportunidad de estudiar en Estados Unidos. En este momento se forma en ese país gracias a su gran esfuerzo y talento.

Su rutina diaria es bastante agitada. Se despierta a las 5:00 a.m. para su primer entrenamiento, después va a sus clases regulares, luego tiene su segunda práctica del día, y por último, trabaja.

Como no todo es color rosa, ha tenido altibajos en su disciplina y la parte más difícil es no rendirse, pero su compromiso y el trabajo en equipo le han dado muchas lecciones positivas. Se ha mantenido firme y lucha hasta alcanzar lo que se propone.

Es una muchacha de muchas conquistas. Por ejemplo, ganó los premios COS Awards en la categoría mejor jugadora de flag football. Estamos hablando de una distinción nacional que reconoce a los mejores deportistas panameños en diversas disciplinas.

Ella es una motivación para quienes desean cumplir sus sueños, sin importar su situación; pues ha demostrado que trabajando duro se pueden conseguir las metas que quieres alcanzar. Ese es su mensaje para todos.

Es una mujer de carácter flexible, extrovertida y su forma de ser es tan original que atrapa a cualquiera que la conoce. Lo que llama la atención cuando la ven por primera vez es su baja estatura, su cabello castaño, sus ojos almendrados y unas grandes ojeras, ya que trabaja día y noche para ofrecer a sus tres hijos lo que ella no pudo tener en su niñez: una buena educación, mucho cariño y una alimentación balanceada.

Ella carecía de todo esto porque su madre murió de cáncer cuando tenía siete años y lo poco que ganaba su padre lo gastaba en licor. Él nunca se hizo cargo de la familia, por eso la pequeña empezó a trabajar desde que tenía 12 años para sostenerse. Con mucho sacrificio llegó al cuarto año de secundaria.

A los 19 años tuvo a su primer hijo. A los 21 dio a luz a su segundo retoño y a los 26 nació el último, una niña.
¿Quién es esta mujer? Te preguntarás. Ella es Belkin Azucena Matute, mi madre, nacida en Nicaragua, en 1983, y quien llegó a Panamá en 2013 en busca de nuevas y mejores oportunidades, sin saber que se convertiría en un ejemplo para muchas otras mujeres.
En 2018, luego de pasar una crisis económica, una amiga le contó sobre las acciones que llevaba a cabo la Fundación Calicanto, la cual cada año empodera y capacita de forma integral a mujeres en situación de vulnerabilidad social, con el objetivo de cambiar sus circunstancias sociales y económicas.
Se presentó al día siguiente a la fundación, y luego de recibir toda la información necesaria, se unió a este valioso colectivo. No pasó mucho tiempo cuando se dieron cuenta del talento que tenía mi madre para ayudar a los demás; así Belkin pronto se hizo embajadora del programa Capta (Capacitación para el Trabajo), en 2018.
Ella, al igual que las damas pertenecientes a Capta, buscaban inspirar a otras, dejándoles saber que sí es posible empoderar a las mujeres y que podemos hacer cualquier trabajo, igual o mejor que un hombre. Belkin legó como enseñanza a todas que deben contar sus historias y seguir adelante. Aunque hoy día no sigue en este programa, ella dejó su huella.Cuando conversaba con mi madre, le pregunté: ¿Qué era lo más doloroso que pasaba en Capta? Ella se sentó y me relató esas llamadas telefónicas a través de las cuales niñas entre 12 y 15 años pedían ayuda porque sufrían abusos físicos y sexuales de parte de algún familiar. Los ojos de mamá se dirigieron a mí y me dijo: “Me parte el corazón pensar que podrías ser tú, hija, quien estuviera viviendo la situación de esas pequeñas”.Belkin hoy en día trabaja como administradora de gasolineras Puma y a la par se encarga con esmero de cuidar a sus hijos, los cuales ven a su madre con mucho orgullo.

No hay sueños que no se puedan lograr si confiamos en nosotros y, sobre todo, en Dios. Así piensa Adelaida Pascasios Santos, quien fue criada por sus padres dentro de una familia humilde compuesta por once hijos, siendo ella la menor de todos.

Durante sus años de primaria fue guiada por sus hermanas mayores, quienes expresaban su deseo de que Adelaida obtuviera lo que ellas lastimosamente no pudieron alcanzar: una escolaridad completa.

En el camino para elegir su profesión se le presentaron muchas dificultades; sin embargo, sus sacrificios valieron la pena porque alcanzó sus objetivos. A medida que transcurrían sus niveles de estudio supo que educarse fue la mejor decisión que tomó en su vida. Ejercer el arte de enseñar y aprender, esa era su vocación.

