Ir de vacaciones en familia es una de las mejores experiencias que puedes tener durante el receso escolar. Aún no he viajado a otros países, pero sí he visitado muchos sitios hermosos de Panamá como El Valle de Antón, donde se encuentra uno de mis lugares favoritos, La India Dormida, un cerro popular por sus hermosos paisajes y su forma de mujer acostada.

El Valle es un pueblo con muchos atractivos turísticos, ubicado en la provincia de Coclé. Mis padres llegaron por recomendaciones de sus amigos, y, la primera vez que fuimos, nos dieron la noticia como una sorpresa. En esa ocasión, lo primero que pensé fue que este sería un viaje como todos los otros. Sin embargo, siempre me ha gustado ir de vacaciones, por lo que el paseo nunca perdió la emoción. Nos hospedamos en un hotel muy bonito, pero a la hora de dormir tenía miedo, pues el lugar era pequeño y no lograba sentirme bien lejos de casa. Al día siguiente, mis padres investigaron sobre actividades en el área y nos fuimos a escalar la India Dormida, un cerro ubicado a 1055 msnm, ideal para amantes de la naturaleza que buscan desconectarse de la ciudad y retarse a sí mismos.

Como era la primera vez, nos sorprendimos con las majestuosas cascadas y los ríos cristalinos. Durante el ascenso por el sendero se escuchan animales y se aprecia la variada vegetación del área. Realmente, la experiencia es muy agradable, hay mucha diversión y adrenalina porque en algunos puntos el camino se pone empinado y resbaladizo, parece una máquina del tiempo, ya que puedes estar horas ahí y no te das cuenta y, aunque sientas cansancio en algún momento, lo sigues disfrutando porque en lo único que piensas es en llegar a la cima.

Después de horas de caminar y escalar, visualizamos la cumbre. Luego de recobrar el aliento, apreciamos el cráter de un extinto volcán y el pueblo de El Valle rodeado de montañas y un manto azul. Desde este punto también era posible observar vacas y otros animales. Al estar ahí, sentí una gran tranquilidad en medio de ese ambiente natural y por haber logrado mi objetivo de llegar a la punta, pero el viento soplaba tan fuerte que tuve que sentarme ya que sentía que, si no lo hacía, me podía caer por el camino rocoso.

A mi papá le dio curiosidad un sendero que había cerca y preguntó a dónde llevaba. Le respondieron que era un camino hacia un cementerio y otros rincones de La India Dormida. Mi papá, mi hermana mayor y yo fuimos a recorrerlo; mi mamá se quedó con mi hermana menor, porque tenía miedo, pues era un poco peligroso y había que escalar. Este lugar era más hermoso que el que dejamos atrás. Valió la pena el riesgo. A pesar de que esta aventura ocurrió hace muchos años la sigo recordando como si fuera ayer, espero ir en unas próximas vacaciones para superar mis límites y disfrutar de sus encantos.

Era casi mediodía cuando llegamos al distrito de Boquete, un lugar hermoso con veraneras que decoran las casas pintorescas. En el mejor de los días, el viaje por la llamada vía Boquete puede llegar a tomar entre cuarenta minutos y una hora. Con la nueva carretera los tiempos se acortan, pero sigue siendo una buena hora de camino desde la capital de la provincia chiricana.

Emprendimos rumbo a las 11:00 a. m. desde la residencia de mis abuelos, en David, Chiriquí. La casa se encuentra en la barriada Las Perlas, situada a la entrada de la vía. Salir más tarde no es recomendable; de hecho, durante la época seca, en esta ciudad se tiene la costumbre de subir a Tierras Altas cuando el calor de las tardes se hace insoportable. Si muchos carros entran y salen de Boquete a la vez, es posible quedar atrapados en un retén, que solo ralentiza el tránsito.

Temprano por la mañana no hay tanta gente subiendo, así que el viaje fue tranquilo. En el último tramo del camino se puede apreciar la cordillera de montañas que rodea a toda la provincia. Es posible observar el volcán Barú en su fascinante grandeza durante los días más soleados.

