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María Ossa de Amador acordó rápido la hazaña con su cuñada Angélica Bergamota. Sería el 2 de noviembre por la noche, cuando con lámpara y máquina de coser en mano buscarían alguna casa abandonada en la ciudad para confeccionar la que sería la primera bandera de la República de Panamá, todo esto en medio de las tensiones patrióticas y en absoluta clandestinidad. Era 1903 y, después de 21 intentos, el Istmo aspiraba a separarse definitivamente de Colombia, y su marido, Manuel Amador Guerrero, estaba al frente de la maniobra.

María Ossa nació en 1855 en Sahagún, un pueblo al sur de Cartagena, en Nueva Granada. Ella fue una de las protagonistas de una de los tantos momentos tirantes entre Colombia y Panamá a lo largo de más de ochenta años.

Era una dama de clase alta, así que le enseñaron música y costura, dos artes imprescindibles en esa época para las mujeres que como ella buscaban casarse. Esta habilidad, 48 años después, le sirvió para dar vida a la bandera ideada por su hijastro, Manuel Encarnación Amador, quien diseñó la obra a partir de estas características: dos rectángulos y dos estrellas azul y roja sobre un lienzo blanco, que anunciaría el nacimiento de una nueva nación.

Ella asistió a una escuela convento en la ciudad de Panamá y luego fue educada por tutores privados. 31 años antes de coser la bandera ya se había casado con Manuel, quien más tarde sería el primer presidente de Panamá. Era su segunda esposa. Con él tuvo a sus hijos Raúl Arturo Amador Ossa y a Elmira María Amador Ossa.

La operación de costura de la bandera no fue tarea fácil. Utilizaron lanilla azul, roja y blanca, y tuvieron que ir a tres tiendas diferentes para hallarlas, y de paso, no alertar sospechas. A toda marcha, María Ossa y su cuñada fabricaron dos banderas grandes y con los retazos que quedaron armaron una tercera un poco más pequeña. Al día siguiente, las dos grandes fueron paseadas por toda la ciudad como prueba de nuestra independencia.

María Ossa, para muchos la Madre de la Patria, murió el 5 de julio de 1948, en la ciudad de Charlotte, en Estados Unidos, y su legado para los panameños es inmortal. 

Billie Eilish tenía trece años cuando saltó a la fama mundial.

A esa corta edad lanzó su sencillo Ocean Eyes, que convirtió a la adolescente en una tendencia en todas partes. En 2015 su canción se publicó en SoundCloud y al año siguiente se relanzó con un video musical en YouTube que ha sido visto más de 430 millones de veces. Y un año después, ya estaba publicando su primer álbum Don’t Smile at Me, que su propio hermano (Finneas 0’Connell) le ayudó a producir de manera modesta.

Pero Billie no llegó tan lejos por casualidad. Su historia es la de una artista nata. A la edad de once ya había escrito su primera canción, inspirada en The Walking Dead, una serie de televisión sobre un apocalipsis zombi. Su ídolo, por aquel entonces, era el cantante canadiense Justin Bieber.

Tres años después ya tenía contrato con una discográfica. Ya con dieciocho publicó su primer álbum de estudio formal, When we all fall asleep, where do we go?, que se llevó el premio Grammy en las categorías de mejor álbum del año y mejor álbum de pop vocal del 2020. También Billie ganó el premio a la mejor artista nueva y los apartes de mejor canción y grabación del año. Ya para ese momento tenía dos temas que habían recibido registros de discos de platino y siete sencillos con disco de oro.

Billie nació en el seno de una familia de artistas en Los Ángeles (California), la meca de la industria de la música estadounidense. Su mamá es actriz, su papá es músico y guionista, y su hermano es compositor y actor.

De niña fue diagnosticada con el síndrome de Tourette, que le causa espasmos o movimientos repentinos, algo que siempre ha tratado de controlar.

Por todo esto es una mujer inspiradora, una joven única que muestra que nunca debemos sabotearnos a nosotros mismos. Como Billie, yo me quiero graduar del colegio y ser lo que yo quiera. Sin rendirme.

Julieta Madrid nació el 16 de marzo de 1992 en la ciudad de Panamá. Es la cuarta hija de Eloy y María. Es lista, atractiva, de ojos medio claros, cabello largo, mediana estatura y piel blanca.

Como muchas, ha sido fuerte y no se rinde. Como muchas, también tuvo su primer amor de joven. Y como muchas, esa primera ilusión fue a escondidas de sus padres, que le prohibieron tener novio.