Hoy sus principales pilares son sus hijas: Jezareth y Sheraldine Camaño. Dos niñas estudiosas, amantes de la naturaleza y los animales, quienes han llenado de alegría la existencia de ella y la de su esposo Oriel Camaño, quien le ayuda a crear una armonía hogareña en la que no deja atrás a sus antepasados.

Aunque su labor como educadora requiere de mucha responsabilidad y dedicación, también cuida su papel como madre. Su oficio de maestra la lleva a entregar el 100% a sus estudiantes, pero al llegar a casa brinda la atención y el amor necesarios a toda su familia. Una muestra del cariño que irradia: sus sobrinos la describen como una persona destacada con su carismática sonrisa que contagia a todos, un ser humano lleno de positivismo y una enorme pasión por la vida.

Nacida el 6 de diciembre de 1985, es una mujer que ha enfrentado los retos siempre con la frente en alto. Logró ser maestra de primaria después de años de esfuerzo y dedicación. En la escuela Los Santos, ubicada en la comarca Ngäbe-Buglé, donde labora actualmente, pudo demostrar su entrega y compromiso por el aprendizaje. Al inicio, el plantel era de madera y bien pequeño, pero por su mente nunca pasó algún sentimiento de desánimo. Con su meta de que la educación llegue a todos los niños por igual, ha permanecido en este centro educativo por más de diez años.

Desde el inicio ha contribuido a renovar la estructura del plantel. Ahora la escuela cuenta con paredes de cemento, techos de zinc y es mucho más amplia. Esto le genera una gran felicidad porque ha logrado mejoras en este colegio con el apoyo de la comunidad del área. Cuenta que contribuir a moldear a sus estudiantes y generar un impacto en ellos, y ver los resultados día a día, es de las acciones más gratificantes en su labor formativa.

Cuando logre ayudar en otros aspectos al centro educativo donde enseña, aspira a ir a otro lugar después y poder seguir convirtiéndose en una fuente de inspiración para sus alumnos. Así, esta docente manda un mensaje a la juventud: “No dejarse llevar por el uso no adecuado de la tecnología y utilizarla como una ventaja de aprendizaje. Avanzar con grandes pasos, siempre enfocados en crecer y vivir dentro de los valores sociales”.

La mayoría de las veces aquellos sueños que teníamos de pequeños, cuando podíamos sostener el mundo con nuestras manos sin sentir su peso, se convierten en otros completamente distintos con el paso de los años. Puede ser porque al crecer, ese universo con el que solíamos jugar ya no es el mismo o porque encontramos aficiones que desconocíamos.

Así fue para la pequeña hija de la señora Vilma y el señor Pedro: Katya del Carmen Echeverría Béliz. Una niña que imaginaba ser beisbolista, pero creció y se convirtió en directora de una prestigiosa escuela con doble calendario académico, el Instituto Cultural.

Su historia comenzó el 2 de enero del año 1967, en la ciudad de Panamá. Ese día se convirtió en hermana menor y posteriormente en hermana mayor, debido a que es la hija del medio. Se considera a sí misma como una total devota de su familia conformada por sus dos hijos, Ricardo y Ana Luisa, y su compañero de vida, Juan Carlos.

El interés por la conducta humana la llevó a elegir la carrera de Psicología en la Universidad de Panamá. Es fiel creyente de la juventud y el potencial que existe en cada niño, por ello, luego de terminar esta formación, decidió estudiar Educación.

Para Katya, la pedagogía no solo se trata de enseñar y aprender, sino de impulsar a los estudiantes a explorar sus habilidades en cualquier campo, así como brindar la mano a sus colegas, con el propósito de aportar un mejor futuro para todo el país. Actualmente se encuentra aprendiendo, investigando y buscando nuevas vías para innovar la acción formativa.

Aplica diariamente los valores de tenacidad, resiliencia, fortaleza, amor, respeto y, sobre todo, la honestidad. Detesta por completo la injusticia, el abuso y el famoso «juega vivo».

La profesora Omaira Concepción, educadora en el Instituto Cultural, confiesa que la experiencia que ha compartido con la docente Katya ha sido ejemplar y muy gratificante. A su vez, Concepción la describe como una profesional amigable, comprensiva, perseverante y sumamente preocupada porque los chicos reciban la mejor educación posible.