Al frente de nosotros se miran las montañas que protegen a Boquete. Si vemos nubes en la mitad de las elevaciones, hay muchas posibilidades de que haya bajareques y hermosos arcoíris. Hay tantos que los contamos por el camino cada vez que hacemos el recorrido.

Una vez que llegamos al pueblo pasamos por la calle principal. Tienditas y personas caminan en las pequeñas aceras o directamente en las calles, igual de diminutas para la cantidad y tamaño de los carros que visitan el lugar. La vista es una combinación única de edificios en desuso, tiendas que llevan años en ese espacio, arte urbano, hostales y nuevos negocios, en su mayoría restaurantes y bares. Hermoso, de una manera que solo describo como nostálgica.

El distrito de Boquete siempre ha tenido un atractivo turístico. Posee una belleza natural que parece mágica. Recuerdo cuando era una niña y llegaba a las casas de mis familiares, pasábamos la tarde entera en el patio, donde veíamos las flores y disfrutamos del ambiente. Mi abuela pintó muchos cuadros de esos mismos paisajes. Creo, hasta el día de hoy, que las flores ahí brillan con una vitalidad inigualable.

Nos estacionamos. Mi abuelo comentó cómo en sus tiempos los jóvenes jugaban ahí béisbol, prácticamente tenían que tirar la bola al revés si querían que el viento no se la llevara hacia el río.

El río Caldera es una parte importante del área junto con la Feria de las Flores que se encuentra justo a su lado. Camino a Palo Alto se puede ver los restos de un antiguo puente que fue arrastrado por la corriente; un recordatorio de que al río se le respeta, pues en una crecida casi se lleva al pueblo con él, si no fuera por esa muralla de la iglesia…

Después del almuerzo seguimos nuestro viaje. Llegamos a una zona llamada ‘El Salto’, elevada y coronada con una cruz. Cada pueblo tiene una para protegerse, ya que mucha gente se ha caído en las laderas, incluida una de mis tías que se salvó de milagro.

Posteriormente, pasamos por las áreas más exclusivas, que antes fueron fincas cafetaleras y ahora son propiedades valoradas en grandes cifras.

Exactamente a la 1:54 p. m., mi abuelo nos guio a un lugar alto, donde pudimos apreciar las vistas más hermosas del pueblo a la luz de la tarde. Parecía que la naturaleza quisiera enmarcarlas para nosotros y las llevé guardadas como una foto escondida en mi corazón. Después de eso empezamos nuestro descenso.

Pasaríamos al pueblo por un refrigerio para marcharnos. Mientras bajamos por la vía, con las montañas sonriéndonos, reflexioné que no era una despedida, en absoluto; sino un hasta luego. Volveré por otro paseo para conocer más de este pueblo, para no olvidarlo, para llevarme un pedacito de él.

Son las 3:00 a. m., incluso por la ruta más simple, el ascenso al volcán Barú toma tiempo. Aunque es posible subir en cualquier momento, la vista perfecta no espera: es necesario escalar antes de que la luz solar caliente la Tierra y los dos océanos sean cubiertos por las nubes.

En esta aventura somos un grupo familiar: Juan Diego y Pipe, quienes vienen por supervisión nuestra; mi madre y hermana, mi tío paterno Niki, la tía abuela Ana y el abuelo Camilo, el más emocionado por nuestra excursión y uno de los primeros que se adentra en el frondoso pulmón natural, ansioso de que su prole vea el alba junto a él. Es él quien estresa a mi madre a las 3:30 a. m. diciendo que vamos tarde y que a nadie se le quede el abrigo; el resto estamos felices y trasnochados.

Transcurrida aproximadamente una hora nos encontramos en la plaza de Los Establos, un auto todoterreno nos llevará hasta la cima del volcán. También se puede subir caminando. En ese caso, la travesía comienza a la 11:00 p. m. del día anterior, desde Cerro Punta, se llega de madrugada a dormir hasta que el preciado sueño se interrumpe al comenzar el alba. Pero la mitad de nuestro grupo no podría realizar este retador ascenso, especialmente don Camilo.

En el vehículo el trayecto es agitado. Por más que ese camino ha sido recorrido cientos de veces, el clima nunca lo deja asentarse realmente, sigue siendo solo lodo y piedras; aunque, evitar romperse la cabeza con una ventana, por el jamaqueo, no hace el viaje menos ameno.

