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El 8 febrero de 1952 nació en Quebrada Grande, provincia de Los Santos, Celinda Batista González, mi abuela. Chela o Mamá Chela, como la llamaban de cariño, era la cuarta hija de Everardo Batista, conocido en su pueblo como Vera o Sopa, y Fidedigna González, Linda. Sus hermanos siempre decían que ella «parecía un hombre» por su valentía y por no temerle al trabajo fuerte.

En sus años mozos decidió estudiar magisterio en el Juan Demóstenes Arosemena, en Veraguas, y esa meta la logró con el apoyo de su familia.

A mi abuela siempre le gustó jugar y ver los partidos de béisbol. Así conoció a su esposo, mi abuelo Francisco Javier Vergara, Papaíto, con el cual contrajo matrimonio después de graduarse. Ese acto de amor ocurrió un 8 de marzo de 1975 en la Iglesia de Santa Librada de Las Tablas.

La pareja se mudó a Loma Bonita, en Las Tablas. Al siguiente año, un 29 de abril de 1976, nació la primera hija de Chela después de que, gracias a su coraje, cabalgara en busca de ayuda para salvar la vida del señor Chico, su suegro, quien se había envenenado fumigando potreros. En medio de esa crisis nació mi madre, Cidia. Por entonces, Mamá Chela impartía clases como maestra en escuelas primarias de diferentes comunidades cercanas a donde residía.

Con una niña de un año y medio en sus brazos, mis abuelos viajaron hacia la ciudad capital para probar suerte. Solicitaron la ayuda de mi bisabuelo, Papá Vera, el cual les prestó la suma de B/. 100.00 de los de entonces. Papaíto antes de conocer a Chela ya había trabajado en Panamá y tenía amistades que le ayudaron en esa provincia.

Fueron esas conexiones quienes le consiguieron en San Miguel, Calidonia, en la planta baja de un caserón de madera, un cuarto para poner un negocio y dormir con su familia. Mi abuela fue nombrada en una escuela en el barrio de El Chorrillo.

En 1977 nació su segundo hijo: Delkis Javier, pero a los meses sucedió una desgracia en el gran caserón: el inmueble se quemó. Mis abuelos, junto a vecinos, salvaron lo que pudieron. Ellos no se rindieron y siguieron luchando, así consiguieron un nuevo establecimiento en Parque Lefevre, y mi abuela comenzó a enseñar en un plantel en Cerro Azul, a donde llegaba a bordo de tractores con cadena. Por estar en un área de difícil acceso, pasaba mucho tiempo lejos de casa, aunque continuaba ayudando a su esposo en el negocio y se hacía cargo del hogar cuando estaba.

Un día Chela llegó a su casa del trabajo y vio la alegría entre llantos de sus pequeños al verla. Fue cuando decidió sacrificar su carrera por amor a los suyos. Mi abuela decía: «No he renunciado, solo cambié de profesión». Al pasar los años, los abuelos encontraron un local más grande en Buenos Aires de Chilibre, donde administraron la abarrotería Delkis.

Uno de sus clientes fue quien le informó a Mamá Chela que alquilaban un espacio en Chilibre Centro con opción de compra. Con el favor de Dios, por su carisma, logró obtener el lugar. Días después se movieron a ese establecimiento que era mucho más grande. La abarrotería era un lugar próspero y visitado por personas de todos lados. La abuela era muy querida en la comunidad, por su trato justo y su permanente colaboración.

Después de dieciséis años, la familia tuvo la grata noticia de su tercer hijo. Cuatro años más tarde Chela se enteró de que iba a ser abuela, y recibió a la criatura como si fuera de ella, y así cada nieto fue tratado como un hijo más. Luego decidió descansar y retirarse a su pequeña finca, alquiló su negocio, educó a sus nietos, por lo que volvió a ser una educadora a tiempo completo, algo que ya había hecho con sus hijos, e indirectamente con sus empleados, sus clientes, sus proveedores y cada persona que formó parte de su vida.