Una de las frases favoritas de Katya, relacionadas con la pedagogía, es la siguiente: “La escuela es un edificio de cuatro paredes con el mañana dentro”.

Ella nunca imaginó que se convertiría en directora del colegio donde aprendió a leer y a escribir cuando era pequeña. Estudió desde kínder hasta segundo grado en el Instituto Cultural. Considera que debemos dar el 100% de nosotros cada día, sentirnos orgullosos de quiénes somos, de qué hemos logrado, por lo que estamos trabajando y, por supuesto, preocuparnos por las personas que nos rodean.

Con su cabello rubio, su alta estatura, su carismática y brillante sonrisa y su personalidad magnética y amorosa, Karen del Carmen Tallavo Guadama es una de las médicas especializadas en Oftalmología más destacadas que hay en Venezuela.

Creció en una familia humilde, donde los padres siempre trabajaron hasta el cansancio para que las dos hijas pudieran estudiar. A medida que Karen del Carmen creció se volvió cada vez más aplicada en su formación. Durante su adolescencia sus padres se separaron, por lo tanto, se quedó a vivir con su madre, quien hacía todo lo posible para que ella y su hermana menor fueran felices y siguieran formándose a pesar de todo.

Se mudaron de su ciudad natal, Valencia, hacia Barquisimeto, donde la joven terminó su secundaria. Posteriormente, Karen del Carmen se fue a Caracas, la capital del país sureño, para matricularse en la carrera de Medicina. Ahí conoció a Mario Yépez, su actual esposo, con el cual comparte su pasión por curar a las personas, siendo en aquel entonces un estudiante de Traumatología, de nacionalidad brasileña.

Karen del Carmen siempre se centró en sus estudios para ser la mejor, ya que escogió ser galena porque quería ayudar a los demás y vencer sus enfermedades, como un sanador que baja del cielo. Para poder aplicarse no salía mucho con sus amigos, estos iban de paseo o de fiesta mientras ella se quedaba en casa a reforzar lo aprendido.

Gracias a estos esfuerzos logró graduarse de la universidad y obtuvo uno de los mejores índices académicos de su promoción. Este ha sido uno de los eventos más importantes para ella, ya que sintió que sus esfuerzos dieron frutos y que finalmente podría trabajar apoyando a otros como una médica.

Posterior a su graduación se casó con Mario Yépez, quien desde ese momento ha sido su compañero de vida.

Al pasar los años atendió muchos casos, pero el que más le impactó fue el diagnóstico de dos niños con glaucoma congénito. Por esta enfermedad, ellos eran ciegos y no podían ver la belleza de la vida; pero, a pesar de todo, eran dichosos y disfrutaban del hecho de estar vivos, al contrario de muchas personas que, aun con todos sus sentidos funcionando, no son capaces de ser felices. Esto la inspiró a seguir auxiliando al que podía con mucho fervor y cariño, aunque por la condición de los pequeños no pudo salvar su visión.

Unos años más tarde tuvo a su hija Luciana. Esto la impulsó a buscar un mejor futuro en el extranjero por la situación política y económica que había en Venezuela. Se tuvo que despedir de sus familiares y partió al lugar de nacimiento de su esposo, Brasil.

Actualmente, a sus 38 años, no ejerce la profesión de oftalmología, debido a que no pudo validar sus estudios en el país sudamericano, además que es madre de dos niños (de uno y seis años). Funge como profesora de español independiente y es ama de casa, siempre con el deseo de volver a practicar su pasión.

Una mujer sabia, de pelo castaño, fuerte, valiente y decidida. Hija de Lidia García y José Hernández de la Torre. Madre de tres niños y esposa de Carlos Pellas. Ella tiene una misión: cuidar y ayudar a todos los pequeños que han sufrido de quemaduras, apoyarlos en el proceso y llevarlos de la mano hacia su recuperación. Es la mujer que convierte lágrimas en sonrisas, Vivian Pellas, fundadora de la iniciativa social Aproquen (Pro Niños Quemados de Nicaragua).

Vivian ha pasado por mucho sufrimiento a lo largo de su vida. Nació el 4 de marzo de 1964 en La Habana, Cuba. Tuvo una infancia feliz, llena de risas y bailes, hasta la llegada de la revolución cubana. Con tan solo siete años, tuvo que escapar junto a sus padres hacia Nicaragua. Desde ese momento no volvió a danzar hasta mucho tiempo después.

Estudió en el Colegio Americano Nicaragüense y terminó sus estudios en la ciudad de Miami (Estados Unidos). Vivian ahora es filántropa. 