La señal de radio no llega, así que las historias de don Camilo nos desvían del aburrimiento, son sobre sus pasiones: la naturaleza, la fotografía, la caza y la aventura; sobre todas las tribulaciones al pasar por esta misma carretera, cuando subieron un auto por primera vez, y otras anécdotas más.

Casi a las 7:00 a. m. nos detenemos en un mirador que apunta al amanecer. La inmensidad del cielo donde se escurren los colores nunca deja de aportar ideas maravillosas a la imaginación. En ese instante, todo el grupo se junta para una foto. Ya falta poco para alcanzar la cumbre, pero, irónicamente, los pies ya no se aguantan; sin embargo, se sienten las ansias energizantes de ver ese gigante desde la altura, observar donde hace 500 años una explosión moldeó la región y compartir la belleza con otros cientos que llegan a pararse junto a la famosa cruz blanca, que indica estar en la cima del volcán Barú a 3474 metros sobre el nivel del mar.

A las 8:00 a. m. llegamos a la punta. Cuánta decepción ver opacada la belleza del paisaje por las antenas y las piedrecillas alrededor; no obstante, quedamos fascinados con los frondosos arbustos que ocupan la ladera y los pájaros cantando en las caídas del volcán. El grupo sube para ver la cruz, pero don Camilo no, prefiere sentarse en la garita de seguridad y admirar por última vez el paisaje que observó cambiar con el paso del tiempo.

Llevar el cabello natural puede ser más que una simple decisión estética para la población negra y llegar a convertirse en un acto de alcance político y cultural. Así lo reconocen líderes comunitarios, activistas, intelectuales y artistas afrodescendientes a nivel mundial.

¿¡Cómo son las personas capaces de avergonzarse de algo tan bello!? Esta es una duda que pasaba por mi mente desde pequeña, al escuchar a mis maestras quejarse de su pelo encrespado y decir lo mucho que querían hacerse un alisado. Ellas le llamaban “pelo malo” o crespo, cuando para mí era solo eso: cabello. No entendía esta situación, en especial cuando veía por las calles de Panamá que la mayoría de la población era afrodescendiente con características propias de la cultura.

Gracias a esas circunstancias, que tanta incomodidad me generaban, y a mis interrogantes decidí hablar con una de las afrofeministas y poetisas panameñas más influyentes en la actualidad: Jembell Chifundo, también fundadora de la página de ciberactivismo La luz de Frida.

Durante la entrevista, me percaté sobre muchos de los privilegios que tengo por lucir aquello considerado como cabello “normal” y la increíble historia que tiene la melena en esta cultura afro.

Jembell explicó la razón de la importancia del cabello rizado, sobre todo de las trenzas, así como todo el ritual en torno a este: un tiempo para compartir y conversar dentro de la cultura que va de madre a hija, de abuela a nieta, de tía a sobrina y hasta de padres a hijas.

Desde la colonización, a las mujeres afrodescendientes se les humillaba por su cabello, al punto de que era obligatorio ocultarlo con turbantes. En esa época hubo esclavitud y explotación de las personas negras, por lo cual muchas buscaban ser libres. Y, ¿cómo la conseguían? En sus cabellos las mujeres negras ocultaban semillas y tejían mapas que ayudaban a los esclavos a escapar para empezar una nueva vida en libertad.

Para las afropanameñas siempre ha sido un problema mantener esta parte de su cultura viva, debido a la falta de representación, aceptación y amor propio. Inclusive, no las contratan o le niegan el acceso a la educación, precisamente a causa de este pasado colonial que dejó una gran marca en su cultura.

Aunque durante los últimos años hemos visto cómo poco a poco esta parte tan importante de la identidad afrocolonial resurge y tiene más presencia en las calles, aún resta mucho camino por recorrer. Por eso decidí hacer este repaso sobre la historia y relevancia del cabello afro para las panameñas, un punto de partida para visibilizar a esta cultura tan importante, representada por unas 586 221 personas en el Istmo, quienes incluso hoy luchan contra las costumbres racistas de este país.