Su novio era tres años mayor. Al principio los dos iban a la escuela, aunque él abandonó su educación poco después. Pero Julieta se había enamorado, así que hizo todo para seguirlo viendo aun cuando él no fuera a clases. Y entonces empezó su rebeldía: se fugaba del colegio, le mentía a sus papás. Tuvieron su “prueba de amor” y meses después todo cambió.

Su salud cambiaba y su vientre crecía. Tenía quince años cuando el médico le dio la noticia frente a su madre: estaba embarazada. Una de las 34 000 madres adolescentes reportadas en 2007 en Panamá.

Julieta llamó a su novio —que justo había cumplido la mayoría de edad— y le contó. Su mamá la acompañó en el proceso, pero su papá se molestó mucho por la situación, le quiso pegar y la echó de la casa porque sentía vergüenza de ella. Así, quinceañera y embarazada, se mudó a donde su pareja, que debió buscar trabajo para cubrir los gastos de la nueva familia. Incluso con su embarazo, ella siguió estudiando. Hicieron su hogar, y cinco años después tuvieron su segundo hijo.

La situación cambió nuevamente: empezaron los problemas, las infidelidades de su pareja y la pérdida de confianza. A las diez de la noche del 4 de febrero de 2013 le llega un conocido a casa con una noticia devastadora: su marido había fallecido tras una trifulca. A los veintiún años, con una niña y un niño, se había quedado sola.

A Julieta le tocó hacer de tripas corazón. Dejó la universidad y buscó trabajo. Tuvo que abandonar la vivienda donde vivía con sus hijos y su pareja, e irse a vivir en un alquiler con su mamá. Aterrada por todo, simplemente le tocó salir adelante.

Años después, ya con la herida curada, volvió a reconstruir su vida. Conectó con Rodrigo, un novio que tuvo de muchacha, y que venía de una ruptura amorosa. Ella le advirtió que su prioridad era que una futura pareja quisiera a sus hijos, y él lo entendió porque también tenía una hija. Y así decidieron formar juntos un hogar. Compraron su primera casa propia y tuvieron una hija más. Después de tanto, la vida y Julieta volvían a sonreír juntas.

Y conozco bien esa sonrisa: Julieta es mi mamá.

Antropóloga, etnógrafa y defensora del derecho de los panameños a conocer sobre su pasado. Eso resume a Reina Torres de Araúz, una de las gestoras culturales más importantes de Panamá durante el siglo XX.

Torres de Araúz es una de las figuras trascendentales de la antropología en nuestro país. No en vano el museo más relevante del istmo, ubicado en la plaza 5 de Mayo, en la ciudad capital, lleva su nombre. Aunque ella está también detrás del nacimiento de otros museos como el de Arte Religioso Colonial, el de El Caño o el Afroantillano. También fue creadora de la Dirección de Patrimonio Histórico del hoy Ministerio de Cultura.

Aunque murió hace más de 40 años, su legado sigue vigente: es autora de 70 artículos de antropología, ecología e historia, así como nueve libros en los que hablaba sobre el arte panameño y el ser istmeño.

También defendió y compartió sus conocimientos sobre nuestro patrimonio cultural en las aulas de clases, ya fue profesora en el Instituto Nacional y en la Universidad de Panamá, donde ayudó a crear las cátedras de Antropología y Arqueología, así como el Centro de Investigaciones Antropológicas.

Esta mujer es digna de ser llamada un orgullo panameño.

Michael Oher nació en un hogar de doce hermanos, un padre que había salido de prisión y una madre con problemas de drogadicción. Repitió dos veces niveles cuando estaba en primaria, fue matriculado en once escuelas diferentes, y después de eso, sus progenitores lo dieron en adopción.

Oher también es hoy uno de los jugadores más relevantes e inspiradores del fútbol americano.

Pero entre un hecho y el otro, este chico de Memphis, en el centro de Estados Unidos, pasó por muchos páramos: a los dieciséis años, Big Mike, como conocían a este deportista afrodescendiente, no tenía hogar y solía dormir en el piso de quien le diera asilo por unos días.

Uno de ellos fue Tony Henderson, quien además le ayudó a que lo aceptaran en la escuela nuevamente. Su coeficiente intelectual era tan bajo que los maestros de los centros educativos a los que había asistido de niño rogaban que se fuera del aula. Pero una noche, después de un evento en el colegio, para él todo cambió gracias a la mano amiga de una mujer que provocaría un vuelco positivo en su existencia.

Big Mike caminaba sin rumbo. Nadie lo estaba esperando: seguía sin hogar y sin padres. Vagando por un lugar para descansar, se encontró a Leigh Anne Tuohy, una decoradora de interiores con una vida de ensueño: casada, con hijos y adinerada gracias a que junto a su esposo Sean eran los propietarios de docenas de franquicias de comida rápida en la unión americana.