Mi abuela enfrentó la adversidad de perder a su madre, a un nieto y vencer un cáncer. Lamentablemente, la perdimos muy joven: murió a los 65 años de una diabetes que en silencio la acabó. El 29 de mayo, tres días después de nacer su octavo nieto, falleció Celinda Batista de Vergara. Dejó un legado de sacrificio, trabajo y, sobre todo, una educación en amor. Todos sus hijos, nietos, familiares, amigos y clientes siempre recordarán a la señora Chela, la de la tienda Delkis, la que siempre te recibía con una sonrisa, un chiste, y te alegraba tu día.

En mi vida hay muchas mujeres importantes, pero una destaca sobre todas: mi madre Vielka Acevedo. Es y siempre será la más relevante porque ella me lo ha dado todo, desde la vida hasta el capricho más tonto. Además, es de las pocas personas que ha pensado en mí antes que en ella, y nunca ha dudado en anteponer su felicidad a la mía.

El segundo escalón lo ocupan otras dos grandes personas: mis abuelas,  ya que una no es más que la otra; me cuidan como a su hijo y cuando me ven se les iluminan los ojos como a un niño pequeño el Día de Reyes. Son las que más me defienden cuando me peleo con mis hermanos, pues como soy el más pequeño de la casa, saben que los demás pueden defenderse solos. Ellas se preocupan mucho por mí, por cómo estoy, si me hace falta ropa… Y por todo lo que hacen por mí, tienen bien merecido ese segundo destacado puesto.

En mi tercer escalón, uno muy, pero que muy grande, hay varias chicas, todas exactamente a la misma altura, ninguna por encima de la otra. Ellas son mis educadoras y también amigas, que desde pequeño han estado conmigo: cuando he llorado, cuando he reído… en todo momento han sido mi apoyo. Pasamos de compartir clases a ser un grupo de amigos casi inseparable, y a pesar de las discusiones nos queremos mucho.

Éramos desconocidos y ahora con una sola mirada podemos intuir que algo no va bien, y sin hablar ya nos entendemos. Hemos llegado a ser como los tres mosqueteros: todos para uno y uno para todos. Es decir, que si hay algún problema, todas seguramente me ayudarían encantadas, incluso sin necesidad de pedirlo. Ellas son una parte especial para mí.

Hay más escalones en los que también hay otros seres humanos importantes, pero creo que si estas mujeres están en los tres primeros es porque se lo han ganado. No ocupan estos lugares especiales porque sí, están ahí por todo lo que han hecho por mí, y estoy agradecido.

Mi madre Gilma Gallardo es la mujer más maravillosa y admirable que conozco. Además de ser cariñosa, amable y carismática, lo más valioso que encuentro en ella es su esfuerzo incondicional hacia mí.

Desde niño siempre veía lo duro que trabajaba. También notaba que ese esfuerzo diario no le quitaba de su rostro la sonrisa y el buen estado de ánimo que la caracteriza.

Un día, cuando se alistaba para ir a su empleo, y luego de darme un beso de despedida, le pregunté: «Mami, ¿por qué laboras tanto?». Hizo una pausa, bajó su bolso, colocó sus manos suavemente sobre mis mejillas y con cariño me respondió: «Lo hago para darte lo mejor, para pagar tus estudios y cubrir todas tus necesidades».

Yo quedé pensando en su respuesta y le dije: «Me motivas, madre, pero tu trabajo te separa de mí y a veces te noto llegar cansada». Ella no dudó en aprovechar ese diálogo para darme una lección de vida:  «Puedo estar agotada, pero hago con amor todo el sacrificio que sea necesario por mi familia. Recuerda esto siempre: nunca te rindas, por muy dura que sea la situación, mira hacia adelante».

Sus palabras me tocaron el corazón, y a partir de allí cada vez que la veía ir a trabajar y regresar a casa luego de su jornada laboral, apreciaba mucho su esfuerzo.

Hoy reflexiono y veo que tengo mucho que reconocerte, mamá. Para mí serás mi todo, muchas gracias por lo que has hecho por mí. Valoro demasiado que sigues conmigo y mis hermanos y que con tu ejemplo me enseñas que el amor es el motor para hacer realidad todas las metas y sueños.

Gracias madre mía por tu entera dedicación. Te demostraré en el camino de mi vida que valieron la pena tus atenciones. Te amo mucho, madre.

