El tiempo pasará y la injusticia jamás se olvidará.
Año 1997, 6:30 a. m., hora en la que mujeres y niños iban por la leche caliente y espumosa, recién ordeñada, a los campos o a los establos. Para Cristobalina, el momento correcto era dos horas antes, no desperdiciaba ni un minuto del día. Así que, a las 5:45 a. m., cuando se empezaba a notar un celeste tenue en el cielo, era ella quien sorprendía al sol al amanecer porque era más madrugadora que el astro rey.
Solía decir que no había mejor remedio para el alma vacía y el corazón abollado que la comida y los actos de servicio. Entonces, ella lo hacía para curar su mundo interior; vivía para los demás olvidándose de sí misma, pero era solo un escape del remolino interminable de pensamientos y recuerdos que la atormentaban.
Cristobalina preparaba cada platillo con mucha dedicación. Los domingos iba a las comunidades indígenas y pobres del pueblo a repartir comida, que no era mucha, pero era especial porque la hacía con amor. “Lo que sepa tu mano derecha que no lo sepa la izquierda”, afirmaba y poco a poco se fue ganando el amor del pueblo.
San Miguel Pochuta, Chimaltenango, 1982, conflicto armado interno. Días llenos de temor y angustia por las calles. El gobierno contra el pueblo. No hubo victoria, solo gotas de sangre derramadas por inocentes. Para ese entonces Cristobalina era solo una jovencita, la mayor de sus hermanos, su madre había fallecido años atrás. Estaba al frente de la protección y de los quehaceres del hogar.
Su padre, quien era administrador de la finca más prestigiosa del pueblo, La Torre, jamás se encontraba en casa; solo apoyaba económicamente. Llegó el domingo y, como era costumbre, Cristobalina iba temprano a comprar lo necesario para ir a las comunidades. Caminó un par de cuadras hacia el mercado. A tan solo unos pocos metros de llegar, notó cómo un grupo de guerrilleros la observaba con morbo.
Sabía el riesgo que corría, así que decidió dar dos pasos atrás. Pero todo fue tan rápido, que no pudo reaccionar. Los insurgentes la golpearon salvajemente hasta dejarla inconsciente; sin tener un poco de piedad, abusaron de ella. Como pensaron que estaba muerta, la arrojaron a un monte muy cerca del centro del pueblo, donde había toda clase de animales.
A las pocas horas, Cristobalina reaccionó de milagro. Adolorida, débil y confundida sacó el coraje para levantarse y huir del peligroso sitio por miedo a ser asesinada. De pronto, escuchó un escándalo a lo lejos. Moribunda, caminó unas cuadras y llegó a la plazuela, de donde provenían los gritos desgarradores.
Fue de su sorpresa la terrible noticia de que los administradores y dueños de las fincas (entre ellos su padre) serían ejecutados por los guerrilleros. Para los rebeldes no era posible que una persona tuviera una propiedad para ella sola, así que ordenaron a los dueños repartirla con ellos o con el pueblo. Como no cumplieron el mandato, los amarraron de pies y cabeza y fueron ordenados en fila para ser fusilados con la primera campanada de la iglesia. Todo el pueblo entró en pánico y Cristobalina estaba petrificada viendo el terror a través de los ojos de su padre.
Rápidamente, observó cómo los guerrilleros se formaban enfrente de los sometidos. A las 12:30 del mediodía se escuchó la fatídica campanada y sonaron también los gatillos de las armas.
1997. Pasaron los años y Cristobalina lo único que pudo expresar fueron palabras de silencio. El conflicto armado interno había terminado para ese entonces, pero para la mujer jamás culminó; ella moría por una justicia que no lograría obtener. Nunca dejó de ir a las comunidades, siguió adelante y creó una campaña de ayuda a los discriminados y de apoyo a mujeres sobrevivientes de los abusos de guerrilleros y soldados.
Actualidad. La historia de mi abuela Cristobalina jamás fue contada, salvo ahora. Ella colaboró con la creación de la ONG Esperanza y Fuerza. Me enseñó, a través de su relato, que, a pesar de las adversidades, la cruel y dura realidad, hay que salir adelante, con fuerza y fe; que, no obstante los sucesos, debemos luchar por la justicia y que nadie ni nada puede robar nuestros sueños, y sobre todo, la chispa de nuestra vida.