Leigh Anne le preguntó preocupada a Big Mike hacia dónde iba, y él no supo qué responder, así que ella, sin dudarlo puso a andar su buen corazón, y le invitó a ir a su casa.

Tiempo después, Leigh Anne lo adoptó de manera formal. Su nuevo hermano Sean, que jugaba baloncesto, lo ayudaría a entender su potencial para el fútbol americano. Mike se entusiasmó, trabajó duro en sus notas y logró un espacio en la Universidad de Mississippi (centro de estudios donde se graduó su madre adoptiva), donde el equipo de los Baltimore Ravens lo ficharon por millones de dólares.

Ganó el Super Bowl (la final del campeonato de la National Football League) y su vida, sin igual, se convirtió en una película de cine titulada The Blind Side (2009), basada a su vez en el libro The Blind Side: The Evolution of a Game, de Michael Lewis. La protagonista de este largometraje fue Sandra Bullock, quien encarna en la pantalla grande a Leigh Anne Tuohy y por este papel obtuvo el premio Oscar en la categoría de mejor actriz principal.

Lunes 7 de marzo de 2022, primer día de clases. Era una mañana linda y soleada, y yo experimentaba un comienzo diferente en una escuela distinta. En el salón nadie hablaba, la mayoría eran nuevos como yo. Pero la monotonía del primer día de nuestra formación la rompió una profesora que nos pidió que cada uno se presentara. Y ahí fue cuando la conocí: su nombre era Victoria Torres y tenía trece años. Alta, pelo negro, de lentes y con una sonrisa irrepetible.

Coincidíamos en muchos aspectos, sobre todo, en lo principal: le gustaba el k-pop (música popular de Corea del Sur), mi género favorito. Así que no tardamos en hacernos uña y mugre. Me encantaban sus abrazos, tenían la vibra más bonita que se puede experimentar.

Pero Victoria tenía algo: siempre estaba enferma. A menudo vomitaba y se retiraba de las clases. Pese a eso hablábamos seguido de nuestras bandas favoritas. Me di cuenta de que era mi alma gemela en versión no romántica.

Un día, hablando con Gael, otro amigo en la escuela, escucho a Victoria llorar. Su llanto era de tristeza y su cara estaba muy roja. Seguía enferma. Pedí a la Dirección que llamaran a alguien de su familia para que la recogiera, aunque no deseaba irse. Veinte minutos después habían ido por ella, así que la acompañé, le llevé la mochila hasta la salida del plantel. Su papá la subió al auto. Ese fue el último día que la vi.

Unos días después la llamé por teléfono para preguntarle cómo estaba, le dije lo sola y excluida que me sentía sin ella en el colegio, y me confesó que a ella le pasaba igual. Me avisó que regresaría a la escuela la próxima semana y que la esperara. Pero pasaron los días y yo no supe nada más. Le pregunté a su hermano y su respuesta fue confusa: “La durmieron”. De un dolor de cabeza pasó a estar en coma. ¡¿Cómo pudo ser eso posible?!, me preguntaba. Meses después, la profesora de la materia de Matemáticas nos avisó que Victoria había despertado, y me llené de felicidad. Pensé que finalmente la iba a ver dentro de poco.

Pero la noche del 4 de julio de 2022, Gael me mandó un chat doloroso por teléfono: “Hey, están diciendo que Victoria falleció”. Le pedí que dejara la broma, y me dijo que era un rumor, así que me dormí esperando que fuera una mentira. A la mañana siguiente, la subdirectora y los profesores entraron al salón, lo que me hizo sospechar lo peor, y solo bastaron unos segundos para escuchar la frase demoledora: “Victoria falleció”, confirmó la subdirectora. Mi mundo se derrumbó.

Me duele, pero estoy segura de que nos toparemos otra vez. No sé dónde ni cuándo, pero sé, Victoria, que nos encontraremos de nuevo en un día soleado, como cuando nos conocimos.

Lunes 25 de julio de 2022, 7:20 de la noche. Salí a caminar un rato y respirar aire fresco. Jorjeth Jordán, una gran amiga, se me cruzó e interrumpió mi plan. La quiero como una hermana, así que qué más da: me quedé con ella hablando de nuestros gustos y preferencias. Pero de pronto esa sencilla conversación cambió de manera drástica.