Esta es la historia de una mujer de 44 años llamada Nitzi Centeno, quien junto a su hermana gemela nació un 27 de diciembre de 1978. A Nitzi le tocó trabajar desde que tenía 12 años. También tuvo que enfrentar muchos obstáculos a lo largo de su vida, pero supo sobrepasar todos esos desafíos y darle sentido a su existencia. Tuvo tres hijos que llegaron para darle alegría, un sentimiento que creció todavía más en su corazón cuando nació su nieta.

Esta mujer luchadora es mi madre y me regala palabras bellas. «Mi linda niña», me dice, y con solo escuchar su voz me siento a salvo, me transmite esa seguridad que la caracteriza.

Uno de esos momentos tristes de la vida de Nitzi ocurrió el 16 de noviembre del 2020. A las 4:34 a. m. recibió una noticia inesperada de su gemela Ysis, quien la llamó gritando. Salió asustada y preguntándole qué había pasado.

—¿Qué ocurre? Cálmate y respira —le dijo.

— Pellín falleció —respondió entre sollozos su gemela.

Nitzi quedó impactada. Luego ella también comenzó a gritar: ¡No puede ser, murió Pellín!

En medio de la confusión, yo no sabía exactamente qué había ocurrido. Mi papá me dijo que me quedara con mi cuñada Laura, quien es la yerna de Nitzi. Cuando me retiraba junto a Laura, volteo atrás veo a mi madre llorar a gritos. Quería ayudarla, pero no sabía qué hacer. Era apenas una pequeña y todo era confuso para mí.

Ese día me levanté temprano. Fui al cuarto de mis padres, pero no estaban. Estuve toda la mañana pendiente a ver si llegaban, pero tardaban en volver. Yo estaba preocupada, comenzaba a extrañarlos. Hasta las 12:23 p. m. regresaron. Estaba feliz de verlos después de lo sucedido tras la noticia recibida. Noté que mi madre tenía un semblante de angustia. Me explicaron que la muerte repentina de mi tío había sido muy dolorosa para todos, en especial para ella. En verdad yo no había convivido con él, así que no podía comprender esta pérdida familiar; pero me entristecía ver así a mi mamá.

Pasaron algunos días desde el fallecimiento y mi madre seguía muy afectada. También mi hermanastro y mi prima estaban igual de afligidos.

Tratando de pensar cómo se sentían mis familiares cercanos, imaginé que podía ser semejante a lo que me causó la noticia de la muerte de mi abuelo, que me partió en dos el corazón. Pero ahora, yo solo quería ver bien a mi mamá, asegurarme de que no se deprimiera. Lo único que se me ocurrió fue acercarme y decirle: «Mi tío estará siempre en tu corazón, seguro él te quiso mucho», ella no me respondió nada, solo me abrazó.

Al día siguiente la acompañé a la iglesia. El pastor se le acercó y le dijo: «Sé por lo que está pasando, hermana Nitzi, pero deje su carga y pesar en las manos de Dios, que él le dará consuelo, él tiene grandes cosas para usted». Ella agradeció esas palabras, y a pesar de que seguía abatida, desde ese día su rostro transmitió algo de paz, siempre apoyándose en su fe de que Dios controla todo.

La última vez que mi madre vio a mi tío Pellín fue el 14 de noviembre de 2020. Pero el día 11 de septiembre del 2022 estaba preparada para ir a su tumba. Fue al cementerio junto a otros miembros de la familia, yo me quedé en casa. Al volver, mi madre me dijo que, aunque su hermano ya no estuviera entre nosotros, este sería un episodio más de esos momentos difíciles que ha tenido que enfrentar, pero que así como los anteriores, seguiría adelante, como una mujer de fe.

La bandera de la República de Panamá es el más conocido, querido e importante símbolo patrio de nuestro país. Y en torno a ella está la historia de una de las figuras emblemáticas de la nacionalidad panameña: me refiero a doña María Ossa de Amador.

Casada con uno de los principales promotores de nuestra patria soberana, Manuel Amador Guerrero, ella también pasó a nuestra historia al protagonizar la confección de la primera bandera que tuvimos una vez acabó nuestra unión a Colombia.