Somos un crisol de razas y no podemos dejar que tradiciones como el trenzado de cabello o el pelo afro se pierdan por ignorancia. No es solo cabello, ¡es un símbolo de resistencia!

Una mañana despierto con nuevos planes para mi vida, pero solo unas horas después me doy cuenta de que estos se ven interrumpidos de repente. Se activan las alarmas de un nuevo virus que invade la ciudad china de Wuhan, y existe el riesgo de que pueda esparcirse.

La libertad de mi Panamá peligraba, pues un país lleno de diversión, amante de las fiestas, compartir en parrandas y resaltar fechas importantes con grandes aglomeraciones de personas estaba a punto de conocer el confinamiento y el distanciamiento social. 

Mi amigo Alberto al enterarse de lo ocurrido en China dijo que la vida desenfrenada del panameño estaba a punto de terminar, pero yo no lo veía desde ese punto, me enfocaba en que sería un obstáculo para mis nuevos planes de viajar a diversos lugares y aprender de sus culturas.

No imaginan el giro que tomó el país al cabo de varios días de la temida noticia. Todos al encierro, anunciaron las autoridades nacionales. En el resto del mundo el panorama era similar. ¡No puede ser! Algo así no podía estar pasando. Los vecinos escandalizados comentaban que había que abastecerse de alimentos, pues nos quedaríamos confinados por mucho tiempo. Surgieron en mi mente tantas cosas… debía replantear mi vida, ya que el nuevo virus había llegado para enseñarnos que nuestro desenfreno y la pérdida de la conciencia natural estaban acabando con el planeta.

Usar todo el día una mascarilla, no poder abrazar a los seres queridos, estar lejos de la familia y no participar de memorables fiestas eran algunas de las tantas restricciones o medidas preventivas que trajo consigo esta pandemia.

Alberto, entristecido, sentía tanta angustia y desespero porque era complicado, imposible, visitar a su abuela, puesto que no pertenecía a su burbuja familiar. Además, extrañaba jugar con los chiquillos en la calle, gritar en la oscuridad “¡Salvación, salvación, salvación!”, durante las escondidas. Cuando hablaba con él por teléfono confesaba extrañar a sus amigos, compartir con ellos, jugar fútbol en el cuadro de su barrida.

  —Debemos seguir en este nuevo viaje y forma de vida —respondí a Alberto ante sus quejas. 

Sí, señores. Para mí esta realidad era un nuevo viaje maravilloso porque ¿adivinen? Aunque en un instante pensé que me truncaba todo lo que había planeado, al final conocí muchos lugares interesantes e inimaginables gracias a la pandemia.

Alberto no podía creer que yo hubiese descubierto tales sitios encerrado en las cuatro paredes de mi hogar, entonces le conté sobre ese gran viaje revelador. 

Inicié el recorrido con los países de la valoración y la cultura, pues estos me enseñaron a apreciar y compartir con las personas; no mañana, sino ahora. En el país del amor descubrí que debemos apoyarnos hasta en los momentos más difíciles. Finalicé nuestra conversación telefónica mientras resaltaba a Alberto que debemos aprender de los cambios y utilizarlos para nuestro beneficio. La pandemia me llevó de viaje a mi “yo interno”, y este me decía que podía mejorar mis valores como persona. 

Eran las 5:00 a. m. cuando sonó la alarma. Debía arreglarme rápidamente para salir de Tocumen, Sector Sur y tomar un bus de la ruta Corredor Sur junto a mi mamá, mis primos y mis tías para ir donde mi abuela. En total diez personas partimos desde mi casa hacia la Gran Terminal Nacional de Transporte de Albrook, para luego dirigirnos a la ciudad de Penonomé, capital de la provincia de Coclé.

La noche anterior al viaje no pude dormir bien por el entusiasmo. Aunque prácticamente todos los veranos voy allá, cada visita es como la primera porque siempre hay algo nuevo de qué sorprenderse.

Llegamos a la terminal a las 6:00 a. m., la salida del transporte sería quince minutos después que para mí resultaron demasiado largos; mientras tanto, decidimos ir a comprar algo para comer. Caminamos por los pasillos y solo encontramos un restaurante abierto, pedimos el desayuno para llevar. De repente, llegó mi prima, agitada por correr media terminal, para decirnos que ya estaban abordando el bus.