Descubrió el amor a primera vista (así es como lo describe en su libro Convirtiendo lágrimas en sonrisas) con el joven Carlos Pellas, y se casaron en 1976. Tuvieron tres hijos: Carlos, Eduardo y Vivian Vanessa. La vida de la mujer era muy pacífica, todo era perfecto, pero se le presentó el mayor reto de su existencia: el accidente aéreo del 21 de octubre de 1989, cuando tan sólo tenía veinticinco años.

Tanto Vivian como su esposo esperaban que aquel sería un viaje sereno, deseaban llegar sanos y salvos a su destino, Miami; pero ese no fue el caso. Terminaron siendo víctimas de una de las catástrofes aéreas más devastadoras de la historia centroamericana. El avión Boeing en el que viajaban terminó estrellado con el cerro Hula, de 135 pasajeros solo sobrevivieron 11. Por suerte, tanto ella como su esposo lograron salir con vida.

No pudo estar consciente hasta que llegaron al hospital. Se veía rodeada de personas en mal estado y siendo tan joven se preguntó: “¿Por qué a mí?”. No entendía la razón por la cual el destino la había escogido. “¿Por qué a mí?”, seguía cuestionando a la nada con su rostro deformado por las quemaduras. Hasta que lo entendió y entre balbuceos le dijo a su padre: “Voy a hacer un hospital para niños quemados”.

La recuperación no fue fácil, Vivian no estaba segura de qué pasaría con ella. Se sentía confundida y atrapada, pero su fe en Dios la ayudó a seguir adelante. El centro médico que prometió fue fundado en mayo de 2004 (el Hospital Vivian Pellas) y ha sido un éxito con más de 600,000 atenciones servicios de salud y más de 300,000 sesiones de rehabilitación para los niños.

“No hay imposibles para un corazón decidido”, narra Vivian en su libro. Y remarca: “Nuestros sueños se convierten en realidad cuando tenemos el valor de luchar por ellos”.

Patricia Taylor dice que estar rodeada de niños siempre ha sido de su agrado. Su deseo por trabajar con ellos empezó cuando nació su sobrino, a quien años después se le detectó autismo; por entonces no sabían cómo atenderlo y se propuso encontrar maneras de ayudar, siendo esto algo nuevo para ella.

Estudió en la Universidad de Panamá y en la Universidad de las Américas. Se graduó en 2002 como docente integral. Actualmente labora en la Escuela Mateo Iturralde y lleva 20 años dedicándose a esta área del saber. Es panameña, de 63 años, aunque no los aparente; de piel morena, alta y le gusta bailar, especialmente el merengue dominicano.

Ahora, hay que hablar más sobre su historia. Ella atiende a estudiantes con necesidades educativas especiales, como discapacidad visual, auditiva, intelectual, lento aprendizaje y autismo. Sin duda, es una mujer ejemplar que ayuda a diario a muchos chicos a desarrollarse mejor.

Patricia define su trabajo como gratificante, comprometido, exigente, de bastante responsabilidad, dedicación y, sobre todo, muchísima paciencia, algo esencial porque estos alumnos tienen memoria de corto plazo y es muy necesario repetirles las lecciones de manera constante para que no se les olvide, pero ella lo hace cuantas veces sea necesario. Patsy, como le apodan sus seres queridos, utiliza el método visual, pues esto ayuda a que sus pupilos familiaricen las imágenes con las palabras.

Uno de sus mayores retos fue atender a una niña de tercer grado con síndrome de Down. Tuvo que leer mucho para informarse sobre la metodología que debía usar con el fin de asegurarle un aprendizaje de calidad. A pesar de que este fue un desafío muy grande, no ha sido el único. En la pandemia causada por la COVID-19 enfrentó problemas con la conectividad para la asistencia de sus estudiantes a las clases virtuales, ya que muchos de ellos solo contaban con un celular en su hogar y, como consecuencia, en repetidas ocasiones fue necesario atender a los alumnos por la noche. Ella lo hizo encantada.

“Patricia, ¿cuál ha sido su mejor experiencia?, ¿qué piensan sus estudiantes de usted?”, pregunté. Me contestó que fue muy gratificante el caso de una chica que aprendió a leer en cuarto grado y en secundaria llegó a ser cuadro de honor. Y dice que sus alumnos opinan que es una profesora maravillosa y que les tiene una gran paciencia.