Ya sabemos que la causa separatista culminó el 3 de noviembre de 1903, pero en medio de los acontecimientos previos a esa fecha, María Ossa de Amador aceptó encargarse de la confección del pendón, con todo el riesgo que eso conllevaba.

Claro que tomó las precauciones para no despertar sospechas. La tela escogida para la nueva bandera era lanilla. Ya la imagino a ella y a sus ayudantes coordinarse para comprar los insumos en diferentes almacenes de la ciudad y no levantar ni la más mínima suspicacia de que estaban en la misión secreta de elaborar la insignia, que sería el emblema separatista por excelencia. En la escuela nos enseñaron que los paños se compraron en tres comercios: La Villa, el Bazar Francés y en el almacén La Dalia.

María Ossa de Amador se puso de acuerdo con su cuñada, Angélica B. de Ossa, y con sus dos criadas (no podemos dejar de mencionarlas… dicen que ambas eran chorreranas), y la noche del 2 de noviembre entraron con las telas en una casa abandonada.

Suena misterioso e interesante imaginar a estas mujeres, guiadas por María Ossa de Amador, creando en condiciones casi tenebrosas la primera bandera panameña. Estaba oscuro, así que llevaron lámparas y una máquina de coser portátil.

Entre murmullos, pero seguro con mucho entusiasmo, cosieron los dos primeros pabellones de 2,25 x 1,50 metros. Se esmeraron hasta altas horas, pero su riesgo y esfuerzo dieron buenos frutos, y nuestra patria tuvo así su emblema.

Me pongo a pensar que tal vez María Ossa de Amador jamás imaginó la repercusión a futuro que tendría su hazaña en el devenir de Panamá. Pero ella estaba concentrada en su misión y no tanto en cómo sería recordada, así que al día siguiente, al anochecer del 3 de noviembre, presentó la bandera.

En los libros de texto leí que al ver el pendón, el pueblo la aceptó con entusiasmo y fue paseado por primera vez el 4 de noviembre (antiguo Día de la Bandera, hoy Día de los Símbolos Patrios).

Y así, entre los acontecimientos separatistas, por lo general reservados para hombres civiles y varones militares, destaca un grupo de valientes damas, lideradas por María Ossa de Amador, figura icónica y representativa del aporte femenino a nuestra nacionalidad y al orgullo de ser panameños.

He conocido a muchas personas, pero jamás a alguien como aquella mujer que cambió mi vida…

Recuerdo muy bien mi primer día de clases en secundaria, en el Centro de Educación Básica General Salamanca. Tenía miedo y estaba lleno de inseguridades. Entonces entró una mujer con un vestido rojo, que irradiaba autoridad; su energía se sentía en cada esquina del salón, su forma de hablar daba escalofríos, pero a la vez transmitía cercanía. Nos contó un poco sobre su historia y desde aquel momento me invadió la curiosidad de saber más sobre ella. Lamentablemente, un virus mortal y totalmente desconocido llegó a nuestras vidas y se suspendieron las clases presenciales…

Comienzan las restricciones a raíz de la pandemia y con ello las clases virtuales, una experiencia extraña y nueva para todos. Durante aquellos dos años de confinamiento hubo interacción virtual, pero a ella, la verdad la conocí muy poco. Hasta que llegó el año 2022.

Con el regreso a las aulas se incorporaban algunas medidas de bioseguridad, aunque en términos generales todo era como antes. Volvimos a hablar con amigos, compañeros, y también con los profesores. Quería retornar al salón de una profesora en particular, y después de tanto tiempo dimos otra vez clases con ella. Ese día inició mencionando una reflexión que me impactó y que desde entonces guardo en mi mente: «Nada en esta vida es fácil, pero todo gran esfuerzo tiene su recompensa».

Aquella frase no paraba de rodar por mi cabeza; ya no la veía como una profesora, sino como una inspiración para seguir adelante.

Además, compartió otros lemas alentadores que me motivaron a estar aquí, escribiendo desde el corazón y echando a volar mi imaginación.