Nos desplazamos lo más rápido que pudimos, con la voz de mi madre de fondo que decía: “Ves, por no querer desayunar en la casa, nos va a dejar el bus”. Y sí, en realidad tuve la culpa, pero no podía aguantar más hambre sabiendo que nos esperaban dos horas más de viaje.

Al llegar a la terminal de Penonomé abordamos otro vehículo, tipo pick up, transformado en transporte de pasajeros con capacidad para doce personas al que la comunidad llama “chiva”. Aún nos esperaban dos horas más de viaje.

Nuestro destino era Altos del Coco, ubicado en Toabré, uno de los diez corregimientos que forman parte del distrito de Penonomé. Es un lugar mágico, lleno de naturaleza, árboles, ríos, cascadas, campesinos y más.

Me llama la atención que, a pesar de contar con 70 lugares poblados y una población
10 203 habitantes, según el Censo de 2010, existe gran pobreza. No obstante, resalto que su gente es buena, amable y trabajadora; unos se dedican a la agricultura de subsistencia y otros laboran cosechando en fincas de naranjas, café y diversos productos. Mi abuela vive con uno de mis tíos, ellos viven de la siembra de arroz, yuca y naranjas. 

Es muy divertido ir a la casa de mi abuela con mis primos. Me gusta bañarme en la quebrada del Coco. También me agrada percibir el olor a hierba y a cítricos de las frutas, al igual que escuchar el canto de los pájaros, el cacarear de las gallinas, el relinchar de la yegua o el mugir de las vacas… En fin, amo todo lo que define al campo, debido a que es un lugar tranquilo para vivir y disfrutar de la naturaleza.

Por cierto, si te gusta el ecoturismo, tu próximo viaje puede ser a Altos del Coco en Toabré de Penonomé, un lugar de ensueño que nunca olvidarás.

Era 2 de noviembre de 2021, después de pasar por el confinamiento a causa de la pandemia del covid-19 fue muy buena idea hacer un viaje familiar. 

¡Qué sorpresa, Boquete! Supe unos días antes que íbamos a la provincia de Veraguas, pero no a la de Chiriquí donde se encuentra el templado paraíso.

De la ciudad de Panamá a Veraguas (184,6 km) el viaje en auto toma aproximadamente tres horas y diez minutos. Ese fue nuestro primer destino, allí estuvimos por dos días, el 31 de octubre y el 1 de noviembre. Nos alojamos en casa de un familiar en un pueblo llamado El Anón, ubicado a quince minutos de la capital, la ciudad de Santiago, pero como ya conocía el lugar no veía nada nuevo o algo que me llamara la atención.

En un día lluvioso partimos hacia el hermoso y pequeño distrito de Boquete. El recorrido en automóvil tomaba alrededor de tres horas y veinticuatro minutos en un día seco, pero estaba lloviendo, por lo tanto, el conductor manejaba despacio para evitar un accidente; esto hizo que el trayecto durara treinta minutos más.

Para trasladarse en transporte público desde Panamá a Chiriquí es necesario llegar a la Terminal de Transporte de Albrook y tomar un autobús “expreso” que hará una parada en Santiago. El viaje toma aproximadamente seis horas hasta David, y de allí se aborda otro vehículo hasta Boquete. Los viajeros frecuentes y quienes organizan excursiones prefieren viajar en la noche para llegar cuando está amaneciendo, me parece que tiene sus ventajas, ya que se puede dormir en el trayecto y así se ahorra tiempo para disfrutar más de la excursión.

Boquete es un pintoresco distrito atravesado por el río Caldera. Cuenta con un clima agradable, en el mes de noviembre la temperatura oscila entre 21 °C y 22 °C, rara vez sube a más de 23 °C o baja a menos de 20 °C. Está considerado como uno de los lugares más populares para vacacionar, aunque en la provincia chiricana también hay otros sitios con diversidad de ecosistemas.