De un momento a otro empecé a platicar sobre la inseguridad que me había nacido con otra gran amiga por problemas que tuvimos en el pasado. Había dejado de verle la cara a Jorjeth para hundirme en mi memoria, pero al voltear la hallé diferente: sus ojos se habían cristalizado y sus expresiones me hacían sospechar que había sufrido lo mismo que yo. Problemas, discusiones, inseguridades, abusos, manipulaciones y apegos emocionales que no nos trajeron nada bueno. Lo peor es que nadie sabía lo que nos ocurría. Pensamos siempre que esas situaciones eran normales en un vínculo emocional, pero estábamos muy equivocados.

Ninguno de los dos sabía si nuestros amigos eran verdaderos o solo estaban con nosotros por beneficio o pena. No podíamos entender si nos amaban como nosotros a ellos y ellas, o si las promesas de “estaré ahí para ti siempre” eran reales. Percibimos que nadie preguntó por nosotros ni nuestro bienestar. 

Y ahí estaba, sintiéndome como me sentía: arranqué tantas plumas de mis alas para reparar las alas de los demás, sin preocuparme si yo podría volver a volar.

Y ahí estaba Jorjeth, a quien su expareja le había cortado después de decirle frases hirientes. Recordaba sus palabras mientras miraba al suelo y lloraba. 

Y fue entonces cuando dijimos basta. Nos prometimos ayudarnos. Escucharnos para aliviar nuestro dolor. Pasó tanto tiempo desde que empezamos a hablar que no me di cuenta cuando se hicieron las diez. Hora de irse. La abracé y le repetí el juramento: no estaría sola nunca más. Así yo tenga que atravesar el infierno o el cielo. Es la hermana que nunca tuve y que quiero para siempre. 

 

 

Diana Spencer, mejor conocida como la Princesa del Pueblo, fue una activista, filántropa y aristócrata británica que marcó al mundo con su vida, obra e inesperada muerte. Un personaje muy popular que dejó una huella imborrable en el corazón de las personas por su carisma y amabilidad.

Poco después de que su padre John Spencer heredara el título de conde pasó a ser miembro de la realeza y desde entonces se le conoció como lady Diana Spencer.

También llamada Lady Di, no sobresalió en los estudios, pero poseía habilidades para la música, la danza y los deportes. En 1981 se anunció su compromiso con Carlos, el hijo mayor de la reina Isabel II (hoy rey del Reino Unido), tras un breve noviazgo. Desde entonces se convirtió en una celebridad, asediada por las cámaras. Ese mismo año, el 29 de julio, la pareja se casó en la Catedral de San Pablo de Londres y la boda fue vista por más de 750 millones de personas en el mundo.

Del matrimonio nacieron los príncipes Guillermo y Enrique de Gales, quienes eran el segundo y el tercero en la línea de sucesión al trono, respectivamente. Como princesa de Gales sobresalió por su labor humanitaria. Trabajó y tuvo contacto físico con pacientes con sida en la década de los 80, así mismo brindó apoyo social a personas afectadas por cáncer y lepra y con discapacidad. Además, fue aplaudida por su apoyo a la Campaña Internacional para la Prohibición de las Minas Antipersona.

Diana también era muy fotogénica y fue considerada un icono de la moda entre 1980 y 1990. Su imagen ha sido una de las más famosas de la historia.

Pero el matrimonio de Diana con Carlos no fue para siempre. Se separaron en 1996, tras quince años juntos, en un divorcio que terminó siendo controversial, debido a la incompatibilidad y relaciones extramatrimoniales de ambos.

Un año después de la separación, el 31 de agosto de 1997, Lady Di perdió la vida en un accidente de auto en el interior del Puente del Alma, en París, tras ser asediada por los paparazzis. En ese mismo incidente también murió su entonces pareja, Dodi Al-Fayed y el conductor del auto. El único sobreviviente fue el guardaespaldas de Al-Fayed.

Inicialmente la Familia Real se negó a conceder a la exprincesa un funeral de Estado o uno Real por no poseer rango de majestad ni de alteza real al momento de su muerte, pero ante las muestras de afecto y dolor por parte del pueblo británico el Palacio de Buckingham tuvo que cambiar de opinión e incluso usó un concepto inédito: «Un entierro único para una persona única».

El funeral fue televisado y tuvo una audiencia de 32 millones de británicos. Seguidores dejaron flores, velas, tarjetas y mensajes personales fuera del Palacio de Kensington durante muchos meses.

Pese a los años, Lady Diana es recordaba como la princesa más querida y hermosa del Reino Unido. La que supo ganarse el amor de todos a quienes se dirigió.