Un día tuve el valor para pedirle que me contara su historia. Tenía un poco de pena, pero ella fue muy considerada con mi solicitud y no dudó en relatarme todo sobre su profesión y vida. Creo que fue una gran idea acercarme a esta docente, me relató cómo sacó a su familia adelante, a pesar de venir de una familia pobre de la provincia de Los Santos.

Tuvo la amabilidad y la paciencia de detallarme los logros personales y profesionales que había alcanzado, con dedicación y esfuerzo. Desde entonces la he visto como una mujer que me impulsa a seguir adelante y ser mejor persona cada día. Actualmente es como una segunda madre para mí. Me apoya, me entiende, me aconseja, sabe cómo soy y me ayuda en todo.

Por eso quiero decir: gracias por inspirarme y apoyarme, querida profesora Cidia Vergara.

Muchas personas se preguntan ¿cuál es el verdadero amor?, ¿qué se experimenta con el cálido y verdadero amor? Hablo de ese sentimiento que puede ir acompañado de muestras de cariño, como besos y abrazos. Bueno, todo esto se puede obtener con el afecto de una madre.

Una madre hace su mayor esfuerzo para que sus hijos salgan adelante, sin importar los retos y dificultades que se le crucen en el camino. También está dispuesta a dar una sonrisa y palabras de ánimo a su prole, aunque esté muy agotada. Una verdadera mamá pone en primer lugar las necesidades de su retoños, los cuida y aprovecha cada oportunidad para expresarles su amor, no solo con palabras, sino con hechos.

Hechos cotidianos, como el rico aroma de la comida favorita, preparada con el ingrediente secreto: el amor. Un día mi madre, Eudora Moreno de Bermúdez, estaba cocinando algo que olía muy delicioso. Tanto despertó mi curiosidad, que me acerqué a la cocina a ver qué era. Me quedé observando, pero sin preguntarle cuál era la receta de aquel platillo. En ese momento me surgieron otras dudas: ¿Cómo mi madre desarrolló el arte culinario? ¿Habrá tomado clases? ¿Se apoyó en algún libro?

Decidida a salir de la intriga le pregunté: «Mamá, ¿cómo aprendiste a cocinar?». Me contó que lo hizo de la misma forma que yo en ese momento: mirando a su madre (mi abuela) al preparar los alimentos, prestando atención a cada uno de sus movimientos.

Luego de haberla escuchado volví a mi interrogante inicial, esa que me había llevado hasta la cocina, tras el rico olor que de allí emanaba.

—¿Y qué estás cocinando, mamá?

—Ropa vieja.

—¡Ropa vieja! Pero eso no se come.

—¡No!, hija, ese es el nombre del tipo de carne de la receta que estoy preparando —aclaró mamá con una sonrisa.

La ropa vieja es un plato tradicional de la gastronomía española, es carne desmenuzada, específicamente de la falda de vaca, que también se consume en muchos países de Latinoamérica, como en Panamá.

Me quedé con mi madre hasta que terminó de preparar la comida. Conversé con ella de muchos temas, aunque fueran asuntos ridículos. Confirmé una vez más que, el simple hecho de compartir un momento ameno con ella, era algo hermoso.

—Mamá, hoy hicimos mermelada de piña en la escuela. La verdad, no me gustó mucho porque estaba un tanto empalagosa, pero sí me pareció interesante realizar todo el procedimiento —le dije un día al volver de clases.

—Ah, sí. ¿Y eso era para nota?

—Sí, mamá —respondí—. Y además nos dieron un poquito a cada uno. Yo traje mi porción para compartir contigo; está en la nevera. Aunque hay que tener cuidado, mi hermano se la puede comer toda, conociendo cómo le gusta el dulce.

—Claro que sí —confirmó con una sonrisa—, él parece una abeja cuando ve dulce.

—Mamá, también te quiero decir que la profesora de Inglés me felicitó por mi pronunciación —agregué—. Estoy orgullosa de cuánto he avanzado.

—¡Qué bien, hija!, yo también estoy orgullosa de ti y te felicito.

Ese sencillo diálogo que terminó con la frase «estoy orgullosa de ti» me hizo sentir muy bien. Y mientras mi madre terminaba de cocinar, hablamos de otros temas: la escuela, mi infancia, lo que ahora me gusta, etc.