Como sociedad, es importante reconocer el trabajo de los docentes, especialmente de aquellos que se dedican a la educación especial, ya que su trabajo requiere un poco más de esfuerzo para poder entrenar a sus alumnos y lograr su desarrollo tanto en la sociedad, como en su familia y en su futuro trabajo. Patricia cree que todos podemos contribuir, solo debemos respetarnos mutuamente.

En una tarde de juegos, Yanina Ballestero se encuentra con sus primas y mientras juegan y ríen, sus abuelos y madres conversan. Este es uno de sus más preciados recuerdos que le devuelve el anhelo de ser niña una vez más.

No es de extrañar que se haya vuelto en la madre y esposa más cariñosa, comprensiva y trabajadora que existe. Cada día se levanta a las tres de la madrugada, llega a su trabajo a las siete de la mañana y cumple una jornada laboral de ocho horas. Al regresar a su casa guía, prepara, trabaja y juega con su hija de cinco años, ayudándola con las tareas de la escuela. Ella es enfermera obstetra, madre, hija, esposa, un amor y un ángel en la Tierra.

Su tez blanca es decorada con pequeños lunares y pecas, con una estatura de 1,59 metros, una larga cabellera castaña oscura y profundos ojos marrones. Su corazón alberga la empatía que cada día proporciona a las madres y niños que atiende en el hospital.

Sus abuelos fueron un pilar fundamental para elegir la carrera de Enfermería que ama con cada célula de su cuerpo, pero que no recomienda a los demás por las noches en vela, el sacrificio social y mental, las lesiones físicas y el dolor por los pacientes perdidos o por tener que presenciar la desgarradora mirada de una madre al enterarse del fallecimiento de su hijo.

Cuando camina por los pasillos de la Sala de Emergencias, recuerda cuando andaba con sus compañeros en las aulas de la Universidad de Panamá. Todos empezaron en el mismo nivel con el conocimiento mínimo de su oficio, pero con el sueño y la esperanza de un día convertirse en lo que siempre habían querido y poder ayudar a muchas personas. Sus profesores eran estrictos y con una diversidad de formas de ser, principalmente porque la carrera requiere mucha disciplina, esfuerzo, sacrificio y dedicación.

Una anécdota jocosa que recuerda a menudo la compartió con una compañera. Un día debían asistir a una reunión con el personal médico, pero ninguna de las dos comprendió con claridad el punto de encuentro. Al llegar al hotel donde ocurriría la actividad, las recibieron con mucha cordialidad y las guiaron a una sala de eventos. Después de unas horas se percataron de que no conocían a los presentes y descubrieron que esa no era el lugar en el que deberían estar. No pudieron hacer mucho al comprender la situación, por eso se quedaron conversando, riendo y comiendo. Esta historia se convirtió en un relato muy gracioso de contar y compartir.

Esta maravillosa mujer es Yanina Ballestero, nacida el 1 de febrero de 1980, en la ciudad capital. Inició sus estudios de enfermera en 1999, a los 19 años, y se graduó en el 2003. Actualmente ejerce con abnegación su oficio de enfermera con más de 16 años de experiencia en atención primaria y, a pesar de haber visto muchos casos (buenos y malos), sigue tratando a sus pacientes con la mejor actitud, compartiendo sus sentimientos y dolores.

Un sueño, una meta, estiramientos y mucha concentración vive día tras día María José Russo al entrar a un dojang. Es un escenario en el cual no valen las quejas, los sentimientos ni el dolor; es un lugar donde solo importan ella y sus metas.

María José Russo, nacida el 12 de noviembre de 2004, en la Ciudad de Panamá, es hija de una ortodoncista. Fue una niña llena de valores y de mucho amor por parte de su familia.

A los ocho años, su madre la ingresa en una academia de taekwondo a cargo del maestro Varo Barragán, con el fin de que su hija se divirtiera y supiera la importancia de este deporte; pero el resultado fue aún mejor. María José, Majo, comenzó en el arte marcial con muchas dificultades, pero jamás rindiéndose ante nada; al practicar de manera constante se dio cuenta de su gran pasión por ejecutar las formas o poomsae (secuencias de defensas y ataques). Se sentía segura de a dónde quería llegar.

Pero no todo fue sencillo. Debido a sus horarios deportivos y gustos, sufrió bullying durante su paso por la secundaria, lo que la afectó física y emocionalmente, sumergiéndose en una depresión profunda; pero con ayuda de su superheroína, su mamá, y de la mano del taekwondo, pudo levantarse para luchar y alcanzar sus objetivos de vida.

