¡Qué niños tan grandes, qué grandes tan niños! El verdadero sentir de la infancia sabrosa y muy preciosa, como nos demuestra nuestra fuerza de vida.

No todos tienen una infancia bendecida. A sus tres meses de nacida, a la Niña la dieron como regalo de último momento en una fiesta de retirados; su madre la entregó a unas señoras conocidas, sin tal vez sentir el verdadero ardor de progenitora. Pero la abuela, con apenas unas monedas para comer, una casa medio terminada y un enorme corazón prefirió mil veces acoger a su primera y única nieta; no lo pensó dos veces y se fue con ella en brazos, con la esperanza de ser mejor madre que su propia hija.

En el pueblo de Cairo fue donde doña Alice acogió a su nieta. La Niña desde ese entonces tuvo una infancia alegre; aunque fue difícil vivir con gran humildad, nunca le faltó su sensación placentera de ser una pequeña y el amor de los adultos tiernos.

Cuando tenía doce años, la mujer que la parió llegó de repente para verla; pidió permiso de agarrar su mano y llevarla a pasear, pero la raptó y de forma descarada la separó de su madre de crianza. Toda la ternura y dicha que albergaba su corazón fue rasgada, en esa época no había sistema que pudiera impedir el robo.

El primer año de la Niña en Alaska fue triste. La madre tenía suficientes monedas, una casa bien construida, pero eso no ocultaba el odio hacia su hija; los moretones en su vientre y las palabras de maltrato le robaron la sonrisa. Tenía todo, pero no tenía nada; tenía mucho, pero tan poco. ¿De qué valía la comida en su plato, si había dolor y penas en su mente? El Gobierno americano le concedió a la menor albergue al ver su situación.

Pasaron tres largos años hasta que por fin su vida pudo volver a como era en el principio, a vivir en amor con doña Alice a quien tanto anhelaba ver. Su alegría se desbordada como las lágrimas en su cara, solo quería abrazar a su abuela después de tanto tiempo; la sensación de la señora era la misma en su corazón sincero.

Pero, cuando la emoción pasó, siguió la normalidad, como hacía algunos años atrás. La Niña se sentía perdida y pensaba: “Antes de los doce, mi vida era dura y feliz, y en Alaska fue fácil e infeliz; pero ahora ¿qué es?”. Se cuestionaba una y otra vez al ver que tendría que dejar sus estudios a los quince años con tal de ganar monedas para llevar comida a su casa. 

La ahora joven, a sus dieciséis tuvo a su primera hija, a los veinte otra y al conocer al verdadero amor de su vida una hija más. El tiempo se le fue rápido y debía trabajar duro para mantener a su familia, ella sí cargaba el ardor de madre y su amor fue suficiente para darle a sus hijas la vida que merecían.

Cuando analizo la situación de mi abuela Katia Donaldson Dikinson, a quien siempre he visto como una mujer exitosa y brillante, me sorprende que llegó a pasar penumbras y desdichas en silencio; que se expresara abiertamente conmigo, como lo hizo, me causó mucho regocijo, pues aprendí que su vida, aunque difícil, la convirtió en la mujer que es hoy, y también la que me inspirará en el mañana.