Cuando la cena estaba lista me sirvió a mí primero, porque ya estaba allí, y llegó uno de mis momentos favoritos: probar la comida hecha por mamá con amor y dedicación. Estoy convencida de que esos ingredientes mágicos son los que hacen que sus platillos tengan un sabor tan especial.

—Mamá, ¿ya vas a comer? Quiero compartir la mesa contigo.

—Claro, mi amor, voy a servirme y comemos juntas.

Comprendí que las manos de una persona pueden transmitir cariño incluso con la elaboración de un plato de comida, más si es la receta favorita. Y en eso es experta mi madre, ella sabe llevar amor a sus hijos con cada acto cotidiano.

Esa es otra de las razones por la que te amo, mi madre querida.

Había una niña llamada Paola que amaba mucho a su prima Jeilean. El cariño era recíproco. Una vez su prima le dijo que algún día la vería ya crecida como una hermosa quinceañera, y que cuando esa ocasión llegara, ella estaría muy feliz.

Pero a los meses Jeilean notó una molestia en su pierna derecha. La llevaron a una cita y allí supieron la razón: cáncer en los huesos. Empezó a tener depresión y a pensar cuántos sueños podrían quedar inconclusos. Entre esos, no ver a Paola convertida en una señorita.

Sus propias metas estaban ahora en duda, incluyendo ser una futbolista reconocida. Ahora tenía que someterse a una serie de operaciones y quimioterapias muy fuertes.

Los médicos dijeron que no había ninguna prótesis para su caso, ya que la contextura de su pierna era muy grande y no calzaba con las existentes. Días después llegó la esperanza: se ubicó un implante a su medida.

Comenzó a usar la pieza y, con la ayuda de muletas, unos meses después caminó por sí sola. Sin embargo, recayó. Lastimosamente, le dijeron que el tratamiento no estaba funcionando; cada vez se deterioraba más su pierna y ella sentía más dolor.

Poco a poco se fue recuperando. Su semblante cambió. Lucía más feliz… Volvía la esperanza. Una mañana nos sorprendió: empezó a dar varios pasos sin la ayuda de las muletas.

Entonces llegó la noticia de que con una operación era posible retirar el residuo de cáncer. Se recolectó dinero y se realizó la larga intervención. Cuando concluyó el procedimiento los especialistas dijeron que todo salió bien… excepto por un problema. Había quedado un pedacito que no pudo ser retirado y podría volver a desarrollarse. Esto no impidió que ella siguiera adelante con su objetivo de recuperarse por completo. Dejó de usar las muletas, su cabello y su buen ánimo volvieron a crecer.

Ella se sentía muy bien en compañía de Paola, la niña era la única que sabía de su gusto por componer canciones de rap. De modo que, en ocasiones, ambas buscaban sitios donde nadie las escuchara, y allí se entretenían creando letras.

Giro definitivo

Pero su salud empeoró. Ahora quería estar sola. Su prima Paola la visitaba en su casa, aunque tampoco dejaba verse de ella. Decía que si llegaba el peor de los escenarios, y ella moría, no quería que la niña la mirara en ese estado. Prefería que conservara los momentos felices compartidos.

El 18 de junio, a las 3:26 a. m., sonó el celular, y luego de esa llamada solo se escucharon llantos. Era la noticia que nadie quería escuchar. Cuando se lo explicaron a Paola, entró en un colapso. La pequeña no podía creer que su prima, su confidente, había muerto.

En su inocencia se lamentaba de no haber podido despedirse de ella, de no haber podido abrazarla, recordarle cuánto la quería. A pesar de que no hubo adiós, Paola siempre tiene en mente aquellos días en que sí pudo decirle que la amaba, que era la mejor prima del mundo, que estarían juntas siempre.

Una noche despejada, sentada en el patio, Paola miró al cielo y notó que había una estrella que brillaba más que todas. Ella en su mente le preguntó a su prima por qué ocurría eso. Percibió que Jeilean le prometió que siempre la cuidaría.