Los boqueteños son personas muy amables, parte de sus costumbres y tradiciones se pueden apreciar en la Feria de las Flores y el Café; otro de sus eventos más importantes es la Feria de las Orquídeas en la que, como es de esperarse, se pueden encontrar flores muy hermosas. “Una flor florece para su propia alegría y las flores le brindan alegría a Boquete”, es una frase que pude leer en la celebración y que me encantó.

Ciertamente, Boquete es un lugar próspero, con tierras aptas para cultivar gran variedad de productos. También es un excelente poblado para vivir, no en vano es el cuarto lugar en el mundo para el retiro de profesionales jubilados.

Es tierra de grandes pintores, actores y músicos como Joey Montana, quienes han revelado el maravilloso talento que tiene el distrito. Pero, sobre todo, Boquete es mundialmente reconocido por ser cuna del famoso y cotizado café geisha, galardonado como el mejor del mundo en diversas oportunidades.

No existe duda de que Boquete es una gran opción para hacer turismo, e incluso vivir en el país. Su clima, su café, sus flores y su gente hacen de este sitio un pequeño edén.

La idea de visitar Guna Yala fue de Michael, de 38 años, y él se lanzó a esa aventura en compañía de su esposa Katherine, de 32 años, y de sus hijos Isabella y Luis, ese soy yo. Pero también convenció a algunos amigos: David y José Luis, quienes fueron con sus familias.  Todos partimos emocionados con la idea de visitar los paradisíacos paisajes de este archipiélago.

Día 1: Decidimos visitar la mayor cantidad posible de lugares e islas alrededor de Guna Yala. Por ejemplo, Dog Island. Luego, cuando regresamos, como todavía no se ocultaba el sol, decidimos entrar un poco a la playa. Pronto caímos en cuenta de que estaba anocheciendo y la marea había subido, así que decidimos salir, cambiarnos, cenar y luego a dormir.

Día 2: En la mañana desayunamos patacones con queso, para luego, entre las 12:00 y 1:00 p.m., ir a la playa, pues había amanecido bastante soleado y caluroso. Ya en la playa nos bañamos dos o tres horas para luego almorzar a las 3:00 p.m., ya que como a las 4:00 p.m., después de reposar la comida, nos meteríamos una hora más. Al atardecer la pasamos hablando de lo que hicimos en el día y también cenamos, esta vez comimos unos ricos pescados fritos.

Día 3: Fuimos a la isla Chichime, ahí la pasamos haciendo ‘snorkeling’ toda la tarde, para luego,  como a las 5:00 p.m., regresar a Guna Yala para arreglar todas las maletas, ya que el día siguiente regresaríamos a Colón. Cuando llegamos a Guna Yala conversamos un rato de todo lo que habíamos hecho, para luego salir a ver las estrellas, pues durante ese verano no había muchas nubes, tanto de día como de noche. De hecho, yo logré ver la Osa Menor. Luego regresamos al lugar donde estábamos hospedados para cenar e irnos a dormir.

En el último día del viaje, decidí regresar a la playa, pero esta vez me encontré con una pequeña sorpresa… justo en ese momento había unas pequeñas estrellas de mar en la costa y decidí ir a verlas más de cerca. Al estar frente a ellas noté algo más… parecía un erizo, pero tenía algo raro, no era cualquier erizo, era uno de fuego, considerado uno de los más peligrosos del trópico. Me aleje rápidamente de él, pues me explicaron en alguna ocasión que su picada puede causar un fuerte trauma por envenenamiento. Así que me marché de allí, fui adonde nos estábamos hospedando y le avisé a toda mi familia que cerca de esa área había erizos, para que tuvieran precaución.

Al caer la tarde ese último día, tomamos la lancha para regresar a Colón y después a Panamá. Me sentía agotado por todas las actividades que realizamos, pero a la vez emocionado por la aventura, que seguía repasando en mi mente, mientras me decía: ¡Qué grandiosa y peligrosa vivencia!

Emprendí mi viaje, mas no estaba segura si me agradaría el lugar que me recomendaron. Aun así, quise ser parte de esa aventura en la provincia de Herrera. 

Al llegar al cruce me desanimé un poco, pues el sol estaba inclemente, y al ver que para llegar a la primera casa tenía que caminar alrededor de veinte minutos, lo dudé más, ya que no había transporte hacia el centro del pueblo. 