En una mañana, con una taza de café y unas tortillas asadas con salchichas, mi abuela me empezó a contar acerca de mi bisabuelo llamado Eligio Valdez, padre de ella y de cada uno de sus hermanos. El hombre más tenaz del que jamás había escuchado.

Cuando Eligio era joven tuvo que dejar su pueblo para ir a la ciudad a trabajar. Realizó diversas tareas y, a pesar de que no sabía leer ni escribir, pudo laborar para ahorrar dinero y poder tener su casita y su familia. 

Un día conoció a una joven de hermosos ojos que con solo mirarla lo dejó hipnotizado. Fue un flechazo. Quedó enamorado de la bella mujer llamada Francisca. Pasado un tiempo Eligio logró conquistarla y se casaron, junto a su esposa formó una numerosa familia de diez hijos (cinco mujeres y cinco hombres). 

Cada día luchaba contra toda adversidad, ya que era poco el dinero que lograba conseguir, pero nunca se detuvo para darle a sus hijos algo que comer cada día. Eligio siguió adelante con su familia y le demostró a cada uno de sus descendientes que, a pesar de las situaciones difíciles y los obstáculos, siempre había que ser positivo y luchar contra la marea. 

Él se dedicó a la siembra de frutas y verduras, cada cosecha brindaba a su familia alimento. Poco a poco sus hijos fueron creciendo y convirtiéndose en hombres y mujeres trabajadores, cada uno formó su propio hogar.

Después de años de felicidad llegó una terrible noticia: Eligio padecía de una terrible enfermedad, la cual nunca impidió que siguiera siendo fuerte y valiente. Con los años el hombre perseverante fue empeorando, aunque nunca borró la sonrisa de su rostro. 

Eligio partió a un mejor lugar con su última sonrisa y una pequeña lágrima de felicidad, mientras agradecía a Dios por permitirle una hermosa vida y que, pese a las dificultades, disfrutó su vida, seguro de que lo recordarán como aquel hombre ejemplar y fuerte.

Sus últimas palabras fueron: “Para hacer un mundo mejor debemos sembrar buenas semillas, así cosechamos cosas buenas; y para ser grande es necesario tener sueños, los cuales hay que cumplir y construir poco a poco. Tenemos que saber esperar y reconocer que nuestra fortaleza proviene de Dios”.

Esta historia comienza un día a las cinco de la madrugada. Estaba emocionado por el viaje, así que me desperté a esa hora. Mi papá me contó que había trabajado como guardia de seguridad en el sector al que íbamos, y que veía los cocodrilos en las noches desplazándose por las lejanías del hotel Gamboa Rainforest Resort. 

Emprendimos la travesía, mi hermano mayor también iba con nosotros. El viaje tardó un poco, pero al final llegamos y fuimos al área de pesca, donde hice un amigo, con quien me puse a hablar mientras disfrutaba la vista del inmenso lago Gatún.

En medio del viaje, justo en esa parte del lago se habían perdido unos excursionistas, así que mi papá y su grupo de amigos decidieron ayudar en la búsqueda, y sorprendentemente los encontraron por un poblado indígena que habita una isla que hay en ese lugar.

Superada esa etapa, cuando llegamos a Gamboa nos recibió un excompañero de mi papá y nos acompañó a desayunar en el hotel. Después fuimos a ver a los animales en unos recintos altos donde se encontraban especies como perezosos, caimanes e iguanas.

Entonces fue el momento de ir al mariposario. Yo no quería acercarme porque me daba miedo, pero al final tuve que hacerlo. Después de esa tragedia para mí, nos subimos a un teleférico y obtuvimos panorámicas interesantes, sobre todo la hermosa vista del lago desde la cima del cerro donde estábamos.

Luego caminamos hacia un puesto de guardabosque donde vimos un cartel que advertía de una oruga venenosa peluda. Y casualmente la encontramos mientras subíamos. Al inicio la reacción de las personas fue de mucha sorpresa, pero al poco tiempo perdieron el interés mientras el guía explicaba los efectos del ataque de aquel insecto. Decía que, si te picaba, te dolería la cabeza y provocaría salpullido y problemas para respirar, entre otros.

Al bajar encontramos un puesto de artesanías indígenas, un señor en taparrabo, de la etnia emberá, ofrecía a todo el grupo sus laboriosas creaciones. Compré un collar en forma de garra, con un grabado del águila harpía; se suponía que daba poderes, pero no funcionó. Supongo que le faltaba algo, pero igual me lo puse.

En ese momento comenzó a llover y decidimos regresar a casa. Atrás dejamos el paraíso boscoso de encantos naturales donde vivimos una experiencia emocionante.