Cada vez que mira al cielo, sabe que desde allá ella la protege. Lo único que hubiera deseado era decirle que fue la persona más valiente y fuerte que conoció. Pero se consuela al repetir: «Eres la única estrella de mi cielo. Quisiera devolver el tiempo para ser feliz de nuevo».

El ciclo de la vida

Tuve varias motivaciones para escribir sobre Paola y su prima. Una fue pensar que llegamos a amar tanto a nuestros familiares, que a veces olvidamos que no somos eternos. Que llegará el día en que dejaremos de existir, ya sea por enfermedad o por la vejez, así es el ciclo de la vida.

También lo escribí para recordar que amamos, somos felices, luego las luces se apagan y dejamos de ser, pero siempre quedan los bellos recuerdos que pasamos con esos seres especiales. Por eso hoy quiero decirles: amen a la gente que quieren, no pierdan la oportunidad de vivir con ellos toda la felicidad posible, porque no sabemos cuándo partiremos de este mundo.

Gracias, Paola.

A lo largo de mi vida escolar, siempre me ha gustado enfrentar los desafíos y superar mis límites. No  obstante, nunca han faltado esos momentos en los que me he sentido frustrada y las ocasiones donde me cuesta un poco lograr mis objetivos. Por suerte, he podido contar con el apoyo de un ser incondicional: mi madre. Para mí ella es la mujer más hermosa y, sobre todo, mi modelo a seguir.

«No puedes rendirte a la primera, si es necesario que lo hagas mil veces para lograrlo, mil veces lo harás». Estas siempre han sido sus palabras de aliento en aquellos momentos en los que he sentido que ya no puedo continuar, y muchas veces me ha costado escucharla, pero a pesar de esto termino comprendiendo que ella estaba en lo correcto.

Ese fue el caso cuando participé por primera vez en un concurso de oratoria. Cursaba el segundo grado y  se trataba de una experiencia totalmente nueva para mí. Estaba muy emocionada, pero a la vez nerviosa. Hubo instantes durante mis prácticas en los que me molestaba conmigo misma cuando no decía algo de forma correcta, incluso quise renunciar.

«Relájate y respira, equivocarse es parte del proceso, y hasta los más inteligentes tienen derecho a fallar». Fue esta frase la que me ayudó a mantener mis emociones a raya, entendí que mi mamá tenía razón, un pequeño error no iba a determinar quién soy yo como persona y mucho menos de qué soy capaz.

Llegó el día del concurso, me preocupaba cómo resultaría mí presentación, pero cuando estuve sobre el escenario vi a aquella persona que me acompañó a lo largo de todo el proceso; la mirada de mi madre reflejaba orgullo y alegría.

En ese preciso instante pude entender el mensaje poderoso que proyectaban esos hermosos ojos: «Serás capaz de lograr todo lo que te propongas». Y fue justo ese apoyo lo que me permitió continuar con mi presentación e incluso conseguir quedar entre los tres primeros lugares.

Las palabras no son suficientes para expresar lo agradecida que estoy con ella por estar siempre allí para mí, dándome todo su amor y soporte. Solo puedo darle gracias a Dios por darme una mami tan maravillosa.

En el año 1976, en Las Tablas, provincia de Los Santos, nació una niña en el seno de una familia humilde. Cidia fue la primera hija del matrimonio de Francisco Javier Vergara y la maestra Celinda Batista González.

Estando todavía muy pequeña, la familia de la niña emigró hacia la ciudad capital en busca de mejores oportunidades. Vivieron en Calidonia, donde emprendieron un negocio de tienda, y en ese tiempo llegó el segundo hijo de la pareja al que llamaron Delkis.

La niña mayor demostró su interés por ayudar en el negocio familiar. A menudo el papá la llevaba en los hombros al mercado a comprar los productos del establecimiento. De vuelta en la tienda ella ayudaba a ubicar la mercancía en los estantes y a meter las botellas de gaseosas en los congeladores.

La madre era educadora en áreas de difícil acceso, situación por la cual los dos hijos quedaban al cuidado del padre, quien también debía atender el local; así que una joven del área ayudaba con el cuidado de los niños. A la larga esta situación obligó a la mamá a renunciar a su trabajo como docente para dedicarse a los suyos. De esta manera la niña Cidia entendió que la familia es lo más importante.