Majo obtuvo su cinturón negro el 21 de diciembre de 2019. Este logro fue su gran comienzo hacia las competencias nacionales e internacionales. En el 2020 se convirtió en atleta de alto rendimiento, impulsándose como una competidora mundial. Su primer combate fue en México, en la Copa Tabasco, donde adquirió un gran aprendizaje y dejó la bandera de Panamá en alto.

En 2021 consiguió incorporarse a la Selección Nacional de Poomsae Taekwondo, siendo una representante del país fuera de nuestras fronteras. Para 2022, Majo, queriendo mejorar sus técnicas, contactó a Ollin Medina, entrenadora profesional de poomsae, quien al ver su talento la aceptó como discípula, convirtiéndose en su entrenadora personal, y de paso, en su mejor amiga.

Ese mismo año, Majo buscó nuevos caminos y oportunidades. Entró a la academia del profesor Gaspar Peterson y creó un lazo con otra competidora, Ana Patricia Peña, quien también le brindó la preparación de primer nivel para sus futuras competencias en Puerto Rico, Colombia, República Dominicana y México, entre otros países.

Actualmente, María José sigue siendo una competidora nacional y a sus diecisiete años tiene una carrera inigualable gracias a sus sacrificios y al tener metas claras. Su gran objetivo es llegar a convertirse algún día en una campeona mundialista. De seguro lo va a lograr.

Al ingresar a la casa de Xenia Maritza Lozano de Alvarado, quedas asombrado por las maravillas que colecciona y guarda. Me saluda con una sonrisa brillante y me da la bienvenida a su fascinante historia. Esta mujer se dedicó por muchos años a la educación, siendo muy apreciada tanto por sus estudiantes como por sus colegas.

Nacida el 10 de abril de 1939, en la provincia de Colón, confiesa que, aunque no obtuvo todo lo que quería de chica, recibió lo necesario para tener una infancia feliz. El idioma inglés fue su lengua materna, a pesar de ser panameña, y se graduó de comercio en el Saint Mary’s Academy, luego emprendió una travesía a la ciudad capital en busca de mejores oportunidades.

Su primer trabajo fue de secretaria en la Zona Libre de Colón. Aprendió a hablar el español fluido al llegar a la Universidad de Panamá y, con mucho orgullo, se graduó de licenciada en Filosofía, Letras, Educación e Inglés. No obstante, aclara que la materia que impartía era el idioma inglés.

Hablándome de su vida personal, cuenta que se casó a los veinticinco años y fue bendecida con sus hijos Xenia, Jeane y José. Sin embargo, su esposo falleció de cáncer trece años después de su unión matrimonial, cuando acababan de mudarse a su nueva casa. Fue algo difícil llevar adelante a tres niños por sí misma. Aunque no estuvo sola, pues su madre la ayudó a seguir adelante en todo momento. Trabajó en el Instituto Panamericano y el Panama Canal College. Llegaba a la casa después de largas jornadas laborales hasta a las 10:00 p.m., de lunes a viernes.

Referente a sus clases, le pregunté si era amena o regañona y me contestó que le encantaba hacer varias dinámicas con sus estudiantes en el aula. Ellos podían cantar, actuar y hasta participar en juegos de mesa en los horarios libres. Destaca que varios se entretenían en sus clases mientras aprendían la materia. Lo que más le gustaba de ser docente era enseñar y divertirse al mismo tiempo.

Además, fue una de las educadoras panameñas que consiguió una beca de la Embajada de Estados Unidos. Visitó lugares emblemáticos de la unión americana como la Casa Blanca (Washington), la Estatua de la Libertad (Nueva York) y el Puente Golden Gate (California). Expresa que “siempre me confundieron con norteamericana porque hablaba en inglés”.

Al nacer su primer nieto, decide jubilarse luego de veintiséis años de enseñanza, en tiempos en los que estaban llegando nuevas tecnologías al terreno educativo. A pesar de desconocer cómo funcionaban las nuevas herramientas, unas colegas la invitaron a ser asesora del Departamento de Inglés en el Panamerican School. Después de laborar ahí por cinco años, comenzó a disfrutar de verdad su tiempo libre.

Viaja por el mundo, colecciona objetos de antaño, colabora en la iglesia a la que asiste y pinta cuadros sobre nuestro folclor. Sus hijos recuerdan que siempre que alguien necesitaba ayuda en algo, cuando ellos eran estudiantes, respondían lo mismo: “Mi mamá lo hace”. Cooperadora, llevadera y amistosa, así se describe la señora Xenia. Sí que lo es.