De repente escuché una voz: 

 —¡Buenas! Vea, ¿va pa’ dentro?

Entonces me dije: “Esta es mi oportunidad de no realizar esta larga procesión”, y rápidamente acepté. Al ir avanzando mi vista se perdía entre los sembradíos de arroz a los costados del camino, y el conductor entabló una conversación.

 —¿Viene de paseo al pueblo? Es que no la había visto por aquí.

 —Voy de visita a un lugar que se llama Ciénega Las Macanas —respondí.

  —Ajo, eso es muy lindo ahí, pero está un poco lejos —mencionó—. La dejaré donde le puedan orientar sobre cómo llegar. 

Llegamos a una capilla y me enseñó hacia dónde debía dirigirme.

Iniciaba mi aventura con un guía, quien sugirió usar repelente para insectos, pero no le presté atención porque observa con asombro el pintoresco paisaje que se revelaba ante mí: las casas de quincha, una carreta jalada por un caballo, un grupo de niños jugando béisbol, señoras entretenidas con la baraja debajo de un árbol de almendro. Aquella tranquila atmósfera fue interrumpida al gritar una niña: “La culebra, la culebra”. Nos detuvimos, pero la situación fue controlada rápidamente, y aunque la serpiente no era tan grande, vacilé para seguir mi travesía. Recobré las ganas cuando el guía soltó unas palabras alentadoras.

 —Este es el camino que nos llevará al lugar más lindo de todo el pueblo —resaltó. 

A medida que avanzábamos me convencía de que había tomado una buena decisión. El panorama era muy hermoso, la brisa golpeaba mi cara, se podía ver las llanuras, los caballos, las vacas con sus terneros. Luego de quince entretenidos minutos al fin llegamos. 

¡Dios! Mis ojos estaban maravillados de tanta belleza, en medio del lugar se veía un sendero que automáticamente llamó mi atención. Entrar fue algo grandioso, pues se percibía paz, había sillas para sentarse y meditar; también, diversidad de plantas y árboles. El cantar de las aves era como una sinfonía angelical. Al salir encontré un mirador con una vista perfecta donde apreciar la gran variedad de aves migratorias que llegan al lugar, un humedal refugio de vida silvestre en medio del paso del río Santa María. 

Sin duda, la Ciénega de Las Macanas, ubicada en El Rincón de Santa María, es un lugar perfecto para hacer turismo, desconectarse y estudiar los diversos tipos de aves que habitan en él. Solo faltas tú con tu cámara para que disfrutes, como yo, de todo un paraíso ecológico.

TEXTO CORREGIDO

Cuando pienso en mi infancia, no hay un lugar más encantador que la isla de Taboga. Allí nació mi papá y allí conoció a mi mamá. Siempre me llevaron a aquel lugar que imaginaba como en los cuentos de piratas, con rutas en mapas y tesoros por encontrar. 

El abuelo Luca me contaba que sí existían. A sus ochenta años sale todas las mañanas al monte, a cosechar ají, plátano y piña, así que se conoce Taboga como la palma de su mano y no para de narrar cuentos y vivencias sobre este territorio, como si hubieran ocurrido ayer. Cada cosa que dice me transporta y me hace querer más este lugar. Sin duda, es mi isla. 

Una de las cosas que más me atrapa de Taboga es su mar. Apenas tuve edad, me fui a bucear, a descubrir la vida allá abajo, lo que me generaba tantas fantasías. Inicié por la orilla, me fui adentrando para ver los corales y peces de varios colores. También había caracoles y un sinfín de especies que no podía distinguir, pero que sin duda eran hermosas. Un sueño hecho realidad. 

Allí, bajo el agua, me di cuenta de que nací para estar en la isla. Su naturaleza, su gente y sus costumbres son mi identidad. No había un día en que no pensara en regresar pronto para ver a mis amigos, saludar a la comunidad y explorar cada rincón, es algo que me llena de alegría.

Cada vacación escolar es el momento indicado para volver, el verano es una puerta a la felicidad que me provoca mi tierra. Porque eso es Taboga para mí.