Sus padres consiguen un nuevo local en Parque Lefevre. Entre trabajo, ahorro y perseverancia después se mudaron a Chilibre Centro, donde alquilaron un local comercial.

Cidia estudió Ingeniería en Sistemas Computacionales, en la Universidad Tecnológica de Panamá, y cursó hasta el tercer año. En esa época se convirtió en madre, entonces puso en pausa su formación, siempre siguiendo el ejemplo de su mamá de hacer todos los sacrificios necesarios para forjar un futuro a sus pequeños.

Una vez que las condiciones estaban más estables realizó la Licenciatura en Administración de Empresas con énfasis en Mercadotecnia, en la Universidad de Panamá. Consiguió un empleo en Empresas Melo, pero seguía rondando en su mente la idea de formarse como educadora. Así hizo un profesorado y después un postgrado.

De repente llega una gran sorpresa. A pesar de que hacía cinco años que estaba operada para no tener más bebés, se entera de que tiene un embarazo gemelar… Le explicaron que el «milagro» se debió a que su operación no se completó, pues una de sus trompas de falopio estaba intacta, y ahora dos cigotos se alojaban allí, aferrándose a la vida.

Estaba confundida y feliz. Sabía que volver a ser madre, y por partida doble, era un regalo de Dios. Hubo serias complicaciones que incluso pusieron en riesgo su vida y la de sus retoños, pero en el 2008, cuando llevaba seis meses y medio de embarazo, nacieron sus pequeñas.

En 2010 renunció a su trabajo y decidió luchar por su sueño, que ya no era solo ser educadora, sino además mejorar la calidad de vida de sus pequeños. Dios puso en su camino a un ángel que conoció gracias a su carisma natural, quien le ayudó a conseguir su primer empleo como maestra en un programa de premedia multigrado, en Bocas del Toro, en una comunidad ubicada por la cuenca del río Changuinola Arriba, en Bajo Culubre.

En el año 2011 fue trasladada a la provincia de Panamá, a la escuela Victoriano Lorenzo, en el Lago Alajuela. En este traslado vio la mano de Dios, porque ahora podía viajar todos los días a su hogar. El trayecto hasta el plantel era de dos horas en carro, 10 minutos en bote y otros 10 caminando.

Llegó el 2012. Obtuvo una plaza en el Colegio Secundario de Gatuncillo, en Colón. En 2013 se encargó de abrir el primer ciclo en la comunidad rural de El Ñajú. Aquí enfrentó un nuevo reto: la condición de retardo mental leve que presentaban sus hijas. Entre los años 2013 y 2015 ejerció en este plantel, gracias a su buen desempeño fue contratada en 2016 como técnico docente del programa de premedia multigrado a nivel nacional.  

Para 2017, la maestra Cidia fue nombrada por primera vez como educadora permanente en el sistema regular educativo de Panamá. Estaba asignada a la comarca Guna Yala, en Usdup, a la escuela Nele Kantule. 

En marzo de ese año su madre enfermó de gravedad. Cidia permaneció la mayor cantidad de tiempo que pudo junto a ella, pero pronto debió regresar a dar clases. El 29 de mayo del 2017 recibió en la isla una trágica noticia: su mamá había fallecido.

Un año después se dio su traslado a un plantel en La Siesta de Tocumen, donde se ganó el respeto y amor de sus compañeros y estudiantes. 

En 2019 a su padre le diagnosticaron cáncer de próstata. Cidia estaba cerca, así que lo cuidó con esmero, aunque él perdió la batalla en enero del siguiente año.  

Después pasó al C. E. B. G. de Salamanca, a solo 45 minutos de casa, donde enseña a sus alumnos que «no importa la adversidad que enfrenten, para todo existe solución cuando hay fe, amor y confianza en Dios». 

Mi héroe es Cidia. Cuando la tristeza o la adversidad tocan a la puerta, ella nos recuerda que «Dios da las batallas más difíciles a sus mejores guerreros, y esta no será ni la primera ni la última en la vida». Te amo mamá, gracias por ser mi guerrera de fe y amor.